Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 28
"Es un poco más tarde de la hora que me dijo para despertarle, señor. No ha salido tan deprisa como de costumbre, señor."
La voz era la voz de mi criado Sawyer. Di un respingo y me puse completamente erguido en la cama y miré fijamente a mi alrededor. Estaba en mi cámara subterránea. La suave luz de la lámpara que estaba siempre encendida en la habitación cuando la ocupaba iluminaba las familiares paredes y muebles. Al lado de mi cama, con el vaso de Jerez en la mano que el Dr. Pillsbury prescribía al primer despertar de un sueño hipnótico, para despertar las aletargadas funciones físicas, estaba Sawyer.
"Mejor tome esto inmediatamente, señor," dijo, mientras yo le clavaba la vista con la mirada vacía. "Parece así como enrojecido, señor, y lo necesita."
Me tomé el licor de un trago y empecé a comprender lo que me había ocurrido. Estaba, desde luego, muy claro. Todo aquello del siglo veinte había sido un sueño. Tan sólo había soñado con aquella humanidad ilustrada y libre de preocupaciones y sus ingeniosamente sencillas instituciones, con el glorioso nuevo Boston con sus cúpulas y pináculos, sus jardines y fuentes, y su reino universal del bienestar. La amable familia que había llegado a conocer tan bien, mi genial anfitrión y Mentor, el Dr. Leete, su esposa, y su hija, la segunda y más bella Edith, mi novia --estas, también, habían sido sólo ficciones de una visión.
Durante un tiempo considerable permanecí en la actitud en la cual este convencimiento me había invadido, sentado en la cama mirando fijamente al vacío, absorto en recordar las escenas e incidentes de mi fantástica experiencia. Sawyer, alarmado por mis miradas, estaba mientras tanto preguntándome angustiado qué me pasaba. Siendo capaz de reconocer finalmente lo que me rodeaba, gracias a sus impertinencias, me sobrepuse con un esfuerzo y aseguré a mi fiel compañero que me encontraba perfectamente bien. "He tenido un sueño extraordinario, eso es todo, Sawyer," dije, "un muy-extra-ordi-nario-sueño."
Me vestí de manera mecánica, sintiéndome aturdido y extrañamente inseguro de mi mismo, y me senté ante el café y los bollos que Sawyer tenía por costumbre ofrecerme como alimento antes de que yo saliese de casa. El periódico de la mañana estaba en la bandeja. Lo tomé, y mi vista se fijó en la fecha, 31 de mayo de 1887. Había sabido, desde luego, desde el momento en que abrí los ojos que mi larga y detallada experiencia en otro siglo había sido un sueño, y aun así era sorprendente tener la demostración tan concluyente de que el mundo era tan sólo unas pocas horas más viejo que cuando me eché a dormir.
Mirando el sumario en la portada del periódico, que revisaba las noticias de la mañana, leí lo siguiente:
ASUNTOS EXTERIORES.- La inminente guerra entre Francia y Alemania. Las Cámaras francesas han pedido nuevos créditos militares para ajustarse al incremento del ejército de Alemania. Probabilidad de que toda Europa se vea involucrada en caso de guerra.--Gran sufrimiento entre los desempleados de Londres. Exigen trabajo. Se prepara una inmensa manifestación. Las autoridades intranquilas.--Grandes huelgas en Bélgica. El gobierno se prepara para reprimir las revueltas. Hechos estremecedores en relación con el empleo de chicas en las minas de carbón en Bélgica.--Desaucios al por mayor en Irlanda.
"ASUNTOS NACIONALES.-- La epidemia de fraude desenfrenado. Desfalco de medio millón en Nueva York.--Apropiación indebida de un fondo fiduciario por sus albaceas. Los huérfanos se quedan sin un céntimo.--Astuto sistema de hurto llevado a cabo por un contable; 50.000 dólares se han esfumado.--Los barones del carbón deciden subir el precio del carbón y reducir la producción.-- Los especuladores ingenian un gran acopio de trigo en Chicago.--Una camarilla fuerza la subida del precio del café.-- Enormes expropiaciones de terrenos de consorcios del oeste.--Revelaciones de escandalosa corrupción entre funcionarios de Chicago. Cohecho sistemático.--Los juicios de los concejales Boodle continúan en Nueva York.--Grandes fracasos de compañias de negocios. Temores de una crisis de negocios.-- Una gran cantidad de robos en casas y hurtos mayores.--Una mujer asesinada a sangre fría en New Haven para robarle el dinero.--Un cabeza de familia tiroteado por un ladrón de casas anoche en esta ciudad.--Un hombre se pega un tiro en Worcester porque no podía encontrar trabajo. Una familia numerosa queda desamparada.--Una pareja de ancianos de Nueva Jersey comete suicidio en vez de ir a un albergue de beneficencia.-- Lastimosa indigencia entre las mujeres asalariadas en las grandes ciudades.--Alarmante incremento del analfabetismo en Massachussets.--Se necesitan más manicomios.--Discursos del Decoration Day. Discurso solemne del profesor Brown sobre la grandeza moral de la civilización del siglo diecinueve."
