Había mucha sequía; ni una gota de agua quedaba ya en las lagunas, y Florencio, que vivía solo con la madre y le cuidaba la majada, estaba tirando agua en el jahuel. Había llenado las bebederas, y todas las ovejas, apiñadas alrededor, tomaban con avidez. Florencio las contemplaba, haciendo, de vez en cuando, ir y venir el caballo para que bajase el balde al pozo y volviese lleno, a derramar su estrepitosa cascada en la represa de pino.

De repente, oyó un tropel de balidos apurados y de dumbas retumbantes y, antes que, volcado el balde, hubiera desprendido del recado la soga, para lanzarse a galope y desviar el torrente, la majada del puestero vecino, surgiendo del duraznillal, se había venido, a todo correr, a mixturar con la suya. Por lo demás, ¿quién la ataja? Sedienta -pues don Santiago no se había acordado todavía de componer su jahuel-, había venido, cual avalancha, disparando, al chillido de la roldana.

-¡Está bueno! -pensó el muchacho-, con don Santiago. Mientras está él bebiendo en la esquina, sus ovejas se mueren de sed. ¿Y ahora? Tengo yo que tirar agua para sus ovejas y las mías.

Y así fue, no más, pues era tal la mixtura, que no había forma de cortar, antes que todas hubiesen tomado.

Florencio era buen muchacho y muy amigo con don Santiago; dejó que de por sí, una vez llenas, se retirasen las ovejas; dejó rumbear, más o menos, cada trozo para su querencia y acabó de cortar solo y como pudo. Por supuesto, a pesar de todo, la mixtura era grande; pero como no era tiempo de parición, no pasaba el perjuicio del trabajo fastidioso y cansador de apartar.

Se fue, después, de un galope, a casa de don Santiago, para darle noticia del suceso. Éste no había vuelto todavía de la esquina y estaba sola en el puesto su mujer, Toribia, una buena moza, muy joven, mucho más joven que el marido, que ya tenía sus cuarenta y pico. Florencio la saludó y, sin apearse, pues, aunque de confianza, no se hubiera bajado, así no más, en ausencia del dueño de casa, anunció la mixtura. Pero Toribia, que, sin hijos todavía, se aburría, siempre sola en el puesto, quiso tener detalles y lo hizo entrar en la cocina y tomar unos mates, hasta que viniera don Santiago; y cuando, por fin, llegó éste, bastante divertido, lo retó ella por no haber dado agua a las ovejas y por descuidar sus intereses, y dejar que otros se los atendiesen.

A pesar de haber concurrido algunos vecinos, el día siguiente, fue todo un trabajo el aparte, pues cada uno tuvo que sacar de la pata, de la majada del otro, como cuatrocientas ovejas.

Toribia ayudaba a encerrar y guardaba el portillo, y, sin querer, hacía la comparación entre su marido, deshecho por la bebida, envejecido ya por el vicio, descuidado e inútil, y ese mozo tan bueno, que tan bien cuidaba los intereses de la madre, tan discreto, tan fuerte, tan trabajador, tan comedido... Un manantial de cualidades le venía descubriendo Toribia a Florencio.

Poco tiempo después, un día de mucho calor, Florencio, que había, como siempre, madrugado bastante, rodeó, para la siesta, su majada, no muy lejos del rancho, y se echó a dormir. Él dormía la siesta; pero don Santiago, en su puesto, dormía la mona, lo que es muy diferente; y paulatinamente, remolineando despacio, una por una, pero sin cesar, para evitar los jejenes y aprovechar la sombra del cuerpo de la vecina, sus ovejas llegaron hasta la majada de Florencio y se le mixturaron toditas y sin remedio.

Florencio despertó pronto, y su primera mirada fue para la majada; la vio tan grande que comprendió, al momento, lo que había ocurrido; y después de cortar al tanteo, lo mejor posible, el amasijo de ovejas, fue a avisar a don Santiago. Dormía éste todavía, de modo que Toribia fue quien, otra vez, recibió la noticia; y también, el día siguiente, ayudó a encerrar las chiqueradas y cuidó el portillo, no pudiendo dejar de seguir comparando a Santiago, su esposo, con su joven vecino.

Entre tantos balidos, un suspiro no se siente; pero Florencio, sin oírlo, atareado en la revisión de las señales, lo adivinó, y hasta le pareció a Toribia que se lo había contestado.

A pesar de haberle amenazado, medio en broma, medio en serio, Florencio a don Santiago, con llevarle -otra vez que se llegase a mixturar en su propio campo-, toda la majada a su corral, no tardó mucho en venírsele encima, un día de esquila. Desconociéndose unas a otras, por la peladura, buscando a las compañeras, por creerlas perdidas, agarraron al viento las ovejas de don Santiago, y como nadie las sujetaba, se fueron con furia a entreverarse con las de Florencio.

Y Florencio se fue al puesto, a avisar; lo recibió Toribia, en ausencia de don Santiago. Conversaron mucho rato a solas, en el rancho, y antes que viniera el marido creyó más propio, esta vez, Florencio, ir a esperarlo cerca de las dos majadas hechas una sola.

Desde ese día menudearon las mixturas de tal modo que Florencio le insinuó a don Santiago que, cuando se ausentara, lo avisase; pues así, cuidaría las dos majadas. Lo encontró don Santiago muy bien pensado; y siempre, desde entonces, Florencio cuidaba juntos sus intereses y los de su vecino, generalmente desde el mismo rancho de don Santiago, ayudado por la perspicaz mirada de Toribia que no dejaba de echar, de vez en cuando, una vistita al campo, por lo que pudiera suceder.

Y las mixturas cesaron o, por lo menos, los entreveros generales; pues es casi imposible evitar que, en tiempo de parición, una que otra oveja se pase -buscando el cordero extraviado- a la majada vecina. Tampoco es posible, en tiempo de los amores, impedir que algún carnero alborotado se deslice en rebaño ajeno, haciendo que, después, algunas de las crías salgan desparejas.


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