Tradiciones peruanas - Quinta serie
Mogollón

de Ricardo Palma


Origen del nombre de esta calle

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Por los años de 1747, las calles que hoy conducen vía recta a la que hasta hace poco fue portada del Callao, eran un hacinamiento de ruinas y escombros; pues el terrible terremoto del año anterior apenas si había dejado casa sobre sus cimientos. Solares mal murados y uno que otro destartalado casuco, con paredes más temblonas que dientes de vieja, era todo lo que a la vista del viajero presentaban entonces aquellas hoy preciosas y aristocráticas calles.

En el solar que forma ángulo con la Acequia alta habían quedado en pie, aunque no muy seguros por su base, dos o tres cuartos habitados por un negro viejo, sucio y desarrapado, gran persona en la cofradía mozambique, y fuera de ella ente más ruin que migaja en capillo de fraile. Conocíasele con el nombre de Francisco Mogollón, alias Sanguijuela; y por lo mismo que no se sabía de él que tuviese oficio, rentas ni beneficio, las comadres del barrio pararon mientes en que, cuando iba al figón o cocinería de Chimbambolo a comprar una ración de uña de vaca con salsa de perejil y pimiento, los afamados choncholíes y anticuchos, una capirotada de ajos con cebolla albarrana y el obligado zango de ñajú llevaba para recibir esos comistrajos un par de escudillas de plata cendrada. Claro era, pues, que Mogollón no estaba tan a la cuarta pregunta como su traje publicaba, y que no era ningún hambrija trasnochado.

La murmuración, que andaba entre si es brujo o si es ladrón, llegó a oídos del doctor D. Crisanto Palomeque y Oyanguren, alcalde del crimen y golilla muy capaz de mandar ahorcar hasta a su sombra, si de ella se desprendía humillo que a sospecha de delito trascendiera. Vara en mano, daga de ganchos al cinto y espadín de gavilanes, embozose en su capa de tercianela azul, que el verano y sus calores eran recios para otro abrigo, y seguido del escribano Cucurucho y de sus alguaciles Pituitas y Espantaperros, que eran dos mocetones de los que el diablo empeñó y no sacó, colose de golpe y zumbido en la vivienda del negro, que a la sazón había ido en busca del desayuno. Su señoría y los lebreles practicaron minucioso registro, dando al cabo con la madre del ternero; o lo que es lo mismo, descubriendo en el rincón más obscuro del cuarto varios ladrillos removidos. Metieron brazos los alguaciles, y después de sacar algunas espuertas de tierra, apareció una gran petaca que en su vientre guardaba una rica vajilla de plata labrada y media docena de talegos preñados de reales de a ocho.

A ese tiempo regresaba Mogollón, escudillas en mano, muy ajeno de pensar que su zahurda estaba honrada con visita de tan alto fuste.

-¡Ah, negro pájaro pinto! -le dijo Espantaperros echándole la zarpa al cuello-. Date preso.

Mogollón se quedó como quien ve visiones, dejose atar las muñecas y fue a dar con su cuerpo en un calabozo de la cárcel de Cabildo.

Allí el juez empezó por preguntarle cúyo era ese tesoro, y el negro contestó con mucho aplomo que era suyo y muy suyo y fruto de su trabajo e industria. Argüía el alcalde, que por cierto no era de holgadas tragaderas; Mogollón se mantenía en lo dicho y declarado; Cucurucho daba fe o no daba, pero plumeaba largo; y el interrogatorio llevaba trazas de ser eterno y de que ni con garabatos se lo sacaría al negro la verdad del cuerpo. Fastidiose a la postre D. Crisanto, y volviéndose a uno de los alguaciles, dijo con toda flema, que quien vara de justicia ostenta no ha de encolerizarse como un lego zarramplín:

-Pituitas, hijo, aplícale garrotillo en los pulgares a este arcángel de chocolate, que tengo para mí que ha de resultar mohatrero, rufián y pez de mar ancha. Pónmelo más blando que guante de ámbar, y si resiste proveeremos más tarde lo que hubiere lugar. A ver, negro, si te dejas de aspavientos y pasos de semana santa y desembucha siquiera un milagro que baste para que sin escrúpulo de conciencia te eche a presidio de por vida o te mande encaramar en la horca.