Era de hecho en el siglo diecinueve donde me había despertado; no podía haber duda sobre eso. Su completo microcosmos había sido presentado por este resumen de las noticias del día, incluso hasta ese último toque inconfundible de fatua auto-complacencia. Viniendo a continuación de un acta semejante de acusación irrecusable de la época como aquella crónica de un día de derramamiento de sangre, avaricia, y tiranía por todo el mundo, era un poco de cinismo digno de Mefistófeles, y aun así de todos aquellos con cuyos ojos se había encontrado el periódico esta mañana, yo era, quizá, el único que percibía el cinismo, y tan sólo ayer no lo habría percibido más que los demás. Ese extraño sueño era lo que había marcado la diferencia. Porque no sé durante cuánto tiempo después de esto me olvidé de lo que me rodeaba, y estuve otra vez en mi imaginación moviéndome por ese vívido mundo de ensueño, en esa gloriosa ciudad, con sus hogares de sencillo bienestar y sus magníficos palacios públicos. A mi alrededor había de nuevo rostros no deteriorados por la arrogancia o la servidumbre, por la envidia o la avaricia, por la angustiosa preocupación o la enfebrecida ambición, y majestuosas formas de hombres y mujeres que nunca habían conocido el temor a los semejantes o dependido de su favor, sino que siempre, según las palabras de aquel sermón que todavía resonaba en mis oídos, se habían "mantenido erguidos ante Dios."
Con un profundo suspiro y un sentido de pérdida irreparable, no menos conmovedora porque fuese una pérdida de lo que nunca había sido realmente, desperté al fin de mi ensueño, y poco después salí de casa.
Una docena de veces entre mi puerta y la calle Washington tuve que pararme y controlarme, tal poder había tenido aquella visión del Boston del futuro como para hacer extraño el Boston real. La miseria y el mal olor de la ciudad me resultaron contundentes, desde el momento en que puse el pie en la calle, como hechos que nunca antes hubiese observado. Pero ayer, además, me habría parecido algo natural que algunos de mis conciudadanos vistiese de seda, y otros de harapos, que algunos pareciesen bien alimentados, y otros hambrientos. Ahora por el contrario, las manifiestas disparidades en el vestir y la condición de los hombres y mujeres que pasaban rozando unos junto a otros por las aceras me impactaban a cada paso, y aún más la total indiferencia que los prósperos mostraban ante la difícil condición de los infortunados. ¿Eran éstos seres humanos, quienes podían contemplar la miseria de sus semejantes sin inmutarseles el rostro? Y aun así, todo el tiempo, bien sabía que era yo quien había cambiado, y no mis contemporáneos. Había soñado con una ciudad a cuya gente le iba como a los niños en una familia y eran custodios unos de otros para todas las cosas.
Otra característica del Boston real, que producía un extraordinario efecto de extrañeza como cuando las cosas familiares son vistas bajo una nueva luz, era el predominio de la publicidad. No había habido publicidad personal en el Boston del siglo veinte, porque no había necesidad de ninguna, pero aquí las paredes de los edificios, las ventanas, las páginas completas de cada lado en los periódicos, las mismas aceras, de hecho todo lo que estuviese a la vista, salvo el cielo, estaba cubierto con los llamamientos de individuos que buscaban, bajo innumerables pretextos, atraer las contribuciones de otros a su sustento. No importa cómo pudiese variar la redacción, el tenor de todos esos llamamientos era el mismo:
"Ayuda a John Jones. No importan los demás. Son un fraude. Yo, John Jones, soy el adecuado. Cómpreme a mi. Empléeme. Visíteme. Óigame a mi, a John Jones. Míreme. No cometa un error, John Jones es el hombre y nadie más. Deje que el resto se muera de hambre, pero ¡por Dios, recuerde a John Jones!"
Tan repentinamente convertido en un extraño en mi propia ciudad, no sé si me impresionó más el patetismo o la repulsa moral del espectáculo. Me vi conmovido hasta llorar, ¡miserables, que, porque no aprenden a ayudarse unos a otros, están condenados a ser mendigos unos de otros desde los más pequeños a los más grandes! Esta horrible babel de desvergonzada conducta agresiva y mutuo desprecio, este pasmoso clamor de vanaglorias en conflicto, llamamientos, y abjuraciones, este asombroso sistema de descarada mendicidad, ¡qué era todo ello sino la necesidad de una sociedad en la cual había que luchar por la oportunidad para servir al mundo conforme a tus dones, en vez de estar asegurado para cada hombre como primer objetivo de la organización social!
