Montes de Oca/8
Ya en el trance de dar forma legal a la renuncia, el Gobierno se aplicó a endilgar del mejor modo posible la página histórica, para que los venideros tiempos no tuvieran nada que decir en punto a formalidades, y allí hubo de lucir todo su talento el que luego adquirió fama imperecedera, D. Manuel Cortina, hombre muy fuerte en jurisprudencias y en el conocimiento de la humanidad. Resultaba dificilísimo fundamentar la renuncia de la Gobernadora, que en 16 de Septiembre había dicho en un decreto famoso que satisfaría las necesidades de los pueblos. ¿Con qué razones se justificaba la ligereza de negar en Octubre lo que un mes antes había ofrecido conceder? Aquí del ingenio político, aquí de las elasticidades del pensamiento y de la palabra, para concertar un sí con un no y fundar encima el catafalco de la renuncia. Si por su entendimiento descollaba Cortina, no valía menos por la rectitud de su conciencia; y no hallando razones públicas con que motivar ante la posteridad el paso de la Reina, creyó que debía buscarlas en el orden privado. Demostró en ello más inclinación a resolver todo conflicto con resortes humanos que con artificios forenses, y rebosando de sinceridad y buena fe, propuso a la Reina que por cimiento de la dimisión se pusiera el hecho firme, bajo el punto de vista legal, de su casamiento morganático.
Debe decirse que si lo del casamiento no era más que un rumor, la naturaleza maligna del caso le daba tanto crédito, que ya en 1840 poquísimas personas lo negaban. Últimamente, la desavenencia ruidosa entre Cristina y su hermana contribuyó a difundir el secreto, pues Doña Carlota, refugiada en París, no halló mejor modo de distraer los ocios de su proscripción que refiriendo con pormenores de verdad todo el idilio palatino y morganático. Se cuenta que Su Alteza patrocinó un libelo que sobre la regia historia escribieron plumas venales en la capital de Francia, el cual no pudo ver la luz pública porque nuestro Embajador, Marqués de Miraflores, se cuidó de recoger toda la edición y destruirla, no sin que se escaparan algunos, muy poquitos, ejemplares.
Bueno, Señor. El sabio, el íntegro Cortina, que creía verdad lo del casamiento, y sin duda no lo tenía por delito, sí por impedimento para ejercer la Regencia, se atrevió a ser sincero con Su Majestad. Mas la viuda de Fernando VII no juzgó que había llegado aún la oportunidad de hacer público aquel suceso, o entendía que su figura histórica se achicaba enormemente si aparecía prefiriendo la actitud amorosa a la política, y sin mostrar sorpresa ni indignación denegó el caso. Ya no tuvo más remedio D. Manuel que devanarse los sesos para construir el castillete retórico que debía ser una página más de esa historia falsificada que elaboran diariamente los gobiernos con ideas muertas y palabrería de mazacote, historia indigesta, destinada al olvido. Otra cosa será cuando no haya tanta distancia entre la psicología de Reyes o gobernantes y los moldes de la Gaceta; entonces tendremos la real historia escrita al día. Pero es muy dudoso que este tiempo llegue; resignémonos a una vida de ficciones, y a recoger los granitos de verdad que a duras penas extrae la observación del fárrago indigerible de la literatura oficial.
Aplicáronse los señores ministros a resolver diversos problemas secundarios, nacidos de la renuncia, tales como la cuestión de tutela, la disolución de Cortes, etc., y no se cayó el firmamento, ni subió el vino, ni vieron los españoles la menor alteración en su vida bonachona. Comía el que tenía qué, y todos hablaban cuanto querían de lo humano y lo divino, derrochando su aptitud crítica, que era y sigue siendo la virtud o el vicio del siglo.
Santiago Ibero, cuyas tristezas se exacerbaron cruelmente en los días de la renuncia, por los motivos que él mismo dirá, se fue una mañana, la del 10 según los informes más autorizados, a la residencia del Duque su ilustre jefe, y solicitó audiencia de la señora Duquesa, que aquel día no prestaba servicio en Palacio al lado de la Reina. Tras corta antesala se dignó la señora recibirle, y no manifestó en aquella ocasión crítica toda la afabilidad que en su bello rostro hallaban comúnmente los que tenían la dicha de tratarla: sin duda la inquietaba la próxima partida de la Reina, y anticipándose mentalmente a volver aquella hoja histórica, veía quizás obscuras y garrapateadas las páginas siguientes.
