Miscelánea histórica/Invasión de los Daneses: Época de Alfredo el Grande

Miscelánea histórica
de José María Blanco White
Invasión de los Daneses: Época de Alfredo el Grande

Invasión de los Daneses: Época de Alfredo el Grande

Los pueblos conocidos en Inglaterra bajo el nombre de daneses, y en lo demás de Europa, bajo el de Normanos o Normando, como si dijéramos Hombres del Norte, salieron, a fines del siglo VIII, de la Península llamada címbrica por los antiguos que hoy se dice Jutlandia, y de las regiones adyacentes al mar Báltico. Aquellas tierras, fecundas en hombres robustos, guerreros, impacientes de gobierno despótico, aunque siempre dispuesto a subyugar a los más débiles que ellos, empezaron a invadir los países meridionales desde poco antes de la era cristiana. Bajo el nombre de cimbros, pusieron al imperio al vuelco de un dado, y probablemente se hubieran apoderado de Roma a no haber sido por el valor y talentos militares de Mario, que desbarató y aniquiló sus casi innumerables huestes.

Los habitantes de las mismas regiones, incluyendo todo el Norte de Alemania, amenazaron desde entonces al Imperio Romano, y al cabo de cinco siglos lo redujeron a una mera sombra. Fueron conocidos en esta segunda época con los nombres de Godos, Vándalos, Lombardos, Suevos y otros varios de menor fama.

Últimamente se verificó la invasión de que hablamos con tanta furia, que por mandado de las autoridades eclesiásticas se añadió a la Letanía la petición. A furore Normannorum, libera nos Domine.

Corrieron la Francia, devastando los pueblos; desembarcaron en las costas de Galicia, adonde, si creemos las Crónicas antiguas, fueron derrotados por Ramiro. Mal, empero, pudieran creerse vencidos los que en seguida pusieron en grande afán a Lisboa, entonces ciudad del dominio árabe; y al año siguiente, que era el de 874, cercaron a Sevilla y talaron los campos de Cádiz y Medina Sidonia con gran pérdida de los moros sus dueños. El poder de los Normandos en Francia subió a tan alto punto que, por los años de 911, los sucesores de Carlo Magno compraron de ellos la paz por dinero, y les concedieron las tierras llamadas, en Francia, Normandía, para que las poseyesen como feudatarios del reino Francés.

La Inglaterra sufrió más que otra nación alguna de resultas de la destreza naval de estos atrevidos aventureros. Desde el año de 787, en que aparecieron por primera vez en sus costas hasta que el 1017 el danés Canuto, llamado el Grande, se apoderó del trono completando la usurpación que ya estaba hecha en varias porciones de la isla; apenas cesaron los destrozos y carnicerías con que estos bárbaros la afligieron.

Sería imposible, en pocas hojas, dar idea cabal de estos horrores. Baste, para pintar con un solo rasgo a los Normandos, decir que los historiadores hacen mención de uno de sus jefes llamado Oliver, a quien sus tropas cobraron gran odio, porque les impedía su diversión favorita, de echar niños pequeñitos por alto y recibirlos, al caer, en la punta de sus lanzas. En despique le dieron por burla el nombre de Barnakal, el Defensor de niños.

En una época de tantos horrores, el que estudia la historia no puede menos que pararse a contemplar el carácter de un hombre extraordinario, a quien la Providencia dio el poder de consolar a la humanidad afligida, no sólo en su tiempo, por los bienes que hizo a sus compatriotas, sino en las edades futuras, por el brillo de sus virtudes; las cuales cuando estamos para mirar el género humano, como una multitud de monstruos odiosos, nos recuerdan el origen glorioso y las nobilísimas facultades del espíritu que vive en el hombre.

