Motivos de Proteo: 049


XLVIII - Vocación anticipada a la aptitud.

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Suele suceder que una vocación tempranamente sentida, y a la que el alma, ya en edad de realizar sus promesas, permanece fiel sin un instante de duda o desconfianza, no corresponda, sin embargo, a indicio alguno de aptitud, y parezca, por mucho tiempo, vana y engañosa. Pero un incontrastable ahínco de la voluntad la sostiene; y un día, cuando el augurio adverso es unánime, la aptitud da razón de sí; y aquella perseverancia se vindica, y manifiesta cuán noble era.

No es esa vocación testimonio de una facultad real y efectiva, sino presentimiento de una facultad que ha de comparecer tardíamente a ocupar el sitial que la constante voluntad le cuida y guarda. Es como anticipado aroma de remota floresta; como vislumbre que atisba el alma con mirada zahorí, y por el cual asegura la realidad de una luz que aún nadie percibe, pero que luego brotará en palmarios resplandores. Sabe el alma, por misterioso aviso, que está llamada a tal especie de actividad, a tal linaje de fama; no encuentra en sí fuerzas que muestren, ni aun que prometan, la realidad de su visión; persiste en ello, porfía, espera sin razón sensible de esperanza; y después, el tiempo trueca en verdad la figuración del espejismo. Es, éste, género de obstinación que se confunde, en la apariencia, con la terquedad, no pocas veces heroica y temeraria, de que suelen acompañarse las falsas vocaciones. Sólo al tiempo toca decidir si la terquedad respondía a ilusión vana o a inspirada anticipación del sentimiento. De tal manera se confunden, mientras el tiempo no decide, que diríase, parodiando lo que el poeta dijo de Colón y el mundo de su sueno, que nunca hubo en ciertas almas la predisposición de las dotes que luego mostraron en el triunfo, sino que el hado se las concedió, por acto de creación, en premio de su fe. Para la posteridad, que ve completa la vida de los que aspiran a durar en su memoria, la perseverancia del que se engañó al tomar camino y avanzó, hasta caer, por uno que no le estaba destinado, sólo será objeto fugaz de compasión (o de dolorido respeto, cuando heroica); pero serán sublime prólogo de una vida en que la gloria fue difícil y morosa cosecha, los comienzos de desvalida fe, cuya confianza inquebrantable no se apoyaba en la promesa real, en la objetiva demostración, de la aptitud. Porque no hablo ahora de la perseverancia mantenida al través de injustos desdenes, con que el juicio del mundo desconoce merecimientos que existen ya en el desdeñado; sino de la de aquel que nada, aparentemente, promete, para quien con justicia haya de juzgarle; pero que, con un íntimo sentimiento de su tesoro oculto, contra la propia justicia persevera, y vence luego a favor de la justicia. Este yerra tal vez en cuanto a la ilusoria estimación de méritos que aún no tiene, y acierta en cuanto a la profética vista de méritos que adquirirá. El nombre que primero acude a mi memoria, para ejemplo de ello, es el de Luis Carracci: aquel noble, sincero y concienzudo pintor, que con Agustín y Aníbal, vinculados a él por los lazos de la vocación y de la sangre, animaron, en el ocaso del Renacimiento, la escuela de Bolonia. Cuéntase que Luis comenzó a pintar dando de su disposición tan pobres indicios que Fontana, que le había iniciado en el arte, y el Tintoretto, que vio sus cuadros en Venecia, le aconsejaron que abandonase para siempre el pincel. Obstinóse contra el doble parecer magistral la fe del mal discípulo, y éste llegó a ser el maestro a cuyo alrededor se puso en obra aquel ensayo de síntesis de las escuelas italianas, y por quien hoy admiran los visitantes de la Pinacoteca de Bolonia, el cuadro de La Transfiguración y el del Nacimiento del Bautista.

Semejante es el caso de Pigalle, el escultor que había de reconciliar al mármol enervado por la cortesanía, con la verdad y la fuerza; y cuyo aprendizaje infructuoso y lánguido no mostraba otro indicio de vocación que la perseverancia igual y tranquila, que le acompañaba, como la sonrisa de un hada invisible para los demás, cuando despidiéndose, avergonzado, del taller de su maestro, tomaba el camino de Italia, con el pensamiento de encomendarse a la intercesión de dioses mayores.

En el actor dramático, cuyo género de superioridad espiritual requiere el auxilio de disposiciones materiales y externas, que no siempre componen graciosamente su séquito: la voz, la fisonomía, la figura, estas exterioridades, si las da insuficientes la naturaleza, forman delante de la íntima aptitud un velo o una sombra que la hurtan a los ojos ajenos, y que ha de quitar de allí el esfuerzo de la voluntad, enrojecida en el fuego de la vocación. Así se despejan triunfalmente esos nebulosos y pálidos albores de cómicos insignes, como Lekain, como Máiquez, como Cubas; obligados a rehacer, en dura lid consigo mismos, las condiciones de su envoltura corpórea, y aun de su propio carácter, para abrir paso fuera de su espíritu a la luz escondida bajo el celemín.

No tienen los heroísmos de la santidad, inspirada en el anhelo de aquella otra gloria, que culmina en el vértice de los sueños humanos, más rudas energías con que vencer la rebelión de la naturaleza, ni más sutiles astucias para burlar al Enemigo, que éstas de que se vale la constancia de una aptitud que se siente mal comprendida y grande, y busca, desde la sombra, su camino en el mundo.

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