XVI

Del arte exquisito para conservar la ropa no hablemos. Nadie como él sabía encontrar en excéntricos portales sastres económicos, que por poquísimo dinero volvían una pieza; nadie como él sabía tratar con mimo las prendas de uso perenne para que desafiaran los años, conservándose en los puros hilos; nadie como él sabía emplear la bencina para limpieza de mugres, planchar arrugas con la mano, estirar lo encogido y enmendar rodilleras. Lo que le duraba un sombrero de copa no es para dicho. Para averiguarlo no valdría compulsar todas las cronologías de la moda, pues a fuerza de ser antigua la del chisterómetro que usaba, casi era moderna, y a esta ilusión contribuía el engaño de aquella felpa, tan bien alisada con amorosos cuidados maternales. Las demás prendas de ropa, si al sombrero igualaban en longevidad, no podían emular con él en el disimulo de años de servicio, porque con tantas vueltas y transformaciones, y tantos recorridos de aguja y pases de plancha, ya no eran sino sombra de lo que fueron. Un gabancillo de verano, clarucho, usaba D. Frasquito en todo tiempo: era su prenda menos inveterada, y le servía para ocultar, cerrado hasta el cuello, todo lo demás que llevaba, menos la mitad de los pantalones. Lo que se escondía debajo de la tal prenda, sólo Dios y Ponte lo sabían.

Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco. Que Ponte no había servido nunca para nada, lo atestiguaba su miseria, imposible de disimular en aquel triste occidente de su vida. Había heredado una regular fortunilla, desempeñó algunos destinos buenos, y no tuvo atenciones ni cargas de familia, pues se petrificó en el celibato, primero por adoración de sí mismo, después por haber perdido el tiempo buscando con demasiado escrúpulo y criterio muy rígido un matrimonio de conveniencia, que no encontró, ni encontrar podía, con las gollerías y perendengues que deseaba. En la época en que aún no existía la palabra cursi, Ponte Delgado consagró su vida a la sociedad, vistiendo con afectada elegancia, frecuentando, no diré los salones, porque entonces poco se usaba esta denominación, sino algunos estrados de casas buenas y distinguidas. Los verdaderos salones eran pocos, y Frasquito, por más que en su vejez hacía gala de haber entrado en ellos, la verdad era que ni por el forro los conocía. En las tertulias que frecuentaba y bailes a que asistía, así como en los casinos y centros de reunión masculina, no digamos que desentonaba; pero tampoco se distinguía por su ingenio, ni por esa hidalga mezcla de corrección y desgaire que constituye la elegancia verdadera. Muy estiradito siempre, eso sí; muy atento a sus guantes, a su corbata, a su pie pequeño, resultaba grato a las damas, sin interesar a ninguna; tolerable para los hombres, algunos de los cuales verdaderamente le estimaban.

Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y distinciones, se da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro terruños, o un empleadillo de mediano sueldo, se confundan con marqueses y condes de sangre azul, o con los próceres del dinero, en los centros de falsa elegancia; que se junten y alternen los que explotan la vida suntuaria por sus negocios, o sus vanidades, o bien por audaces amoríos, y los que van a bailar y a comer y departir con las señoras, sin más objeto que procurarse recomendaciones para un ascenso, o el favor de un jefe para faltar impunemente a las horas de oficinas. No digo esto por Frasquito Ponte, el cual era algo más que un pelagatos fino en los tiempos de su apogeo social. Su decadencia no empezó a manifestarse de un modo notorio hasta el 59; se defendió heroicamente hasta el 68, y al llegar este año, marcado en la tabla de su destino con trazo muy negro, desplomose el desdichado galán en los abismos de la miseria, para no levantarse más. Años antes se había comido los últimos restos de su fortuna. El destino que con grandes fatigas pudo conseguir de González Bravo, se lo quitó despiadadamente la revolución; no gozaba cesantía, no había sabido ahorrar. Quedose el cuitado sin más rentas que el día y la noche, y la compasión de algunos buenos amigos que le sentaban a su mesa. Pero los buenos amigos se murieron o se cansaron, y los parientes no se mostraban compasivos. Pasó hambres, desnudeces, privaciones de todo lo que había sido su mayor gusto, y en tan tremenda crisis, su delicadeza innata y su amor propio fueron como piedra atada al cuello para que más pronto se hundiera y se ahogara: no era hombre capaz de importunar a los amigos con solicitudes de dinero, vulgo sablazos, y sólo en contadísimas ocasiones, verdaderos casos críticos o de peligro de muerte, en la lucha con la miseria, se aventuró a extender la mano en demanda de auxilio, revistiéndola, eso sí, para guardar las formas, de un guante, que aunque descosido y roto, guante era al fin. Antes se muriera de hambre Frasquito, que hacer cosa alguna sin dignidad. Se dio el caso de entrar disfrazado en el figón de Boto, a comer dos reales de cocido, antes que presentarse en una buena casa, donde si le admitían con agasajo, también lastimaban con crueles bromas su decoro, refregándole en el rostro su gorronería y parasitismo.

