No tuvo Ibero reposo hasta que vio llegar la mejor coyuntura para interrogar a Rafaela. La increpó con severidad, afeándole su hipocresía y falta de juicio, y ella, negando al principio, balbuciendo luego una tímida confesión, sin descubrir el doble fondo, echó por fin un raudal de lágrimas sobre la disputa. El rígido censor, apiadado, no quiso añadir un martirio más a los que a la pecadora infligía su conciencia, y calló, mandándole que se sosegara. Aquella misma tarde habló a solas con María Luisa, de cuya boca oyó conceptos que cayeron como lluvia glacial sobre su corazón. No esperaba, ciertamente, aquella filosofía de comodín que era al propio tiempo censura y tolerancia de los deslices de Rafaela, ni el desdén con que apreciaba la intervención caballeresca de él en asunto tan grave como el honor de la familia.

«No podemos hacer carrera de ella -decía María Luisa-. Y lo que siento, amigo Ibero, es que usted se dé tan malos ratos para no conseguir nada... Hablando con franqueza, yo no creo que Rafaela sea un monstruo, ni mucho menos... Los actos de las mujeres no deben juzgarse sin mirar un poco a las circunstancias, y las de mi hermana ya sabe usted cuáles son. Hay que verlo todo, amigo mío, y no ser demasiado severo. Francamente, yo me pongo en el caso de Rafaela... El tal Catalá no es hombre de tantísimo mérito que merezca sacrificios extremados. Si se tratara de usted, ya sería otra cosa...».

Aterrado más que sorprendido, Ibero no supo qué contestar.

«Yo comprendo -prosiguió María Luisa- que si usted no hubiera rifado con ella, haría muy bien en ponerle el grillete... Tal como están las cosas, no podrá usted enderezar a mi hermana todo lo que deseamos, y de veras lo siento yo; no podrá enderezarla, digo, porque usted la enseñó a torcerse... No es esto censura, líbreme Dios... ojalá durara... es decirle a usted que no se aflija porque sus sermones sean de tan poco efecto...».

-Tiene usted razón, María Luisa -dijo Ibero, cayendo de un nido, de las nubes, de más alto aún-: soy un necio, el mayor mentecato de la orden de diablos predicadores. Usted me abre los ojos... No es sólo Rafaela la que está dañada en esta casa.

Las señales del grave daño estaban a la vista, pues rodeaban a María Luisa muestrarios de telas, piezas riquísimas de barege eoliana, de muselina de la India, de tafetán de Italia, y cachemiras, crespones y popelines de dobles reflejos. Tantos y tan lucidos trapos se veían allí, que el gabinete parecía un taller de modas de los más elegantes. Ya había notado Ibero que la transformación indumentaria de las manchegas fue para las Milagros como súbito envenenamiento: la elegancia de sus amigas les inoculó el virus del lujo, y este prendió al instante con aterradora intensidad. La primera envenenada fue Rafaela, que no tardó en comunicar a su hermana el pegajoso mal. Bien pronto invadieron la casa figurines y piezas de tela, mil arrumacos elegantes de seda y encaje, modelos de los abrigos llamados twines y kasadawekas, que se adornaban con pieles riquísimas, y Rafaela frecuentaba la famosa casa de Madame Petibon, depósito de todas las monerías parisienses de última novedad.

«Aunque tarde -dijo Ibero melancólico, tirando a la indulgencia que un hombre debe a la flaqueza mujeril-, caigo en la realidad, y veo la ridiculez de mis pretensiones puritanas. ¿Me permite usted, María Luisa, que le hable con la libertad a que tiene derecho un amigo que se despide? Pues si usted no se me enfada, le diré que el dinero enviado por Don José para gastos de ropa (y conozco la cantidad porque ha pasado por mi mano), no basta ni con mucho para ese aluvión de trapos...».

-No hay que asustarse, amigo Ibero... Mucho de esto se devuelve; lo hemos traído sólo para verlo...

