Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 26
Creo que si se pudiese disculpar alguna vez a una persona por perder la noción de los días de la semana, se me podía disculpar a mi dadas las circunstancias. De hecho, si me hubiesen dicho que el método para medir el tiempo había cambiado por completo y que los días se contaban ahora en lotes de cinco, diez, o quince, en vez de siete, no me hubiera sorprendido de ningún modo, después de lo que ya había visto y oído en el siglo veinte. La primera vez que me pregunté sobre los días de la semana fue la mañana siguiente a la conversación relatada en el capítulo anterior. En la mesa del desayuno el Dr. Leete me preguntó si me importaría oir un sermón.
"Entonces ¿es domingo?" exclamé.
"Sí," replicó. "Fue en viernes, ya ve, cuando hicimos el afortunado descubrimiento de la cámara enterrada, al cual debemos su compañía esta mañana. Era sábado de madrugada, poco después de medianoche, cuando despertó la primera vez, y domingo por la tarde cuando despertó la segunda vez con sus facultades completamente recuperadas."
"Así que todavía hay domingos y sermones," dije. "Teníamos profetas que predijeron que mucho antes de esta época el mundo habría acabado con ambos. Tengo mucha curiosidad por saber cómo encajan los sistemas eclesiásticos en el resto de su orden social. Supongo que tienen una especie de iglesia nacional con clérigos oficiales."
El Dr. Leete se rio, y la Sra. Leete y Edith parecían divertirse de lo lindo.
"Vaya, Sr. West," dijo Edith, "qué gente tan rara nos consideras. ¿Vosotros habíais acabado completamente con la instituciones religiosas nacionales en el siglo diecinueve, y te imaginas que hemos vuelto a ellas?"
"Pero ¿cómo pueden las iglesias voluntarias y una profesión no oficial de clérigo reconciliarse con la propiedad nacional de todos los edificios, y el servicio industrial requerido de todas las personas?" respondí.
"Las prácticas religiosas de la gente han cambiado considerablemente de modo natural en un siglo," replicó el Dr. Leete; "pero suponiendo que hubiesen permanecido inmutables, nuestro sistema social las hubiese dado acomodo perfectamente. La nación suministra edificios a cualquier persona o grupo de personas con el aval del alquiler, y permanecen como inquilinos mientras paguen. En cuanto a los clérigos, si un número de personas desea los servicios de un individuo para cualquier fin específico, aparte del servicio general de la nación, pueden asegurárselo, con el consentimiento de ese individuo, por supuesto, justo como nos aseguramos el servicio de nuestros editores, contribuyendo con sus tarjetas de crédito a una indemnización para la nación por la pérdida de su servicio en la industria general. Esta indemnización pagada a la nación por el individuo, responde al salario pagado en su época al individuo mismo; y las varias aplicaciones de este principio dan a la iniciativa privada completa libertad en todos los detalles para los cuales el control nacional no es aplicable. Entonces, en cuanto a oir hoy un sermón, si así desea hacerlo, puede o bien ir a oirlo a la iglesia o bien quedarse en casa."
"¿Cómo voy a oirlo si me quedo en casa?"
"Simplemente acompañándonos a la habitación de la música a la hora adecuada y eligiendo un asiento cómodo. Hay algunos que todavía prefieren oir los sermones en la iglesia, pero la mayoría de nuestros sermones, como nuestras interpretaciones musicales, no son en público, sino dados en cámaras acústicamente preparadas, conectadas por cable con las casas de los suscriptores. Si prefiere usted ir a una iglesia me será grato acompañarle, pero realmente no creo que sea probable que escuche usted en ninguna parte un discurso mejor que el que escuchará en casa. Veo por el periódico que el Sr. Barton va a dar el sermón esta mañana, y él da los sermones sólo por teléfono, y para audiencias que a menudo alcanzan un número de 150.000 personas."
"La novedad de la experiencia de oir un sermón bajo tales circunstancias me inclinaría a ser uno de los oyentes del Sr. Barton, si no hubiese otra razón," dije.
