Motivos de Proteo: 113
CXII - La disciplina del amor y la calidad del objeto en que el amor se cifra.
editarRelaciónase con esto que digo de la virtud disciplinaria de una potencia interior que nos domina, una proposición llena de dudas: -¿Valdrá más, para el buen gobierno de la vida, ausencia de amor, o amor consagrado a quien sea indigno de inspirarle?
En una primera consideración de las cosas, ello se resolvería de acuerdo con la propiedad que el amor tiene de asemejar a quien lo tributa y a quien lo inspira, siendo éste el original y aquél el traslado: de suerte que la virtud del amor no sería en sí mala ni buena, sino relativa a la calidad del objeto en que él pone la mira; y según fuese el objeto, la virtud del amor variaría entre lo sumo de las influencias nobles y lo ínfimo de las causas de abatimiento y abyección: entre lo más alto y lo más bajo; porque tal como el amado es y tal como necesita, para su complemento, a quien le ama, así lo rehace y educa con la más sutil y poderosa de las fuerzas. Condición del alma que, ya por útil a sus propósitos, ya sólo por la complacencia que halla en ella, desea en el amante el amado, o la descubre en él o la crea; y de este modo la sugestión de amor vuelve al amante en hechura del espíritu que le enamora. En la poética expresión del amor es sentimiento frecuente el anhelo de refundirse y transformarse, para ser aquello que pueda determinar más íntima vinculación con el ser a quien se ama, o que ofrezca modo de hacerle mayor bien y de rendirle homenaje más singular y fervoroso. Quisiera ser, dice el amante, el aire que se embebe en tu aliento; la flor humilde que huella tu pie; el rayo de sol que te ilumina; la lejana estrella en que fijas la mirada cuando el éxtasis de tus sueños... Natural aspiración del que ama es ser amado; suspira el amador por ser amable; pero como la amabilidad que granjea correspondencia es relativa al parecer y dictamen del amado, para cada objeto de amor la amabilidad es una, y de la calidad de este objeto a quien se ha de complacer toma inspiración y modelo la amabilidad. Si en lo antiguo era sentimiento común que amar a una diosa deificaba, no es menos cierto que aquel amor que se cifre en lo propincuo a la bestia dará por fruto el salto atávico de Nabucodonosor... Sabiduría, torpeza; esperanza, duda; candor, perversidad; luces y sombras del juicio; arrojos y flaquezas del ánimo: todo bien y todo mal, todo desmerecimiento y toda excelencia, son capaces del alma a quien amor posee, según la sueñe y ambicione la otra alma su señora; lo mismo cuando obre ésta por cálculo y voluntad consciente, que cuando domine por fatal y como magnético influjo. En todo amor hay abnegación de misticismo, sea el misticismo divinal o diabólico; porque, desposeyéndose de su voluntad y su ser propio el amante, se transporta al objeto de su amor, renace en él y participa de él: «vive en su cuerpo», según el enérgico decir de Eurípides; y si el objeto es ruin o ha menester, para el término que se propone, los oficios de la ruindad, ruin hará al amador, y le hará noble y grande si por afinidad busca estas alturas, o si para el destino a que, de su natural, gravita, requiere como valedores nobleza y grandeza. Dame que mire al fondo del alma donde está el norte de tu amor, y yo te diré, como visto en cerco de nigromántico, para dónde vas en los caminos del mundo, y lo que ha de esperarse de ti en pensamientos y en obras.
Si esto fuese absolutamente verdadero, una helada impasibilidad valdría más que el amor que se cifra en quien no merece ser amado. Sólo que en la misma esencia de la amorosa pasión está contenido, para límite de esa fatalidad, un principio liberador y espontáneo, de tal propiedad y energía que con frecuencia triunfa de lo inferior del objeto; y así, aun aplicado a objeto ruin, infinitas veces el amor persevera como potencia dignificadora y fecunda; no porque el amor deje entonces de adecuar la personalidad del enamorado a un modelo, ni porque este modelo sea otro que la imagen de su adoración; sino porque es virtud del alma enamorada propender a sublimar la idea del objeto, y lo que la subyuga y gobierna es, más que el objeto real, la idea que del objeto concibe y por la cual se depura y magnifica la baja realidad, y se ennoblece, correlativamente, el poder que, en manos de ésta, fuera torpe maleficio. Una cosa hay, en efecto, capaz de superar la influencia que el ser real de lo amado ejerce en la persona del amante; y es el ser ideal que lo amado adquiere en el paradigma de la imaginación caldeada de amor, con omnipotente arbitrio sobre la sensibilidad y la voluntad que a aquella imaginación están unidas. Éste es el triunfo que sobre su propio dueño logra a menudo el siervo de amor, siendo el amor desinteresado y de altos quilates: redimir, en idea, de sus maldades al tirano, y redimido el tirano en idea, redimirse a sí mismo de lo que habría de funesto en la imposición de la tiranía, valiéndose para su bien de aquella soberana fuerza que en la intención del tirano iba encaminada y prevenida a su mal: vencedor que utiliza las propias armas del vencido, como Judas Macabeo lidiaba con la espada de Apolonio. Porque lo que importa es, no tanto la calidad del objeto, sino la calidad del amor; y más que de la semejanza con el ser real del objeto, ha de nacer, la belleza de la imagen, de la virtud del amor sincero, generoso y con sazón de idealidad. Común hazaña de esta estirpe de amor es trocar en oro el barro, en bálsamo el veneno; fecundizar lo vano, mundificar lo inmundo; poner en el corazón del amante la sal preciosa que le guarde de la corrupción, y en sus labios el ascua ardiente que depuró los del profeta. Si en el encarnizamiento y el vértigo del amor bastardo va incluido un principio de descomposición moral, una idea febrilis, cuyo proceso sugirió a Alfonso Daudet las páginas despiadadas de su Safo, el amor alto y noble lleva en sí una capacidad de ordenación y de sublime disciplina que corrobora y constituye sobre bases más fuertes todas las energías y potencias de la personalidad. Aun en su manifestación violenta, procelosa y trágica, el escogido amor mantiene su virtud purificadora y el poder de dejar levantada y entonada la voluntad que halló en indigna laxitud: del modo como ha solido suceder que cae un rayo a los pies del paralítico, y lejos de causarle daño, le vuelve en un instante y para siempre la libertad de sus miembros.