El nombre de este héroe es Alfredo, llamado con más razón el Grande, que casi ningún otro a quien la adulación o el espíritu de partido ha prodigado tal título. Empezó su reinado en 871, cuando su patria se hallaba inmediata a expirar bajo la espada de los invasores: mas si sus talentos, sus virtudes y su esfuerzo militar no bastaron para extirpar la peste política que se había apoderado del reino, consiguieron, no obstante, darle tal intervalo de alivio, que en él se arraigaron las semillas de civilización y cultura, que brotaron al cabo de siglos.

Alfredo había hecho un viaje a Roma cuando joven, pero no se habían aprovechado de esta ocasión para adquirir los elementos del saber, que allí más que en otra parte se conservaban en esta época de ignorancia. Había llegado a la edad de doce años sin saber leer, y en esta supina ignorancia hubiera crecido a no ser por una casualidad que despertó a su adormido genio. La Reina su madre era aficionada a los poemas sajones, que desde tiempos remotos servían de diversión al pueblo y conservaban la memoria de hechos antiguos, al modo que los Romances españoles. Agradáronle tanto estas composiciones que en breve aprendió a leerlas. Excitado que fue el deseo de saber, ya su aplicación no tuvo límites. En breve aprendió Latín, y se dedicó a la lectura de las mejores obras antiguas en aquella lengua. Absorto en estos placeres miraba con desdén y casi aversión al trono; hasta que llamado a la sucesión de la corona por el testamento de su padre y por los deseos de la nación entera, tomó por su cuenta los intereses del público, olvidándose de los suyos propios.

Los daneses habían subido por el río Severn, que desemboca en el Canal de Brístol, e internándose cometían toda especie de robos, excesos y violencias por las tierras vecinas.

Juntó Alfredo las pocas tropas que el estado de su reino lo permitía y marchó sobre Wilton, en donde tenía su posición. Bajo el mando de jefe tan superior, los ingleses ganaron la victoria; pero siguieron al enemigo demasiado en la derrota. La inferioridad del número de los vencedores les hizo recobrarlo, y volviendo al ataque quedó, al fin, el campo por los daneses. Tanta, empero, había sido su pérdida, que propusieron términos de ajuste; pero en breve los rompieron y volvieron a presentarse en el territorio de Alfredo; después de haber obligado al rey de Mercia (único resto de los pequeños soberanos de la Heptarquía o siete reinos) a abandonarles su territorio, tomando el hábito en un convento de Roma.

Quedó, pues, Alfredo solo en el reino, con más peligros que súbditos y más enemigos que tierras. Crecían éstos con nuevas avenidas, y se derramaban por todas partes, llevando fuerzas suficientes o usando tales precauciones, que les dejasen poco que temer de sus contrarios. Tenían su ejército principal cerca de la capital de Alfredo al Sud-Oeste de la Isla, y bien lo necesitaban, porque el valiente joven no los dejaba descansar ni un punto. Tantas batallas les dio y tanto los acosó que dos veces lo propusieron condiciones de paz; mas faltaron a ellas una y otra vez. Cuando los ingleses, debilitados en extremo, esperaban algún reposo, de resultas del último convenio, en que los Daneses se obligaban a impedir que viniesen más tropas de su nación, llegó la funesta noticia de que un nuevo ejército había tomado tierra y estaba devastando el país. Amilanados los ánimos de las tropas, sólo trataron de dispersarse; unos se retiraron a las montañas de Gales, otros pasaron el estrecho y se refugiaron en Francia, otros, en fin, sometieron el cuello al yugo extranjero.

Hallóse Alfredo abandonado de todos, y en tal extremidad de infortunio, que hubo de desnudarse de las insignias reales, y huir disfrazado en los trajes más pobres y humildes.

