Obediente quizás a estímulos de su conciencia, o a otros móviles que por el momento nadie conocía, volvió Rafaela a la vida regular, entendiendo por esta el no excederse demasiado en los desatinos, no dar motivo a los desplantes furiosos de Catalá y suspender las salidas nocturnas.

No pudo gozar todo lo que quisiera el buen Catalá de la dichosa enmienda de su ídolo, porque a consecuencia de los pasados berrinches cayó gravemente enfermo de un ataque a la cabeza, y por poco toma el portante para el otro mundo. Con algo de espontaneidad por su parte, y con no poca docilidad a los mandatos de Ibero, Rafaelita se portó muy bien en aquella ocasión, visitando diariamente a su amigo enfermo, asistiéndole con exquisitos cuidados y consolándole con su presencia. En cuanto al Don Frenético, no fue posible espantarle tan pronto como se quisiera. El enamorado petimetre limitábase a obsequiar a su ídolo, no ya con ramos de flores, que no eran admitidos, sino con novelas, mostrando una preferencia de buen gusto por las pocas de Balzac que en aquellos tiempos se habían traducido al castellano. Rafaela no sabía francés; pero Don Frenético, galómano furibundo, como recriado en París, había querido iniciar a su amada en el conocimiento y en la admiración del gran pintor de las pasiones, miserias y vanidades humanas. Un día y otro dejó en la casa Úrsula Mirouet, Honorina, El lirio en el valle, La piel de zapa. Leía María Luisa, tardando algún tiempo en tornar gusto a una literatura en todo diferente de la poesía caballeresca de acá; y después tocaba el turno a Rafaela, que comprendía y apreciaba los profundos análisis de aquel soberano ingenio mejor que su hermana. «Esto es muy filosófico -decía María Luisa-, y no va con nosotras...».

A los entretenimientos que retenían en el hogar a las dos hermanas, se unió bien pronto la faena de ayudar a las de Carrasco en la magna obra de vestirse a la moderna para presentarse en público como les correspondía. Largos días y semanas largas se emplearon en esto, primero con la elección de modelos y de telas, después con las tareas prolijas del corte y costura. La primera lección que dieron las de Milagro a sus amigas fue la de prescindir de modistas, trayéndose a casa buenas costureras que bajo su dirección trabajasen. María Luisa era maestra en el corte, y Rafaela no tenía rival para el ajuste, combinación de colores, conforme al modelo vigente de la elegancia, ni para la adaptación de cada forma al tipo, talle, estatura y corte de cara de la persona que había que vestir. Poseía el don especialísimo de ver el efecto, y en todo lo que trazaba ponía un sello personal de gracia y tono. Instalado el taller en la casa de Carrasco, allá se pasaban todo el día cortando y cosiendo, con ayuda de buenas oficialas, y no duró menos de un mes la campaña. En las probaturas que se hicieron para cada pieza, resultaban las chicas manchegas completamente transformadas; eran otras, y Doña Leandra creía soñar viendo a sus niñas tan elegantes. Ante el espejo, Eufrasia y Lea reventaban de satisfacción observando que las caras se les ponían más bonitas sin necesidad de afeites, y los cuerpos más esbeltos y airosos por la virtud de aquellos corsés, que parecían obra de magia.

A cada una de las señoritas de Carrasco se le hicieron dos vestidos de calle, y uno para teatro y sociedad. Para los primeros eligió Rafaela las telas llamadas bareges y popelines, entonces muy en boga, y resultaron lindísimos, claro el uno, obscurito el otro. En los faralaes dispuso la directora una gran sobriedad; hubo fuerte discusión entre ella y su hermana, y al fin, en la primera prueba, todas le dieron la razón, rindiéndose a su maestría. Los cuerpos o jubones con el cuello alto, ostentando una imitación de camisa con chorreras, fueron el éxito más brillante de las Milagros. No se verían en Madrid cuerpos tan bonitos. Pero en lo que extremaron su ciencia fue en los vestidos de sociedad, verdaderas obras de arte por la interpretación fiel de la moda, dejando algo a la invención y fantasía personal. Eran de lo que llamaban Pekín glacé, con rayas arrasadas de colores pálidos y guarnecidos de encajes, canesús de batista bordada con hilo de Escocia, y cuellito fruncido a la Lucrecia. ¡Vamos, que el día que los estrenaran darían golpe!

Para doña Leandra se confeccionaron dos vestimentas, una de calle y otra para teatro, entrambas muy apropiadas a la seriedad y modestia de señora tan respetable. Echaron en el primero no pocas varas de muselina de la India, de color llamado de escarabajo, y en el segundo tafetán negro de Italia, que adornaron con plegado de cintas à la vieille, todo muy rico, muy bien compuesto, sin extremar el adorno, porque así lo recomendaba de continuo Doña Leandra, que no quería desmentir su nativa sencillez, y hacía un verdadero sacrificio en ponerse aquellos ringorrangos. En las pruebas no disimulaba su mal humor, repitiendo que tales magnificencias no eran para ella; que no se acostumbraría jamás a ir por la calle vestida de señorona, y que ya se sofocaba pensando que la gente se mofaría de su facha. ¡Qué dolor, qué Madrid este! En los trapos que ella había de lucir, violenta, forzada, vistiéndose de máscara por dar gusto a la familia, se había empleado el valor de seis cochinos, y todo el trapío y galas de las hijas suponían una piara entera, ¡Señor!, la más lucida de Torralba de Calatrava.