Alcancé la calle Washington en el punto de más ajetreo, y allí me quedé y me reí en voz alta, para escándalo de los transeúntes. Por mi vida que no podía evitarlo, con el loco sentido del humor que me provocó la visión de las interminables filas de tiendas a cada lado, calle arriba y calle abajo tan lejos como me alcanzaba la vista--para hacer el espectáculo más completamente ridículo, montones de ellas a tiro de piedra dedicadas a vender la misma clase de artículos. ¡Tiendas! ¡Tiendas! ¡Tiendas! ¡Kilómetros de tiendas! Diez mil tiendas para distribuir los artículos que necesita esta ciudad, que en mi sueño habían sido suministrados con todas las demás cosas desde un único almacén, según habían sido encargadas a través de un gran almacén en cada barrio, donde el comprador, sin perder el tiempo o el trabajo, encontraba bajo un único techo el surtido mundial de cualquier línea de artículos que desease. Allí el trabajo de distribución había sido tan pequeño como para no incrementar salvo en una fracción apenas perceptible el coste de los artículos para el usuario. El coste de producción era virtualmente todo lo que éste pagaba. Pero aquí la mera distribución de los bienes, su sola manipulación, añadía un cuarto, un tercio, la mitad y más, al coste. Todas estas diez mil plantas deben ser pagadas, su alquiler, su personal de superintendencia, sus pelotones de vendedores, sus diez mil equipos de contables, intermediarios, y dependientes de negocio, con todo lo que gastan en publicidad de ellos mismos y en contra los unos de los otros, y los consumidores son los que deben pagar. ¡Qué método más excelente para empobrecer a una nación!
¿Eran estos hombres serios que veía a mi alrededor, o niños, quienes hacían sus negocios bajo semejante plan? ¿Podían ser seres que razonaban, quienes no veían la locura por la cual, cuando el producto está hecho y listo para usarse, se despilfarra tanto en llevárselo al usuario? Si la gente come con una cuchara que deja escapar la mitad de su contenido entre el tazón y los labios, ¿no es probable que pasen hambre?
Había pasado por la calle Washington miles de veces y visto los métodos de los que venden mercaderías, pero mi curiosidad era como si nunca hubiese pasado por delante de ellos. Asombrado, tomé nota de los escaparates de las tiendas, llenos de artículos colocados con una cantidad ingente de esmero y dispositivos artísticos para atraer la vista. Vi la multitud de señoras mirándolos, y a los propietarios entusiasmados mirando el efecto del cebo. Entré y observé al encargado con ojos de halcón acechando en busca de negocio, caminando por la planta, supervisando a los dependientes, para que estuviesen a su tarea de inducir a los clientes a comprar, comprar, comprar, con efectivo si lo tenían, a crédito si no lo tenían, comprar lo que no querían, más de lo que querían, lo que no se podían permitir. A veces perdía la pista momentáneamente y la vista me confundía. ¿Por qué este esfuerzo para inducir a la gente a comprar? Seguramente aquello no tenía nada que ver con la legítima ocupación de distribuir los productos a aquellos que los necesitan. Seguramente era el más puro despilfarro para forzar a la gente a lo que no quería, sino a lo que pudiera ser util para otro. La nación se empobrecía tanto más por cada uno de tales logros. ¿En qué estaban pensando estos dependientes? Entonces recordé que no estaban actuando como distribuidores, como aquellos del almacén que había visitado en el Boston de mi sueño. No estaban sirviendo al interés público, sino a su inmediato interés personal, y no significaba nada para ellos lo que pudiera ser el efecto final de su modo de proceder sobre la prosperidad general, con tal que incrementasen su propia provisión, porque esos bienes eran suyos, y cuanto más vendiesen y más consiguiesen por ellos, mayor sería su ganancia. Cuanto más despilfarradora era la gente, tantos más artículos que no quería era inducida a comprar, tanto mejor para los vendedores. Alentar el despilfarro era el objetivo expreso de las diez mil tiendas de Boston.
Y estos encargados de tienda y dependientes no eran ni una pizca peores personas que las demás personas de Boston. Tenían que ganarse la vida y sustentar a sus familias, y ¿cómo iban a encontrar un oficio para hacerlo mediante el cual no necesitasen colocar sus intereses individuales por delante de los de otros y de los de todos? No podría pedírseles que se muriesen de hambre mientras esperaban un orden de cosas tal como el que yo había visto en mi sueño, en el cual el interés de cada uno y el de todos eran idénticos. Pero, ¡Dios del cielo! ¡qué asombroso, bajo un sistema tal como este que había a mi alrededor--qué asombroso que la ciudad estaba tan zarrapastrosa, y la gente tan míseramente vestida, y tantos de ellos andrajosos y hambrientos!
Algo después de esto, fui a parar al sur de Boston y me encontré en medio de los establecimientos manufactureros. Había estado en este barrio de la ciudad cientos de veces, como lo había estado en la calle Washington, pero aquí, tal como allí, primero percibí el verdadero significado de lo que estaba siendo testigo. Anteriormente me había sentido orgulloso por el hecho de que, contándolos, Boston tenía unos cuatro mil establecimientos manufactureros independientes; pero en esta misma multiplicidad e independencia reconocía ahora el secreto del insignificante producto total de su industria.
