Mit brennender Sorge
Carta encíclica promulgada el 14 de marzo de 1937.
Sobre la situación de la Iglesia en el Reich Alemán
A los venerables hermanos, arzobispos, obispos y otros ordinarios de Alemania en paz y comunión con la Sede Apostólica.
1. Con viva preocupación y con asombro creciente venimos observando, hace ya largo tiempo, la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente agudizada contra los fieles, de uno u otro sexo, que le han permanecido devotos en el espíritu y en las obras; y todo esto en aquella nación y en medio de aquel pueblo al que San Bonifacio llevó un día el luminoso mensaje, la buena nueva de Cristo y del reino de Dios.
2. Esta nuestra inquietud no se ha visto disminuida por los informes que los reverendísimos representantes del episcopado, según su deber, nos dieron, ajustados a la verdad, al visitarnos durante nuestra enfermedad. Junto a muchas noticias muy consoladoras y edificantes sobre la lucha sostenida por sus fieles por causa de la religión, no pudieron pasar en silencio, a pesar de su amor al propio pueblo y a su patria y el cuidado de expresar un juicio bien ponderado, otros innumerables sucesos muy tristes y reprobables. Luego que Nos hubimos escuchado sus relatos, con profunda gratitud a Dios pudimos exclamar con el apóstol del amor: No hay para mi mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la verdad (3Jn 4). Pero la sinceridad que corresponde a la grave responsabilidad de nuestro ministerio apostólico y la decisión de presentar ante vosotros y ante todo el mundo cristiano la realidad en toda su crudeza, exigen también que añadamos: No tenemos preocupación mayor ni más cruel aflicción pastoral que cuando oímos: Muchos abandonan el camino de la verdad (cf. 2Pe 2,2).
I. CONCORDATO
editar3. Cuando Nos, venerables hermanos, en el verano de 1933, a instancia del Gobierno del Reich, aceptamos el reanudar las gestiones para un concordato, tomando por base un proyecto elaborado ya varios años antes, y llegamos así a un acuerdo solemne que satisfizo a todos vosotros, tuvimos por móvil la obligada solicitud de tutelar la libertad de la misión salvadora de la Iglesia en Alemania y de asegurar la salvación de las almas a ella confiadas, y, al mismo tiempo, el sincero deseo de prestar un servicio capital al pacífico desenvolvimiento y al bienestar del pueblo alemán.
4. A pesar de muchas y graves consideraciones, Nos determinamos entonces, no sin una propia violencia, a no negar nuestro consentimiento. Queríamos ahorrar a nuestros fieles, a nuestros hijos y a nuestras hijas de Alemania, en la medida humanamente posible, las situaciones violentas y las tribulaciones que, en caso contrario, se podían prever con toda seguridad según las circunstancias de los tiempos. Y con hechos queríamos demostrar a todos que Nos, buscando únicamente a Cristo y cuanto a Cristo pertenece, no rehusábamos tender a nadie, si él mismo no la rechazaba, la mano pacífica de la madre Iglesia.
5. Si el árbol de la paz, por Nos plantado en tierra alemana con pura intención, no ha producido los frutos por Nos anhelados en interés de vuestro pueblo, no habrá nadie en el mundo entero, con ojos para ver y oídos para oír, que pueda decir, todavía hoy, que la culpa es de la Iglesia y de su Cabeza suprema. La experiencia de los años transcurridos hace patentes las responsabilidades y descubre las maquinaciones que, ya desde el principio, no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento. En los surcos donde nos habíamos esforzado por echar la simiente de la verdadera paz, otros esparcieron —como el inimicus homo de la Sagrada Escritura (Mt 13, 25)— la cizaña de la desconfianza, del descontento, de la discordia, del odio, de la difamación, de la hostilidad profunda, oculta o manifiesta, contra Cristo y su Iglesia, desencadenando una lucha que se alimentó en mil fuentes diversas y se sirvió de todos los medios. Sobre ellos, y solamente sobre ellos y sobre sus protectores, ocultos o manifiestos, recae la responsabilidad de que en el horizonte de Alemania no aparezca el arco iris de la paz, sino el nubarrón que presagia luchas religiosas desgarradoras.
6. Venerables hermanos, Nos no nos hemos cansado de hacer ver a los dirigentes, responsables de la suerte de vuestra nación, las consecuencias que se derivan necesariamente de la tolerancia, o peor aún, del favor prestado a aquellas corrientes. A todo hemos recurrido para defender la santidad de la palabra solemnemente dada y la inviolabilidad de los compromisos voluntarios contraídos frente a las teorías y prácticas que, si hubieran llegado a admitirse oficialmente, habrían disipado toda confianza y desvalorizado intrínsecamente toda palabra para lo futuro. Cuando llegue el momento de exponer a los ojos del mundo estos nuestros esfuerzos, todos los hombres de recta intención sabrán dónde han de buscarse los defensores de la paz y dónde sus perturbadores. Todo el que haya conservado en su ánimo un residuo de amor a la verdad, y en su corazón una sombra del sentido de justicia, habrá de admitir que, en los años tan difíciles y llenos de tan graves acontecimientos que siguieron al Concordato, cada una de nuestras palabras y de nuestras acciones tuvo por norma la fidelidad a los acuerdos estipulados. Pero deberá también reconocer con extrañeza y con profunda reprobación cómo por la otra parte se ha erigido en norma ordinaria el desfigurar arbitrariamente los pactos, eludirlos, desvirtuarlos y, finalmente, violarlos más o menos abiertamente.
