Montes de Oca/9
La repetición de este concepto, al siguiente día, quitó a Ibero toda esperanza de que el General accediese por el momento a trasladarle al Norte; y para colmo de desdicha, siempre que de esto se le hablaba, respondía Espartero con mayor severidad y firmeza, tomando a broma lo de la licencia absoluta, que calificó de chiquillada indigna de un hombre serio. No tuvo al fin Santiago más remedio que resignarse, ayudándole en su conformidad la bonísima doña Jacinta, que le prometió escribir a La Guardia para informarse de la intriga o cábala matrimonial que hacía de un bravo coronel de ejército un desairado personaje de comedia sentimental. En los días que precedieron a la partida de la Reina, se distrajo con las precauciones que hubieron de ser tomadas para impedir que se turbara el orden, pues corrían voces de que la caterva reaccionaria produciría un motín en el momento de salir Su Majestad de la misa en la Virgen de los Desamparados para dirigirse al muelle. El plan era precipitarse al coche, cortar los tirantes, y haciendo de borriquitos los señores y pueblo, llevarse a la Real persona con rápida tracción a Palacio. Así desbarataban caballerescamente todo el plan de embarque, dando por nulo y sin ningún valor el acto de la llamada renuncia.
Bueno será indicar el extrañísimo estado psicológico de Ibero con respecto a la Reina, para que a nadie sorprenda que se alegraba de verla partir, aun conservando hacia ella una simpatía dulce, y compadeciéndola por la pena de separarse de sus hijas. El amor, que desatado con violencia desequilibra las facultades y centuplica la sensibilidad y la fantasía a expensas de la razón, probó de un modo excepcional todo su poder en el valiente Ibero, llevándole al delirio, y haciéndole ver en la Naturaleza y en la Sociedad fenómenos y relaciones propias de la edad primitiva. No llegó ciertamente a un estado de locura como el de Cardenio; pero sí a creer y sentir como hijo de las selvas, de las espeluncas o de cualquier otro sitio donde no había civilización, ni ciencia, ni pacto social, sino rebaños de hombres soñadores y pacíficos ante los sublimes espectáculos del cielo y de la tierra. El bravo coronel veía signos de celestial escritura en las dispersas estrellas y constelaciones, o figuras humanas que recorrían con pausada solemnidad la inmensa bóveda; animaba con su naturalismo creador los objetos terrestres, atribuyendo a los árboles, a las peñas, a las sombras de los edificios, y aun a las cosas más innobles, figura, existencia y personalidad, y separando todas estas visiones en las dos categorías de benéficas y maléficas. Un poste, a veces, le miraba con saña; un ventanucho le sonreía; una caja de cigarros le decía: «cuidado Ibero» con fraternal interés; una banderola ondeando al viento le gritaba: «tonto, ¿por qué vives?». Aprendió mil supersticiones sin que nadie se las enseñara, y mil formas de jettatura. Reconociendo él mismo la ridiculez de aquel trastorno, actuaba sobre sí con la voluntad, y trataba de quitarse tales tonterías de la cabeza, diciéndose al fin: «¡Qué bien te vendría, Santiago, que estallase otra guerra, para que los cuidados y peligros te limpiaran el entendimiento de esta mugre!».
Cuando llegó Doña María Cristina, la peregrina casualidad de que en un mismo día y hora apareciesen la Reina y la carta que le hizo tan feliz, fue parte a que Santiago creyera su destino amoroso asociado a la persona de la Soberana. Los hoyuelos del divino rostro de Cristina eran la cifra o representación de la divinidad misteriosa que preside al amor, y ellos le infundían esperanza, le señalaban un camino, le recomendaban la perseverancia y la fidelidad, anunciándole nuevas dichas cada vez que en público se mostraban. Pero de pronto el influjo benéfico de la regia persona trocose en maléfico influjo. Con la renuncia de la Regente en el mundo político, grande y ruidoso trastorno, coincidieron en el individual mundo del enamorado, las tristísimas nuevas venidas de La Guardia en las cartas de Gracia y Navarridas. No fue preciso más para que la Reina se trocase de ángel en demonio, entendiendo por esto un ser muy bello, pero de muy malas intenciones, que provoca desastres y ruinas sólo con una mirada. Otras mil ocasiones de probar la sombra maligna de la viuda de Fernando VII se le presentaron, pues observó más de una vez que siempre que la veía, le pasaba algo desagradable. En fin: convertida la Reina en el genio adverso del buen militar, en la fase negra de su destino, ¿qué había de desear sino que se marchara? Y para desbaratar su poder maléfico, convenía que saliese por donde había venido: por la inmensidad del mar. Mares y cielos traen y llevan las fuerzas invisibles del mal y del bien.
