Era la época de la vendimia y de la cosecha de todos los cultivos, cuando el pueblecito se pone alegre y bullicioso, porque vuelven muchos ausentes, y porque los labradores festejan alborozados los dones opimos que premian sus fatigas. ¡Cuánta algazara al despertar el día, de mozos que enganchan los carros, o uncen los bueyes a la carreta tradicional, o ensillan las mulas, o cargan los cestos al hombro para marchar a las viñas a recoger la uva, que se cae de puro sazonada, y traerla a los lagares! Las mujeres y los niños siguen la caravana de los trabajadores llevando los avíos, porque volverán a la noche y la finca está distante; van también escondidas algunas guitarras, para armar el baile durante el descanso de la siesta, bajo los árboles coposos que rodean la viña; y los muchachos tienen preparadas flautas de caña con las cuales tan bien se toca el triste y la vidalita, como se florea un gato, un escondido, una mariquita o un vals de esos que oyó una vez «tocar por papel» al clarinete del pueblo.

Cuando el sol ha asomado, ya han ido y vuelto dos veces los carros llenos hasta el tope de racimos negros y dorados; por toda la viña no se oye sino cantos; silbidos musicales, gritos que se llaman, risas que se desbordan, exclamaciones que se fugan, y de vez en cuando palabrotas que se escapan, cuando el cosechero ha caído preso en un bosque de cadillos que se pegan como agujas en el cuerpo; aquello parece una colmena en la cual todos tienen su tarea que ejecutan con gozo y que mil incidentes cómicos amenizan, arrancando risotadas a todo pulmón.

Allá, en medio de mi tupido grupo de árboles, una muchacha monta sobre la cepa para cortar el racimo más alto, y al bajarse enrédase el vestido en presencia del festejante, que la busca, agazapándose bajo las parras, por si logra un momento de hablarla a solas, o por lo menos, con su poquillo de picardía, por si sorprende algo de eso que enciende más la pasión naciente. «¡Qué pierna... para una cueca!» grita el maligno perseguidor, y la niña, toda encendida, baja los ojos sin decir nada.

Las mujeres, que esta vez no fueron por curiosas, andan también por ahí, perdidas entre los yuyos y las malezas, charlando como catas en el nido y cuidando sus niñas de las imprevisiones, entre tanto mocetón como se ve ocupado en la misma obra; los chiquillos, que han ido a estorbar a los grandes, no hacen más que comer y cosechar pichones o huevos de tórtolas en los nidos descubiertos en medio de las parras hojosas; y aquí ríe uno de una caída, allá llora otro picado por una avispa o claveteado por las rosetas y los amorsecos que crecen ocultos entre los matorrales.

Nosotros también -los niños, como nos decían las gentes de faena- ávidos de aquellas emociones, nos mezclábamos en ellas, echándolas de guapos, cuando apenas duraba nuestro brío el tiempo necesario para empalagarnos con el jugo azucarado de la uva. ¡Fuera botines, saco y sombrero! Todos somos lo mismo a esa edad en que se hace daño en las plantas y se estorba a los demás con el pretexto de trabajar; sí, fuera todo ese ropaje de amos que incomoda, y venga el bochinche, y luego las insolaciones, y los rasguños, y las roturas, para dar que hacer a las tías que se encargaban de nosotros en vacaciones.

A las once, todos se han reunido a la sombra del tala gigantesco a tomar descanso y almuerzo. El costillar chirría en la parrilla de fierro, y despide ese humo perfumado que se aspira con deleite, producido por las gotas del jugo caído sobre la brasa; las teteras están despidiendo como locomotoras bocanadas de vapor, haciendo dar saltitos a la tapa, por debajo de la cual se escurren las burbujas de la ebullición, porque ya va a comenzar a dar vueltas el mate, que se acomoda lo mismo antes que después de la comida; las guitarras se hacen las que duermen suspendidas de un gajo del árbol, y las mozas de la vendimia las miran de reojo, mientras sirven a sus hermanos y amigos el asado suculento; el locro hierve a borbotones dentro de la olla tapada con una piedra chata, dejando salir la espuma blanca por debajo hasta que vaciado en la gran fuente de madera, los campesinos forman círculo y la dejan limpia. Un racimo de postre, un vaso de vino del año pasado, y comida hecha. Ahora se extienden los ponchos sobre la hierba y se pestañea un poco para decir que se ha dormido, hasta que la orquesta de guitarra y flauta comienza a preludiar esos aires que ponen los huesos de punta y hacen tararear, sin quererlo, una letrilla picante.