Si la calle Washington hubiese sido como una vereda en Bedlam, este era un espectáculo tanto más melancólico cuanto la producción es una función más vital que la distribución. Porque no sólo estos cuatro mil establecimientos no estaban trabajando coordinadamente, y sólo por eso operando en prodigiosa desventaja, sino que, como si esto no implicase una suficientemente desastrosa pérdida de energía, cada uno estaba utilizando sus máximas habilidades para frustrar los esfuerzos de los demás, cada uno rezando por la noche y trabajando por el día para la destrucción de las demás empresas.
El rugido y el traqueteo de las ruedas y martillos resonando por todas partes no era el zumbido de una industria apacible, sino el estruendo de espadas esgrimidas por enemigos. Estas fábricas y tiendas eran otras tantas fortalezas, cada una bajo su propia bandera, con sus armas apuntando a las fábricas y tiendas que hay a su alrededor, y sus zapadores ocupados por debajo, socavándolas.
En cada una de esas fortalezas se persistía en la más estricta organización industrial; las desunidas bandas trabajaban bajo una autoridad central particular. No se permitía interferencia ni duplicación de trabajo. Cada una tenía su tarea adjudicada, y nadie estaba ocioso. Mediante qué hiato en la facultad lógica, mediante qué eslabón perdido del razonamiento, se explica, entonces, el fracaso en reconocer la necesidad de aplicar el mismo principio a la organización de las industrias nacionales en su totalidad, en ver que si la falta de organización podía deteriorar la eficiencia de una tienda, debe de tener efectos tanto más desastrosos inhabilitando las industrias de la nación en general cuanto éstas sean más vastas en volumen y más complejas en las relaciones de sus partes.
La gente enseguida se prestaría a ridiculizar un ejército en el cual no hubiese ni compañías, ni batallones, ni regimientos, ni brigadas, ni divisiones, ni cuerpos del ejército--sin una unidad de organización que fuese de hecho mayor que el escuadrón bajo las órdenes de un cabo, sin otro oficial más alto que un cabo, y todos los cabos iguales en autoridad. Y aun así, justo semejante ejército eran las industrias manufactureras del siglo diecinueve en Boston, un ejército de cuatro mil escuadrones independientes conducidos por cuatro mil cabos independientes, cada uno con un plan independiente de campaña.
Grupos de hombres ociosos se veían aquí y allí, por todas partes, algunos ociosos porque no podían encontrar trabajo a ningún precio, otros porque no podían conseguir lo que consideraban un precio justo. Abordé a algunos de éstos últimos, y me contaron sus tribulaciones. Muy poco podía yo confortarlos. "Lo siento por ustedes," dije. "No consiguen lo suficiente, ciertamente, y aun así me asombro, no de que las industrias dirigidas como lo están estas no les paguen el salario mínimo, sino de que tengan capacidad para pagarles un salario."
Continuando mi camino, tras esto, hacia la parte peninsular de la ciudad, hacia las tres en punto estaba en la calle State, mirando fijamente, como si nunca antes los hubiese visto, los bancos y las agencias de bolsa, y otras instituciones financieras, de las cuales no había vestigio en la calle State de mi visión. Hombres de negocios, empleados de confianza, y chicos de los recados, entraban y salian a montones de los bancos, porque faltaban tan sólo unos minutos para la hora de cerrar. Frente a mi, estaba el banco donde hacía mis negocios, e inmediatamente crucé la calle, y, entrando con la muchedumbre, me quedé en un nicho de la pared, mirando al ejército de empleados que manejaba el dinero, y a los titulares de cuenta que hacían cola en las ventanillas de los cajeros. Un caballero de edad, a quien conocía, un director del banco, pasando junto a mi y observando mi actitud contemplativa, se detuvo un momento.
"Interesante vista, no es así, Sr. West," dijo. "Maravilloso mecanismo; así lo veo yo también. A veces me gusta pararme y contemplarlo justo como lo está haciendo usted. Es un poema, señor, un poema, así lo llamo yo. ¿Ha pensado alguna vez, Sr. West, que el banco es el corazón del sistema de negocios? Desde él y a él, en flujo y reflujo sin fin, va la sangre de la vida. Ahora está fluyendo. Fluirá otra vez por la mañana"; y complacido con su pequeña vanidad, el anciano siguió su camino sonriente.
Ayer habría considerado la sonrisa bastante adecuada, pero desde entonces había visitado un mundo incomparablemente más opulento que este, en el cual el dinero era desconocido y sin uso concebible. Había aprendido que únicamente tenía un uso en el mundo que me rodeaba porque el trabajo para producir el sustento de la nación, en vez de ser contemplado como el más estrictamente público y común de todos los intereses, y como tal dirigido por la nación, estaba abandonado a los esfuerzos asistemáticos de individuos. Este original error necesitaba de intercambios sin fin para dar lugar a cualquier tipo de distribución general de productos. Estos intercambios efectuados con dinero--cuán equitativamente, pudiera ser visto en un paseo por las casas de vecindad de los distritos de Back Bay--al coste de un ejército de hombres apartados del trabajo productivo para dirigirlo, con constantes interrupciones ruinosas de su maquinaria, y una influencia generalmente corruptora sobre la humanidad que había justificado su descripción, desde tiempos antiguos, como "la raíz de todo mal."