Mientras el escribano Cucurucho tajaba la pluma y D. Crisanto estiraba las piernas paseando con la gravedad del magistrado, Pituitas sacó del bolsillo de su gabardina dos palitos, de cuatro pulgadas de largo y una de grueso, que en uno de sus extremos tenían un cordelito de cáñamo retorcido o una cuerda de guitarra. ¡Tan sencillo era el aparato o instrumento que la justicia del rey nuestro señor empleaba para convertir en canarios a los reos!

A la segunda vuelta de garrotillo, el pobre negro cantó el kirieleisón; es decir, que confesó de plano que veinte años atrás había hecho un robo tan gordo, que con él bastole y sobrole para llamarse a buen vivir.

En materia criminal la justicia del otro siglo no se andaba con muchas probanzas ni dingolondangos, y tres días después Francisco Mogollón, alias Sanguijuela, desnudo de medio cuerpo arriba y caballero en el tordo flor de lino, que así llamaban los limeños al asno propiedad del verdugo, deteníase en cada esquina, donde con medio minuto de pausa entre azote y azote, lo aplicaba el curtidor de brujas y bribones hasta cinco ramalazos con penca de tres costuras.

Un cronista de la época, haciendo la apología del látigo como pena legal, dice si mal no recuerdo: «Los azotes, salvo lo que escuecen cuando se reciben, son saludables, tanto o más que un vomi-purga; porque la mala sangre sale a las espaldas y se remuda. Los señores alcaldes necesitan muy poco para recetar azotes y nunca mandan menos de un centenar, que no es cuestión más que de unos cuantos pregones. Y todo es asunto de hacer un buen ánimo para soportar los primeros golpes de la penca, hasta que las espaldas se duermen; que en durmiéndose, lo mismo dan ocho que ochenta. Todos los azotados por justicia engruesan que es una bendición, pues para echar carnes no hay mejor melecina que la penca, y es probado».

Y tan aceptada estaba entre los hampones y demás gente perdida la opinión que acabo de copiar del travieso cronista, que pícaros hubo para quienes el azote más que castigo era regalo.

Algo más. La Inquisición de Lima hizo azotar en tres distintas ocasiones al marinero Bernabé Morillo y Otárola, natural del Callao, el cual decía: «Teniendo yo bien apretado entre los dientes un pedazo de casco de mula zaina, o frontina, recortado en nochebuena de diciembre, me río de los azotes, que me saben a gloria y mermelada».

Y era creencia popular, generalizada hasta en las escuelas, donde el látigo andaba bobo, que la excrecencia pedestre de la mula era amuleto o preservativo contra el dolor del ramalazo.

Punto a la digresión, que la pluma no ha de ser caballo sin rienda y desbocado.

La comitiva se detuvo en veinte esquinas de la feligresía de San Marcelo, y en cada una de las paradas gritaba el pregonero, negro ladino, en la lengua española:

«Esta es la justicia de cien azotes que el doctor D. Crisanto Palomeque y Oyanguren, alcalde del crimen y del Cabildo de la ciudad, manda hacer en la persona de este negro por ladrón, por ladrón y por ladrón. Quien tal hizo que tal pague. ¡Alza la penca, y dale!»

Palabra más, palabras menos, tal era la fórmula de los pregones que, así la Inquisición como el Cabildo de Lima, empleaban para la azotaina de brujas y ladrones.

Sin la frase alza la penca y dale, que ponía fin y remate al pregón, no se habría atrevido el verdugo a hacer molinete con el látigo y descargarlo sobre la víctima.

Después del vapuleo, Francisco Mogollón fue enviado bajo partida de registro al presidio de Chagres.

Como en 1747 no había en la calle otro solar habitado que el que ocupó el famoso bandido hasta la hora en que fue a la caponera, el pueblo, que para esto de bautizar no necesita permiso de preste, ni de rey, ni de roque ni de alcornoque, bautizó la supradicha con el nombre de calle de Mogollón; y con él la conocimos hasta que vino un prosaico municipio a desbautizarla, convirtiendo con la nueva nomenclatura en batiborrillo el plano de la ciudad, y haciendo guerra sin cuartel a los recuerdos poéticos de un pueblo que en cada piedra y cada nombre esconde una historia, un drama, una tradición.