Hallábase una vez acogido en la cabaña de uno de sus propios vaqueros, sin que la mujer del rústico pudiera imaginarse el personaje que tenía por huésped. Una tarde que Alfredo estaba arreglando su arco y flechas, junto al fuego, la Aldeana puso a tostar unas tortas alrededor de las ascuas y encargó al huésped que tuviese cuidado de ellas. Ocupado el rey con sus propios pensamientos, y poco acostumbrado a encargos de la clase que la buena mujer le encomendaba, dejó quemar las tortas. Enojada el ama de casa con el descuido de su huésped le dio una buena reprimenda, concluyendo con decir que supuesto que no se descuidaba en comer sus tortas cuando estaban calientes, debiera tomar más parte en el trabajo de calentarlas. Al contar esta anécdota, Hume observa, con razón, que aunque nada tiene en sí de extraordinario, todos los historiadores de aquel tiempo la repiten, dando a entender cuanto interés tomamos naturalmente en los más pequeños incidentes que acontecen a un personaje elevado y virtuoso, a quien persigue la fortuna.

Enfrióse algún tanto la persecución y pesquisa de los enemigos, y Alfredo, juntando algunos de sus más fieles y valerosos vasallos, se ocultó en el centro de un pantano, que dejaba en seco, poco más de dos aranzadas de tierra. Fortificó su posición, ya bien segura por lo deleznable del terreno que la rodeaba, y las pocas, y difíciles sendas que conducían a ella. El sitio es conocido en el día con el nombre de Athelney, corrupción de Aethelingary, que significa, en sajón, Isla de los Nobles, como lo llamó Alfredo.

Saliendo con cautela de esta guarida, ganó algunas acciones contra los daneses, con lo que dio aliento a los suyos, y se dispuso a empresas mayores. Pero antes de aventurarse a una batalla decisiva, quiso examinar por sí propio el estado de sus contrarios. Disfrazóse, pues, en músico ambulante, empleo bien común entre sus paisanos que lo heredaban de los antiguos bardos; y con un arpa al hombro, se dirigió al campamento de los daneses... Tanto les agradó, que hasta su general y príncipe lo convidó a su tienda, adonde lo tuvo por huésped una porción de días. El estado de descuido, y total abandono de disciplina militar en que los halló, le hizo formar esperanzas vivísimas de victoria. Despachó mensajeros secretos por todas partes, dando por punto de reunión a Brixton, cerca de un gran bosque llamado Selwood.

Los insultos, opresiones y excesos de los daneses habían hecho que los que por miedo se les habían sometido, maldijesen la hora en que habían hecho traición a su patria. La desesperación y la venganza les daban nuevo esfuerzo, y apenas podían creer a sus propios ojos cuando vieron a su rey dispuesto a guiarles a la victoria. Encaminóles a Eddington, donde estaba el campamento danés, y, como quien conocía bien el puesto, dirigió el ataque a la parte más indefensa. Los daneses, que no tenían la mayor idea de que existiese un ejército inglés, y ahora supieron que Alfredo venía al frente del que se acercaba; se armaron en desorden, y pronto fueron deshechos. Los fugitivos se vieron sin otro recurso que la generosidad del vencedor, y a ésta apelaron. Alfredo, no menos político que guerrero, vio que podía convertir a estos feroces enemigos en útiles aliados, y sabiendo que las provincias del Norte estaban casi sin habitantes de resultas de los desembarcos y correrías de los daneses, dio tierras, en ellas, a los que había vencido; y para más estrechar los lazos de alianza les propuso que se hicieran cristianos. No pusieron dificultad en esto; Guthrum, el Jefe, se bautizó, siendo Alfredo padrino, y las tropas siguieron su ejemplo. Desde entonces vivieron como amigos con los ingleses.

Volvió en esto los ojos Alfredo al estado de desolación en que se hallaba su reino, y en dar remedio a los males morales y políticos, se mostró aún más héroe que a la frente de sus ejércitos. Reedificó ciudades, estableció una milicia interior y labró buques que defendiesen las costas. Hubo bien menester todo esto para resistir las nuevas invasiones de aquellos piratas, que cada año aparecían con nuevas fuerzas. A costa de muchas y grandes victorias, consiguió mantenerse contra los repetidos esfuerzos del enemigo, y consolidar el orden civil que, en medio de tan grandes tormentas, había establecido.

