¿Se disolvían las juntas? ¿Sería disuelto el Senado? ¿Era cierto que el Infante D. Francisco salía con la gaita de reclamar la Regencia? ¿Qué tal el Manifiesto de la Reina Cristina, tronando contra la situación que había creado con su renuncia? Vamos, que el Ministerio-Regencia no se mordió la lengua en la refutación de aquel documento. ¿Qué había del conflicto eclesiástico? ¿Nos quedábamos sin Nuncio, absolutamente incomunicados con la Corte y curia romanas? ¿Qué se decía de casamiento de príncipes y princesas brasileñas con infantes e infantas españolas? Y a la Reinita, ¿con quién la casaban?... De todas estas cosas y de otras menudencias políticas y sociales que en aquellos días (ya entrado Noviembre) fatigaban la opinión, habló y oyó hablar Ibero en sus primeras visitas a la modesta casa de Milagro. Fue allí por añadir un recurso más a los que empleaba para combatir su aburrimiento, y en verdad que no le pesó, pues la familia era muy agradable, las niñas muy despiertas, el bajo muy complaciente, y en la tertulia nocturna, alrededor de la camilla, no faltaban señoras dicharacheras ni aun hombres políticos que decían cosas muy atinadas sobre los problemas del día. Los chiquillos pequeños eran el único desconcierto de la grata armonía doméstica, porque no brillaban por su buena educación, ni sabían hacerse agradables en la edad que precede al último estirón de la infancia. Eran pegajosos, entrometidos, preguntones y cargantísimos. Pero, en fin, a esta pejiguera servía de compensación la discreta amabilidad, la risueña juventud de María Luisa y Rafaela.

Ya llevaba Ibero algunos días de conocimiento y no podía conseguir que María Luisa tocase el arpa. Se excusaba pretextando rigidez de dedos por el abandono de la ejecución en largos meses; y en tanto, como el instrumento padecía también de la dilatada inacción, el bajo, que era hombre para todo en cosas musicales, se pasaba las horas componiéndolo y echándole nuevas cuerdas. María Luisa no había dado aún nietos al buen Milagro; a los siete meses de casada, un mal parto malogró las esperanzas paternales, que de nuevo reverdecían en el invierno de 1840; y como se hallaba ya de cinco meses, a D. José no le gustaba que se la instara demasiado a lucir sus habilidades de arpista, no fuera que con el ajetreo de pies y manos y con las sofoquinas que suele producir la inspiración, cuando es de ley, se malograse el fruto. El pobre Cavallieri era un hombre excelente, conocedor de sus deberes como presunto padre de familia. A pesar de hallarse sin contrata, pues por no lanzarse a viajes costosos había rechazado las que le propusieron de los regios teatros de San Petersburgo, Londres y Nápoles, sabía traer dinero a casa, sacando un jornal de todas las solemnidades religiosas y de los funerales de primera. Además daba lecciones de canto, y también componía su poco de música, ora un invitatorio, motete o tanda de villancicos, ora alguna canción con letra de Espronceda para acompañamiento de guitarra. En casa era de una seráfica mansedumbre: respetuosísimo con su suegro, obediente a su mujer, sin exigencias en las comidas, dispuesto a todo, aun a cosas tan contrarias al arte de Rosini como el planchar vuelillos y el peinar a las señoras.

La casa era modestísima, los muebles viejos y descabalados, simbólica expresión de la vida procelosa de Milagro y de las cesantías, traslados a provincias y demás accidentes de la vida del funcionario público en esta desordenada tierra. Notó Ibero los apuros que había cuando los visitantes vespertinos o nocturnos excedían del número de sillas, contando para los grandes llenos con las de la cocina. Mas no por estas escaseces de mobiliario, ni por otras faltas que a cada paso se ponían de manifiesto, perdían aquellos benditos el gusto de la vida social, y cada vez querían atraer y recibir a más personas, sin reparar que fueran de mejor pelo y de clase superior a la suya. No les era difícil sostener la casa con el sueldo de Don José y las ganancias no deslucidas de Cavallieri: la experiencia de Milagro y sus dotes de gobierno impusieron desde el primer día el sistema salvador de gastar menos de lo que ingresara, y por nada del mundo se alteraba este método, al que debían la tranquilidad, un comer apropiado a las necesidades, y una vida, en fin, decorosa, aunque humilde. Los chicos no iban rotos a la escuela, ni D. José a la oficina con facha indigna de su posición; para todo había, y aun se juntaba duro a duro el presupuesto de sastrería que había de dotar a Milagro de todas las prendas indispensables a un jefe político.

