Motivos de Proteo: 056

LIV
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LV - El hecho provocador. El anchio. La conversación; la lectura. editar

La natural espontaneidad de la infancia y la inquietud de la adolescencia aguijoneada por el estímulo de amor, son ocasiones culminantes de que las virtualidades y energías de un alma se transparenten y descubran. Pero, además, frecuentemente el anuncio definido y categórico de la vocación puede referirse-a un momento preciso, a una ocasión determinada: hay un hecho provocador, que da lugar a que la aptitud latente en lo ignorado de la persona, se reconozca a sí misma y tome las riendas de la voluntad. Este hecho ha de clasíficarse casi siempre dentro de los términos de esa gran fuerza de relación, que complementa la obra de la herencia y mantiene la unidad y semejanza entre los hombres: llámesela imitación o simpatía, ejemplo o sugestión.

Corre en proverbio la frase en que prorrumpió, delante de un cuadro de Rafael, sintiéndose exaltado por una aspiración desconocida, el muchacho obscuro que luego fue el Correggio: Anch'io sono pittore: ¡también yo soy pintor!... Tales palabras son cifra de infinita serie de hechos, en que la percepción directa, o el conocimiento por referencia y fama, de una obra semejante a aquéllas de que es capaz la propia aptitud, ha suscitado el primer impulso enérgico y consciente de la vocación. Con el anch'io sono pittore da principio, no sólo la historia del Correggio, sino la de otros muchos artistas del color y la piedra: tal Fra Filipo Lippi, que, viendo pintar, en su convento, al Masaccio, declara eterno amor a la pintura; el escultor Pisano, que adquiere conciencia de su habilidad frente a un antiguo bajorrelieve de Hipólito; y el Verocchio, que, en presencia de los bronces y mármoles de Roma, adonde le ha llamado, como maestro orfebre, Sixto V, cede a la tentación de dejar el cincel del platero por el del estatuario. Ejemplos de lo mismo se reproducen en cualquier otro género de vocación: ya sea éste la música, como cuando el compositor Charpentier, que se proponía estudiar para pintor, oye cantar en una iglesia un motete, y se convierte al arte de Palestrina; o cuando el cantante Garat siente la voz que le llama a la escena, asistiendo a la representación de la Armida de Gluck; ya sea la oratoria, donde cabe citar el clásico ejemplo de Demóstenes, arrebatado en la pasión de la elocuencia desde la arenga oída en el tribunal a Calistrato; ya la creación dramática, que manifiesta, en el viejo Dumas, su virtualidad, por sugestión de un drama de Shakespeare; ya la interpretación teatral, cuya aptitud se revela en Ernesto Rossi después de oír al actor Módena, y en Adriana Lecouvreur por las impresiones de que la rodea, siendo niña, la vecindad en que vive, del teatro; ya la investigación de los cielos, que estimula a Herschell, por primera vez, cuando cae en sus manos un planisferio celeste; ya, en fin, el arte médica, como cuando Ambrosio Paré viendo, en su infancia, realizar una operación de cirugía, reconoce el objeto perdurable de su atención e interés. En la esfera de la vida moral, no es menos eficaz el anch'io. La vocación ascética de Hilarión cuando llega delante del eremita Antonio, manifiesta uno de los más comunes modos como obró en los tiempos de fe, el repentino impulso de la gracia.