¡Ay del pobre director anciano del banco con su poema! Había confundido el pálpito de un absceso con un latido del corazón. Lo que él llamaba "un maravilloso mecanismo" era un imperfecto dispositivo para remediar un defecto innecesario, la torpe muleta de un lisiado de fabricación propia.
Después de que los bancos hubieron cerrado, vagué a la deriva por el distrito de los negocios durante una hora o dos, y más tarde me senté un rato en uno de los bancos del Common, me resultaba interesante la mera observación de la muchedumbre que pasaba, como al estudiar la población de una ciudad extranjera, tan extraños desde ayer mis conciudadanos y su forma de ser se han hecho para mi. Durante treinta años había vivido entre ellos, y aun así me parecía que nunca antes había notado cuán ahogados y ansiosos eran sus rostros, los de los ricos y los de los pobres, los refinados y agudos rostros de los educados así como las obtusas máscaras de los ignorantes. Y bien pudiera ser así, porque ahora veía, como nunca antes había visto tan claramente, que cada uno, mientras caminaba, constantemente trataba de discernir los susurros de un fantasma que había en su oído, el fantasma de la Incertidumbre. "Hagas tu trabajo tan bien como nunca," susurraba el fantasma--"te levantes temprano y trabajes duro hasta tarde, robes astutamente o sirvas fielmente, nunca conocerás la seguridad. Puedes ser rico ahora y todavía llegar a la pobreza al final. Por más riqueza que legues a tus hijos, no puedes comprar la seguridad de que tu hijo no pueda ser el sirviente de tu sirviente, o que tu hija no tenga que venderse a sí misma por pan."
Un hombre que pasaba me puso una papeleta de publicidad en la mano, la cual explicaba los méritos de un nuevo plan de seguros de vida. El incidente me recordó el único instrumento, patético por admitir la necesidad universal que tan pobremente suplía, que ofrecía a estos cansados y asustados hombres y mujeres incluso una parcial protección contra la incertidumbre. Por este sistema, aquellos ya adinerados, recordé, podrían comprar una precaria confianza en que después de su muerte sus seres queridos, al menos durante un tiempo, no serían pisoteados bajo los pies de los hombres. Pero esto era todo, y esto era únicamente para aquellos que podían pagar bien por ello. Qué idea era posible para estos infelices moradores de la tierra de Ismael, donde la mano de todo hombre estaba contra cada una y cada una contra la de todos los demás, de un verdadero seguro de vida como el que yo había visto entre las personas de aquella tierra de mi sueño, cada una de las cuales, por virtud meramente de su pertenencia a la familia nacional, estaba asegurada contra la necesidad de cualquier tipo, mediante una póliza suscrita por cien millones de compatriotas.
Fue algún tiempo después de esto cuando recuerdo una visión momentánea de mi mismo en los peldaños de un edificio de la calle Tremon, mirando un desfile militar. Pasaba un regimiento. Era la primera visión de aquél sombrío día que me había inspirado emociones que no fueran compasión y asombro, y estupor. Aquí al fin estaban el orden y la razón, una exhibición de lo que la cooperación inteligente puede lograr. La gente que estaba mirando con rostros enardecidos,--¿podría ser que la visión no tuviera para ellos sino un interés por lo espectacular? ¿Podrían dejar de ver que era su perfecta coordinación de acción, su organización bajo un único control, lo que hacía de estos hombres la tremenda máquina que eran, capaz de vencer una muchedumbre alborotada diez veces más numerosa? Viendo esto tan claramente, ¿podrían dejar de comparar la manera científica en la cual la nación iba a la guerra con la manera acientífica en que iba a trabajar? ¿No se preguntarían desde cuándo matar hombres había sido una tarea tanto más importante que alimentarlos y vestirlos, que un ejército entrenado debería parecer sólo adecuado para aquello, mientras que ésto se dejaba a una muchedumbre alborotada?
Ahora iba a anochecer, y las calles estaban atestadas con los trabajadores de los almacenes, las tiendas, y las fábricas. Arrastrado con la parte más fuerte de la corriente, me encontré, mientras empezaba a oscurecer, en medio de una escena de miseria y degradación humana tal como únicamente el distrito de casas de vecinos de South Cove podía presentar. Había visto el loco despilfarro de trabajo humano; aquí veía en la forma más horrenda la necesidad que el despilfarro había engendrado.