Las caras de los concurrentes se animan con luz repentina, los ojos chispean y los labios sonríen, y todos sentados en rueda sobre el suelo, cruzando las piernas, se tiran y se retrucan los dichos que se entreveran como fuego graneado. La pareja más joven sale al medio; la niña de larga trenza y de moño encarnado sobre la cabeza, con un ramito de albahacas sobre el pecho, y el mocetón de barba nueva y renegrida y de ojos obscuros, están frente a frente comiéndose a miradas y diciéndose galanterías, hasta que los músicos rompen en alegres rasgueos, entre los bravos de los asistentes que los acompañan con palmoteos acompasados y castañuelas imitadas con los dedos. Les sirve de alfombra la gramilla verde y de cortinado y techo el ramaje del árbol de sombra espaciosa. Las vueltas ágiles, los movimientos graciosos del cuerpo, la expresión de los rostros, la novedad de los zapateados y la precisión en el compás, arrancan exclamaciones entusiastas de los espectadores.

-«¡Una sin otra no vale! ¡Un trago para el cantor!» Una salva de aplausos resuena al final del baile, y antes que se siente la heroína, otro mozo, que ha estado brincando por echar su escobillada, la invita diciendo:

- «¡Barato, la niña!»

Cada uno muestra así su sistema en ese baile curiosísimo, que tanta gracia presta a las jóvenes desenvueltas y bonitas, y el cual consiste en dar vueltas como siguiendo el mozo a la niña, ya intentando pasar sin que ella se lo permita, formándole un atajo con el vestido y corriendo siempre en frente para estorbarle el paso, hasta que el joven se pone a zapatear como para conquistar a su enemiga, quien concluye por dejarle libre el sitio yendo a ocupar el de su compañero; y así se repite dos veces hasta que se termina con alguna figura de reverencia o adoración de parte del rendido galán, entre los vivas y dicharachos dirigidos a la brava pareja. El guitarrero le endereza una copla sentida, una declaración de amor a la cual ella contesta con una sonrisa, pero sin hacerle más caso, son licencias de que goza el cantor, sin comprometer nada seriamente.

Ahí está el tío Jonás, gran bailarín en sus mocedades, y que se alborota todavía viendo la danza. Una chinita despejada sale a darle la mano para obligarlo a bailar una zamacueca chilena, porque aún el viejo sabe quebrarse graciosamente y mover las piernas con agilidad. Todos le hacen círculo, metiéndole una bulla infernal, y el anciano reverdecido, hasta se toma la libertad de dar un abrazo a la compañera, al terminar la tanda, cuya repetición obligada se le dispensa en razón de sus achaques.

-«Eh, diablos, que bailen mis nietos; yo ya no estoy para dar brincos»- dice secándose el sudor de la frente con un gran pañuelo de algodón; porque el calor del sol produce bajo la sombra esa irradiación que los paisanos llaman resolana, cargada de los perfumes calientes de los pastos y del hinojo abundante.

La animación decrece al influjo adormecedor de la alta temperatura, y poco a poco van cayendo estirados sobre sus mantas los bailarines y los espectadores, hasta que el silencio más profundo reina en la asamblea. Y aquí de las chicharras, que durante el alboroto han estado calladitas sobre el gajo de tala, y ahora rascan todas a un tiempo sus guitarritas en el mismo tono, produciendo una somnolencia irresistible. Diríase que en las siestas ardientes, cuando todo se adormece en la creación, ellas son la música del silencio, porque no se cansan de imponerlo con su chirrrrrrrr prolongado y narcótico.