«¿Qué traes por aquí, Santiago?».
Se sentó indolente, señalándole el asiento próximo. Como Ibero, indeciso y turbado, permaneciese en triste mutismo, continuó la dama: «¿Qué te parece de esta renuncia? ¿Has visto cosa más inesperada y sin fundamento? ¿Qué opinas tú?».
-¿Yo, señora? Nada, absolutamente nada -replicó el coronel con toda su alma-. No he tenido tiempo de pensar en ello, abrumado por... En fin, no quiero aburrir a usted con mis lamentaciones.
-Sí, hijo; no hagas el Jeremías, que no estamos para llorar. ¿Qué te pasa?, dímelo de una vez.
-Vengo a suplicar a usted que interceda con el señor Duque para que me mande a Vitoria. Me ha dicho el ayudante del Sr. Linaje que el mismo día de la partida de la Reina saldrá El Príncipe para Madrid. Yo, que en tiempo de guerra jamás solicité cambio de destino, en tiempo de paz, y viendo una absoluta incompatibilidad entre mis intereses particulares y el real servicio, estoy decidido a pedir la absoluta si no se me manda al Norte.
-¿Y por qué esa prisa de ir a Vitoria? ¿Qué se te ha perdido allí?
-Se me ha perdido, o se me quiere perder, lo que para mí vale más que cuanto existe en el mundo. Perdone usted: debí empezar por ponerla en antecedentes, para que se haga cargo de las causas de mi desesperación. En la carta que recibí momentos antes de saber la renuncia de la Reina... parece que el demonio lo hace, señora: mis alegrías y mis penas coinciden con los sucesos políticos más graves... pues momentos antes recibí una carta... ya me esperaba yo este jicarazo, que se me había anunciado en cartas anteriores... Total, que la familia quiere que rompa a todo trance, porque se ha determinado que Gracia dé su mano al Marqués de Sariñán, a fin de unir las casas de Idiáquez y Castro-Amézaga.
-¡Dios nos asista!... ¿Pero es ella quien te lo propone?
-Ella, movida, según dice, de la obediencia, del respeto a los superiores... Bien quisiera protestar de tal tiranía; pero se halla sin fuerzas para la rebelión: su voluntad, no muy fuerte, se halla cohibida por la de su hermana, que es, como usted sabe, la que piensa y obra por las dos. A usted sorprenderá, como me ha sorprendido a mí, que Demetria, la gran Demetria, sacrifique la felicidad de su querida hermana por el marquesado de Sariñán.
-Santiago Ibero, tú no estás en tus cabales, y la pequeñuela de Castro juega con tu corazón, sin duda para ponerlo a prueba. Eres un niño; el amor te tiene tan ciego, que no ves toda la picardía de ese angelito juguetón de quien te has enamorado.
-Quizás habría pensado como usted si con la carta de Gracia no hubiera recibido otra de Navarridas en que me canta la misma tonadilla... que renuncie, que no insista; que la familia determina otra cosa por razones muy respetables... y todo ello en un tono seco y autoritario que me ha puesto, como usted ve, fuera de quicio, y con ganas de adoptar los medios revolucionarios. No me resigno, señora; no me estimo en tan poco como Navarridas quiere tasarme. Quiero que el señor párroco de La Guardia me diga esas cosas en mi cara; que Demetria también me las diga... que no me lo cuenten por cartas... que me suelten el tiro a boca de jarro si se atreven a ello... Decidido estoy a todo: si el jefe no accede a lo que le pido, me iré de paisano. ¿Qué vale ya mi carrera militar, ni para qué la quiero?
-Pero, tonto, si pides la absoluta, bien podría ser que te hicieran menos caso. Pongamos que convenzo a Baldomero y te da el mando de un regimiento de los que están en el Norte: Farnesio, Cuenca, no sé... Vas, llegas...