-Déjeme seguir. Si ustedes pensaban que debían estirar los pies a mayor largo que el de las sábanas, ¿por qué no me pidieron a mí el dinero necesario, como mil veces le he dicho a Rafaela?... No se enfadará usted tampoco si, como leal amigo de D. José, le digo que es un grandísimo peligro esa ostentación... vamos, ese insulto a la medianía de un jefe político que blasona de honrado, y que lo es... lo es.

-Papá nos autoriza para vestirnos decentemente, contando con lo que nos mandará luego. No quiere que hagamos mal papel al lado de las manchegas. Además, diré a usted que a Cavallieri han venido a buscarle para que cante los meses que quedan de temporada en la Cruz; un contrato ventajosísimo, amigo Don Santiago. El público no está contento de Reguer, y Becerra se ha puesto ronco. Tendrá usted a mi marido de primer bajo, con obligación de cantar Chiara di Rosemberg, Marino Faliero, Il Conte Ory, del gran Rossini, y la ópera que ha escrito nuestro celebrado Saldoni, Cleonice, Regina di Siria.

-Lo celebro infinito. Iré a dar mi aplauso al amigo Cavallieri, y a admirarlas a ustedes en su palco de la Cruz. No se ofenda por lo que he dicho, ni aquí hay nada que censurar, como no sea mi conducta: me daría de bofetadas... tal rabia me tengo, puede usted creerlo... por meterme yo en donde no me llaman. Todo lo que dije de querer ser su hermano, y de guiarlas y protegerlas, como tal, contra los infinitos riesgos de este Madrid diabólico, no es más que un quijotismo que, ya lo ve usted, viene a parar en lo que para siempre el meterse a pelear con aspas de molino. Aquí me tiene usted caído y con los huesos quebrantados; pero aprovecho la lección, vaya si la aprovecho, ¡canastos! No volveré, no, a romper lanzas por el honor de nadie, ni a enderezar mujeres que quieren torcerse. Hermoso me parecía lo de ser hermano de estas pobrecitas, y ello me servía como de un buen descargo de mi conciencia; pero ya veo que el oficio de hermano postizo tiene sus quiebras, y... dimito el cargo.


-Siempre será usted un buen amigo nuestro, por más que no quiera -dijo María Luisa, un poco asustada de verle con tal impresión de tristeza y desaliento-. Diríjanos y aconséjenos todo lo que guste, que bien sabe Dios cuánto hemos de agradecérselo. Lo único que le pido es que no sea demasiado regañón con nosotras, vamos, que no nos grite ni ponga los ojos fieros, porque me asusto... crea que me asusto... y como entro ya en meses mayores, cualquier sobresalto repentino podría... ya sabe...

-Esté usted tranquila, que por culpa mía no ha de fracasar la criatura. Le deseo un felicísimo alumbramiento, y a Cavallieri ovaciones sin fin. Con que... a ver si acaban ustedes todo el traperío, para que se pongan bien guapas y tiemble Madrid.

-¡Burlón, mala persona!

-Adiós, amiga mía. Adiós.

Se fue, no ya triste, sino consternado, pues era hombre a quien afectaban hondamente las rupturas o interrupciones de amistad, de cualquier orden que fuesen. Aquel mismo día visitó al pobre Catalá, y le halló tan tranquilo, tan confiado, que habría sido no sólo impertinente, sino criminal, turbar su almo reposo. Por todo ello, se confirmaba en su propósito de abandonar definitivamente la redención de pecadores, obra que a Dios pertenecía, no a los hombres, y menos aún a los que se hallan distantes de la perfección. «Hagamos todo el bien que podamos -se decía-; pero dejando siempre a un lado los trastos de redimir».

En los siguientes días, atraída su alma solitaria con nueva fuerza desde La Guardia, fue a ver a Doña Jacinta y después al Duque, con la pretensión de que, si no le trasladaban al Norte, como era su deseo, se le diera al menos una licencia de un mes, de dos semanas. Don Baldomero, meditabundo, mas como nunca benévolo, le dijo: «Ten paciencia, Santiago. Ahora no puede ser. En cuanto se reúnan las Cortes y estas elijan la Regencia, podrás ir a donde quieras».