7. La moderación que, a pesar de todo esto, hemos demostrado hasta ahora no nos ha sido sugerida por cálculos de intereses terrenos, ni mucho menos por debilidad, sino simplemente por la voluntad de no arrancar, junto con la cizaña, alguna planta buena; por la decisión de no pronunciar públicamente un juicio mientras los ánimos no estuviesen bien dispuestos para comprender su ineludible necesidad; por la resolución de no negar definitivamente la fidelidad de otros a la palabra empeñada, antes de que el irrefutable lenguaje de la realidad le hubiese arrancado los velos con que se ha sabido y se pretende aún ahora disfrazar, conforme a un plan predeterminado, el ataque contra la Iglesia. Todavía hoy, cuando la lucha abierta contra las escuelas confesionales, tuteladas por el Concordato, y la supresión de la libertad del voto para aquellos que tienen derecho a la educación católica, manifiestan, en un campo particularmente vital para la Iglesia, la trágica gravedad de la situación y la angustia, sin ejemplo, de las conciencias cristianas, la solicitud paternal por el bien de las almas nos aconseja no dejar de considerar las posibilidades, por escasas que sean, que aún puedan subsistir, de una vuelta a la fidelidad de los pactos y una inteligencia que nuestra conciencia pueda admitir. Secundando los ruegos de los reverendísimos miembros del episcopado, en adelante no nos cansaremos de ser el defensor —ante los dirigentes de vuestro pueblo— del derecho conculcado, y ello, sin preocuparnos del éxito o del fracaso inmediato, obedeciendo sólo a nuestra conciencia y a nuestro ministerio pastoral, y no cesaremos de oponernos a una mentalidad que intenta, con abierta u oculta violencia, sofocar el derecho garantizado por solemnes documentos.
8. Sin embargo, el fin de la presente carta, venerables hermanos, es otro. Como vosotros nos visitasteis amablemente durante nuestra enfermedad, así ahora nos dirigimos a vosotros, y por vuestro conducto, a los fieles católicos de Alemania, los cuales, como todos los hijos que sufren y son perseguidos, están muy cerca del corazón del Padre común. En esta hora en que su fe está siendo probada, como oro de ley, en el fuego de la tribulación y de la persecución, insidiosa o manifiesta, y en que están rodeados por mil formas de una opresión organizada de la libertad religiosa, viviendo angustiados por la imposibilidad de tener noticias fidedignas y de poder defenderse con medios normales, tienen un doble derecho a una palabra de verdad y de estímulo moral por parte de Aquel a cuyo primer predecesor dirigió el Salvador aquella palabra llena de significado: Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc 22,32).
II. GENUINA FE EN DIOS
editar9. Y ante todo, venerables hermanos, cuidad que la fe en Dios, primer e insustituible fundamento de toda religión, permanezca pura e íntegra en las regiones alemanas. No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios.
10. Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes.
11. Ni tampoco lo es quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría divina y su providencia, la cual se extiende poderosa del uno al otro extremo (Sab 8,1) y lo dirige a buen fin. Ese hombre no puede pretender que sea contado entre los verdaderos creyentes.
12. Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta.
13. Vigilad, venerables hermanos, con cuidado contra el abuso creciente, que se manifiesta en palabras y por escrito, de emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido para un producto más o menos arbitrario de una especulación o aspiración humana; y procurad que tal aberración halle entre vuestros fieles la vigilante repulsa que merece. Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.
14. Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
15. Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez étnica de una sola raza, a Dios, creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son como gotas de agua en el caldero (Is 40, 5).
16. Los obispos de la Iglesia de Cristo encargados de las cosas que miran a Dios (Heb 5,1), deben vigilar para que no arraiguen entre los fieles esos perniciosos errores, a los que suelen seguir prácticas aun más perniciosas. Es propio de su sagrado ministerio hacer todo lo posible para que los mandamientos de Dios sean considerados y practicados como obligaciones inconcusas de una vida moral y ordenada, tanto privada como pública; para que los derechos de la majestad divina, el nombre y la palabra de Dios no sean profanados (cf. Tit 2,5); para que las blasfemias contra Dios en palabras, escritos e imágenes, numerosas a veces como la arena del mar, sean reducidas a silencio, y para que frente al espíritu tenaz e insidioso de los que niegan, ultrajan y odian a Dios, no languidezca nunca la plegaria reparadora de los fieles, que, como el incienso, suba continuamente al Altísimo, deteniendo su mano vengadora.
17. Nos os damos gracias, venerables hermanos, a vosotros, a vuestros sacerdotes y a todos los fieles que, defendiendo los derechos de la Divina Majestad contra un provocador neopaganismo, apoyado, desgraciadamente con frecuencia, por personalidades influyentes, habéis cumplido y cumplís vuestro deber de cristianos. Esta gratitud es particularmente íntima y llena de reconocida admiración para todos los que en el cumplimiento de este su deber se han hecho dignos de sufrir por la causa de Dios sacrificios y dolores.
III. GENUINA FE EN JESUCRISTO
editar18. La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe de Jesucristo. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo (Lc 10,22). Esta es la vida eterna, que te reconozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17,3). A nadie, por lo tanto, es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión. La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: El que niega al Hijo tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo tiene también al Padre (1Jn 2,23).
19. En Jesucristo, Hijo encarnado de Dios, apareció la plenitud de la revelación divina: Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo (Heb 1,1-2). Los libros santos del Antiguo Testamento son todos palabra de Dios, parte sustancial de su revelación. Conforme al desarrollo gradual de la revelación, en ellos aparece el crepúsculo del tiempo que debía preparar el pleno mediodía de la Redención. En algunas partes se habla de la imperfección humana, de su debilidad y del pecado, como no puede suceder de otro modo cuando se trata de libros de historia y legislación. Aparte de otros innumerables rasgos de grandeza y de nobleza, hablan de la tendencia superficial y materialista que se manifestaba reiteradamente a intervalos en el pueblo de la Antigua Alianza, depositario de la revelación y de las promesas de Dios. Pero cualquiera que no esté cegado por el prejuicio o por la pasión no puede menos de notar que lo que más luminosamente resplandece, a pesar de la debilidad humana de que habla la historia bíblica, es la luz divina del camino de la salvación, que triunfa al fin sobre todas las debilidades y pecados. Y precisamente sobre este fondo, con frecuencia sombrío, la pedagogía de la salvación eterna se ensancha en perspectivas, las cuales a un tiempo dirigen, amonestan, sacuden, consuelan y hacen felices. Sólo la ceguera y el orgullo pueden hacer cerrar los ojos ante los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento. Por eso, el que pretende desterrar de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo Testamento, blasfema la palabra de Dios, blasfema el plan de la salvación dispuesto por el Omnipotente y erige en juez de los planes divinos un angosto y mezquino pensar humano. Ese tal niega la fe en Jesucristo, nacido en la realidad de su carne, el cual tomó la naturaleza humana de un pueblo que más tarde había de crucificarle. No comprende nada del drama mundial del Hijo de Dios, el cual al crimen de quienes le crucificaban opuso, en calidad de Sumo Sacerdote, la acción divina de la muerte redentora, dando de esta forma al Antiguo Testamento su cumplimiento, su fin y su sublimación en el Nuevo Testamento.