Rematado hasta en sus últimos perfiles el grandioso aparato de los trapitos, lanzáronse todas a la calle, rivalizando en elegancia, pues las Milagros no querían dar su brazo a torcer, y endilgaron sus más lindos trajes y perifollos. Hubo días espléndidos de sol en aquel invierno, lo que a todas vino muy bien para lucirse: iban al Prado y al Retiro, sin descuidar las visitas de presentación, y al propio tiempo las madrileñas mostraban a las novatas todas las curiosidades de Madrid, no olvidando llevarlas, como había recomendado expresamente desde Ciudad Real el buen D. José, a ver la Historia Natural y Caballerizas. No sólo se iban soltando con este ajetreo social Lea y Eufrasia, adquiriendo modales y la desenvoltura madrileña, sino que en sus cuerpos y rostros se determinó radical mudanza; el encogimiento desapareció al primer revuelo, y nadie diría que habían venido de la dehesa, cogidas con lazo. Desprendiéronse pronto del pelo, por virtud del poder asimilativo de la mujer y de las lecciones vivas que continuamente recibían de las chicas de Milagro. El éxito coronó la aplicación de las discípulas, así como la dirección de las maestras, pues a las pocas tardes de andar por el Prado y Retiro, ya llevaban tras sí las manchegas una reata de novios, señoritos elegantes que las miraban y las seguían haciendo mil cucamonas.

Doña Leandra, pasados los primeros días, se resistió a los largos paseos, no sólo por cansancio, sino porque la mareaba el gentío, y aumentaban su murria el barullo y regocijo de las tardes de Madrid. Prefería quedarse en casa, adormecida en triste éxtasis, indelebles memorias del abandonado terruño, o bien rezando rosarios y pidiendo a Dios que se realizaran las esperanzas que trajo a Madrid toda la familia, pastoreada por Bruno. Ya le daba en la nariz a la buena señora olor de reveses, porque habiendo salido del Ministerio de Hacienda el señor de Gamboa se rompían los asideros de Carrasco en aquella casa; el expediente de Pósitos no acababa de resolverse, y lo de la Diputación no se veía claro, a pesar de los lisonjeros vaticinios que mandaba en todas sus cartas el seráfico D. José.

Siempre que el servicio se lo permitía, acompañaba Ibero a las señoras y señoritas en su paseo, pues con Bruno no había que contar: se pasaba la vida en los ministerios y en tertulias políticas de café y redacciones. Algunos amigos de Santiago, paisanos y militares, se agregaban a la feliz cuadrilla, y la charla sabrosa y galante no tenía término. Entre ellos se señaló un teniente coronel, que hacía continuo derroche de finezas sin decidirse por las solteras ni por la casadita, como si fuera su plan tocar todas las teclas a ver cuál le sonaba mejor. Era de cuerpo pequeño, de carácter francote y comunicativo, cetrino de color, escaso de bigote y barba, el habla durísima, gorda, catalana. Una tarde que iban las manchegas y sus amigas con Ibero por la calle de Alcalá, le encontraron en la esquina de la calle del Turco; parose Santiago al reconocerle, se abrazaron, y al instante hizo la presentación: «Mi amigo muy querido Juan Prim».

Siguieron todos hacia el Retiro. Prim, que vestía de paisano, contó a Ibero rápidamente sus tribulaciones militares y políticas, y luego pegó la hebra con las damas, que le oían con singular agrado, maravilladas de su simpática franqueza, de sus atrevimientos gallardos, que se acomodaban, como al vaso el líquido, a la ruda lengua catalana. Hallándose María Luisa un poco pesada, próxima ya a meses mayores, solía ir a retaguardia con Ibero y D. Gervasio. En una de estas, interrogado el Coronel por su amiga, refirió que el tal Prim era un bravo militar que había empezado su carrera de pesetero en la guerra de Cataluña, adelantando rápidamente por su valor sereno y su militar instinto en la dirección de tropas. Chico despejadísimo, llegaría a donde llegan pocos; y si por entonces parecía fuera de juego y no tenía mando, no era por falta de méritos, sino por significarse en política más de lo prudente, con ideas harto exaltadas.

