Motivos de Proteo: 087


LXXXVI - Los viajes como instrumento de renovación. Aureola o penumbra de nuestro «yo».

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La práctica de la idea de nuestra renovación tiene un precepto máximo: el viajar. Reformarse es vivir. Viajar es reformarse.

Contra las tendencias primitivas e inferiores de la imitación, que consisten en la obediencia maquinal al ejemplo de lo aproximado y semejante a la naturaleza del imitador, de donde toma su primer impulso esa otra imitación de uno mismo que llamamos hábito, no hay energía tan eficaz como la imitación que obra en sentido nuevo y divergente de la herencia, de la costumbre y de la autoridad del temor o el afecto. Fuerza servil si se la compara con la invención y con la soberana espontaneidad de la conciencia, que son superioridades a las que no se llega de inmediato desde la imitación rutinaria, y que no cabe extender nunca a todos los pensamientos y actos de la vida, la sugestión de lo ajeno y apartado es fuerza liberadora en cuanto nos realza sobre la estrecha sociabilidad que circunscriben la familia y la patria; y además, comienza a hacer flexible y ágil el espíritu y ejercita los bríos de la voluntad, para acercarnos a esa completa emancipación del ser propio, que constituye el término ideal de una existencia progresivamente llevada.

Hay en la personalidad de cada uno de nosotros una parte difusa, que radica en las cosas que ordinariamente nos rodean: en las cosas que forman como el molde a que, desde el nacer, nos adaptamos. Trocar por otro este complemento, mudando el lugar en que se vive, es propender a modificar, en mayor o menor grado, por una relación necesaria, lo esencial y característico de la personalidad. Toda la muchedumbre de imágenes que se ordenan y sintetizan en la grande imagen de la patria: el cielo, el aire, la luz; los tintes y formas de la tierra; las líneas de los edificios; los ruidos del campo o de la calle; la fisonomía de las personas; el son de las voces conocidas: todo ese armónico conjunto, no está fuera de ti, sino que hace parte de ti mismo, y te imprime su sello, y se refleja en cada uno de tus actos y palabras: es, cuando más objetivamente se lo considere, una aureola o penumbra de tu yo. Y de esas cosas familiares que el sentir material te pone delante a toda hora, válense el hábito, la tradición, el alma anónima que brota del concierto de una sociedad humana, para uncirte a ciertas maneras de pensar, a ciertas automáticas uniformidades, a ciertas idolatrías, a ciertas obsesiones. Alejadas de tus sentidos aquellas cosas materiales, las fuerzas cautivadoras que se valen de ellas pierden gran parte de su influjo; y aunque persistan los lazos que responden a inclinaciones perdurables y sagradas de la naturaleza, aquellos otros, más endebles, que sólo nacen de hosquedad, preocupación o prejuicio, se rompen y desvanecen, a modo de los hilos de una vasta telaraña, dentro de la cual permanecía impedida, como la mosca prisionera, tu libertad de juzgar y de hacer. La expatriación de los viajes es, por eso, antídoto supremo del pensamiento rutinario, de la pasión fanática, y de toda suerte de rigidez y obcecación. Y aún puede más; y a menudo ejerce, para vencer mayores extravíos morales, si ellos arraigan en la ocasión constante y la costumbre, una inmediata virtud regeneradora; como, en el orden físico, alcanza a contener en su desenvolvimiento males inveterados, que se afirmarían para siempre sin un cambio en el método de vida y en las influencias circunstantes. El prófugo que deja atrás el teatro de su tentación y de su oprobio, presencia el espectáculo del trabajo remunerador, toma la esteva del arado, y es el colono que exprime en paz el suelo fecundo. Un ambiente impregnado de sensualidad prepara, ya desde las entrañas de la madre, el alma de la cortesana; la permanencia en él la lleva a su fatal florecimiento; la novedad del desierto la redime: tal es la historia de Manon.

En lo que siente quien de luengas tierras vuelve a la propia, suele mezclarse a la impresión de desconocimiento de las cosas con que fue íntimo y que ve de otra manera que antes, cierto desconocimiento de su misma personalidad del pasado, que allí, en el mundo donde la formó, resurge en su memoria y se proyecta ante sus ojos, como si fuese la figura de un extraño. Aquel cuento de los tratados de San Ambrosio, del amante que, para dar al olvido su pasión, busca la ausencia, y peregrina largo tiempo, hasta que, al volver, es requerido por su antigua enamorada, que le dice: «Reconóceme; soy yo, soy yo misma»; a lo que arguye él: «Pero yo ya no soy yo», presta vivos colores a una verdad psicológica que aparece más patente hoy que sabemos cuánto hay de relativo y de precario en la unidad de la persona humana; verdad, la de la respuesta, que confirma, entre tantos otros, Sully, en su admirable estudio de las «Ilusiones de la sensación y del espíritu», mostrando cómo un cambio considerable y violento de las circunstancias exteriores, no solamente tiende a determinar modificaciones profundas en nuestros sentimientos e ideas, sino que llega a conmover y escindir, aunque sea sólo parcialmente, la noción de nuestra continuidad personal.