La menor de las hermanas, la que, según el dicho de su padre, no era viuda, ni casada, ni soltera, Rafaela, en fin, por mote familiar vigente aún, la Perita en dulce, daba quince y raya a todos en lo hacendosa y hormiga para su atavío particular. Otra que mejor y con más gusto se arreglara los cuatro pingos que poseía, y los lazos, cintas y moños, no ha existido en Madrid. ¿Qué arte secreto era el suyo para vestirse y emperifollarse, y qué hacía para parecer tan bien con su trajecillo pobre y con cualquier trapo de bien combinados colorines que se pusiera? Verdad que ayudaban al mágico efecto su rostro bonito y la perfecta conformación de su talle; pero algo más había, y era un instinto, una adivinación, y el conocimiento genial de todas las modas y sus cambios, sin sobar figurines ni andar entre modistas. Descollaba Rafaela entre sus iguales como la rosa entre mastranzos; su superioridad consistía quizás en que nunca delató con la afectación su prurito de elegancia, en que su sencillo atavío no revelaba el estudio previo y paciente para obtener tan feliz resultado. Era su rostro finísimo y algo picaresco, de un estilo (si estilo hay en las formaciones de la Naturaleza) que bien podría llamarse Pompadour, pintiparado para el traje de pastoras de abanico, con empolvado pelo, corpiño estrecho y espléndidas faldas recogidas. El pelo era rubio, la tez de una blancura porcelanesca, los ojos obscuros, reveladores de amor, de ensueño, a veces de inteligente malicia.

No se creía D. Santiago infiel a su compromiso de amor porque la Perita en dulce le gustase. Le gustaba, sí; pasaba ratos muy entretenidos a su lado; pero todo el goce que recibía en ello era superficial y no le llegaba al corazón. Le divertían los conceptos extravagantes que expresaba Rafaela sobre cualquier tema de los usuales de la vida, y reconocía en ella una inteligencia no común. «¿No les parece a ustedes -dijo la Perita una noche, no hallándose presente su padre- que esto de la libertad es una paparrucha? La libertad, como el retroceso, ¿qué son sino los motes o letreros que se ponen estos o los otros señores para mangonear? ¡Ay, Virgen del Rosario, que no me oiga mi padre!... Me mataría».


Oído aquel disparate gracioso, le soltó Ibero un discursillo enalteciendo las ventajas que obtienen los pueblos del régimen que felizmente disfrutábamos, y no fueron risas y chacota las de ella para zaherir tan manoseadas retóricas. «¿Con que libertad? ¿Y para qué sirve esa libertad? Para escribir en los papeles mil disparates, para insultar a los ministros y no dejarles gobernar; libertad para los que alborotan, y entre tanto el pobre, pobre se queda, y los ricos se hacen más ricos, y nosotras las mujeres seguimos esclavas. Dígame usted qué libertad es esta que a mí me tiene prisionera de una equivocación. Mi marido es un mal hombre, y no soy yo quien lo dice: es el juez, es su propia familia, es todo el mundo. ¿Pues por qué no había yo de poder descasarme y volver a la soltería?».

-Por mí -dijo Ibero-, que vuelva usted. No me opongo.

-Poco sacamos de que usted no se oponga.

-Las Cortes, el Rey, el Papa, el Concilio de Trento, tienen que poner mano en eso para reformarlo.

-Pues ya verá usted cómo no lo reforman... Tanto hablar de libertad, y no nos traen el divorcio. Que mi padre no me oiga decir la herejía de que no tendremos una buena Constitución hasta que no traigan las reglas de descasar... y otras cosas, Señor, otras cosas que por ahora me callo, para que usted, Sr. de Ibero, que es tan remilgado y para poco, no se nos escandalice. En fin, vengan libertad y pobreza, que me parece a mí que andan unidas... Yo, si ustedes no se asustan y me prometen no contárselo a papá, diré que, a mi modo de ver, en tiempo del moderantismo y de la camarilla había más dinero.

-¡Qué cosas tienes, mujer! -dijo María Luisa, que no por contradecir a su hermana dejaba de gozar oyéndola-. ¿Más dinero entonces? ¿Dónde?

-En casa no; a eso no me refiero. En Madrid, quiero decir.

-No va descaminada Rafaelita -indicó una señora mayor, esposa de un compañero de oficina de Milagro, muy rolliza de carnes, y de ideas harto enjuta, pues no hablaba más que de novenas y modas, o del eterno sisar de las criadas-. Ello es que en todos los comercios se quejan. Es lo que dice Gerardo: que aquí los ricos no tienen patriotismo.

-Lo que yo sé -declaró el músico Cavallieri- es que sólo en los tiempos moderados se ha sostenido aquí una buena compañía de ópera. Cuando yo salí en la Serva Padrona, ¿se acuerdan?, y cuando hice el Don Magnífico de la Cenerentola, era en lo más crudo de los tiempos ominosos, mandando el Sr. Cea Bermúdez.

-Hoy me ha dicho Doña Rosaura, la de la tienda de encajes -afirmó Rafaela-, que desde que han venido los libres no venden ni la mitad. Y en casa de Bárcena, hay días en que no entran en el cajón arriba de catorce reales. ¡Ya ven... una casa como aquélla...!