«Pues abran ustedes mucho ojo para vigilar a este pájaro -dijo D. Gervasio parándose para acentuar mejor el tono profético-. Yo podría sostener que las ideas del teniente coronel Prim más que exaltadas, son jacobinas: me consta que no hace muchas noches pronunció en casa de Pacheco palabras que le valdrían una temporada de castillo si el Duque las supiera. Hay en este mozo algo que contradice las costumbres que observamos diariamente en todo joven que politiquea. Fijémonos bien en esta circunstancia: su amigo de usted profesa ideas que casi, casi tocan en el republicanismo, y no obstante, se junta con retrógrados, y sus principales amigotes son lo más granado de la moderación. Le verá usted siempre con Carriquiri, con Salamanca, con Sartorius, y creo que con Fernandito, el hermano del General Córdoba. ¿No le sorprende a usted esta contradicción entre las ideas políticas y los gustos sociales?».

-Le diré a usted, amigo D. Gervasio -replicó Ibero-: antes que ese contraste, veo yo otro más fundamental en ese bravo chico, y es que, siendo de origen muy humilde, no le gusta tratarse más que con aristócratas. Ya ve usted qué bien viste: no hay otro que lleve mejor la ropa, ni quien le iguale en el refinamiento de los gustos; su rumbo, su esplendidez nos harían creer que es noble de nacimiento; sus ideas dicen que es hijo de la plebe. Yo le quiero y le admiro.

-Pues a mí me da mala espina... Mi opinión es que se vigile a estos plebeyos que andan demasiado elegantes, y a estos peseteros que adquieren costumbres de próceres.

-La contradicción yo no la temo, y hasta le creo natural, D. Gervasio. Todo hombre es una carrera, una vida que viene de un punto y a otro se dirige... Si el hombre no se aleja del punto de partida, ¿en dónde está el progreso, nuestro Progreso, que tanto amamos y por el cual hemos dado terribles batallas? En Prim ve usted las ideas avanzadas de origen plebeyo y las aficiones aristocráticas: las primeras son los principios, las segundas son los fines.

Creyera o no D. Gervasio paradójica y vana la explicación de Ibero, ello es que no añadió más que lo siguiente: «Estamos perdidos si no se vigila a los exaltados que andan entre obscurantistas. Lo dice un hombre de larga y dolorosa experiencia de las cosas públicas. Si yo tuviera, como usted, mi querido amigo, acceso diario en la casa del señor Duque, le saludaría siempre con estas palabras sibilíticas: Palo al jacobinismo, palo al retroceso».

Procuró Ibero quitar importancia a estos vaticinios del funcionario que se pasa la vida temblando por su nómina, y siguieron. A la semana siguiente, agregado también Prim al convoy, halló ocasión de quedarse atrás con su amigo, y le dijo:

«Sé que vas a la parte en los favores de la viudita, y...».

-¿Qué viudita? ¿Rafaela?... es casada.

-¡Ah!, sí... la casada solitaria, de quien me han contado... ¿Qué? ¿Seré indiscreto?

-Sigue hombre, sigue.

-Es monísima, y sabe como ninguna hacerse la candorosa. Diríamos que no rompe un plato. ¿Pero es verdad que tú...?

-Sí, hombre, sí. Sigue, ¡ajo!

-Pues me alegro de tu franqueza, porque así puede la mía serte de algún provecho. Al amigo la verdad... Esa... te engaña.

-Sí, hombre, sí. Acaba pronto. ¿Quién...?

-Vas a saberlo. Ayer salíamos de almorzar en casa de Carriquiri, Narciso Ametller, Luis Sartorius y yo... Al volver la esquina de la calle de las Huertas, vimos a tu amiga salir de un coche con Federiquito Nieto, y entrar... ¿sabes ya dónde?

-Basta; no sigas: esta noche la mato.

-Hombre, no es para tanto.

-¿Qué sabes tú?

-Siento...


-No sientas nada... te digo que la mato... Y a ese Don Frenético le pisotearé en medio de la calle, en cuanto le encuentre. Ella me había prometido... No, no fue a mí... no soy yo. Cállate, déjame. Yo sé lo que tengo que hacer.

-Pues Ametller me contó algo más...

-No sigas: estamos llamando la atención. Ya ves: se paran todos esperándonos.

-Creerán que conspiramos. Y si quieres, por mí no ha de quedar. Conspiremos, Ibero.

-¿Ves? Se ríen de nosotros.

-Se reirán de ti...

-Cállate ya... ¿En dónde nos veremos mañana para poder hablar?

-En ninguna parte, porque yo me voy a Tarragona, donde espero salir diputado.

-Bien, hombre, bien... Para ti es el mundo. ¿Y votarás la Regencia una o trina?

-Creo que con un solo Regente basta y sobra. De lo malo, poco.

Uniéronse al grupo, y el paseo tuvo su desarrollo natural sin incidente alguno. En torno de las damas revolotearon los pretendientes, derrochando su gárrula estolidez amorosa. Ibero, metido en sí, no cesaba de pensar: «¡Pobre Catalá! Bien le decía yo a María Luisa que estas saliditas de mañana no tenían explicación, y ella me porfiaba que sí... que iba a la cordonería, al tinte... Enredos... María Luisa tapa. Pues aquí estoy yo para destapar a la tapada y a la tapadera».