Por algo que dejó escapar la suma discreción de Espartero, por lo que poco antes le había dicho la Duquesa, y por lo que oyó después en la Secretaría, entendió Ibero que el Gobierno olfateaba conspiraciones. Síntomas de displicencia apuntaban en ciertos círculos, resto nefando de las antiguas logias; cuchicheos misteriosos sonaban en los cuarteles. El retroceso, abrazando con sentimental quijotismo la causa de Cristina, y declarándola víctima inocente de una intriga brutal, se apiñaba para adquirir una fuerza de que carecía. Los moderados elegantes y ricachones usaban del resorte social de las suntuosas comidas para producir la agrupación lenta de adeptos, para definir y caldear las ideas que, por el pronto, sólo se expresaban en forma de chistes y agudezas contra el Duque, su familia y adláteres. Figuras importantes del Ejército iban marcando su actitud paladinesca en favor de la ilustre proscripta, que recibía corte de descontentos en su residencia de la Malmaison, comprada a los herederos de Josefina. No era sólo Belascoain el que cerdeaba. Manuel de la Concha tenía muy arrugado el entrecejo, y su hermano Pepe, amigo de Espartero y a punto de emparentar con él, no podía vencer la sugestiva atracción de su hermano; de Juanito Pezuela nada podía asegurarse; O'Donnell era declarado cristino; mas su fría cara irlandesa no revelaba sus intenciones. Seguros eran Seoane, que mandaba en Valencia; Van-Halen, en Cataluña; Ribero, en Navarra. En cuanto a la Milicia Nacional, se creía en su fidelidad como en Dios, viéndola cada día más firme en su liberalismo chillón, ardoroso, pintoresco.

Dos días después de la visita a Espartero hizo otra a Linaje, que le retuvo más de una hora, encareciéndole la necesidad de vigilar con cien ojos y de aplicar el oído a las conversaciones de la oficialidad, siquiera fuesen de las más íntimas. Se habían emprendido trabajos en algunos cuerpos por el sistema llamado del triángulo, y no eran pocos los jefes y oficiales que andaban en estos enredos. Urgía conocerles y desenmascararles antes que las cosas fuesen a mayores. Por lo demás, no se temía nada serio, y la popularidad y buen crédito del Duque garantizaban una paz durable... Con todo se mostró conforme Ibero, y prometiendo ser un Argos de buen oído, y no perdonar medio alguno, por duro que fuese, para imponer castigo a los que se salieran de la estricta disciplina, se despidió del famoso secretario del Duque, creyéndole atormentado por pesadillas horrendas, a no ser que inventara las conspiraciones para dar a sus servicios un valor que fuera del terreno policiaco no podían tener.

Recibió en aquellos días Ibero una carta de Navarridas muy grata y consoladora. ¡Cuánto habría dado el hombre por poder llegarse allá y recrear sus ojos en la contemplación del dulce objeto de su amor fino, y hablar con Gracia, con la sin par Demetria y con Navarridas de proyectos felices cuya realización no debía de estar lejana! Pero ¡ay!, vana ilusión, sueño de esclavo era pensar en esto. Viéndose tan sin libertad privada por servir a la pública, fue acometido de un tedio sombrío, con desvío de la sociedad y repugnancia del trato de gentes; se pasaba en su casa largas horas leyendo novelas, sin distinguir de géneros y estilos, devorándolas todas con igual atención; y en medio de aquel fárrago pasaron también las de Balzac que semanas antes le había dado María Luisa, y procedían de la mano dadivosa de Don Frenético. Volvieron a despuntar en su mente los delirios supersticiosos que le habían trastornado en Valencia, y por las noches cualquier sombrajo en la habitación obscura o en la calle tomaba forma de animado ser para significarle sucesos terroríficos. Una mañana fue a coger su bastón del sitio donde comúnmente lo ponía, y el bastón cayó al suelo, y al bajarse para recogerlo movió con el hombro un colgadero portátil de ropa, que vino a desplomarse sobre la mesa. En esta había un plato (del servicio de chocolate), que al golpe se rompió por la mitad, mostrando en uno de los pedazos rotos el perfil perfectísimo de una cara burlona, la cual cobró vida y voz en el instante de la rotura, y así le dijo: «Teme a los traidores».