Montes de Oca/18
A los traidores ya les temía y execraba, sin necesidad de que el maligno ente se lo advirtiera. Lo que hacía falta era descubrirles y saber por dónde andaban, para meterles mano y hacer en ellos un cruel escarmiento. Coincidieron estas travesuras de la imaginación con un soplo que en aquellos días le dio el Mayor del segundo batallón de su regimiento, D. Gabriel O'Daly. Mandaba la primera compañía del mismo un capitán llamado Vallabriga, tildado de inquieto y sospechoso. Según O'Daly, hombre de carácter muy serio y de bien probada veracidad, Vallabriga andaba en malos pasos y en peores trotes. No era difícil comprobar que había leído proclamas clandestinas a varios sargentos de su compañía; se supo que frecuentaba una reunión nocturna de jovellanistas en una de las calles jorobadas y tortuosas que caen detrás de Buenavista, no lejos de las Salesas, conciliábulo a que concurrían otros militares de distintos cuerpos. Con estos nada tenía que ver D. Santiago; pero como descubriera y evidenciara al traidor de su regimiento, sorprendiéndole con el puñal levantado sobre el corazón de la patria, no se contentaría con menos que con atravesarle de una estocada sin más dimes ni diretes, ni sumaria ni consejo de guerra. Nunca le había gustado el tal Vallabriga, que componía versos de moros y cristianos, blasonaba de ideas estrambóticas, y solía concurrir a las tertulias de café peor reputadas. Hizo propósito de seguirle la pista y de echarle la zarpa, sin dar cuenta a nadie de su cacería, ni valerse de persona alguna militar ni civil.
Pero estaba de Dios que en aquellos días su alterada mente no tuviera reposo, porque tras una impresión desagradable venía otra de un orden distinto, y el hombre no ganaba para disgustos. Hallábase una tarde en el Cuarto de banderas, durante el acto de pasar lista, tocando la música en el patio, cuando entró Catalá demudado y trémulo, y con balbuciente voz le dijo: «La mato, Santiago, la mato, la degüello... Ahora no la salva ni el Sursum corda».
A las preguntas de Ibero no respondía sino con expresiones desconcertadas y delirantes, acariciando una pistola que llevaba en el bolsillo interior de la levita. «¿Sabes tú dónde podré encontrarla?... Porque en su casa no está... ¡Cuatro noches pasadas fuera! Es un demonio, es la mentira, la traición. De hoy no pasa que le meta una bala en el cráneo... No me mato yo... yo no...».
Y diciéndolo salió disparado sin oír las exhortaciones de su amigo, que a la moderación le incitaba. No se sentía Ibero con ganas de tomar en la cuita del comandante un papel activo: bastaba con tenerle lástima y con desear que las cosas se arreglaran por las buenas, sin catástrofe. Desde que renunció al desairado papel de paladín de la honra Milagrera, sus comunicaciones con las graciosas hermanas eran casi nulas. Supo que María Luisa había dado a luz con toda facilidad un niño que se parecía mucho a Cavallieri, y se enteró de que a este le habían dado una grita fenomenal en la Cruz, cantando Le Prigioni d'Edimburgo, de Ricci, con la Mazarelli, la Lombía y Ojeda, y que a consecuencia de este desastre enmudeció en los teatros la espléndida voz de bajo para tronar de nuevo en los responsos y funerales. De Rafaela no supo más sino que la habían visto sola, por la calle de Alcalá abajo, luciendo un twine de todo lujo, guarnecido de pieles, y que en el teatro del Circo había llamado la atención en un palco, con elegantísimo vestido, en compañía de las manchegas. Las relaciones de Ibero con Catalá no eran ya muy íntimas. Como el pobre Comandante no acababa de restablecerse del mal de su desconcertada cabeza, Santiago influyó para que se le retirase del servicio activo, y a sus instancias le colocó Linaje en la Secretaría del Montepío Militar.
La tarde en que se presentó Catalá en el cuarto de banderas de Saboya con aquel rapto de ira, no pudo Santiago ir en su seguimiento para impedir una barbarie, porque había recibido invitación para comer con los señores Duques, y el meterse a componedor habría comprometido su puntualidad. Por la noche, en el café de Pombo, supo que no había ocurrido tragedia clásica ni romántica, porque los compañeros de oficina de Catalá habían recogido a este, llevándosele a su casa y quitándole las pistolas y todo instrumento que pudiera ocasionar muerte. Mas no pudiendo permanecer de guardia indefinidamente en su alcoba, temían la repetición del acceso de furia, el cual no era un fenómeno morboso, sino arrechucho normal producido por discordias terribles con su amada infiel.