Compuso un Código de leyes, que, por tradición, se conserva en lo que llaman Common Law, que es la ley no escrita de Inglaterra: dividió su reino en porciones que facilitasen la policía, y ejecución de la justicia, y fundó o renovó la Universidad de Oxford, concediéndola privilegios, rentas e inmunidades; obligó a todo propietario de cierta porción de tierra, a enviar sus hijos a la escuela, y no dio empleo alguno civil, ni eclesiástico a hombres ignorantes o poco instruidos. Por estos medios consiguió ver los progresos que las letras habían hecho en su reino, y logró la más agradable recompensa de sus afanes.

El ejemplo que Alfredo dio en estas materias bastaba para excitar la industria y talentos de sus vasallos. No obstante, la multitud y grandeza de sus cuidados y atenciones acostumbraba a vivir con el método más exacto. Dividía las veinticuatro horas en tres porciones iguales: empleaba una en lo que pertenece al cuerpo, sueño, comida y ejercicio; otra, en los negocios públicos; la tercera, en estudio y actos de piedad. Como en su tiempo no había relojes, se valía de velas de cera de ciertas dimensiones, que, ardiendo continuamente, señalaban poco más o menos el tiempo que había pasado. Tales son los efectos de método y perseverancia, que no obstante haber sufrido largas y penosas enfermedades, y no haber vivido más que el común de los hombres,

Alfredo adquirió más conocimientos y escribió más libros que muchos de los literatos de tiempos más felices, no obstante que dedican toda su vida exclusivamente a los estudios. Este gran príncipe escribió fábulas originales, y tradujo del Griego las de Esopo. También puso sajón las obras de Orosio, y la historia del Venerable Bedá.

Últimamente, no contento con promover la literatura, se dedicó al fomento de las artes, convidando a extranjeros hábiles a que viniesen a ocupar las tierras que la espada de los daneses había dejado desiertas.

Reedificó ciudades, estableció fábricas y promovió la navegación y el comercio. Alfredo, en fin, fue un príncipe cuya memoria debe conservarse con afecto, no sólo por sus compatriotas, sino por todos los amigos del género humano.

Desde la muerte de Alfredo, en 901, hasta la Conquista de Inglaterra por Guillermo de Normandía en 1066, espacio de más de un siglo y medio, se vio este reino en las convulsiones que generalmente preceden a uno de los trastornos, que a veces son crisis favorables de las naciones.

Conforme al carácter de estos bosquejos, me contentaré con poner los nombres de los soberanos que intervinieron, y sólo añadiré los acontecimientos que, por su extrañeza, puedan dar placer, o por su individualidad, sean capaces de caracterizar las épocas, y pueblo en que se verificaron.

Eduardo, hijo de Alfredo, subió al trono, por muerte de su padre.

De su reinado sólo tengo que notar las guerras continuas contra los Daneses del Norte de Inglaterra y los pueblos del oriente de la Isla. En estas campañas le fue constante y utilísima compañera su hermana Ethelfleda, cuya historia presenta un ejemplo de fuerza moral de alma que no es justo pasar en silencio. Esta heroína se vio en inminente riesgo de la vida al dar a luz un hijo. Dotada de un valor muy diferente del que hace que el sexo femenino arrostre el mismo dolor y riesgo repetidas veces, creyó que podía exponer su vida de un modo más noble. Apartóse de su marido y tomando las armas contra los enemigos del reino, quiso más bien exponerse al furor de Marte, que a los caprichos de Lucina.

A Ethelredo, siguió, Athelstan, en el trono, año de 925. Los rasgos siguientes son dignos de recuerdo en su historia. Un noble, llamado Alfredo, incurrió sospecha vehemente de conspiración contra el Rey.