Una o dos horas más tarde, mientras estaba sentado en la biblioteca leyendo, Edith vino por mi, y la seguí a la habitación de la música, donde el Dr. y la Sra. Leete estaban esperando. Tan pronto como nos hubimos sentado cómodamente, se oyó el tintineo de una campanilla, y unos instantes después la voz de un hombre, con el tono de una conversación normal, se dirigió a nosotros, el efecto era como si procediese de una persona invisible que hubiese en la habitación. Esto fue lo que la voz dijo:
SERMÓN DEL SR. BARTON
"Hemos tenido entre nosotros, durante la semana pasada, un crítico del siglo diecinueve, un representante vivo de la época de nuestros bisabuelos. Sería extraño si un hecho tan extraordinario no hubiese afectado fuertemente nuestra imaginación de algún modo. Quizá la mayoría de nosotros nos hemos visto estimulados para realizar un esfuerzo para comprender la sociedad de hace un siglo, y figurarnos cómo debe de haber sido vivir en aquel entonces. Al invitaros ahora a considerar ciertas reflexiones que se me han ocurrido sobre este asunto, supongo que más bien seguiré el rumbo de vuestos propios pensamientos, en vez de desviarme."
Edith susurró algo a su padre en ese momento, a lo cual él asintió con la cabeza y se giró hacia mi.
"Sr. West," dijo, "Edith sugiere que puede resultarle a usted ligeramente embarazoso escuchar un discurso en la línea que está formulando el Sr. Barton, y si es así, no es necesario que se sienta burlado a costa de un sermón. Ella nos conectará con la sala donde habla el Sr. Sweetser si así nos lo indica, y aún puedo prometerle un muy buen discurso."
"No, no," dije. "Creame, preferiría mucho más oir lo que el Sr. Barton tenga que decir."
"Como guste," replicó mi anfitrión.
Mientras su padre hablaba conmigo, Edith había tocado un tornillo, y la voz del Sr. Barton había cesado abruptamente. Ahora, a otro toque, la habitación se llenó una vez más con los tonos llenos de entusiasmo y simpatía que ya me habían impresionado de la manera más favorable.
"Me aventuro a suponer que se ha producido un efecto común entre todos nosotros como resultado de este esfuerzo retrospectivo, y que dicho efecto ha sido dejarnos asombrados más que nunca con el estupendo cambio que un breve siglo ha producido en las condiciones materiales y morales de la humanidad.
"Aun así, en lo que respecta al contraste entre la pobreza de la nación y del mundo en el siglo diecinueve y la riqueza actual, no es mayor, posiblemente, que lo que se haya visto antes en la historia de la humanidad, quiza no mayor, por ejemplo, que entre la pobreza de este país durante el más temprano período colonial del siglo diecisiete y la relativamente gran riqueza que alcanzó al final del siglo diecinueve, o entre la Inglaterra de Guillermo el Conquistador y la de Victoria. Aunque la suma de las riquezas de una nación no proporcionaba entonces, como ahora, ningún criterio de precisión acerca de la masa de su pueblo, no obstante casos como estos proporcionan paralelismos parciales por el lado meramente material del contraste entre el siglo diecinueve y el veinte. Cuando contemplamos el aspecto moral de ese contraste, nos encontramos en presencia de un fenómeno para el cual la historia no ofrece precedente, no importa cuán atrás podamos echar nuestra vista. Pudiera casi ser disculpado quien exclamase, '¡Aquí, seguramente, ha ocurrido algo semejante a un milagro!' Sin embargo, cuando abandonamos el asombro ocioso, y comenzamos a examinar críticamente el aparente prodigio, no encontramos prodigio alguno, mucho menos un milagro. No es preciso suponer un renacimiento moral de la humanidad, o una destrucción al por mayor de los malvados y una supervivencia de los buenos, para explicar el hecho que tenemos ante nosotros. Encuentra su sencilla y obvia explicación en la reacción de la naturaleza humana ante un entorno que ha cambiado. Significa meramente que una forma de sociedad que fue fundada sobre el pseudo interés propio del egoísmo, y que apeló únicamente al lado antisocial y brutal de la naturaleza humana, ha sido reemplazada por instituciones basadas en el verdadero interés propio de un racional altruísmo, y que apelan a los instintos sociales y generosos del hombre.
