Escritos de juventud
Monti y toquetti

de José María de Pereda

Muchos días hace que estos nombres vienen siendo la ocupación favorita de ciertos periodistas españoles. También han resonado en la Cámara de Florencia, y el telégrafo oficioso, y hasta el oficial, los ha transmitido de pueblo en pueblo y del uno al otro continente.

«Víctimas, Nerón, libertad, Pío IX, inhumanidad, tiranía, sangre» y otras palabras no menos terribles y solemnes, forman la corte de honor con que viajan. Mis lectores los habrán visto, en tal guisa, pasar muchas veces sobre las planas de los periódicos liberalísimos de Madrid; y excitada vivamente su curiosidad, habrán podido averiguar, a lo sumo, que aquellos nombres son los de los reos ejecutados en Roma. Tres semanas hace «que treinta y un diputados» italianos presentaron en el Parlamento un proyecto de ley para conceder pensiones a sus familias; que las tales ejecuciones son dos hechos «desconocidos en la historia del cadalso», y, en fin, que el Gobierno de Florencia «ha dirigido una nota a las grandes potencias explicando su conducta, reprobando esos hechos inauditos».

Y no habrán averiguado más; porque es de advertir que los periódicos y los hombres que más han gritado en este asunto, llevan hasta la avaricia la economía de los antecedentes que existen sobre el particular. Y se habrán hecho estas o parecidas preguntas: «Pero, señor, ¿qué personajes eran esos dos? ¿Qué empresa acometieron en bien de sus semejantes? ¿Qué favor les debe el mundo? ¿Por qué el Gobierno romano, por que Pío IX fue un inhumano al firmar la sentencia de muerte de Monti y Toquetti?».

Cayetano, que tiene la manía de las cosas claras, no puede dejar a sus amigos en tan peligrosa incertidumbre, y va a sacarlos de ella, ya que cuenta con los datos necesarios, y toda vez que el asunto colea hoy tan vivo como nunca.

Hace muchos meses fue volado en Roma el cuartel Serristori, que ocupaban los zuevos pontificios. No recuerdo cuántos heridos causó la catástrofe, pero sé que pasaron de veinticuatro los cadáveres que perecieron entre los calcinados escombros de una parte del edificio. La explosión fue producida por una mina practicada ex profeso debajo del cuartel, y a la cual dieron fuego dos hombres. La mina fue obra de los agentes italianos, y los hombres, cogidos in fraganti, y bien pronto convictos y confesos, se llamaban Monti y Toquetti.

Vivimos en la época de los prodigios humanos. Si mi vecino derriba al suyo de una puñalada, es un asesino, y los hombres le abominan y la ley le condena; si se alza con el depósito que se le confía, es un ladrón; si falta a sus juramentos, es un perjura, y en ambos casos también merece el desprecio de los hombres y los rigores del Código Penal. Pero si la puñalada se da en nombre de la idea en un pecho cubierto de púrpura y armiño; pero si lo vendido o lo derrochado indebidamente es un pueblo o es la patria; pero si el que falta a sus juramentos es un magnate, ¡oh!, entonces el asesinato, el robo y el perjurio truécanse en hechos meritorios, y el asesino, el ladrón y el perjuro, en héroes a quienes inmortalizan y colman de honores y presentes las musas de la gacetilla y las arcas del Tesoro.

Ante esta jurisprudencia, que de hecho existe en todos los países cultos, Monti y Toquetti, cogidos con la mecha en la mano, aún podían alegar su crimen como una heroicidad. Pero media la pícara circunstancia de que esos hombres llevaron a cabo su horrible empresa por la módica retribución de veinte escudos; porque Monti y Toquetti eran dos pillastres de la ínfima escoria social.

Así resulta del proceso, así lo confirma uno de ellos, en una carta, que, contrito, dirige al Papa; así lo aseguran varios periódicos romanos y otros franceses, entre los cuales el hijo, como testimonio irrecusable, la Liberté, diario parisiense del color de su título y tan papista como Garibaldi.

«Monti y Toquetti -dice- no merecen ninguna simpatía..., eran prosaicamente dos tunantes del peor género, pillos de taberna y autores de robo, que por veinte escudos consintieron en dar fuego a las minas preparadas bajo el cuartel Serristori por los agentes del señor Batarri».