No pudiendo probar su inocencia con testigos, se ofreció a jurar en manos del Papa, que sus enemigos lo acusaban en falso. La superstición de aquellos tiempos era causa de que se creyese que semejantes agregados daban más solemnidad al juramento, y que el Ser Supremo, que permitía a los hombres tomar su nombre en vano, ante otros tribunales, no dejaría impune al que lo hiciese con circunstancias agravantes. Fue Alfredo, en efecto a Roma, ya fuese confiado en su inocencia, ya en su opinión de que su perjurio quedaría impune en esta vida. Prestas las manos entre las del Papa, protestó al cielo, que lo acusaban falsamente de traición. Al punto que concluyó el juramento, cayó en tierra convulso, y epiléptico. Esta desgracia (efecto probabilísimo de la agitación mental del acusado) fue mirada como prueba incontestable de su delito, y a su consecuencia, el Rey le confiscó sus tierras.

El hecho que reservé para el segundo lugar resultó de la guerra que Atheistan hacía contra Constantino, rey de Escocia, que protegía a dos príncipes de Northumberland, contra el de Inglaterra, de quien querían ser independientes. Habíanse acercado los dos ejércitos, cuando Anlaf, uno de los dos rebeldes, imitando la conducta de Alfredo el Grande, se disfrazó en arpista y así logró examinar el campamento inglés, y entrar hasta la presencia del monarca. Gustó su cantar al rey, quien le dio un regalo en dinero. El orgullo de Anlaf no podía sufrir la ignominia de verse pagado como un ministril, y apenas estuvo a cierta distancia de la tienda Real, arrojó el dinero, como si fuese cosa contaminada. Un soldado inglés, que lo había visto en otros tiempos, sospechó que el arpista era Anlaf, y habiéndolo seguido, se confirmó en su sospecha cuando lo vio tirar el oro que el rey le había dado. Fue inmediatamente a la tienda de Athelstan y contóle lo que pasaba. Indignado el rey, le echó en cara el descuido con que había dejado escapar al espía. Pero el soldado le dijo que en su juventud le había jurado homenaje y por tanto su honor no le permitía entregarlo al enemigo. Celebró Athelstan la honradez del soldado, y al punto hizo mudar la distribución de su campamento, dando su puesto a un obispo, que acababa de llegar con algunas tropas de refuerzo. Aquella misma noche penetró Anlaf al campo, y aunque fue rechazado, su primer ímpetu costó la vida al obispo, que ocupaba el lugar que antes tenía al rey.

La tercera cosa digna de memoria que me pareció notar en este reinado es el privilegio de nobleza que se concedió a todo comerciante que, a su propia costa, condujese tres expediciones mercantiles a países distantes. Tales fueron los principios del feliz espíritu mercantil que ha elevado a Inglaterra sobre las demás naciones.

Edmundo, hermano de Athelstan, le sucedió en 941. Las guerras internas fueron como en los reinados anteriores. La muerte de este rey indica el estado semibárbaro de las costumbres de aquel siglo. Un capitán de bandidos, a quien el rey había desterrado, tuvo la avilantez de presentarse a un convite que hacían al monarca, en el condado de Devonshire. Leolfo (así se llamaba el bandolero) se sentó a la mesa entre la comitiva del rey. Viólo éste y mandó que lo echasen fuera.

Resistiendo Leolfo, acrecentó la indignación de Edmundo hasta el punto que levantándose de su asiento echó mano, enfurecido. El ladrón sacó un puñal, y, en refriega, dejó al rey herido de muerte.

Edred, su sucesor, en 946, es digno de atención en la historia a causa del ascendiente que dejó tomar a los monjes que, en nombre de la Corte de Roma, extendían la tiranía eclesiástica por toda la Europa.