Cuando el sol ha caído y dejan de ser temidos sus flechazos, la gente vuelve al oficio, hasta que el astro se oculta tras de la sierra; la bullaranga se desvanece como por encantamiento y comienzan a volver todos a los ranchos; la noche se va acercando y empiezan a encenderse los fogones, en la planicie, al mismo tiempo que las estrellas en el cielo. Mirado desde la altura, donde está la casa de mis abuelos, aquel conjunto de luces dispersas sin orden en el arenal de enfrente, hace el efecto de una bahía silenciosa y en calma, donde arden los farolillos de las embarcaciones.

Pero allá, en el seno de las familias propietarias, la escena es diferente; la alegría repercute en el vasto corredor, donde se ha armado la charla con todos los que han venido de visita trayendo criaturas y sirvientes. Ninguno se sentía desgraciado, porque un vínculo amoroso los reunía en una sola ambición noble y pura. Los ancianos estaban allí para reflejar su severa virtud sobre los hijos y los nietos, congregados cotidianamente, y para mantener la atmósfera serena de aquel hogar que ya no existe. Nosotros hacíamos reunión aparte; mejor dicho, nos mandaban a jugar, y a pelear también, sin peligro de lastimarnos sobre la arena espesa de la gran playa que se junta con el campo. Formábamos numerosas comitivas, y prendidos todos de las manos, íbamos en corporación a hacer visitas a las viejas mamás que teníamos en los ranchos, porque, cual más, cual menos, todas habían sido nodrizas de nuestros padres.

Allí, lo recuerdo bien, vivía «mamá Ubalda», o Walda, que murió cuando iba a cumplir un siglo, ya perdidos la razón, la vista y el gusto, y a quien inconsideradamente le hacíamos las travesuras de Lazarillo de Tormes, dándole a beber menjurjes inofensivos, pero no usados, que a ella se le antojaban sabrosas bebidas y refrescos deliciosos.

En seguida la pandilla marchaba a dar un malón a los ranchos, donde tenían aloja fresca en los grandes naques de cuero que le sirven de vasija, o en tinajas de barro cocido tapadas con ramas de sauce llorón; o bien, cuando oíamos sonar el tambor chayero, en anuncio de diversión criolla, éramos seguros a formar la mosquetería, a gritar, a reír y a ensayar también los bailes nacionales. Todo esto mientras los viejos de casa, con la gran rueda de visitas de la misma familia, pero que vivían en sus fincas, departían sobre todos los temas serios de la política, traídos por los diarios de Buenos Aires y de Chile, sobre los intereses comunes de la localidad, y por fin de todo cuanto nosotros no entendíamos y menos nos importaba.

En aquellas reuniones se proyectaba los paseos a los sembrados y a las huertas distantes. Al día siguiente, todo mi ejército marchaba a caballo: las señoras con sus sombreros, y vestidos de campo, y los caballeros acompañándolas devotos y enamorados. A las abuelitas las llevaban en carruaje, y a nosotros nos metían en un carro de la cosecha, y nos dábamos por muy bien servidos con tal de no perder el banquete preparado bajo un inmenso algarrobo, y en el cual se hacía un gran derroche de frutas, con el pretexto de probar la producción del año y comparar la de una finca con otra.

No me olvido nunca de aquellas montañas de sandías y melones olorosos de extraordinario volumen; de aquellas tipadas de higos de toda especie, desde el uñigal de color violeta, hasta el cuello-de-dama de piel blanca y de corazón encarnado como sangre joven; de aquellas canastas de uvas finas elegidas de los parrones reservados, contrastando en colores y rivalizando en lo exuberantes y en lo transparentes. Se daba un paseo a pie para hacer apetito, y luego se dividían señoras y caballeros para ir a los baños de las grandes acequias, cubiertas por impenetrables bóvedas de sarmientos entretejidos y arqueados por el peso de los racimos. Nosotros, los niños, quedábamos dueños del arsenal, y cuando volvían todos al almuerzo campestre, ya habían disminuido notablemente las provisiones. No podíamos resistir a la tentación, cuando estábamos libres del deber moral de la continencia; partir una sandía era descubrir un tesoro de emociones, porque su corazón del color del fuego, despertaba ansias de devorarlo de un sorbo, y así lo practicábamos sin tener en cuenta la ciencia intuitiva del ahorro.