-Y me persono en La Guardia, y pido explicaciones, y propongo a Gracia la rebeldía, la evasión, la fuga... Cerco la casa, la incendio; arrebato a Gracia, la robo, hago el trovador: no me arredran los lances de comedia... Y si no pudiera conseguir lo que intento, porque la familia, el enemigo, se me anticipara con precauciones y defensas, el volcán de mi alma reventaría por el cráter de la venganza... Ya lo ve usted: sin quererlo me vuelvo poeta... y hago versos... en prosa... sin que ello me resulte ridículo... Pues sí: ¡venganza, justicia!... Cintruénigo me la pagará... Pegaré fuego al palacio de Idiáquez, arrasaré la villa, no dejaré piedra sobre piedra... ¿Para qué estamos los militares más que para castigar la maldad, para meter a todo el mundo en cintura?
Rompió en franca risa la señora Duquesa, y le dijo: «Pues, hijo, medrados estamos con tus ideas... No se os han dado las armas, no, para que con ellas atropelléis a la gente pacífica, ni para esas venganzas de teatro. ¡Pues estaría bueno!... Santiago, si sigues diciendo esos disparates, creeré que eres capaz de hacerlos; y Baldomero que se interesa por ti más que tú mismo, te mandará a un castillo hasta que te pase la calentura. Ten formalidad, y yo te prometo interceder para que te dejen ir a ver a la niña, y puedas echar un párrafo con María Tirgo... Vamos, hombre, que no serán las cosas tan negras como tú las pintas... Es que con la paz, los valientes os volvéis otros, digo yo, y todo el furor de guerra que teníais en el cuerpo os sale en forma de tonterías, y os ponéis babosos, y qué sé yo...».
-¡La guerra! -exclamó Ibero dando un gran suspiro-. Los días más penosos de la campaña, aquellos en que me vi en mayores peligros, en que sufrí más hambres, fueron, ¡ay! los más felices de mi vida... Ya no volverán.
-Ni falta que nos hace. ¿Pues qué, siempre hemos de estar peleando para dar gusto a estos señoritos alocados?
-No digo que siempre estemos en guerra... digo que aquello para mí era mejor, que me gustaba más.
-Buen provecho te haga. No, no: España quiere ahora paz, y una paz larguísima, para que prospere todo, hijo, y seamos un pueblo ilustrado y rico.
-Así lo he pensado yo; pero no me sale la cuenta, señora.
Algo más quería decir; pero le interrumpió la entrada de Espartero. Levantose Santiago con marcial presteza al sentir el ruido de la mampara, y dando media vuelta se encontró ante la cara cetrina del pacificador, que aquel día no revelaba un temple muy favorable a las conversaciones ociosas.
«¿Qué quiere Santiago?» preguntó casi sin mirarle.
-Quiere que le mandes a Vitoria -dijo la Duquesa entre seria y festiva, poniendo toda su bondad generosa al servicio de una causa de amor harto simpática-. Y realmente tiene que hacer allí. Es una iniquidad que le quiten su novia y la casen por fuerza con otro, a estilo de comedión pasado de moda. Los Navarridas dan un bofetón al Ejército español, y esto no debe consentirse.
-¿A Vitoria...? -repitió Espartero, que engolfado en otros asuntos y pensamientos no se hizo cargo de lo que oía-. ¡Válgame Dios, qué jaqueca nos está dando esa buena señora! Hoy hemos salido locos... ¿Pero no comemos, Jacinta? No es que yo tenga ganas; pero hay que comer, no sólo para vivir, sino para salir pronto de esa obligación de la comida, y ocuparse uno en lo que ha de hacer por las tardes... Ahora me acuerdo: tenemos que esperar a Cortina, a quien he convidado... Me parece que ya está ahí: ese es de los puntuales. Santiago, te quedarás a comer con nosotros... No hay excusa: yo lo mando. ¿Con que a Vitoria? Por ahora no puede ser. Ibero irá siempre a donde yo le necesite, y yo le necesito a mi lado... en Madrid.