Pero antes de pasar más adelante en esta materia, conviene que asegure a mis lectores, que ni en este punto ni en otros varios que la historia de Inglaterra presenta inevitablemente, mezclados con los intereses de la jurisdicción eclesiástica; es mi intención desconcertar las opiniones religiosas de mis lectores. Los católicos más sinceros, con tal que sean instruidos, se ven obligados a confesar que la ambición de Roma y del clero no tenía límites en los siglos de que hablamos. Sus emisarios los monjes, especialmente los Benedictinos, se empeñaron en privar a Inglaterra, de los privilegios y exenciones que su disciplina eclesiástica conservaba. El jefe de este partido era el Abad Dunstan, hombre de familia noble, y ambicioso en extremo. Había sido disoluto en su juventud, y, como suele suceder, cuando mudó de vida, lo hizo en extremo. Encerróse por algunos años en una celdilla, en que apenas podía moverse, haciendo una especie de penitencia excesiva, que jamás deja de atraerse la veneración del pueblo. Cuando salió de este noviciado, su espíritu determinado, y las cualidades de su alma, lo pusieron bien pronto al frente de su orden de San Benito en esta Isla. El rey, que sabía bien que el influjo moral de los monjes era poderoso en extremo, procuró ganarse la amistad de Dunstan, y la autoridad y poder de este monje vino a ser superior a la del monarca, durante su larga vida.

El abuso más horrendo que hizo de este influjo (aunque probablemente más por falso celo que por malicia) se verificó en el reinado de Edwy, hijo y sucesor de Athelstan.

Subió Edwy al trono en 955, llevando a él los dotes más apreciables de alma y cuerpo. Pero faltábale una condición para ejercer su autoridad en paz; y era el ganarse la voluntad de Dunstan y sus monjes.

En todos tiempos hay gran riesgo de que los que se creen favoritos y privados del cielo, den larga a sus pasiones de ambición y de orgullo, figurándose que sólo los mueve el amor de la religión. Pero esto debía acontecer mucho más en siglos de ignorancia, cuando las ideas de jurisdicción eclesiástica empezaban a tomar vuelo, sin que hubiera quien supiese, o pudiese desengañar a los autores de tan falso sistema.

Digo desengañar, porque en mi opinión los fundadores de la tiranía eclesiástica de los siglos bárbaros, procedían, por lo general, de buena fe, arrastrados por ciertas nociones que, aunque claramente falsas a nuestros ojos, no pedían menos de deslumbrar en aquellos tiempos. El error fundamental era querer reunir la fuerza externa y física, que pertenece a los gobiernos temporales, con la dirección moral y persuasiva que es únicamente propia de los Ministros del que dijo que «en su reino no era de este mundo».

Dunstan se creía comisionado del cielo para obligar hasta a su soberano a que se conformase con las leyes eclesiásticas. En la ejecución de este imaginado deber, no creía que podía caber exceso.

Así es que irritado contra el rey porque se había casado con una hermosísima joven que era su parienta por afinidad, en lugar de procurar, o que era tan común y fácil, dispensa y absolución de esta falsa; usó de los medios más violentos y crueles que pueden imaginarse. El día mismo en que se celebraba la coronación de Edwey, el orgulloso Dunstan, se entró hasta el aposento donde estaba la reina madre, la bella Elgiva, y el rey, que, casando de ceremonia y etiqueta, se había retirado por un rato a descansar en compañía de las dos personas que más amaba. Tal era el ascendiente del monje, que además del atrevimiento de semejante paso, usó de palabras injuriosas a la reina, y empujó al rey fuera del aposento.

Edwy, aunque irritado en extremo, no se atrevió a castigar este desacato. Pero sabiendo que durante el reinado de su padre, Dunstan había sido su tesorero, tomó por recurso el pedirle cuentas en público.

El Monje se negó, con la mayor resolución, a darles, y el rey se halló, sin medios de exigirlas. ¿Cómo era posible que pudiese castigar los desacatos de Dunstan, cuando tal era la ciega veneración del pueblo al partido eclesiástico, que Edwy no pudo defender a su infeliz y amable esposa, de insultos personales y crueldades que horrorizan?