20. La revelación, que culminó en el Evangelio de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano, y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Cristo, el Ungido del Señor, consumó la obra de la redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios, desde aquel momento no se ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, para conseguir la bienaventuranza, sino el nombre de Jesucristo (Hech 4,12). Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre El o contra El, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías a quien se aplica espantosamente la palabra de la Escritura: El que mora en los cielos se burla de ellos (Sal 2,4).
IV. GENUINA FE EN LA IGLESIA
editar21. La fe en Jesucristo no permanecerá pura e incontaminada si no está sostenida y defendida por la fe en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (1Tim 3,15). Cristo mismo, Dios eternamente bendito, ha erigido esta columna de la fe; su mandato de escuchar a la Iglesia (cf. Mt 18,17) y recibir por las palabras y los mandatos de la Iglesia sus mismas palabras y sus mismos mandatos (cf. Lc 10,16), tiene valor para todos los hombres de todos los tiempos y de todas las regiones. La Iglesia, fundada por el Salvador, es única para todos los pueblos y para todas las naciones: y bajo su bóveda, que cobija, como el firmamento, al universo entero, hallan puesto y asilo todos los pueblos y todas las lenguas, y pueden desarrollarse todas las propiedades, cualidades, misiones y cometidos, que han sido señalados por Dios creador y salvador a los individuos y a las sociedades humanas. El corazón materno de la Iglesia es tan generoso, que ve en el desarrollo de tales peculiaridades y cometidos particulares, conforme al querer de Dios, la riqueza de la variedad, más bien que el peligro de escisiones: se goza con el elevado nivel espiritual de los individuos y de los pueblos, descubre con alegría y santo orgullo materno en sus genuinas actuaciones los frutos de educación y de progreso, que bendice y promueve siempre que lo puede hacer en conciencia. Pero sabe también que a esta libertad le han sido señalados límites por disposición de la Divina Majestad, que ha querido y ha fundado esta Iglesia como unidad inseparable en sus partes esenciales. El que atenta contra esta intangible unidad, quita a la esposa de Cristo una de las diademas con que Dios mismo la ha coronado; somete el edificio divino, que descansa en cimientos eternos, a la revisión y a la transformación por parte de arquitectos a quienes el Padre celestial no ha concedido poder alguno.
22. La divina misión que la Iglesia cumple entre los hombres y debe cumplir por medio de hombres, puede ser dolorosamente oscurecida por el elemento humano, quizás demasiado humano que en determinados tiempos vuelve a retoñar, como la cizaña en medio del trigo del reino de Dios. El que conozca la frase del Salvador acerca de los escándalos y de quienes los dan, sabe cómo la Iglesia y cada individuo deben juzgar sobre lo que fue y es pecado. Pero quien, fundándose en estos lamentables desacuerdos entre la fe y la vida, entre las palabras y los actos, entre la conducta exterior y los pensamientos interiores de algunos —aunque éstos fuesen muchos—, echa en olvido o conscientemente pasa en silencio la enorme suma de genuina actividad para llegar a la virtud, el espíritu de sacrificio, el amor fraternal, el heroísmo de santidad, en tantos miembros de la Iglesia, manifiesta una ceguera injusta y reprobable. Y cuando luego se ve que la rígida medida con que juzga a la odiada Iglesia se deja al margen cuando se trata de otras sociedades que le son cercanas por sentimiento o interés, entonces se evidencia que, al mostrarse lastimado en su pretencioso sentido de pureza, se revela semejante a aquellos que, según la tajante frase del Salvador, ven la paja en el ojo ajeno y no se dan cuenta la viga en el propio. También es menos pura la intención de aquellos que ponen por fin de su vocación lo que hay de humano en la Iglesia, hasta hacer quizás de ello un negocio bastardo, y si bien la potestad de quien está investido de la dignidad eclesiástica, fundada en Dios, no depende de su nivel humano y moral, sin embargo, no hay época alguna, ni individuo, ni sociedad que no deba examinar sinceramente su conciencia, purificarse inexorablemente, renovarse profundamente en el sentir y en el obrar. En nuestra encíclica sobre el sacerdocio y en la de la Acción Católica hemos llamado insistentemente la atención de todos los pertenecientes a la Iglesia, y particularmente la de los eclesiásticos, religiosos y seglares, que colaboran en el apostolado, sobre el sagrado deber de poner su fe y su conducta en aquella armonía exigida por la ley de Dios y reclamada con incansable insistencia por la Iglesia. También hoy Nos repetimos con gravedad profunda: No basta ser contados en la Iglesia de Cristo, es preciso ser en espíritu y en verdad miembros vivos de esta Iglesia. Y lo son solamente los que están en gracia de Dios y caminan continuamente en su presencia, o por la inocencia o por la penitencia sincera y eficaz. Si el Apóstol de las Gentes, el vaso de elección, sujetaba su cuerpo al látigo de la mortificación, no fuera que, después de haber predicado a los otros (cf 1Cor 9,27), fuese él reprobado, ¿habrá, por ventura, para aquellos en cuyas manos está la custodia y el incremento del reino de Dios, otro camino que el de la íntima unión del apostolado con la santificación propia? Sólo así se demostrará a los hombres de hoy, y en primer lugar a los detractores de la Iglesia, que la sal de la tierra y la levadura del cristianismo no se ha vuelto ineficaz, sino que es poderosa y capaz de renovar espiritualmente y rejuvenecer a los que están en la duda y en el error, en la indiferencia y en el descarrío espiritual, en la relajación de la fe y en el alejamiento de Dios, de quien ellos —lo admitan o lo nieguen— están más necesitados que nunca. Una cristiandad en la que todos los miembros vigilen sobre sí mismos, que deseche toda tendencia a lo puramente exterior y mundano, que se atenga seriamente a los preceptos de Dios y de la Iglesia y se mantenga, por consiguiente, en el amor de Dios y en la solícita caridad para el prójimo, podrá y deberá ser ejemplo y guía para el mundo profundamente enfermo, que busca sostén y dirección, si es que no se quiere que sobrevenga una enorme catástrofe o una decadencia indescriptible.