No es menester la presencia material del objeto o el acto, para transmitir la excitación del anch'io: basta el conocimiento de ellos. Tal vez es la resonancia del triunfo obtenido por otro en cierta especie de actividad, lo que determina al ánimo indolente o indeciso, a probar en ella sus fuerzas: así cuando Montesquieu subyuga, con el Espíritu de las leyes, la atención de sus contemporáneos, y Helvecio se siente movido a emularle, y busca retiro y soledad para abismarse, también él, en la obra. Tal vez es el milagroso prestigio de una invención o un descubrimiento: como cuando la novedad del pararrayos suscita en el ánimo del futuro físico Charles, el primer estímulo de su aplicación. Pero si la conciencia de la aptitud procede de la percepción de un objeto material, puede este hecho no ser clasificable dentro del anch'io: no es, en ciertos casos, la obra de otro, sino Naturaleza misma, la que pone ante los ojos del sujeto aquello que le causa indisipable y fecunda sugestión. No hay en la naturaleza cosa que no sea capaz de ejercer esa virtud súbitamente evocadora, respecto a alguna facultad de la acción o del conocimiento. La misma sensación que en el común de las gentes pasa sin dejar huella, encuentra acaso un espíritu donde pega en oculto blanco, y queda clavada para siempre, como saeta que produce escozor de acicate. El espectáculo del mar visto por primera vez; un árbol que cautiva la atención, por hermoso o por extraño, son sensaciones que han experimentado muchos sin que nada de nota se siguiese a ellas; pero la primera visión del mar fue, para Cook, y luego para aquella mujer extraordinaria, amazona de empresas pacíficas, que se llamó Ida Pfeiffer, la revelación de su genial instinto de viajeros; y Humboldt nos refiere en el Cosmos cómo de una palma de abanico y un dragonero colosal, que vio, de niño, en el jardín botánico de Berlín, partió el precoz anuncio del anhelo inextinguible que le llevó a conocer tierras remotas.

La conversación, ese común y sencillísimo instrumento de sociabilidad humana, con que los necios ponen en certamen su necedad; con que los frívolos hacen competencia a los ruidos del viento; con que los malvados tientan los ecos del escándalo; la conversación, ocio sin dignidad casi siempre es influencia fecunda en sugestiones, que acaso llegan a fijar el superior sentido de una vida, cuando vale para que entren en contacto dos espíritus. Departían, en la corte de Toledo, Boscán y el embajador Navagero, de Venecia; y como cuadrara hablar de versos, Navagero depositó en el pensamiento de Boscán una idea en que éste halló el objeto para el cual sabemos hoy que vino al mundo: transportar a la lengua de Castilla los metros italianos. Viajaba Buffon, aún sin preferencia definida por algún género de estudio, en compañía del joven duque de Kingston; y de sus conversaciones con el ayo del duque, que profesaba las ciencias naturales, Buffon tomó su orientación definitiva. Dirigíase Cartwright, siendo nada más que muy mediano poeta, a una comarca vecina de la suya; trabó conversación en el camino con unos mercaderes de Manchester; y despertando, a consecuencia de lo que le refirieron, su interés por los adelantos de la mecánica, contrajo a ésta su atención y fue inventor famoso. Estudiaba teología Winslow; era su amigo un estudiante de medicina, con quien a menudo conversaba; resultó, de recíproca sugestión, en sus coloquios, que cada uno de ellos quisiera cambiar por los del otro sus estudios; y llegó día en que Winslow fue el más grande anatomista del siglo XVIII.

Pero ninguna manera de sugestión tiene tal fuerza con que comunicar vocaciones y traer a luz aptitudes ignoradas, como la lectura. Obstáculo a la acción del ejemplo es la distancia que, en el espacio o el tiempo, aleja a unos hombres de los otros; y el libro aparta ese obstáculo, dando a la palabra medio infinitamente más dilatable y duradero que las ondas del aire. Para los espíritus cuya aptitud es la acción, el libro, sumo instrumento de autoridad y simpatía, es, aun con más frecuencia que el ejemplo real y que el modelo viviente, la fuerza que despierta y dirige la voluntad. No siempre es concedido al héroe en potencia, hallar en la realidad y al alcance de sus ojos, el héroe en acción, que le magnetice y levante tras sus vuelos. Pero el libro le ofrece, en legión imperecedera y siempre capaz de ser convocada, mentores que le guíen al descubrimiento de sí mismo. Así, la lectura de la Ilíada dio a Alejandro, para modelarse, el arquetipo de Aquiles; como Juliano se inspiró en la historia de Alejandro, y la novela de Jenofonte inició a Escipión Emiliano en la devoción de Ciro el grande. Merced al libro, Carlos XII pudo tener constantemente ante sí la imagen del hijo de Filipo; y Federico de Prusia, la de Carlos XII. De los Comentarios de César, vino el arranque de la vocación de Folard, y a ellos se debió también que, permaneciendo en el mundo el espíritu del sojuzgador de las Galias, fuese, para Bonaparte y para Condé, consejero y amigo.