"Amigos míos, si quisieseis ver a los hombres de nuevo como las bestias de presa que parecían en el siglo diecinueve, todo lo que tenéis que hacer es restaurar el viejo sistema social e industrial, que les enseñó a ver su presa natural en sus semejantes, y encontrar sus ganancias en las pérdidas de los demás. Si duda os parece que ninguna necesidad, no importa cuán horrenda, os habría tentado a subsistir en base a la superior habilidad o fuerza que os permitiese arrebatar lo que fuese a otros igualmente necesitados. Pero suponed que no fuese meramente vuestra propia vida de lo que fueseis responsables. Sé muy bien que debe haber habido muchos casos de hombres entre nuestros antepasados que, si hubiese sido meramente una cuestión de su propia vida, habrían desistido antes que alimentarse de pan arrebatado a otros. Pero no se les permitía hacer esto. Tenían vidas amadas que dependían de ellos. Los hombres amaban a las mujeres en aquellos días, como ahora. Dios sabe cuánto osaban ser padres, pero tenían bebés tan dulces para ellos, sin duda, como los nuestros para nosotros, a quienes debían alimentar, vestir, educar. Las criaturas más pacíficas son fieras cuando tienen jóvenes a quienes alimentar, y en aquella sociedad de lobos la lucha por el pan adquiría una peculiar desesperación partiendo de los más tiernos sentimientos. A causa de aquellos que dependían de él, un hombre no podía elegir, sino precipitarse a la inmunda lucha--estafar, no tener escrúpulos, desbancar, defraudar, comprar por debajo del valor y vender por encima, destruir el negocio mediante el cual su vecino alimentaba a sus hijos, tentar a la gente a que comprase lo que no debería y vendiese lo que no debería, machacar a sus trabajadores, hacer sudar a sus deudores, engañar a sus acreedores. Aunque un hombre lo buscase cuidadosamente y entre lágrimas, era difícil encontrar un modo mediante el cual pudiese ganarse la vida y alimentar a su familia excepto presionando a un rival más débil y quitándole la comida de la boca. Incluso los ministros de la religión no estaban exentos de esta necesidad cruel. Mientras advertían a su grey en contra del amor al dinero, la consideración por sus familias les obligaba a mantener una perspectiva sobre los premios pecuniarios de sus vocaciones. Pobres hombres, la de ellos era de hecho una árdua ocupación, predicando a los hombres una generosidad y altruísmo que ellos y todo el mundo sabían que, en el estado de cosas existente en el mundo, reduciría a la pobreza a aquellos que los practicasen, fijando leyes de conducta que la ley de supervivencia obligaba a los hombres a romper. Considerando el espectáculo inhumano de la sociedad, estos hombres dignos se lamentaban amargamente de la depravación de la naturaleza humana; ¡como si la naturaleza angelical no hubiese sido depravada en semejante escuela del diablo! Ay, amigos míos, creedme, no es ahora en esta era feliz cuando los seres humanos están demostrando lo divino que hay dentro de ellos. Era más bien en aquellos días maléficos cuando ni siquiera la lucha de unos con otros por la vida, la lucha por la mera existencia, en la cual la clemencia era una locura, podía desterrar por completo de la tierra la generosidad y la bondad.
"No es difícil comprender la desesperación con la cual los hombres y las mujeres, que bajo otras condiciones habrían estado llenos de generosidad y verdad, luchaban y se desgarraban unos contra otros en la pugna por el oro, cuando nos damos cuenta de lo que significaba perderlo, de lo que la pobreza era en aquella época. Para el cuerpo era el hambre y la sed, el tormento por el calor y las heladas, el abandono en la enfermedad, en la salud la incesante tarea; para la naturaleza moral significaba opresión, desprecio, y soportar pacientemente la indignidad, brutales pensamientos adquiridos en la infancia, la pérdida de toda la inocencia de la niñez, de la gracia de la condición femenina, de la dignidad de la masculina; para la mente significaba la muerte resultante de la ignorancia, el entumecimiento de todas aquellas facultades que nos distinguen de las bestias, la reducción de la vida a un ciclo de funciones corporales.
