Montes de Oca/30
La hora se acercaba. Trajeron un breve almuerzo que D. Manuel había pedido, y de él comió muy poco, sin apetito, bebiendo algo de vino y bastante café. Sentado frente a él, Ibero le contemplaba silencioso, sin atreverse a pronunciar palabra: tal era el respeto que aquel inmenso infortunio, soportado con tanta grandeza de alma, le infundía. En el rostro del reo se hacía visible, desde el amanecer, una lenta transfiguración. Parecía de purísima cera, la frente más blanca que todo lo demás, de una blancura ideal. A ratos, mientras comía, fijaba D. Manuel sus ojos azules en los negros de Ibero. Era el cielo mirando a la tierra.
La expresión inefable, dulce y amorosa de aquellos ojos removía toda el alma del Coronel, y tan pronto le devolvía su valor perdido como se lo quitaba por entero. En una de aquellas miradas, Ibero pensó que el reo quería decirle algo. Sí, sí: llegaba el momento de expresar la última idea de este mundo y pronunciar la palabra última de los idiomas terrestres. Habló nuevamente Montes de Oca con el sacerdote, apartados junto al altar, y luego acercose a Santiago y le dijo: «Amigo mío, le veo a usted demasiado afligido y como temeroso...».
-He tenido miedo -replicó el alavés abrazándole con efusión-; podía mi compasión más que mi entereza. Pero la presencia de usted me restablece en mi carácter, en mi valentía natural. Para no perderla en lo que pueda, me hago cargo de que los dos vamos a morir juntos, sin duda porque merecemos el mismo fin. Con esta idea, la grandeza de usted se me comunica. Ya no tiemblo. Yo, ejecutor, soy tan bravo como el reo.
-¿Es hora ya?
-Sí... Un momento más. ¿No tiene usted algo que encargarme?... ¿No tiene algo que decirme? Aunque ha dejado escritas sus disposiciones, puede haber persona o suceso que se hayan extraviado en su memoria... persona o suceso que no merezcan olvido...
Montes de Oca, sin perder un momento su serenidad ni el tono claro de su voz, le abrazó dos veces, diciendo sucesivamente: «Este abrazo por usted, señal de un afecto que es mi mayor consuelo, después de la idea de Dios, en la hora de mi muerte... Este otro... ya ve usted que también es apretado... este otro para que usted lo transmita a las personas que me han querido».
-¿A las... a quién?
-A toda persona de quien usted sepa que me ha querido mucho... Vámonos. El tambor nos llama.
Salió sin sombrero. En el patio que daba a la calle de San Francisco esperaba una carretela. A ella subió el reo, con el capellán a un lado y el Coronel enfrente. Muy bien cumplida por el cochero la orden de acelerar el paso, pronto llegaron a la Florida. Poca gente había en las calles y a la entrada del paseo. El honrado pueblo de Vitoria hizo al mártir los honores de un respetuoso duelo, alejándose del teatro de su martirio. Las personas que acudieron a verle pasar le compadecieron silenciosas. Algunas le miraron llorando. Durante el trayecto fúnebre, Montes de Oca habló algo con el capellán, menos con el Coronel; el sol hería de frente su rostro, y con su mano bien firme, no afectada ni de ligero temblor defendía sus ojos de la viva luz.
La parte de ciudad que recorrió dejaba en su alma impresión de soledad, de silencio, de olvido. Creyó que muriendo él, moría también Vitoria, la que había sido capital del efímero reino de Cristina. En Cristina pensaba el mártir cuando bajó del coche en el lugar donde formaba el cuadro, y al ver a los soldados del regimiento que llevaba el nombre de la augusta Princesa, de la diosa, del ídolo, de la Dulcinea más soñada que real, sintió por primera vez el frío de la muerte, y una congoja que hubo de sofocar con titánico esfuerzo para que no se le conociera en el rostro...
Pusiéronle en el sitio donde debía morir; le abrazaron nuevamente con efusión el capellán y el Coronel. Las cláusulas del Credo gemían en los labios temblorosos. Santiago no pudo cumplir su promesa de mandar el fuego: su valor, rehecho con ayuda de Dios, a tanto no llegaba. Dos palabras dijo al oficial, mientras el bravo Montes de Oca, con acento firme y sonora voz, dirigía la breve alocución a los granaderos y daba los vivas a Isabel y a Cristina. El Credo seguía lento, premioso... la bendita oración era como un ser vivo que no quería dejarse rezar. Sonó la descarga, y herido en el vientre, el reo permaneció en pie, las manos en los bolsillos del gabán, presentando el pecho a los fusiles. Dio un paso hacia la izquierda; la segunda descarga le hirió en el pecho; se tambaleó, cayendo por fin. Pero continuaba vivo. Ibero se acercó: los azules ojos del mártir le miraron, y sus dos manos señalaron las sienes. Ojos y manos le decían: «Tirarme aquí, y acabemos». Un soldado le remató.
Sólo falta decir, por ahora, que D. Santiago Ibero no se apartó del muerto hasta que le puso con sus propias manos en la fosa, abrigándole con la tierra y señalándole con una cruz. Quédese para otra ocasión lo restante del cuento de este noble militar, el luto que guardó a su amigo, las resoluciones que tomó, instigado por la dulce y trágica memoria del mártir, los falsos caminos por donde le llevaron sus desdichados pensamientos, y los desmayos y caídas que en ellos sufrió hasta encontrar por aviso de Dios la vía verdadera.
Madrid, Marzo-Abril de 1900.