Desde los negros portales y ventanas de las viviendas desvencijadas y atestadas que había por todas partes llegaban bocanadas de aire fétido. Las calles y callejones apestaban como efluvios de las entrecubiertas de un barco de esclavos. Según pasaba tuve visiones momentáneas de su interior, de bebés pálidos jadeando sus vidas en medio de bochornosos hedores, de mujeres con rostros sin esperanza, deformadas por las tribulaciones, no conservando traza de su condición femenina salvo la debilidad, mientras desde las ventanas apartaban la vista muchachas con frente de bronce. Como las hambrientas bandas de perros callejeros que infestan las calles de las ciudades Musulmanas, enjambres de niños brutalizados y a medio vestir llenaban el aire con sus chillidos y carreras según luchaban y se tiraban en medio de la basura que ensuciaba los patios de vecinos.
No había nada en todo esto que fuese nuevo para mi. A menudo había pasado por esta parte de la ciudad y había sido testigo de estas visiones y sentido asco mezclado con un cierto asombro filosófico de los extremos que los mortales soportan y aun así se aferran a la vida. Pero no sólo en lo que respecta a las locuras económicas de esta época, sino igualmente en lo tocante a sus abominaciones morales, a mis ojos las escalas han cambiado desde que tuve aquella visión de otro siglo. Ya no miraba a los infortunados moradores de este Infierno con insensible curiosidad como criaturas apenas humanas. Los veía como mis hermanos y hermanas, mis padres, mis hijos, carne de mi carne, sangre de mi sangre. La supurante masa de miseria humana que había a mi alrededor no ofendía ahora meramente mis sentidos, sino que me perforaba el corazón como un cuchillo, así que no podía reprimir suspiros y gemidos. No veía únicamente, sino sentía en mi cuerpo todo lo que veía.
Inmediatamente, tambien, mientras observaba atentamente a los desventurados seres que había a mi alrededor, percibí que estaban todos totalmente muertos. Sus cuerpos eran otros tantos sepulcros vivientes. En cada brutal frente estaba claramente escrito el epitafio de un alma muerta en su interior.
Golpeado por el horror, mientras miraba de una cabeza de muerto a otra, me vi afectado por una singular alucinación. Como un rostro de un vacilante espíritu traslúcido superpuesto sobre cada una de estas máscaras brutales vi el ideal, el posible rostro que habría sido el real si mente y alma hubiesen vivido. Hasta que no me di cuenta de estos rostros fantasmales, y del reproche que no podía negarse que había en sus ojos, no me fue revelado el completo patetismo de la ruina que había sido forjada. Me vi conmovido con contricción como con una fuerte agonía, porque había sido uno de aquellos que habían tolerado que estas cosas ocurriesen. Había sido uno de aquellos que, sabiendo bien que ocurrían, no había deseado oír o ser obligado a pensar mucho en ellas, sino que había seguido como si no ocurriesen, procurando mi propio placer y beneficio. Por tanto, ahora encontraba sobre mi vestimenta la sangre de esta gran multitud de almas estranguladas de mis hermanos. La voz de su sangre me gritaba desde el suelo. Cada piedra de las apestosas aceras, cada ladrillo de las pestilentes viviendas desvencijadas y atestadas, encontraba una lengua e imploraba mi nombre según huía: ¿Qué has hecho con tu hermano Abel?
No tengo un recuerdo claro de nada después de esto hasta que me encontré en los esculpidos peldaños de piedra del magnífico hogar de mi prometida en la avenida Commonwealth. En medio del tumulto de mis pensamientos de ese día, apenas había pensado una vez en ella, pero ahora, obedeciendo algún inconsciente impulso, mis pies habían encontrado el familiar camino hasta su puerta. Me dijeron que la familia estaba cenando, pero habían dejado dicho que me uniese a ellos a la mesa. Además de la familia, encontré que estaban presentes varios invitados, todos ellos me eran conocidos. La mesa brillaba intensamente con plata y costosa porcelana china. Las señoras estaban suntuosamente vestidas y llevaban las joyas de una reina. La escena era de elegancia cara y lujo fastuoso. La compañía tenía un ánimo excelente, y había risas en abundancia y las bromas eran contínuas.
Para mi era como si, vagando por el lugar del juicio final, con mi sangre transformada en lágrimas por su visión, y estándo mi espíritu en consonancia con la amargura, piedad, y desesperación, me hubiese encontrado en algún claro con una alegre fiesta de juerguistas. Me senté en silencio hasta que Edith empezó a bromear conmigo sobre mi sombrío aspecto, ¿qué me afligía? Los otros presentes se unieron al juguetón asalto, y me transformé en el blanco de sarcasmos y bromas. ¿Dónde había estado, y qué había visto para haberme dejado hecho un tipo tan apagado?