Con angustioso afán buscaba el infeliz medios de existencia, aunque fueran de los menos lucrativos; pero la cortedad de sus talentos dificultaba más lo que en todos los casos es difícil. Tanto revolvió, que al fin pudo encontrar algunos empleíllos, indignos ciertamente de su anterior posición, pero que le permitieron vivir algún tiempo sin rebajarse. Su miseria, al cabo, podía decorarse con un barniz de dignidad. Recibir un corto auxilio pecuniario como pasante de un colegio, o como escribiente de unos boteros de la calle de Segovia, para llevarles las cuentas y ponerles las cartas, era limosna ciertamente, pero tan bien disimulada, que no había desdoro en recibirla. Arrastró vida mísera durante algunos años, solitario habitante de los barrios del Sur, sin atreverse a pasar a los del Centro y Norte, por miedo de encontrar conocimientos que le vieran mal calzado y peor vestido; y habiendo perdido aquellos acomodos, buscó otros, aceptando al fin, no sin escrúpulos y crispaduras de nervios, el cargo de comisionista o viajante de una fábrica de jabón, para ir de tienda en tienda y de casa en casa ofreciendo el género, y colocando las partidas que pudiera. Mas tan poca labia y malicia el pobrecillo desplegaba en este oficio chalanesco, que pronto hubo de quedarse en la calle. Últimamente le deparó el cielo unas señoras viejas de la Costanilla de San Andrés, para que les llevara las cuentas de un resto de comercio de cerería, que liquidaban, cediendo en pequeñas partidas las existencias a las parroquias y congregaciones. Escaso era el trabajo; mas por él le daban tan sólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba el milagro de vivir, agenciándose comida y lecho, y no se dice casa, porque en realidad no la tenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito, se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosa crisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casa consigo, entendiose con la señá Bernarda, la dueña de los dormitorios de la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabía distinguir. Por tres reales le daba cama de a peseta, y en obsequio a la excepcional decencia del parroquiano, por sólo un real de añadidura le dejaba tener su baúl en un cuartucho interior, donde, además, le permitía estar una hora todas las mañanas arreglándose la ropa, y acicalándose con sus lavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entraba como un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente de hermosura.

La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse... ¡Problema inmenso, álgebra imposible! Con todos sus apuros, aquella temporada le dio relativo descanso, porque no sufría la humillación de pedir socorro, y malo o bueno, tuerto o derecho, tenía el hombre un medio de vivir, y vivía y respiraba, y aún le sobraba tiempo para dar algunas volteretas por los espacios imaginarios. Su honesto trato con Obdulia, que vino del conocimiento con Doña Paca y de las relaciones comerciales de las viejas cereras con el funerario, suegro de la niña, si llevó al espíritu de Ponte el consuelo de la concordancia de ideas, gustos y aficiones, le puso en el grave compromiso de desatender las necesidades de boca para comprarse unas botas nuevas, pues las que por entonces prestaban servicio exclusivo hallábanse horrorosamente desfiguradas, y por todo pasaba el menesteroso, menos por entrar con feo pie en las regiones de lo ideal.