23. Toda reforma genuina y duradera ha tenido propiamente su origen en el santuario, en hombres inflamados e impulsados por amor de Dios y del prójimo, los cuales, gracias a su gran generosidad en corresponder a cualquier inspiración de Dios y a ponerla en práctica ante todo en sí mismos, profundizando en humildad y con la seguridad de quien es llamado por Dios, llegaron a iluminar y renovar su época. Donde el celo de reformas no derivó de la pura fuente de la integridad personal, sino que fue efecto de la explosión de impulsos pasionales, en vez de iluminar oscureció, en vez de construir destruyó, y fue frecuentemente punto de partida para errores todavía más funestos que los daños que se quería o se pretendía remediar. Es cierto que el espíritu de Dios sopla donde quiere (Jn 3,8), de las piedras puede suscitar los cumplidores de sus designios (cf. Mt 3,9; Lc 3,8), y escoge los instrumentos de su voluntad según sus planes, no según los de los hombres. Pero El, que ha fundado la Iglesia y la llamó a la vida en Pentecostés, no quiebra la estructura fundamental de la salvadora institución por El mismo querida. Quien está movido por el espíritu de Dios observa, por esto mismo, una actitud exterior e interior de respeto hacia la Iglesia, noble fruto del árbol de la Cruz, don del Espíritu Santo en Pentecostés al mundo necesitado de guía.
24. En vuestras regiones, venerables hermanos, se alzan voces, en coro cada vez más fuerte, que incitan a salir de la Iglesia; y entre los voceadores hay algunos que, por su posición oficial, intentan producir la impresión de que tal alejamiento de la Iglesia, y consiguientemente la infidelidad a Cristo Rey, es testimonio particularmente convincente y meritorio de su fidelidad al actual régimen. Con presiones ocultas y manifiestas, con intimidaciones, con perspectivas de ventajas económicas, profesionales, cívicas o de otro género, la adhesión de los católicos a su fe —y singularmente la de algunas clases de funcionarios católicos— se halla sometida a una violencia tan ilegal como inhumana. Nos, con paterna emoción, sentimos y sufrimos profundamente con los que han pagado a tan caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal punto, que está en juego el último fin y el más alto, la salvación, o la condenación; y en este caso, como único camino de salvación para el creyente, queda la senda de un generoso heroísmo. Cuando el tentador o el opresor se le acerque con las traidoras insinuaciones de que salga de la Iglesia, entonces no habrá más remedio que oponerle, aun a precio de los más graves sacrificios terrenos, la palabra del Salvador: Apártate de mí, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y a El sólo darás culto (Mt 4,10; Lc 4,8). A la Iglesia, por el contrario, deberá dirigirle estas palabras: ¡Oh tú, que eres mi madre desde los días de mi infancia primera, mi fortaleza en la vida, mi abogada en la muerte, que la lengua se me pegue al paladar si yo, cediendo a terrenas lisonjas o amenazas, llegase a traicionar las promesas de mi bautismo! Finalmente, aquellos que se hicieron la ilusión de poder conciliar con el abandono exterior de la Iglesia la fidelidad interior a ella, adviertan la severa palabra del Señor: El que me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios (Lc 12,9).
V. GENUINA FE EN EL PRIMADO
editar25. La fe en la Iglesia no se mantendrá pura e incontaminada si no está apoyada por la fe en el primado del obispo de Roma. En el mismo momento en que Pedro, adelantándose a los demás apóstoles y discípulos, profesó su fe en Cristo, Hijo de Dios vivo, la respuesta de Cristo, que le premiaba por su fe y por haberla profesado, fue el anuncio de la fundación de su Iglesia, de la única Iglesia, sobre la roca de Pedro (Mt 1,18). Por esto la fe en Cristo, en la Iglesia y en el Primado, están en sagrada trabazón de mutua dependencia. Una autoridad genuina y legal es en todas partes un vínculo de unidad y un manantial de fuerza, una defensa contra la división y la ruina, una garantía para el porvenir. Y esto se verifica en un sentido más alto y noble donde, como en el caso de la Iglesia, y sólo en la Iglesia, a tal autoridad se le ha prometido la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo y su apoyo invencible. Si personas, que ni siquiera están unidas por la fe de Cristo, os atraen y lisonjean con la seductora imagen de una iglesia nacional alemana, sabed que esto no es otra cosa que renegar de la única Iglesia de Cristo, una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo, lo que sólo puede llevar a la práctica una Iglesia universal. El desarrollo histórico de otras iglesias nacionales, su entumecimiento espiritual, su opresión y servidumbre por parte de los poderes laicos, muestran la desoladora esterilidad, que denuncia con irremediable certeza ser un sarmiento desgajado de la cepa vital de la Iglesia. Quien, ya desde el principio, opone a estos erróneos desarrollos un no vigilante e inconmovible, presta un servicio no solamente a la pureza de la fe, sino también a la salud y fuerza vital de su pueblo.
VI. NINGUNA ADULTERACIÓN DE NOCIONES Y TÉRMINOS SAGRADOS
editar26. Venerables hermanos, ejerced particular vigilancia cuando conceptos religiosos fundamentales son vaciados de su contenido genuino y son aplicados a significados profanos.