Y ahora que ustedes saben «quién es Calleja», ayúdenme a sentir.

Esos son los hombres por cuya muerte se amotinó el Parlamento italiano; por ella ha pasado notas aquel Gobierno a «las grandes potencias»; por ella nuestra Prensa liberalísima llama cruel e inhumano al hombre más bondadoso de la Tierra y le emplaza ante «el tribunal revolucionario de la unidad italiana» y le coloca, en dureza de alma, sobre Nerón; para esos «mártires de la causa republicana» pide flores, himnos y coronas. Para sus víctimas, para los inocentes sacrificados en el cuartel Serristori, ni un recuerdo, ni una palabra de conmiseración. ¿Y cómo tributársela? Los verdugos servían a la causa liberal de los unitarios de Florencia. Las víctimas eran soldados de la bestia negra, según el estilo inspirado del erudito de Caprea... ¡Ah, si las ejecuciones hubieran sido en la Calabria, y los ejecutados procedentes de Nápoles o de Roma, hubieran atentado contra la vida, por ejemplo, del patricio Liborio Romano!, entonces, ¡santo Dios!, ¿qué expiación más justa, más merecida que ella?

Hay un periódico entre los que más han gemido en España por los ciudadanos «sacrificados por la crueldad» del Sumo Pontífice, que ha llevado su delirio hasta el extremo de solemnizar el día de la Purísima encerrando en una orla negra, debajo de una cruz, los nombres de Pío IX y de los dos incendiarios, llamando anticristiano al primero y mártires a los segundos.

Este periódico no tuvo reparo, un mes antes, en decir muy recio que renegaba de la fe de sus padres y aceptaba la reforma de Lutero.

Vean ustedes cómo en cuestión de escrúpulos pueden verse aberraciones monstruosas. Este acto le dejó tan sereno y tan tranquilo, y a la noticia de que en Roma expiran en un cadalso dos malhechores, su conciencia se escandaliza y el llanto inunda sus ojos.

La verdad es que este colega nada tiene ya que ver con el Santo Padre, y que deshonrando su augusta memoria ayuda a su nueva causa. La sensiblería de sus conmilitones es algo más incomprensible. Cierto es que con ella dejan más alta su abnegación.

Después de todo, si estas farsas no fueran impías, llegarían al colmo del ridículo.

Un solo lado hermoso tiene la memoria de los desgraciados criminales Monti y Toquetti: su arrepentimiento sincero, su muerte cristiana y edificante. Precisamente lo único de que no han hablado sus sensibles panegiristas.

Pero era necesario herir a todo trance al catolicismo, y a tales propósitos, tales armas.

Y por esa senda pretendéis que os siga el pueblo... ¡Ilusos!

Al llamar inhumano al Sumo Pontífice y víctimas ilustres a los asesinos de sus defensores; al pedir para el santo el odio y la execración de los hombres y para los criminales lauros y simpatías, corrompéis indignamente el sentido moral y los fueros de la justicia; y el pueblo español, que es honrado, cualesquiera que sean sus ideas políticas, no se afiliará jamás a una bandera que hace causa común con los bandidos y los incendiarios.

Entendedlo bien: vosotros no sois, por fortuna, el sentido público, no sois la conciencia humana; a pesar de este falso rubor, se os conoce perfectamente; sois, y nada más, arteros explotadores de la ignorancia, del fanatismo o de la buena fe de las masas, cuya fuerza buscáis para trepar más fácilmente al punto de vuestras personalísimas ambiciones.

Tenéis, es verdad, necios que os aplauden, mentecatos que os remedan, ilusos que os admiran; pero que no os halague el triunfo; son barro grosero que sólo ha de serviros para hacer más pesados, más sofocantes los escombros de ese falso edificio que hoy os cobija, y se desplomará mañana sobre vosotros al primer soplo de la razón.

Porque la luz ha de hacerse, y desdichado entonces del que no pueda mirar sus rayos frente a frente sin que se le tiña el rostro de vergüenza.



(De El Tío Cayetano, núm. 7.)

20 de diciembre de 1868.