A los tres días de esto, el 19 de Marzo, se abrieron las Cortes, y ya no se hablaba en Madrid más que de la elección de Regencia, y de si esta sería una, trina o cuaternaria. Muchos amigos tenía Ibero en el Parlamento que había de resolver cuestión tan peliaguda. Triunfaron Prim y Olózaga; elegidos fueron también González Bravo, Ametller y Posada Herrera. En cambio, el pobrecito D. Bruno Carrasco había sufrido una derrota ignominiosa, a pesar de tener el padre alcalde; y el bonísimo D. José del Milagro, a quien el fracaso produjo terribles amarguras, fue acusado por los amigos de no entender la mecánica electoral, de haber conducido a las urnas el rebaño votante con el modo y pasos de la más candorosa legalidad y de una corrección infantil. Por no parecerse a los moderados, había dejado indefensa la candidatura del amigo, y él quedaba como un modelo de la probidad más imbécil. Tal era el criterio de la llamada razón política, enteramente reñido et nunc et semper con toda idea moral.
Ya se aproximaba la elección de Regente, cuando Ibero, libre de todo compromiso social y militar, escogió una destemplada noche de Marzo para lanzarse al ojeo de aquel indigno Vallabriga, que era el oprobio de la brillante oficialidad de Saboya. Un dato de la policía, transmitido por O'Daly, le dio a conocer que la junta secreta de jacobinos y moderados (¡nefando amasijo!), a que concurría el pérfido capitán, se había trasladado a una de las calles próximas a la plazuela de Afligidos, entre el cuartel de Guardias y la Cara de Dios. Allá se fue el hombre, en traje de paisano y trazas de cesante, bien embozado en su pañosa, y con un sombrero del año 23 que completaba el disfraz de un modo perfecto. Calles arriba, calles abajo, midió todo el barrio durante dos lentas horas, sin descubrir rastro ni sombra de lo que perseguía; y cansado ya de su inútil acecho, se retiraba por la calle del Limón, cuando vio salir de un portal tenebroso a una mujer, cuyos andares y figura le revelaron persona conocida, sin poder discernir quién era, pues iba bien entapujada con manto negro y cuidadosa de no dejarse ver la cara. El corazón, más que los ojos, fue quien le dijo a Ibero: «O yo veo visiones, o esta es Rafaela». La siguió a distancia. Avivaba ella el pasito como si hubiera notado la persecución; al llegar a lo alto de la calle torció a la izquierda por un solar vacío, y tomó la calle de Amaniel; acortó Ibero la distancia, y observando mejor a la luz de los reverberos, se confirmó más en su sospecha. Entró luego la tapada en la calle de San Hermenegildo, lóbrega, solitaria, de aspecto mísero, y el galán tras ella. La macilenta luz de los escasos faroles apenas permitió al ojeador distinguir el bulto, que no ya de prisa, sino a la carrera, por la calle avanzaba. De pronto se filtró en un portal. Reconoció Santiago la casa donde había desaparecido la mujer, y observó que no era de mal aspecto; la mejor de la calle sin duda. Una luz pitañosa, semejante a la mirada de un ojo enfermo, brillaba en lo más hondo del portal larguísimo y angosto.
Hasta aquí la aventura era por demás insípida, pues aun suponiendo que la hembra escurridiza fuese Rafaela, ¿qué interés podían tener ya para Ibero los pasos rectos o torcidos de la que fuese su amante? Pensó retirarse, y una fuerza íntima, nacida de su suspicacia y de su curiosidad juntamente, le retuvo. «Me da el corazón -se dijo- que aún he visto poco, y que debo quedarme aquí para ver más».
Aunque comúnmente no era hombre para largos plantones, determinó hacer aquella noche pruebas de paciencia, y buscando el sitio más adecuado para garita, dio con un cerrado portal, que parecía un nicho, en uno de los trozos más obscuros de la calle, en la acera opuesta a la de la casa misteriosa, y a una distancia tal de esta, que no era difícil observar quién entraba y salía. Porque en la tal casa había de ocurrir algo extraordinario; a Ibero se lo dijo la singular fisonomía que resultaba de la disposición de sus huecos; se lo dijo la ordenada fila de las tres repisas de balcones, la combinación de pintura roja imitando ladrillo, y de pintura blanca imitando piedra; díjoselo también una ventana figurada, y, por último, se lo confirmó un letrero pendiente entre las dos rejas del piso bajo. Pudo leer el primer renglón, Imprenta, y el de que había más abajo; pero el nombre expresado en la tercera línea no era legible, ni hacía falta por el momento.
