Motivos de Proteo: 058

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LVIII



LVII - Acertar con el género de la vocación, y no con la especie. Determinación estrechísima de la aptitud; espíritus de un solo tema.

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Acertar en el género de la vocación y no en la especie; acertar en cuanto a la categoría general dentro de la que debe desenvolverse la aptitud, pero no en cuanto a la determinación particular de ella y la aplicación concreta que conviene a su índole, es caso frecuente en los comienzos de aquel que tienta su vía personal. El instinto le anuncia una vocación, de modo vago e indeterminado, y la elección reflexiva le induce a error al precisar la sugestión del instinto. Pasa con él como con el ciego que lograra entrar sin guía a su verdadera casa, y se equivocara después pasando la puerta de una habitación que no fuese la suya.

En los espíritus de aptitud literaria es de experiencia común que se empieza casi universalmente por el uso del verso, ensayando de esta manera facultades que luego la mayor parte de los que las llevan a madurez, ha de orientar de otro modo. El ejemplo de Fontenelle, poeta nada más que mediano en el primer período de su desenvolvimiento, después escritor y crítico ilustre, es caso que la observación más limitada corroborará con otros numerosos.

El gran Corneille, antes de fundir en el bronce de su alma de romano la tragedia francesa, pensó fijar su vocación teatral, no en la máscara trágica, sino en la cómica. Seis comedias precedieron a la Medea; y si aquí no cabe hablar, con entera exactitud, de una falsa elección en el primer rumbo, pues volviendo accidentalmente a él, Corneille debía cincelar más tarde la rica joya de El Mentiroso, por lo menos la elección no interpretaba el radical y superior sentido de la aptitud, que prevaleció con plena gloria en las tragedias. Otro caso que encuadra dentro de este orden de hechos, es el de Bellini. El futuro autor de la Norma sintió, desde sus primeros pasos, la voz que le llamaba al arte de la música; pero el camino por donde acudió a esta voz no manifestaba, en un principio, conciencia de su verdadera superioridad. Sólo después de ensayar, con desgraciado éxito, ser intérprete de las obras de los otros, ya como cantante, ya como ejecutante, volvió Bellini su interés a la composición dramática. Por lo que toca al arte del color, fácil sería multiplicar ejemplos como el de Julio Clovio, el gran miniaturista italiano, a quien su don de la exquisita pequeñez no se reveló sino luego de probar fortuna, sin lograrla, en los cuadros de tamaño común; o el del menor de los Van Ostade, pobre pintor de género en la adolescencia; después, original y admirable paisajista.

Ocurre que, para precisar ciertos espíritus la verdadera especie de su vocación, hayan necesidad de restringir extraordinariamente el objeto de ella; y sólo mediante esa determinación estrechísima, encuentran el carácter peculiar de su aptitud. Son éstos los espíritus antípodas de aquellos otros, universales y capaces de todo hacer, que antes saludamos. Así, en pintura, los artistas que han sabido pintar flores y nada más que flores: Van Huysum, Monnoyer, Van Spaendonck; o bien Redouté que, pintando retratos e imágenes sagradas, nunca pasó de una discreta medianía, hasta que la contemplación de unos ramilletes de Van Huysum le excitó a consagrar a las flores su paleta, y ellas son las que embalsaman con perenne aroma su nombre. En el espíritu de Alfredo de Dreux, la vocación de la pintura nació unida a la impresión con que cautivó su fantasía de niño la belleza de los caballos que veía en las paseatas elegantes; y de tal manera se identificaron aptitud e impresión, que el pincel apenas fue en sus manos más que un medio de fijar, de cien modos distintos, aquella imagen obsesora.

En la composición literaria, es nombre de significado semejante el de Heredia, el supersticioso de voto de un idolillo inaplacable: el versificador absolutamente contraído, con los recursos de una acrisolada cultura y una perseverante labor, a señorear la técnica sutil y preciosa del soneto. Análogo carácter puede atribuirse, en la ciencia, a los naturalistas que han limitado el campo de su observación a una única especie, dedicándole todo el fervor y afán de su vida; ya las abejas, como Huber; ya las hormigas, como Meyer; y a los astrónomos que se han circunscrito a un solo cuerpo celeste: como Fresner a la luna.

De igual manera que el curso de la civilización presenta épocas de amplitud armoniosa, en que, equilibrándose las ventajas de las primitivas con las de las refinadas, la estructura natural de los espíritus propende, sin mengua de la eficacia de sus fuerzas, a una universal capacidad: como la Grecia de Pericles, el siglo XIII o el Renacimiento, así hay también, en las sociedades que han llegado a una extrema madurez de cultura, tiempos de menudísima clasificación, de fraccionamiento atomístico, en las funciones de la inteligencia y de la voluntad: tiempos y sociedades en que aun los espíritus mejores parecen reducirse a aquella naturaleza fragmentaria con que encarnan los entes sobrenaturales, según el demonio socrático se los describía a Cyrano de Bergerac: cuerpos condenados a no manifestarse a los hombres sino por intermedio de un sentido único: ya sea éste el oído, como cuando se trata de la voz de los oráculos; ya la vista, como en los espectros; ya el tacto, como en los súcubos; sin poder presentarse nunca en percepción armónica y cabal.