De orden de Odon, Arzobispo de Canterbury, primado del reino, la hermosa Elgiva fue arrastrada del palacio, herrada en la cara, y condenada a perpetuo encierro, en un convento de Irlanda. En el entretanto se declaró la nulidad del matrimonio del rey, y los eclesiásticos trataban de elevar al trono una reina a su gusto. Pero, pasado algún tiempo, Elgiva, sana ya no sólo de las llagas, sino tan hermosa como antes, logró escaparse y volver a Inglaterra. Supólo Odon, y poniendo asechanzas para que no lograse llegar a donde el rey estaba, la prendió de nuevo, y con crueldad más que de bárbaros, hizo que la desjarretasen, dejándola morir desangrada.

En breve se vio que el falso celo no se contentaba con quitar escándalos, por medios tan feroces, sino que aspiraba a mandar disimuladamente por boca del monarca. Levantóse el pueblo contra Edwy, y obligándolo a huir del reino, Dunstan elevó al trono a Edgar, muchacho de trece años, hermano del depuesto monarca.

Edgar, sabiendo a quien debía el trono, no se descuidó en ganarse el favor de Dunstan, y sus monjes. En breve se vio éste elevado a la silla de Canterbury, desde donde ejercía un poder igual, si no mayor que el del rey. Edgar, por otro lado, satisfecho de que teniendo de su parte al clero estaba seguro en su trono, se entregaba a los mayores desórdenes. En una ocasión rompió la clausura de un convento de monjas y forzó a una doncella, que, huyendo de su solicitud, se había recogido en él. Es verdad que tuvo que sujetarse al juicio de un tribunal eclesiástico por este delito; pero la penitencia que le impusieron fue que no se pusiese la corona real sobre la cabeza por siete años.

Entretanto continuaba viviendo con la mujer a quien había hecho violencia. Tal es la parcialidad del falso celo, que un casamiento, que con dispensa podía revalidarse, le costó a Edwy el trono, y a su mujer la vida; cuando Edgar satisfizo el reato de un sacrilegio y estupro, con una mera ceremonia.

La violencia de las pasiones de Edgar amenazaba al honor de cuantas mujeres hermosas se le antojaban. Pasaba, en cierta ocasión, por el pueblo de Andover y se aposentó en casa de una señora viuda, que tenía una hija de gran belleza. Viola el rey, y se empeñó en pasar la noche con ella. La madre vio que en vano sería hacer resistencia, y sólo pidió que no hubiese luz en el dormitorio del rey. Cuando hubo oscurecido hizo que una de sus criadas entrase, cual si fuera su hija. El rey, aunque engañado, tomó tan grande afición a la substituta que se la llevó consigo.

Las circunstancias de su casamiento son tan singulares que han servido de asunto al Drama. Corría la fama por Inglaterra de que Elfrida, hija de Earl (Conde) de Devenshire era la más hermosa doncella de aquel tiempo. Su padre era demasiado poderoso para que el rey se atreviese a su hija, a no ser tomándola por mujer. Para estar seguro de que era tan hermosa como decían, quiso que antes de pedirla la viese su favorito y confidente el Earl Thelwood. Fue éste, en efecto, bajo otro pretexto a los estados del Devonshire, y apenas vio a Elfrida cuando quedó enamorado perdido de su belleza. Loco de amor, y sin atender a resultados, volvió al rey, pintando a Elfrida como de poco mérito personal y atribuyendo su fama a las riquezas y poder de su padre. Pasado algún tiempo Athelwood propuso al rey, con fingida indiferencia, que aunque Elfrida no era digna de un monarca, los Estados de que era heredera la hacían muy apetecible para un valido. El rey no sólo aprobó el plan, sino le dio cartas de recomendación para el Earl de Devonshire. Celebróse el casamiento, y empezaron los riesgos y temores de Athelwood. Los envidiosos de su valimiento con el rey pronto descubrieron la trama y aseguraron a Edgar de la gran belleza de Elfrida. Juró tomar venganza el agraviado monarca, y, fingiendo deseo de honrar a su falso amigo, le dijo que iba a hacer una visita en sus Estados. Athelwood suplicó dos o tres horas de delante para preparar el recibo. En este corto espacio se arrojó a los pies de su mujer, confesó el engaño a que su amor lo había llevado y le pidió que no lo perdiese, manifestando al rey su hermosura, y que ya que no podía evitar el presentarse, lo hiciese en tal traje que no apareciese hermosa en demasía. La orgullosa Elfrida prometió hacerlo así, bien que juró en su corazón tomar venganza del hombre que la había privado de un trono.