"Ay, amigos míos, si semejante destino os fuese ofrecido a vosotros y a vuestros hijos como la única alternativa al éxito en la acumulación de riqueza, ¿cuánto tiempo imagináis que tardaríais en hundiros hasta el nivel moral de vuestros antepasados?
"Hace unos dos o tres siglos un acto de barbarie fue cometido en la India, en el cual, aunque el número de vidas destruídas no fue sino de unas pocas veintenas, concurrieron tan peculiares horrores que su memoria probablemente sea perpetua. Un número de prisioneros ingleses fue encerrado en una habitación que no contenía aire suficiente para la décima parte de ellos. Los infortunados eran hombres galantes, devotos camaradas en servicio, pero, cuando las agonías de la asfixia comenzaron a hacer presa en ellos, olvidaron todo lo demás, y se vieron envueltos en una abominable lucha, cada uno a favor de sí mismo, y en contra de los demás, para forzar un camino hacia una de las pequeñas aberturas de la prisión en las cuales era donde únicamente se podía conseguir una inhalación de aire. Fue una lucha en la cual los hombres se volvieron bestias, y el relato de sus horrores por los pocos supervivientes conmocionó tanto a nuestros antepasados que a lo largo de todo el siglo que siguió encontramos una referencia continua en su literatura como una típica ilustración de los posibles extremos de la miseria humana, tan estremecedor en su aspecto moral como físico. Apenas podían haber anticipado que a nosotros, el Agujero Negro de Calcuta, con su amontonamiento de hombres enloquecidos, desgarrandose y pisoteandose unos a otros en la pugna por ganar un lugar junto a los agujeros para respirar, nos parecería un notable modelo de la sociedad de su época. Le faltaba algo para ser un modelo completo, sin embargo, porque en el Agujero Negro de Calcuta no había tiernas mujeres, ni niños pequeños u hombres y mujeres mayores, ni lisiados. Al menos quienes sufrieron eran todos hombres, fuertes para aguantar.
"Cuando reflexionamos sobre que el antiguo orden del cual hemos estado hablando prevaleció hasta el final del siglo diecinueve, aunque para nosotros el nuevo orden que lo sucedió nos parece ya antiguo, incluso no habiendo nuestros padres conocido otro, no podemos por menos que asombrarnos de la rapidez con la cual una transición tan profunda más allá de toda experiencia previa de la humanidad debe haber sido efectuada. Una observación del estado de la mente de las personas durante el último cuarto del siglo diecinueve, sin embargo, disipará, en gran medida, este asombro. Aunque la inteligencia general en el sentido moderno no podría decirse que existiera en ninguna comunidad en aquella época, aun así, comparada con generaciones anteriores, la generación de aquella época era inteligente. La consecuencia inevitable de incluso este grado comparativo de inteligencia fue una percepción de los males de la sociedad, tan general como nunca antes lo había sido. Es completamente cierto que estos males habían sido incluso peores, mucho peores, en épocas anteriores. Fue la incrementada inteligencia de las masas lo que marcó la diferencia, como el amanecer revela la mugre del entorno que en la oscuridad puede haber parecido tolerable. El tono de la literatura del período fue de compasión por los pobres e infortunados, y de indignado clamor contra el fracaso de la maquinaria social en mejorar las miserias de la humanidad. De este despliegue emocional está claro que la atrocidad moral del espectáculo que había a su alrededor era, al menos por destellos, comprendida completamente por los mejores hombres de aquel tiempo, y que de ellos, aquellos que tenían el corazón más sensitivo y generoso vieron su vida convertida en algo casi insoportable por la intensidad de su conmiseración.
"Aunque la idea de la unidad vital de la familia de la humanidad, la realidad de la hermandad humana, estaba muy lejos de ser entendida por ellos como el axioma moral que a nosotros nos parece, aun así es un error suponer que no había ningún sentimiento que correspondiese con ella. Podría leeros pasajes de gran belleza de algunos de sus escritores que muestran que el concepto fue claramente alcanzado por unos pocos, y sin duda vagamente por muchos más. Además, no debe olvidarse que el siglo diecinueve era cristiano de nombre, y el hecho de que todo el marco comercial e industrial de la sociedad fuese la encarnación del espíritu anticristiano debe haber tenido algún peso, aunque admito que fue extrañamente poco, en los seguidores nominales de Jesucristo.