27. Revelación, en sentido cristiano, significa la palabra de Dios a los hombres. Usar este término para indicar las sugestiones que provienen de la sangre y de la raza o las irradiaciones de la historia de un pueblo es, en todo caso, causar desorientaciones. Estas monedas falsas no merecen pasar al tesoro lingüístico de un fiel cristiano.
28. La fe consiste en tener por verdadero lo que Dios ha revelado y que por medio de la Iglesia manda creer: es demostración de las cosas que vemos (Heb 11,1). La confianza, risueña y altiva, sobre el porvenir del propio pueblo, cosa grata a todos, significa algo bien distinto de la fe en sentido religioso. El usar una por otra, el querer sustituir la una por la otra y pretender con esto ser considerado como «creyente» por un cristiano convencido, es un mero juego de palabras, una confusión de términos a sabiendas, o incluso algo peor.
29. La inmortalidad, en sentido cristiano, es la sobrevivencia del hombre después de la muerte terrena, como individuo personal, para la eterna recompensa o para el eterno castigo. Quien con la palabra inmortalidad no quiere expresar más que una supervivencia colectiva en la continuidad del propio pueblo, para un porvenir de indeterminada duración en este mundo, pervierte y falsifica una de las verdades fundamentales de la fe cristiana y conmueve los cimientos de cualquier concepción religiosa, la cual requiere un ordenamiento moral universal. Quien no quiere ser cristiano debería al menos renunciar a enriquecer el léxico de su incredulidad con el patrimonio lingüístico cristiano.
30. El pecado original es la culpa hereditaria, propia, aunque no personal, de cada uno de los hijos de Adán, que en él pecaron (cf. Rom 5,12); es pérdida de la gracia —y, consiguientemente, de la vida eterna— con la propensión al mal, que cada cual ha de sofocar por medio de la gracia, de la penitencia, de la lucha y del esfuerzo moral. La pasión y muerte del Hijo de Dios redimió al mundo de la maldita herencia del pecado y de la muerte. La fe en estas verdades, hechas hoy objeto de vil escarnio por parte de los enemigos de Cristo en vuestra patria, pertenece al inalienable depósito de la religión cristiana.
31. La cruz de Cristo, aunque que su solo nombre haya llegado a ser para muchos locura y escándalo (cf 1Cor 1,23), sigue siendo para el cristiano la señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre nuestro sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra esperanza, aspiración hacia la vida eterna.
32. La humildad en el espíritu del Evangelio y la impetración del auxilio divino se compaginan bien con la propia dignidad, con la seguridad de sí mismo y con el heroísmo. La Iglesia de Cristo, que en todos los tiempos, hasta en los más cercanos a nosotros, cuenta más confesores y heroicos mártires que cualquier otra sociedad moral, no necesita, ciertamente, recibir de algunos campos enseñanzas sobre el heroísmo de los sentimientos y de los actos. En su necio afán de ridiculizar la humildad cristiana como una degradación de sí mismo y como una actitud cobarde, la repugnante soberbia de estos innovadores no consigue más que hacerse ella misma ridícula.
33. Gracia, en sentido lato, puede llamarse todo lo que el Creador otorga a la criatura. Pero la gracia, en el propio sentido cristiano de la palabra, comprende solamente los dones gratuitos sobrenaturales del amor divino, la dignación y la obra por la que Dios eleva al hombre a aquella íntima comunicación de su vida, que en el Nuevo Testamento se llama filiación de Dios. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos en realidad (1Jn 3,1). Rechazar esta elevación sobrenatural a la gracia por una pretendida peculiaridad del carácter alemán, es un error, una abierta declaración de guerra a una verdad fundamental del cristianismo. Equiparar la gracia sobrenatural a los dones de la naturaleza equivale a violentar el lenguaje creado y santificado por la religión. Los pastores y guardianes del pueblo de Dios harán bien en oponerse a este hurto sacrílego y a este empeño por confundir los espíritus.
VII. DOCTRINA Y ORDEN MORAL
editar34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no quieren percatarse, de que, el desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo, impidiéndola contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es caminar al empobrecimiento y decadencia moral. Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo. Si al que es llamado a las empresas más arduas, al sacrificio de su pequeño yo en bien de la comunidad, se le quita el apoyo moral que le viene de lo eterno y de lo divino, de la fe ennoblecedora y consoladora en Aquel que premia todo bien y castiga todo mal, el resultado final para innumerables hombres no será ya la adhesión al deber, sino más bien la deserción. La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato. El dejar, por consiguiente, inutilizadas las energías morales de tan poderosa eficacia o el obstruirles a sabiendas el camino en el campo de la instrucción popular, es obra de irresponsables, que tiende a producir una depauperación religiosa en el pueblo. El solidarizar la doctrina moral con opiniones humanas, subjetivas y mudables en el tiempo, en lugar de cimentarla en la santa voluntad de Dios eterno y en sus mandamientos, equivale a abrir de par en par las puertas a las fuerzas disolventes. Por lo tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos para las generaciones futuras.
VIII. RECONOCIMIENTO DEL DERECHO NATURAL
editar35. Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natura, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa. Según este criterio, se ha de juzgar el principio: «Derecho es lo que es útil a la nación». Cierto que a este principio se le puede dar un sentido justo si se entiende que lo moralmente ilícito no puede ser jamás verdaderamente ventajoso al pueblo. Hasta el antiguo paganismo reconoció que, para ser justa, esta frase debía ser cambiada y decir: «Nada hay que sea ventajoso si no es al mismo tiempo moralmente bueno; y no por ser ventajoso es moralmente bueno, sino que por ser moralmente bueno es también ventajoso [Cicerón, De officiis III, 30). Este principio, desvinculado de la ley ética, equivaldría, por lo que respecta a la vida internacional, a un eterno estado de guerra entre las naciones; además, en la vida nacional, pasa por alto, al confundir el interés y el derecho, el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para el pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales, del cual medio tiene que valerse el hombre, ora dando, ora recibiendo, para el bien propio y el de los demás. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, como fin último el hombre, así como su desarrollo y perfección natural y sobrenatural. El que se aparte de este orden conmueve los pilares en que se asienta la sociedad y pone en peligro la tranquilidad, la seguridad y la existencia de la misma.