-El dinero -observó María Luisa-, como dice papá, no se pierde: lo que hace es ocultarse.

-Pero ya le haremos salir, ¿verdad, Sr. Don Gerardo? -dijo Ibero dirigiéndose a un sujeto acartonado, esposo de la no ha mucho citada señora rolliza-. En Gobernación, según oí, preparan sin fin de decretos para desarrollar la riqueza pública.

-Así es -replicó D. Gerardo, hombre comedido, discreto, que se oía cuando hablaba, y no hablaba más que lo preciso; funcionario excelente, de procedencia masónica de los Tres años, que no había llorado largas cesantías, y usaba en invierno y verano levita muy larga y sombrero de copa de desmedida elevación-. Ya ve el país que el Sr. de Cortina no se duerme. Hombres como D. Manuel son los que han de regenerarnos. Prepara reformas en todos los ramos, en minas, en policía, en caminos vecinales, y sobre todo, en Instrucción pública, que es el barómetro, ya lo saben ustedes, el barómetro de la civilización de los pueblos. Con esto, y el buen gobierno de la Hacienda y las economías, la riqueza pública y privada tomará gran desarrollo. Un buen Gobierno trae la confianza, y la confianza trae la riqueza, el curso de los capitales, la circulación del numerario...

-Esas son tonadillas, D. Gerardo -dijo Rafaelita, burlándose con gracia del rígido funcionario-, tonadillas que nos cantan todos mientras tienen la sartén por el mango. Pero como al fin resulta que lo que es buen Gobierno aquí no lo hay nunca, tampoco tenemos confianza, y todo se queda en música: música de himnos, música de discursos, y en tanto el dinero no parece... que es a lo que vamos.

-No hagan caso de mi hermana -dijo María Luisa-, que ha tomado ahora este tema del dinero por pasar el rato y matar el fastidio. Rafaela varía de gustos a cada triquitraque; no es como yo, que siempre soy la misma.

-Cuando eran ustedes solteras -observó la señora rolliza- pasábamos ratos muy divertidos oyéndolas recitar versos.

-Sí... y los aprendíamos de memoria, y parecíamos cómicas; en casa no nos podían sufrir. Naturalmente, con la edad cambian los gustos. El tiempo pasa, y una se va formalizando. Vienen las necesidades, y ante la cara dura de las necesidades ya no está una de humor de poesías. Pero a mí me gustan siempre.

-A mí no -dijo Rafaela-. Hace algún tiempo les he tomado una tirria tremenda. Ellas tienen la culpa de muchas desgracias. Los poetas son los que traen los malos casamientos, la falta de verdadera libertad y la pobreza... y lo digo... y lo pruebo.

Celebraron todos con risas estos donaires de la Perita en dulce, y el Sr. D. Gerardo se permitió defender la poesía, que adoraba por haberla cultivado sin fruto en su mocedad.

«Hace cuatro noches -dijo- tuvo María Luisa la bondad de recitar unos versos divinos... Yo me entusiasmé de tal modo, que se me saltaron las lágrimas. El Sr. de Ibero no estaba presente aquella noche, y como yo deseo que oiga lo que oímos, y que goce lo que gozamos, solicito de la simpática señora de Cavallieri que nos repita la función».

¡Ay, Dios mío! ¡Qué melindres los de la señora de Cavallieri! No se acordaba... Tenía un poquito de ronquera... ¡Qué compromiso! No sabía recitar sino en familia, o entre amigos muy íntimos... Le daba vergüenza.


Las súplicas de Ibero, a las que unió tímidamente su autoridad Cavallieri, no vencieron la modestia de la dama. Intervino Rafaela diciendo: «Lo que recitaste fue La gloria y el orgullo de Pepe Zorrilla. Yo lo sabía también; pero se me ha olvidado. Si lo recordara, verías qué pronto despachaba yo. No me acuerdo más que de aquel pasaje:


De un dios hechura, como Dios concibo;
Tengo aliento de estirpe soberana...».


Con tal estímulo se arrancó por fin María Luisa, y recitó la composición entera con tono y énfasis de teatro, exagerando un tanto la expresión del rostro para comunicar vida y color a cada concepto y a cada palabra. Oyéronla con religioso pasmo los presentes, fijos en el rostro bonito de la declamadora, y a medida que avanzaba, graduando la sensibilidad y el entusiasmo, se iban quedando sin aliento. Cuando llegó al pasaje culminante en que dice el poeta:


Gloria, madre feliz de la esperanza,
Mágico alcázar de dorados sueños,
Lago que ondula en eternal bonanza
Cercado de paisajes halagüeños,


D. Gerardo tuvo que llevarse el pañuelo a los ojos, y el buen Ibero, fácil a la emoción, hacía visajes, pestañeaba, componía su rostro para que no vieran llorar a un soldado rudo, ni flaquear una entereza forjada en las batallas.