Conjurado por el Gobierno y las autoridades el peligro de aquel tremendo complot para no dejar salir a la Reina, se preparó todo para la mañana del 17 de Octubre. Ibero y otros jefes recorrían desde el amanecer la carrera, disponiendo la distribución de fuerzas del Ejército y la Milicia, desde la Puerta del Mar hasta el Grao, y reforzando los puntos débiles como si se tratara de tomar posiciones para una batalla. Cuando se aproximaba la hora, vio pasar, camino del puerto, a todos los personajes que eran figuras de primero y segundo orden en el mundo oficial, luciendo sus uniformes con bandas y cruces. A las seis de la mañana, ya el corto muelle del Grao se hallaba tan obstruido por la muchedumbre de funcionarios, como en tiempos modernos por las cajas de naranjas en días de embarque. Militares había en gran número, y magistrados y clérigos, y a unos y otros hubo de señalarles Ibero los puestos convenidos para que pudiesen ver a Su Majestad y saludarla sin confusión. Allí estaban, representando al Ejército y la Marina, el Mariscal de campo Borso di Carminati, el Subinspector de Artillería D. Casimiro Valdés, el Comandante de Ingenieros D. Juan de Quiroga, el Comandante del Tercio Naval D. José de Julián. Por el clero, iban el Chantre de la Catedral Don Miguel Soler, el Magistral D. Vicente Llopis, el Penitenciario D. Juan Broto y multitud de curas párrocos, señalados algunos por concomitancias cabreristas. De la justicia eran dignos representantes D. Vicente Fuster, Regente de la Audiencia, y el Fiscal D. Andrés Ruiz Morquecho, amigo y conmilitón de Ibero. Empleados de categoría formaban la masa obscura, sin casacas ni relumbrones, figurando entre ellos el Administrador de Loterías, el de Aduanas, el comisionado de Amortización, y tras estos los síndicos del Ayuntamiento y el Administrador interino de ramos decimales, que no era otro que aquel D. Nicolás, filósofo de la historia y profesor de maquiavelismo.
Antes de las seis llegó la Reina en coche de cuatro caballos; había recorrido el trayecto desde la casa de Cervellón sin que saliesen las turbas moderadas a desenganchar para ponerse a tirar del coche. Todo resultaba fácil y corriente en la realidad, y la Gobernadora dimisionaria salía del Reino sin producir más entorpecimiento que una partida de naranjas. Tras ella, en otros coches, llegaron los individuos que la opinión señalaba como figuras culminantes de la camarilla: el Duque de Alagón, Capitán de Guardias de la Real persona; el Conde de Santa Coloma, Mayordomo mayor; el Marqués de Malpica, Caballerizo, y algunos otros, cuya celebridad iguala a su insignificancia. Y seguían Doña Jacinta y otras damas de la Reina llorando: algunas partían con Su Majestad, otras se separarían de ella para siempre por disposición de los hados políticos. Los Generales Seoane y Espartero formaron a un lado y otro de Su Majestad para conducirla a la falúa. La despedida fue tiernísima. María Cristina tan pronto se llevaba el pañuelo a los ojos, como saludaba a la multitud agitándolo, sin poder decir más palabra que adiós, adiós... Viola Ibero embarcarse y partir sin apartar los ojos de tierra y del gentío que vitoreaba. Los hoyuelos, si para todo el mundo eran la afabilidad y el cariño, para él fueron la expresión de una ironía diabólica.
Íbase al fin bendita de Dios; su ausencia daba al enamorado militar esperanzas de un cambio feliz de su sino. Era el ocaso de una constelación adversa, que no volvería, no, a traspasar la línea del horizonte. Vio Ibero a la Reina subir la escalera del barco y agitar en lo más alto de ella su pañuelo mirando a tierra. El vapor, que humeaba ya, presuroso de salir, levó anclas y empezó a dar paletadas, no tardando en tomar carrera fuera del puerto y en emprender su marcha ceñido a la costa. El Mediterráneo, tranquilo aquel día, se puso de azul intenso para recibir y transportar a la ninfa de Parténope. Debió de recapitular la Reina en su mente, mirando las costas españolas de que se alejaba, los diez años de su vida en nuestra tierra. ¡Qué cosas pensaría, qué cosas debió de decirse!... Recordaría también su salida de Nápoles en 1829, cuando vino a casarse con el Rey odioso y feo, y cotejando aquella salida con la de Valencia, diez años después, quizás pensó que su vida transcurría entre volcanes: allá el Vesubio, aquí la Guerra Civil, y tras esta la inmensa pira del Progreso, que no esperaba más que una mecha encendida para arder por los cuatro costados... A tiempo se iba, después de haber desempeñado un glorioso papel político. Si enemigos crió, de amigos y sectarios entusiastas dejaba también buena empolladura. Hijos no le faltaban; que la Naturaleza habíala hecho bien prolífica, y si dos tiernas criaturas quedaban aquí, otras hallaría en Francia, sin contar lo que viniera después. Más satisfecha como mujer que como Reina, se consolaba de sus desgracias políticas considerando la dificultad del cargo. Pero, en conjunto, no le había sido adversa la fortuna, y recapitulando al son de las paletadas del vapor, le salía más crecida la cuenta de los bienes que la de los males.
No tardó en perderse el vapor Mercurio mar afuera, y a las diez de la mañana, los moderados doloridos que desde el Miquelete o en altos miradores seguían con catalejos el curso de la nave por la azul inmensidad, no descubrían ya más que un tiznón sobre el horizonte. Por allí iba... ¡Qué dolor! ¿Volvería?...