Al llegar el rey a la puerta salió a recibirlo con cuanto esplendor el adorno podía dar a su natural hermosura. Disimuló Edgar por el pronto; pero convidando a Athelwood a montería, lo atravesó con un puñal en lo más espeso del bosque. Elfrida se vio inmediatamente en el trono que tan ferozmente había apetecido.

Por muerte de Edgar subió al trono el amable Eduardo, a quien el pueblo dio el nombre de Mártir, no porque muriese en defensa de la fe, sino porque su inocencia y su candor lo condujeron, en edad temprana, a una muerte violenta. Era Eduardo hijo de la primera mujer de Edgar.

La feroz y ambiciosa Elfrida lo miraba como el único estorbo que se oponía a que un hijo que le había quedado del difunto rey ciñese la corona. Carcomida de envidia y, acaso, temerosa de bañar otra vez sus manos en sangre, se había retirado al Castillo de Corfe, en el condado de Dorset. Un día que Eduardo se entretenía en la caza por aquellos contornos, llevado de su buen natural, quiso ver a su Madrasta. Llegó al castillo sin séquito, y habiendo hecho una corta visita, estaba ya a caballo para volver a unir con sus criados, cuando al tomar la copa de vino que era de estilo dar por despedida a la puerta, Elfrida le hizo dar una puñalada a traición. Puso el infeliz joven espuelas al caballo y se emboscó, huyendo a toda prisa. Mas faltóle el aliento con la sangre, cayó de la silla y, quedando colgado de un estribo, el caballo lo acabó de matar, arrastrándolo. Elfrida fundó iglesias y monasterios, y los santos varones que habían desjarretado a la amable Elgiva, la dejaron gozar del fruto de sus crímenes, Su hijo Ethelred, llamado el Desprevenido (the Unready) subió al trono en 1016.

Ethelred, aunque no había heredado la decisión de su madre, se le parecía en lo traidor y sanguinario. De esto es prueba la bárbara matanza que, con el mayor sigilo, dispuso y ejecutó entre los daneses que vivían en su reino. Como estos vivían mezclados entre los ingleses, por todas partes y no tenían la menor sospecha de que se intentase destruirlos, se hallaron del todo indefensos, cuando en cierto día a la misma hora se vieron acometidos, cada cual de sus vecinos. Tan vil traición no podía quedar sin venganza. Sweyn, rey de Dinamarca, juró hacer pagar caro al cobarde que así había tratado a sus compatriotas. Llegó, pues, a las costas de Inglaterra con una grande armada, y habiendo desembarcado, se hizo en breve dueño de casi todo el reino.

El odioso y despreciable Ethelredo huyó a Normandía.

El único resto de la familia real sajona fue a este tiempo Edmundo, llamado Ironside, quien disputó el reino, y al cabo lo dividió con Canute, rey de Dinamarca. La sucesión de reyes daneses continuó por espacio de tres reinados, hasta que por muerte de Hardicanute, en 1041, volvió la corona a Eduardo, hijo del miserable Ethelredo, que se había criado en Normandía. Murió sin sucesión, y Harold, descendiente de los reyes daneses, quiso impedir que recayese la corona en Guillermo de Normandía, llamado el Bastardo, a quien Eduardo se la había dejado por testamento. Harold pereció noblemente en la batalla de Hastings, donde Guillermo ganó la corona que sus descendientes conservan hasta el día de hoy.