En otras de las vocaciones de la voluntad: la del entusiasmo apostólico, encendido en las llamas de una fe o de un grande amor humano; la de la práctica ferviente de una concepción del bien moral, también el libro es de las formas preferidas del llamado interior. Tolle, lege!... ¿No fue un mandato de leer lo que trajo la voz inefable que oyó Agustín en el momento de la gracia? Hilario de Poitiers; Fabio Claudio, que en su nueva vida fue Fulgencio, por inspiración de sus lecturas dejaron a los dioses. Este libro que ahora se pinta en mi imaginación, semiabierto, en forma de arca, sobre el globo del mundo; este libro, vasto como la mar, alto como el firmamento; luminoso a veces, más que el sol; otras sombrío, más que la noche; que tiene del león y del cordero, de la onda amarga y del panal dulcísimo; este libro que empieza antes de que nazca la luz y acaba cuando vuelve el mundo a las sombras eternas, ha sido, durante veinte siglos, fuerza promotora, reveladora, educadora de vocaciones sublimes; honda inmensa de que mil veces se ha valido el brazo que maneja los orbes, para lanzar un alma humana a la cumbre desde donde se ilumina a las demás. Por este libro se infundió en Colón el presentimiento del hallazgo inaudito. En él tomó el viril arranque de la libertad y la razón, Lutero. En él aprendió Lincoln el amor de los esclavos. -¿Recuerdas una página de las Contemplaciones, donde el poeta nos cuenta, cómo en su infancia, jugando, halla en un estante de la casa una Biblia, y la abre, y comienza a leerla, y pasa toda una mañana en la lectura, que le llena de sorpresa y deleite; al modo, dice, que una mano infantil aprisiona un pajarito del campo y se embelesa palpando la suavidad de sus plumas? De una manera semejante a ésta fue como Bossuet niño sintió en los hombros el temblor de sus alas nacientes.

Para la revelación de la aptitud del sabio, del escritor o del poeta, la lectura es el medio por que se manifiesta comúnmente la estimuladora fuerza del anch'io. Si la antigüedad dejó memoria de cómo Tucídides descubrió su genialidad de historiador por la lectura (o la audición, que vale lo mismo), de un pasaje de Herodoto; y Sófocles su alma de poeta, por las epopeyas de Homero; y Epicuro su don de filosofar, por las obras de Demócrito, frecuentísimos son, en lo moderno, los casos como el de La Fontaine, que reconoció su vocación leyendo, a edad ya madura, una oda de Malherbe; como el de Silvio Pellico, que nació para las letras después que gustó el amargo sabor de Los Sepulcros de Fóscolo; como el de Lalande, que quiso saber de los secretos del cielo cuando conoció uno de los escritos de Fontenelle; como el de Reid, que se levantó a la especulación filosófica estimulado por la lectura de las obras de Hume... Y aun entre los que tuvieron casi innata la conciencia de la vocación ¿habrá quien no pueda referir, de modo más o menos preciso, a una ocasión de sus lecturas, el instante en que aquélla se aclaró, orientó y tomó definitiva forma?

Por el poder de sugestión con que una imagen enérgicamente reflejada, imita o aventaja al que ejercería la presencia real del objeto, ha solido suceder que una vocación científica o artística deba su impulso a la lectura de una obra literaria. Nuestra Señora de París, no el edificio, sino la novela, consagró arqueólogo a Didron. Agustín Thierry sintió anunciársele su genio de vidente del pasado, por su lectura de Los Mártires. Caso es éste del gran historiador colorista, que puede citarse como ejemplo significativo de la intensidad con que una lectura alcanza a obrar en las profundidades del alma, donde duermen aptitudes y disposiciones inconscientes, y a despertarlas, con súbita y maravillosa eficacia. Cuando Thierry, siendo aún un niño, lee en el libro de Chateaubriand el canto de guerra de los francos, un estremecimiento, comparable al de quien fuera objeto de una anunciación angélica, pasa por él. Levantándose de su asiento, recorre a largos pasos la habitación, mientras sus labios repiten con fervor heroico el estribillo del canto. Desde este punto, la reanimación pintoresca y dramática de la muerta realidad constituye el sueño de su vida, y los conquistadores normandos se inquietan en el fondo de la tumba, apercibiéndose a una irrupción con que alcanzarán ser inmoral.