36. El creyente tiene un derecho inalienable a profesar su fe y a practicarla en la forma más conveniente a aquélla. Las leyes que suprimen o dificultan la profesión y la práctica de esta fe están en oposición con el derecho natural.
37. Los padres, conscientes y conocedores de su misión educadora, tienen, antes que nadie, derecho esencial a la educación de los hijos, que Dios les ha dado, según el espíritu de la verdadera fe y en consecuencia con sus principios y sus prescripciones. Las leyes y demás disposiciones semejantes que no tengan en cuenta la voluntad de los padres en la cuestión escolar, o la hagan ineficaz con amenazas o con la violencia, están en contradicción con el derecho natural y son íntima y esencialmente inmorales. 38. La Iglesia, que tiene como misión guardar e interpretar el derecho natural, divino en su origen, tiene el deber de declarar que son efecto de la violencia, y, por lo tanto, sin valor jurídico alguno, las inscripciones escolares hechas en un pasado reciente en una atmósfera de notoria carencia de libertad.
IX. A LA JUVENTUD
editar39. Representantes de Aquel que en el Evangelio dijo a un joven: Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos (Mt 19,17), Nos dirigimos una palabra particularmente paternal a la juventud.
40. Por mil voces se os repite al oído un Evangelio que no ha sido revelado por el Padre celestial; miles de plumas escriben al servicio de una sombra de cristianismo, que no es el cristianismo de Cristo. La prensa y la radio os inundan a diario con producciones de contenido opuesto a la fe y a la Iglesia y, sin consideración y respeto alguno, atacan lo que para vosotros debe ser sagrado y santo.
41. Sabemos que muchísimos de vosotros, por ser fieles a la fe y a la Iglesia y por pertenecer a asociaciones religiosas, tuteladas por el Concordato, habéis tenido y tenéis que soportar trances duros de desprecio, de sospechas, de vituperios, acusados de antipatriotismo, perjudicados en vuestra vida profesional y social. Y bien sabemos que se cuentan en vuestras filas muchos desconocidos soldados de Cristo que, con el corazón dolorido, pero con la frente erguida, sobrellevan su suerte y buscan alivio solamente en la consideración de que sufren afrentas por el nombre de Jesús (cf Hech 5,41).
42. Y hoy, cuando amenazan nuevos peligros y nuevas tensiones, Nos decimos a esta juventud: «Si alguno os quisiere anunciar un Evangelio distinto del que recibisteis» sobre el regazo de una madre piadosa, de los labios de un padre creyente, por las instrucciones de un educador fiel a Dios y a su Iglesia, ese tal sea anatema (Gál 1,9). Si el Estado organiza a la juventud en asociación nacional obligatoria para todos, en ese caso, dejando a salvo siempre los derechos de las asociaciones religiosas, los jóvenes tienen el derecho obvio e inalienable, y con ellos sus padres, responsables de ellos ante Dios, de exigir que esta asociación esté libre de toda tendencia hostil a la fe cristiana y a la Iglesia; tendencia que hasta un pasado muy reciente y aun hasta el presente angustia a los padres creyentes con un insoluble conflicto de conciencia, por cuanto no pueden dar al Estado lo que se les pide en nombre del Estado, sin quitar a Dios lo que a Dios pertenece.
43. Nadie piensa en poner tropiezos a la juventud alemana en el camino que debiera conducirla a la realización de una verdadera unidad nacional y a fomentar un noble amor por la libertad y una inquebrantable devoción a la patria. A lo que Nos nos oponemos y nos debemos oponer es al antagonismo voluntaria y sistemáticamente suscitado entre las preocupaciones de la educación nacional y de las propias del deber religioso. Por esto, Nos decimos a esta juventud: Cantad vuestros himnos de libertad, mas no olvidéis que la verdadera libertad es la libertad de los hijos de Dios. No permitáis que la nobleza de esta insustituible libertad desaparezca en los grilletes serviles del pecado y de la concupiscencia. No es lícito a quien canta el himno de la fidelidad a la patria terrena convertirse en tránsfuga y traidor con la infidelidad a su Dios, a su Iglesia y a su patria eterna. Os hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola osada y falsamente a la humildad y a la paciencia evangélica, pero ¿por qué os ocultan que se da también un heroísmo en la lucha moral, y que la conservación de la pureza bautismal representa una acción heroica, que debería ser apreciada como merece, tanto en el campo religioso como en el natural? Os hablan de las fragilidades humanas en la historia de la Iglesia, pero ¿por qué os ocultan las grandes gestas que la acompañan a lo largo de los siglos, los santos que ha producido, los beneficios que la civilización occidental recibió de la unión vital entre la Iglesia y vuestro pueblo? Os hablan mucho de ejercicios deportivos, los cuales, si se usan en una bien entendida medida, dan gallardía física, que es un beneficio para la juventud. Pero hoy se les señala, con frecuencia, una extensión que no tiene en cuenta ni la formación integral y armónica del cuerpo y del espíritu, ni el conveniente cuidado de la vida de familia, ni el mandamiento de santificar el día del Señor. Con una indiferencia rayana en el desprecio, se despoja al día del Señor de su carácter sagrado y de su recogimiento que corresponde a la mejor tradición alemana. Esperamos confiados que los jóvenes alemanes católicos reivindicarán explícitamente, en el difícil ambiente de las organizaciones obligatorias del Estado, su derecho a santificar cristianamente el día del Señor; que el cuidado de robustecer el cuerpo no les hará olvidar su alma inmortal; que no se dejarán vencer por el mal, sino que más bien procurarán ahogar el mal con el bien (Rom 12,21); que seguirán considerando como meta altísima suya la corona de la victoria en el estadio de la vida eterna (1Cor 9,24-25).