"Cuando preguntamos por qué no tuvo más, por qué, en general, mucho después de que una vasta mayoría de personas estuvo de acuerdo en relación a los manifiestos abusos del orden social existente, todavía lo toleraron, o se contentaron hablando de reformas intranscendentes, nos encontramos con un hecho extraordinario. Era la sincera creencia de incluso los mejores hombres de aquella época que los únicos elementos estables de la naturaleza humana, sobre los cuales podía ser fundado con seguridad un sistema social, eran sus peores inclinaciones. Les habían enseñado y creían que ser ambicioso e interesado era todo lo que mantenía unida a la humanidad, y que todas las asociaciones humanas se harían pedazos si se hiciese algo para desafilar el filo de estos motivos o refrenar su operación. En una palabra, creían--incluso aquellos que anhelaban creer otra cosa--exactamente lo contrario de lo que a nosotros nos parece evidente en sí mismo; esto es, creían que las cualidades antisociales del hombre, y no sus cualidades sociales, eran las que proporcionaban la fuerza cohesiva de la sociedad. Les parecía razonable que las personas viviesen juntas únicamente con el propósito de hacer tratos sin escrúpulos y oprimirse unos a otros, y para sufrir la falta de escrúpulos y la opresión, y que mientras pudiese perdurar una sociedad que diese total campo de acción a esos instintos, había pocas oportunidades para una sociedad basada en la idea de cooperación para el beneficio de todos. Parece absurdo esperar que nadie crea que convicciones como esas fueron seriamente mantenidas por los seres humanos; pero que no solamente fueron mantenidas por nuestros bisabuelos, sino que fueron responsables del largo retraso en eliminar el antiguo orden, después de que se hiciese general la convicción sobre sus intolerables abusos, está tan bien establecido como puede estarlo un hecho en la historia. Justo aquí encontraréis la explicación del profundo pesimismo de la literatura del último cuarto del siglo diecinueve, la nota de melancolía en su poesía, y el cinismo de su humor.
"Sintiendo que el estado de la humanidad era insoportable, no tenían una clara esperanza en nada mejor. Creían que la evolución de la humanidad había dado como resultado el llevarla a un callejón sin salida, y que no había manera de avanzar. El estado de ánimo de las personas en aquella época está notablemente ilustrado por los tratados que han llegado hasta nosotros, y que pueden incluso ser consultados en nuestras bibliotecas por los curiosos, en los cuales se siguen laboriosos argumentos para demostrar que a pesar de la malévola y difícil condición de la humanidad, la vida, mediante una leve preponderancia de consideraciones, merecía más la pena vivirla que abandonarla. Despreciándose a sí mismos, despreciaban al Creador. Hubo un declive general de las creencias religiosas. Destellos pálidos y diluídos, de cielos espesamente velados por la duda y el temor, encendieron por sí solos el caos de la tierra. Que los hombres dudasen de Él, cuyo aliento estaba en sus fosas nasales, o temiesen las manos que los moldearon, nos parece de hecho una locura digna de compasión; pero debemos recordar que los niños que son valientes durante el día a veces tienen estúpidos temores durante la noche. Desde entonces, ha llegado el amanecer. Es muy fácil creer en la paternidad de Dios en el siglo veinte.
"En pocas palabras, como es preciso en un discurso de estas características, he aludido a algunas de las causas que prepararon las mentes de los hombres para el cambio del antiguo orden al nuevo, así como algunas causas del conservadurismo de la desesperación que durante un tiempo lo retrasó aun cuando el momento propicio ya había llegado. Maravillarse de la rapidez con la cual se completó el cambio después de que su posibilidad fue sopesada por primera vez, es olvidar el efecto embriagador de la esperanza sobre las mentes largo tiempo acostumbradas a la desesperación. La aparición repentina de los rayos de sol, después de tan larga y oscura noche, debe necesariamente haber tenido un efecto deslumbrante. Desde el momento en que los hombres se permitieron creer que la humanidad después de todo no estaba destinada a ser un enano, cuya achaparrada estatura no era la medida de su posible crecimiento, sino que estaba al borde de una fase de desarrollo sin límites, la reacción debió necesariamente ser abrumadora. Es evidente que nada fue capaz de oponer resistencia contra el entusiasmo que la nueva fe inspiraba.