No habían pasado quince minutos de plantón, cuando Ibero vio salir a dos hombres, embozados en luengas capas. Tiraron hacia la calle de San Bernardo. Parecían señores. Diez minutos después salió uno solo, enfundado en un gabán con alzacuello altísimo. Aquel sí era señor efectivo. Le vio Ibero pasar cerca, porque tiró hacia la calle de Amaniel. No pudo ver su cara; no le conocía por el cuerpo y andadura. De pronto, el tal sujeto retrocedió como azorado, vaciló un instante, y al fin salió por pies hacia la calle Ancha con no poca prisa. Antes de perderle de vista, vio salir a otro, y luego a dos... «¿Pero qué jubileo es este? Aquí hay una guarida de conspiradores -pensó, dejando caer el embozo-. Vamos, no aguanto más. Me pondré en la misma puerta, y si sale mi traidor, el Judas de Saboya, no le dejaré hueso sano...». Con paso resuelto avanzó hacia la casa, y al aproximarse al portal, casi estuvo a punto de chocar con dos bultos que salían... un hombre y una mujer. Esta era Rafaela: la vio cara a cara; no podía dudar de lo que veía. Y como en aquel súbito encuentro, obra de un instante, aplicara toda su atención a la hembra, no pudo distinguir bien la persona del hombre, que al verse sorprendido se embozó hasta la nariz. No obstante, en rápida visión, que Ibero pudo comparar a la fugaz claridad del relámpago, se le manifestó un semblante hermoso, un bigote rubio... nada más. Quedó en su retina la vaga impresión de un rostro conocido; mas ni en aquel instante ni en los que sucedieron al encuentro, pudo discernir quién era.
Avanzó la pareja por la calle adelante, hacia la de San Bernardo, y a distancia les siguió Ibero. Iban hombre y mujer muy pegaditos, hablando en intimidad confianzuda. Al pie de la mole churrigueresca de Montserrat se pararon un rato; el desconocido parecía reñir amorosamente a Rafaela. Siguieron, y en otra parada comprendió Santiago lo que podría llamarse el sentido escénico de aquel coloquio. Sin oír nada, pues la distancia no lo permitía, pudo, con la sola observación de la pantomima de ambos, comprender que el galán la incitaba a que se separaran. No convenía, por estas o las otras razones, que fuesen juntos. Ella se obstinaba en acompañarle; él en que no. Hubo sin duda transacción entre las opuestas voluntades, porque siguieron hasta el Noviciado. En una nueva paradita, reparó Ibero que la Milagro lloraba, llevándose el pañuelo a los ojos, y que el caballero le apretaba las manos. Pareció indicarle que se retirara por la calle de los Reyes al punto que debía de ser su residencia eventual. Ella se resistía; cedió al fin ante exhortaciones o mandatos impuestos con voluntad firme... La despedida fue tierna, penosa, lenta: se apartaban y volvían a reunirse, siendo ella la que tras él corría, como desconsolada de verle partir... Esto fue obra de un minuto, quizás de dos, y por fin el hombre arrancó presuroso calle abajo, y la sombra de ella se desvaneció en la travesía más próxima.
Dudó un instante Ibero... ¿A cuál de los dos seguiría? El primer impulso fue dar caza a Rafaela; pero de pronto una sospecha vivísima le indujo a la determinación contraria: seguir al hombre. Creyó haber encontrado en sus recuerdos la clave del enigma de aquel rostro, visto en un relámpago, y quería comprobarlo con nueva observación. El hombre iba de prisa por la acera del Noviciado, Ibero por la opuesta, avivando el paso con intento de tomarle la vuelta y mirarle de frente. Pero cuando ya el desconocido iba cerca del Rosario, vio pasar un simón: lo tomó precipitadamente y metiose en él, dando al cochero la orden desde dentro. Santiago, que se aproximó cuando el caballero cerraba con violencia la portezuela, no pudo ver lo que deseaba. Fue luego en seguimiento de Rafaela; mas ya era tarde. Ni aun pudo determinar la casa de que la vio salir, en la mísera y tenebrosa calle del Limón.