X. SACERDOTES Y RELIGIOSOS
editar44. Dirigimos una palabra de particular gratitud y de exhortación a los sacerdotes de Alemania, a los cuales, con sumisión a sus Obispos, corresponde mostrar a la grey de Cristo los rectos senderos, en tiempos difíciles y en circunstancias duras, con la solicitud diaria, con la paciencia apostólica. No os canséis, amados hijos y partícipes de los divinos misterios, de seguir al eterno Sumo Sacerdote Jesucristo en su amor y oficio de buen samaritano. Caminad de continuo en una conducta inmaculada ante Dios, en una incesante autodisciplina y perfeccionamiento, en un amor misericordioso para todos los que os han sido confiados, especialmente para con los que peligran, los débiles y los vacilantes. Sed guías para los fieles, apoyo para los que titubean, maestros para los que dudan, consoladores para los afligidos, bienhechores desinteresados y consejeros para todos. Las pruebas y los sufrimientos por que ha pasado vuestro pueblo en el periodo de la posguerra, no pasaron sin dejar huellas en su alma. Os han dejado angustias y amarguras, que sólo paulatinamente podrán curarse y ser superadas por un espíritu de amor desinteresado y operante. Este amor, que es la armadura indispensable al apóstol, especialmente en el mundo presente, agitado y trastornado, Nos lo deseamos y lo imploramos de Dios para vosotros en medida copiosa. El amor apostólico, si no logra haceros olvidar, por lo menos os hará perdonar muchas amarguras inmerecidas que, en vuestro camino de sacerdotes y de pastores de almas, son hoy más numerosas que nunca. Por lo demás, este amor inteligente y misericordioso para con los descarriados y para con los mismos que os ultrajan no significa, ni en manera alguna puede significar, renuncia a proclamar, a hacer valer y a defender con valentía la verdad, y a aplicarla a la realidad que os rodea. El primero y más obvio don amoroso del sacerdote al mundo es servirle la verdad, la verdad toda entera; desenmascarar y refutar el error, cualquiera que sea su forma o su disfraz. La renuncia a esto sería no solamente una traición a Dios y a vuestra santa vocación, sino un delito en lo tocante al verdadero bienestar de vuestro pueblo y de vuestra patria. A todos aquellos, que han conservado para con sus obispos la fidelidad prometida en la ordenación, a aquellos que en el cumplimiento de su oficio pastoral han tenido y tienen que soportar dolores y persecuciones —algunos hasta ser encarcelados o mandados a campos de concentración—, a todos ellos llegue la expresión de la gratitud y el encomio del Padre de la Cristiandad.
45. Y Nuestra gratitud paterna se extiende igualmente a los religiosos de ambos sexos; una gratitud unida a una participación íntima por el hecho de que, a consecuencia de medidas contra las Ordenes y Congregaciones religiosas, muchos han sido arrancados del campo de una actividad bendita y para ellos gratísima. Si algunos han sucumbido y se han mostrado indignos de su vocación, sus yerros, condenados también por la Iglesia, no disminuyen el mérito de la grandísima mayoría que con desinterés y pobreza voluntaria se han esforzado por servir con plena entrega a su Dios y a su pueblo. El celo, la fidelidad, el esfuerzo en perfeccionarse, la solícita caridad para con el prójimo y la prontitud bienhechora de aquellos religiosos cuya actividad se desenvuelve en los cuidados pastorales, en los hospitales y en la escuela, son y siguen siendo gloriosa aportación al bienestar privado y público; un futuro tiempo más tranquilo les hará justicia más que el turbulento que atravesamos. Nos tenemos confianza de que los superiores de las comunidades religiosas tomarán pie de las dificultades y pruebas presentes para implorar del Omnipotente nueva lozanía y nueva fertilidad sobre el duro campo de su trabajo por medio de un redoblado celo, de una vida espiritual profunda, de una santa gravedad conforme a su vocación y de una genuina disciplina regular.
XI. A LOS FIELES SEGLARES
editar46. Se ofrecen a nuestra vista, en inmenso desfile, nuestros amados hijos e hijas, a quienes los sufrimientos de la Iglesia en Alemania y los suyos nada han quitado de su entrega a la causa de Dios, nada de su tierno afecto hacia el Padre de la Cristiandad, nada de su obediencia a los obispos y sacerdotes, nada de su alegre prontitud en permanecer en lo sucesivo, pase lo que pase, fieles a lo que han creído y a lo que han recibido como preciosa herencia de sus antepasados. Con corazón conmovido les enviamos nuestro paternal saludo.
47. Y en prime lugar, a los miembros de las asociaciones católicas, que con valentía y a costa de sacrificios, a menudo dolorosos, se han mantenido fieles a Cristo y no han estado jamás dispuestos a ceder en aquellos derechos que un solemne pacto había auténticamente garantizado a la Iglesia y a ellos.
48. Un saludo particularmente cordial va también a los padres católicos. Sus derechos y sus deberes en la educación de los hijos que Dios les ha dado están en el punto agudo de una lucha tal que no se puede imaginar otra mayor. La Iglesia de Cristo no puede comenzar a gemir y a lamentarse solamente cuando se destruyen los altares y manos sacrílegas incendian los santuarios. Cuando se intenta profanar, con una educación anticristiana, el tabernáculo del alma del niño, santificada por el bautismo; cuando se arranca de este templo vivo de Dios la antorcha de la fe y en su lugar se coloca la falsa luz de un sustitutivo de la fe, que no tiene nada que ver con la fe de la cruz, entonces ya está inminente la profanación espiritual del templo, y es deber de todo creyente separar claramente su responsabilidad de la parte contraria, y su conciencia de toda pecaminosa colaboración en tan nefasta destrucción. Y cuanto más se esfuercen los enemigos en negar o disimular sus turbios designios, tanto más necesaria es una avisada desconfianza y una vigilancia precavida, estimulada por una amarga experiencia. La conservación meramente formularia de una instrucción religiosa —por otra parte controlada y sojuzgada por gente incompetente— en el ambiente de una escuela que en otros ramos de la instrucción trabaja sistemática y rencorosamente contra la misma religión, no puede nunca ser título justificativo para que un cristiano consienta libremente en tal clase de escuela, destructora para la religión. Sabemos, queridos padres católicos, que no es el caso de hablar, con respecto a vosotros, de un semejante consentimiento, y sabemos que una votación libre y secreta entre vosotros equivaldría a un aplastante plebiscito en favor de la escuela confesional. Y por esto no nos cansaremos tampoco en lo futuro de echar en cara francamente a las autoridades responsables la ilegalidad de las medidas violentas que hasta ahora se han tomado, y el deber que tienen de permitir la libre manifestación de la voluntad. Entretanto, no os olvidéis de esto: ningún poder terreno puede eximiros del vínculo de responsabilidad, impuesto por Dios, que os une con vuestros hijos. Ninguno de los que hoy oprimen vuestro derecho a la educación y pretenden sustituiros en vuestros deberes de educadores podrá responder por vosotros al Juez eterno, cuando le dirija la pregunta: ¿Dónde están los que yo te di? Que cada uno de vosotros pueda responder: No he perdido a ninguno de los que me diste (Jn 18,9).