"Aquí, al fin los hombres deben haber sentido que había una causa comparada con la cual las más grandes causas históricas habían sido triviales. Sin duda porque podía haber requerido millones de mártires, ninguno fue necesario. El cambio de una dinastía en un reino mezquino del mundo antiguo a menudo costó más vidas que la revolución, que encaminó los pasos del género humano al fin por el camino correcto.
"Sin duda ello difícilmente se adecúa a quien la buena fortuna de la vida en nuestra resplandeciente época le ha concedido desear que su destino sea diferente, y aun así he pensado a menudo que de buena gana cambiaría mi parte en este sereno y dorado día, por un lugar en aquella tormentosa época de transición, cuando los héroes reventaron la enrejada puerta del futuro y revelaron a la encendida mirada de una humanidad sin esperanza, en vez del muro vacío que había cerrado su camino, una perspectiva de progreso cuyo final, por el mero exceso de luz, todavía nos deslumbra. ¡Ay, amigos míos! ¿quién dirá que haber vivido entonces, cuando la más débil influencia fue una palanca a cuyo tacto temblaron los siglos, no merecía dicha parte incluso en esta era de fruición?
"Conocéis la historia de la última, más grande, y más carente de sangre, de todas las revoluciones. En el tiempo de una generación los hombres dejaron a un lado las tradiciones sociales y las prácticas de los bárbaros, y asumieron un orden social, digno de seres racionales y humanos. Al dejar de ser depredadores en sus hábitos, se hicieron colaboradores, y encontraron en la fraternidad, de inmediato, la ciencia de la salud y la felicidad. '¿Qué comeré y beberé, y con qué me vestiré?' enunciado como un problema que comienza y termina en sí mismo, había causado ansiedad y era un problema sin final. Pero una vez fue concebido, no desde el individuo, sino desde el punto de vista fraternal, las dificultades del '¿Qué comeré y beberé, y con qué me vestiré?' se desvanecieron.
"La pobreza con servidumbre había sido el resultado, para la masa de la humanidad, de intentar resolver el problema del sustento desde el punto de vista del individuo, pero tan pronto la nación llegó a ser el único capitalista y empleador no sólo la abundancia reemplazó a la pobreza, sino que el último vestigio de servidumbre del hombre hacia el hombre desapareció de la tierra. La esclavitud humana, tan a menudo en vano frustrada, al fin fue eliminada. Los medios de subsistencia ya no fueron dosificados a las mujeres por los hombres, a los empleados por los empleadores, a los pobres por los ricos, fueron distribuídos partiendo de un almacenamiento común como entre los niños sentados a la mesa del padre. Fue imposible para un hombre usar nunca más a sus semejantes como herramientas para su propio beneficio. Su estima fue la única clase de ganancia que pudo obtener desde entonces. No hubo más arrogancia o servilismo en las relaciones entre los seres humanos. Por primera vez desde la creación, cada hombre se mantuvo erguido ante Dios. El temor a la necesidad y el deseo de ganancia se hicieron motivaciones extintas cuando la abundancia fue asegurada para todos y las descomedidas posesiones se hicieron imposibles de alcanzar. No hubo más mendigos ni asistentes sociales. La equidad dejó a la caridad sin ocupación. Los diez mandamientos se hicieron casi obsoletos en un mundo donde no había tentación de robar, ni ocasión para mentir fuera por miedo o favor, ni lugar para la envidia donde todos eran iguales, y poca provocación a la violencia donde los hombres estaban desarmados de poder para hacerse daño los unos a los otros. El antiguo sueño de la humanidad, de libertad, igualdad, fraternidad, burlado durante tántas épocas, al fin se hizo realidad.