A esa edad no se piensa sino en que las plantas dan el fruto y en que éste es hecho para gustarlo; la idea del trabajo y del sudor de la frente, todo eso nos sabía a sermón y a cosa incomprensible. Nuestra ilustración no pasaba todavía de unas cuantas letras del abecedario y de una marcada aversión por la escuela. Esto no impedía que para reírse de nosotros, nos creyeran los viejos capaces de pronunciar discursos en el banquete. Mi primer ensayo oratorio tuyo aquel escenario, y por señalar el corazón para expresar que lo tenía henchido de no sé qué, -el discurso era soplado- tuve vergüenza, y mi mano se quedó a la altura del estómago: la acción oratoria resultó trunca, pero el efecto que el auditorio se prometía, nada dejó por desear.

¡Qué quintas aquellas, y cómo el trabajo unido de toda una generación era coronado por la tierra fecunda! ¡Cómo reinaban el bullicio y la vida en aquella aldea habitada por una aristocracia de limpio pergamino, por familias que habían ilustrado su nombre en la historia local, y habían fundado su hogar común con la noble y asidua labor agrícola! Todos los años rebosaban los graneros, extendíanse los cultivos, las bodegas multiplicaban sus vasijas, aumentábanse en la casa los depósitos, ensanchábanse los cercos para la hacienda, y en la época de las cosechas resonaba sin interrupción el rumor del trabajo, como un himno de la tierra agradecida al cuidado del hombre. ¡Con cuánta animación la gente labradora asistía a sus tareas diarias, al son de músicas y de cantos de alegría! Allí el tronco venerable de todas las familias propietarias, el anciano coronel D. Nicolás Dávila, veía crecer su prole numerosa, como el olivo secular, alimentando con su presencia el amor y la ayuda recíprocos, que aplicados al cultivo de la tierra, hacíanla rebosar en frutos.

La tierra tiene un alma sensible, y es dócil a las caricias de sus hijos y al riego regenerador de sus torrentes; ella se viste de gala y despide perfumes cuando los hombres se aman y santifican con su amor el hogar; ella se rejuvenece cuando siente el calor de las dulces afecciones domésticas, y el de ese otro grande y sublime sentimiento que nace de sus entrañas para encender el fuego creador de las naciones; ella guarda en sus recónditos abismos la patria del hombre, que comienza en el árbol solitario, sigue en la cabaña rústica donde arde ya la llama simbólica del hogar, y se difunde en las agrupaciones. Entonces los valles se alfombran de verdura, los llanos crían las selvas gigantes, las montañas albergan el metal precioso y útil, y por encima de toda ella discurren una armonía, una frescura, un aroma, que van derramando en los corazones anhelos de grandezas desconocidas, fervores purísimos de las virtudes fundamentales, ansias irresistibles de un puro ideal, erigiendo templos que no pudiendo llegar hasta Dios, lo hacen bajar hasta ellos en la forma plástica, rodeado de todos los esplendores con que lo forjan los sueños y las fantasías.

Pero ¡cómo palidece y se descolora la tierra cuando sus habitantes, olvidando las leyes comunes del origen, dejan penetrar en el santuario de las familias las pasiones egoístas, las ambiciones sórdidas, la llama rojiza de las rivalidades y de los odios! Un soplo caliente del desierto cruza por los bosques, cubriendo de amarillo ropaje los árboles; las hojas que formaron dosel al arroyo, despréndense una a una sobre la corriente tardía, porque van agotándose los manantiales que le dieron su caudal; los frutos jugosos de otro tiempo nacen y mueren en el tallo, porque les faltan el riego y la sombra; las aves que fueron música de los huertos y sembradíos, emigran de la comarca inhospitalaria, porque no tienen ramas para sus nidos ni brotes para su alimento; en los ranchos del labrador no se encienden los fuegos, ni crecen en los techos pajizos la verdolaga y las margaritas silvestres del color del oro, ni resuenan los tambores ni las guitarras en las horas del descanso: una ráfaga de hielo parece deslizarse por todo lo creado, y ha enmudecido y muerto.

Es la discordia que ha invadido con sus alas espinosas los hogares, y nublando los ojos, enfriando las almas, desgarrando los corazones, ha sembrado al pasar la desolación y la miseria...