49. Venerables hermanos, estamos ciertos de que las palabras que Nos os dirigimos, y por vuestro conducto a los católicos del Reich alemán, encontrarán, en esta hora decisiva, en el corazón y en las acciones de nuestros fieles hijos un eco correspondiente a la solicitud amorosa del Padre común. Si hay algo que Nos imploramos del Señor con particular fervor, es que nuestras palabras lleguen también a los oídos y al corazón de aquellos que han empezado a dejarse prender por las lisonjas y por las amenazas de los enemigos de Cristo y de su santo Evangelio y que les hagan reflexionar.
50. Hemos pesado cada palabra de esta encíclica en la balanza de la verdad y, al mismo tiempo, del amor. No queríamos, con un silencio inoportuno, ser culpables de no haber aclarado la situación, ni de haber endurecido con un rigor excesivo el corazón de aquellos que, estando confiados a nuestra responsabilidad pastoral, no nos son menos amados porque caminen ahora por las vías del error y porque se hayan alejado de la Iglesia. Aunque muchos de éstos, acostumbrados a los modos del nuevo ambiente, no tienen sino palabras de ingratitud y hasta de injuria para la casa paterna y para el Padre mismo; aunque olvidan cuán precioso es lo que ellos han despreciado, vendrá el día en que el espanto que sentirán por su alejamiento de Dios y por su indigencia espiritual pesará sobre estos hijos hoy perdidos, y la añoranza nostálgica los conducirá de nuevo al Dios que alegró su juventud (Sal 42[43],4), y a la Iglesia, cuya mano materna les enseñó el camino hacia el Padre celestial. Acelerar esta hora es el objeto de nuestras incesantes plegarias.
51. Como otras épocas de la Iglesia, también ésta será precursora de nuevos progresos y de purificación interior, cuando la fortaleza en la profesión de la fe y la prontitud en afrontar los sacrificios por parte de los fieles de Cristo sean lo bastante grandes para contraponer a la fuerza material de los opresores de la Iglesia la adhesión incondicional a la fe, la inquebrantable esperanza, anclada en lo eterno, la fuerza arrolladora de una caridad activa. El sagrado tiempo a la Cuaresma y de Pascua, que invita al recogimiento y a la penitencia y hace al cristiano volver los ojos más que nunca a la cruz, así como también al esplendor del Resucitado, sea para todos y para cada uno de vosotros una ocasión, que acogeréis con gozo y aprovecharéis con ardor, para llenar toda el alma con el espíritu heroico, paciente y victorioso que irradia de la cruz de Cristo. Entonces los enemigos de Cristo —estamos seguros de ello—, que en vano sueñan con la desaparición de la Iglesia, reconocerán que se han alegrado demasiado pronto y que han querido sepultarla demasiado deprisa. Entonces vendrá el día en que, en vez de prematuros himnos de triunfo de los enemigos de Cristo, se elevará al cielo, de los corazones y de los labios de los fieles el Te Deum de la liberación, un Te Deum de acción de gracias al Altísimo, un Te Deum de júbilo, porque el pueblo alemán, hasta en sus mismos miembros descarriados, habrá encontrado el camino de la vuelta a la religión; con una fe purificada por el dolor, doblará nuevamente su rodilla en presencia del Rey del tiempo y de la eternidad, Jesucristo, y se dispondrá a luchar —contra los que niegan a Dios y destruyen el Occidente cristiano— en armonía con todos los hombres bienintencionados de las otras naciones y a cumplir la misión que le han asignado los planes del Eterno.
52. Aquel, que sondea los corazones y los deseos (Sal 7,10) nos es testigo de que Nos no tenemos aspiración más íntima que la del restablecimiento de una paz verdadera entre la Iglesia y el Estado en Alemania. Pero si la paz, sin culpa nuestra, no viene, la Iglesia de Dios defenderá sus derechos y sus libertades, en nombre del Omnipotente, cuyo brazo aun hoy no se ha abreviado. Llenos de confianza en El, no cesamos de rogar y de invocar (Col 1,9) por vosotros, hijos de la Iglesia, para que se acorten los días de la tribulación, y para que seáis hallados fieles en el día de la prueba, y para que aun a los mismos perseguidores y opresores les conceda el Padre de toda luz y de toda misericordia la hora del arrepentimiento para sí y para muchos que con ellos han errado y yerran.
Con esta plegaria en el corazón y en los labios, Nos impartimos, como prenda de la ayuda divina, como apoyo en vuestras decisiones difíciles y llenas de responsabilidad, como lenitivo en el dolor, a vosotros, obispos, pastores de vuestro pueblo fiel, a los sacerdotes, a los religiosos, a los apóstoles seglares de la Acción Católica y a todos vuestros diocesanos, y en señalado lugar a los enfermos y prisioneros, con amor paternal la Bendición Apostólica.
Dado en el Vaticano, en la dominica de Pasión, 14 de marzo de 1937.