"He estado en el Gólgota," respondí por fin. "¡He visto a la Humanidad colgando en una cruz! ¿No conoce ninguno de ustedes lo que el sol y las estrellas ven cuando miran esta ciudad, que pueden pensar y hablar de otra cosa? ¿No saben que cerca de sus puertas una gran multitud de hombres y mujeres, carne de su carne, vive una vida que es una agonía desde que nacen hasta que mueren? ¡Escuchen! sus casas están tan cerca que si dejan de reirse oiran sus lastimosas voces, los patéticos llantos de los pequeños que maman pobreza, las roncas maldiciones de hombres embrutecidos en la miseria que se han vuelto medio bestias, el regateo de un ejército de mujeres que se venden por pan. ¿Con qué se han tapado los oídos que no oyen estos dolientes sonidos? Porque yo no puedo oir otra cosa."
El silencio siguió a mis palabras. Una pasión de piedad me había sacudido mientras hablaba, pero cuando miré a mi alrededor a mi compañía, vi que, lejos de estar agitados como yo lo estaba, sus rostros expresaban una fría y dura estupefacción, mezclada en Edith con extrema mortificación, en su padre con ira. Las señoras estaban intercambiando miradas escandalizadas, mientras uno de los caballeros se había puesto el monóculo y me estaba estudiando con un aire de curiosidad científica. Cuando vi que las cosas que para mi eran tan intolerables no les conmovían en absoluto, que las palabras que derretían mi corazón al hablar, únicamente les habían hecho sentirse molestos con el que las dijo, primero me quedé conmocionado y luego fui vencido por una desesperante indisposición y debilidad en mi corazón. ¡Qué esperanza había para los desventurados, para el mundo, si hombres juiciosos y tiernas mujeres no se sentían conmovidos por cosas como estas! Entonces sopesé que debía de ser porque no había hablado acertadamente. Sin duda había expuesto el caso pésimamente. Estaban enfadados porque pensaban que estaba recriminándoles, cuando Dios sabe que estaba meramente pensando en el horror del hecho sin intentar de ningún modo asignar la responsabilidad de ello.
Atemperé mi pasión, e intenté hablar con calma y con lógica de modo que pudiese corregir esta impresión. Les dije que no había intentado acusarles, como si ellos, o los ricos en general, fuesen los responsables de la miseria del mundo. Cierto era de hecho, que la superfluidez con la cual despilfarraban podría, impartida de otro modo, aliviar mucho amargo sufrimiento. Estas costosas viandas, estos ricos vinos, estos primorosos tejidos y resplandecientes joyas representaban el rescate de muchas vidas. Verdaderamente no carecían de la culpa de quienes despilfarran en un país golpeado por la hambruna. Sin embargo, todo el despilfarro de los ricos, si se ahorrase, de poco serviría para curar la pobreza del mundo. Había tan poco para dividir que incluso si los ricos repartiesen por igual con los pobres, no resultaría sino una comida común a base de mendrugos, aunque resultaría muy dulce entonces debido al amor fraternal.
La locura de los hombres, no la dureza de su corazón, era la gran causa de la pobreza del mundo. No era el crimen de un hombre, ni de ninguna clase de hombres, lo que hizo a la humanidad tan mísera, sino un horrendo, espantoso error, un colosal disparate que oscureció el mundo. Y entonces les mostré cómo cuatro quintas partes del trabajo de los hombres eran absolutamente despilfarradas por el mutuo estado de guerra, la falta de organización y concierto entre los trabajadores. Buscando exponer el asunto muy claramente, puse el caso de los países áridos donde el suelo producía los medios de vida únicamente mediante un cuidadoso uso de los canales de irrigación. Les mostré cómo en tales países se tenía como la función más importante del gobierno el vigilar que el agua no fuese despilfarrada por el egoísmo y la ignorancia de individuos, ya que de otro modo habría hambruna. A este fin su uso estaba estrictamente regulado y sistematizado, y no se les permitía a los individuos que por capricho la contuvieran o desviasen, o la manipularan de ningún modo.
El trabajo de los hombres, expliqué, era la corriente fertilizante que por sí sola hacía que la tierra fuese habitable. A lo sumo era una exigua corriente, y su uso requería ser regulado por un sistema que expende cada gota al máximo provecho, si el mundo fuese a ser mantenido en la abundancia. Pero ¡qué lejos de ningún sistema estaba la práctica vigente! Cada hombre despilfarraba el precioso fuído como quería, movido únicamente por iguales motivos de salvar su propia cosecha y echar a perder la de su vecino, de modo que la suya pudiese tener la mejor venta. Ya con avaricia, ya con rencor, algunos campos estaban inundados mientras otros estaban deshidratados, y la mitad del agua corría completamente desperdiciada. En tal país, aunque unos pocos por la fuerza o la astucia pudieran ganar los medios del lujo, el destino de la gran masa debe ser la pobreza, y el de los débiles e ignorantes la amarga necesidad y la hambruna perenne.
Pero asuma la nación golpeada por la hambruna la función que había desatendido, y regule para el bien común el curso de las corrientes que dan vida, y la tierra florecerá como un jardín, y ninguno de sus hijos carecerá de ninguna cosa buena. Describí la felicidad física, la ilustración mental, y la elevación moral que acompañaría las vidas de todos los hombres. Hablé con fervor de ese nuevo mundo, bendecido con la abundancia, purificado por la justicia y dulcificado por la bondad y la hermandad, el mundo con el cual de hecho había tan solo soñado, pero que podría tan fácilmente ser hecho realidad. Pero cuando esperaba que ya seguramente los rostros que había a mi alrededor se iba a iluminar con emociones semejantes a las mías, se volvieron todavía más oscuros, enfadados, y despreciativos. En vez de entusiasmo, las señoras mostraron únicamente aversión y horror, mientras que los hombres me interrumpieron con gritos de reprobación y desafío. "¡Loco!" "¡Infame!" "¡Fanático!" "¡Enemigo de la sociedad!" fueron algunos de sus gritos, y el que se había puesto antes el monóculo exclamó, "Dice que ya no va a haber pobres. ¡Ja! ¡Ja!"
"¡Echen a este tipo!" exclamó el padre de mi prometida, y a la señal, los hombres saltaron de sus sillas y avanzaron sobre mi.
Me pareció que el corazón me iba a estallar por la angustia de hallar que lo que era tan claro para mi y tan importante, para ellos no tenía el menor sentido, y que estaba imposibilitado para que fuera de otro modo. Tan ardiente había estado mi corazón que había pensado derretir un iceberg con su fulgor, pero únicamente hallé al final un dominante escalofrío apoderándose de mis propios órganos vitales. No era enemistad lo que había sentido hacia ellos mientras me apresaban, sino lástima únicamente, por ellos y por el mundo.
Aunque desesperado, no podía ceder. Inmóvil, forcejeé con ellos. Las lágrimas se derramaban de mis ojos. En mi vehemencia me volví inarticulado. Jadeé, sollocé, gemí, e inmediatamente después me encontré sentado en la cama de mi habitación de la casa del Dr. Leete, y el sol de la mañana brillando en mis ojos a través de la ventana abierta. Estaba sin aliento. Las lágrimas estaban chorreando por mi rostro, y cada uno de mis nervios se estremecía.
Como un convicto fugado que sueña que ha sido vuelto a capturar y llevado de regreso a su oscura y apestosa mazmorra, y abre los ojos para ver la bóveda celeste extenderse por encima de él, así me encontraba yo, mientras comprendía que mi regreso al siglo diecinueve había sido el sueño, y mi presencia en el siglo veinte la realidad.
Las crueles visiones de las que había sido testigo en mi sueño, y que podía confirmar tan bien en base a la experiencia de mi vida anterior, aunque habían ¡ay! ocurrido una vez, y deben en retrospectiva hasta el fin de los tiempos conmover a los compasivos hasta llorar, se habían ido, gracias a Dios, para siempre. Hace tiempo que opresor y oprimido, profeta y escarnecedor, se habían convertido en polvo. Durante generaciones, rico y pobre habían sido palabras olvidadas.
Pero en ese momento, mientras todavía meditaba con inenarrable agradecimiento por la grandeza de la salvación del mundo y mi privilegio de contemplarlo, repentinamente me atravesó como un cuchillo una punzada de vergüenza, remordimiento, y asombroso auto-reproche, que dobló mi cabeza sobre mi pecho y me hizo desear que la tumba me hubiese ocultado del sol con mis semejantes. Porque yo había sido un hombre de aquél tiempo anterior. ¿Qué había hecho yo para ayudar a la liberación de la cual ahora se suponía que disfrutaba? Yo que había vivido en aquellos días crueles e insensatos, ¿qué había hecho para ponerles fin? Había sido completamente indiferente a la miseria de mis hermanos, tan cínicamente incrédulo de cosas mejores, tan entontecido adorador del Caos y la Antigua Noche, como cualquiera de mis semejantes. En lo que respecta a lo que fue mi influencia personal, había sido ejercida más bien para impedir que para ayudar a acometer la liberación de la humanidad que incluso entonces se estaba preparando. ¿Qué derecho tenía yo para aclamar una salvación que me hacía objeto de reproche, para disfrutar en un día de cuyo amanecer me había mofado?
"Mejor para ti, mejor para ti," sonaba una voz dentro de mi, "si este maléfico sueño hubiese sido la realidad, y esta hermosa realidad el sueño; mejor papel harías suplicando por una humanidad crucificada en medio de una generación que se mofaba, que aquí, bebiendo de pozos que no excavaste, y comiendo de los árboles cuyos agricultores apedreaste"; y mi espíritu respondió, "Mejor, verdaderamente."
Cuando finalmente alcé mi cabeza y miré por la ventana, Edith, fresca como la mañana, había salido al jardín y estaba recogiendo flores. Me apresuré a bajar hasta donde ella estaba. Arrodillándome ante ella, con mi rostro en el polvo, confesé con lágrimas cuán poco merecedor era de respirar el aire de este siglo dorado, y cuán infinitamente menos para llevar sobre mi pecho su consumada flor. Afortunado es aquel que, con un caso tan desesperado como el mío, encuentra un juez tan misericordioso.