"Como en la vieja sociedad los generosos, los justos, los tiernos de corazón habían estado en desventaja poseyendo estas cualidades, así en la nueva sociedad los fríos de corazón, los ambiciosos, y los egoístas se encontraron desvinculados del mundo. Ahora que las condiciones de vida por primera vez dejaron de operar como un proceso que fuerza al desarrollo de las cualidades brutales de la naturaleza humana, y el premio que anteriormente había alentado el egoísmo fue no solamente eliminado, sino dado conforme al altruismo, fue posible ver por primera vez cómo era realmente la naturaleza humana no pervertida. Las tendencias depravadas, que habían crecido por doquier y oscurecido en tan larga medida a las mejores, ahora se marchitaban como hongos de un sótano al aire libre, y las más nobles cualidades mostraron una repentina exuberancia que transformó a los cínicos en panegiristas y por primera vez en la historia humana tentó a la humanidad a enamorarse de sí misma. Pronto fue completamente revelado lo que los eclesiásticos y filósofos del viejo mundo nunca habrían creído, que la naturaleza humana en sus cualidades esenciales es buena, no mala, que los hombres por su natural intención y estructura son generosos, no egoístas, compasivos, no crueles, comprensivos, no arrogantes, parecidos a Dios en sus aspiraciones, cuyo instinto posee los más divinos impulsos de ternura y autosacrificio, imágenes de Dios de hecho, no las parodias de Él que habían sido. La constante presión, a través de innumerables generaciones, de condiciones de vida que podrían haber pervertido a los ángeles, no había sido capaz de alterar esencialmente la natural nobleza de la humanidad, y una vez que estas condiciones fueron eliminadas, como en un árbol doblado, volvió a su normal rectitud.
"Para exponer todo el asunto en la brevedad de una parábola, permitidme que compare la humanidad de la antigüedad con un rosal plantado en un pantano, regado con aguas negras, respirando miasmáticas nieblas por el día, y enfriado con rocíos envenenados por la noche. Innumerables generaciones de jardineros habían dado lo mejor de sí para hacerlo florecer, pero más allá de una medio-apertura ocasional de un capullo con un gusano en su interior, sus esfuerzos habían sido infructuosos. Muchos, de hecho, pretendían que el arbusto no era un rosal en absoluto, sino un matojo nocivo, que sólo valía para ser arrancado de raíz y quemado. Los jardineros, en su mayor parte, sin embargo, mantenían que el arbusto pertenecía a la familia de la rosa, pero tenía algún defecto inextirpable, que evitaba que los capullos saliesen, y que explicaba su condición enfermiza general. Había unos pocos, de hecho, que mantenían que la raza era suficientemente buena, que el problema estaba en el pantano, y que bajo condiciones más favorables podría esperarse que a la planta le iría mejor. Pero estas personas no eran jardineros habituales, y siendo condenados por éstos como meros teóricos y soñadores, eran, en su mayor parte, considerados así por la gente. Además, exhortados algunos eminentes filósofos morales, incluso concediendo en pro de la discusión que al arbusto pudiese posiblemente irle mejor en otra parte, era una disciplina más valiosa para los capullos el tratar de florecer en una ciénaga que lo que sería bajo unas más favorables condiciones. Los capullos que lograban abrirse pudieran de hecho ser muy raros, y las flores pálidas y sin olor, pero representaban muchísimo más el esfuerzo moral que si hubiesen florecido espontáneamente en un jardín.
"Los jardineros habituales y los filósofos morales se salieron con la suya. El arbusto permaneció enraizado en el pantano, y su tratamiento continuó por los mismos derroteros de siempre. Continuamente se aplicaban a las raíces nuevas variedades de mejunjes fortalecedores, e innumerables recetas, cada una declarada por sus defensores como la mejor y la única preparación adecuada, fueron utilizadas para matar los bichos y quitar el moho. Así se continuó durante muchísimo tiempo. Ocasionalmente algunos pretendían observar una leve mejora en la apariencia del arbusto, pero había otros tantos que declaraban que no tenía tan buen aspecto como el que solía tener. En general no podía decirse que hubiese ningún cambio notable. Finalmente, durante un período de general desaliento en cuanto a las perspectivas del arbusto si seguía donde estaba, la idea de transplantarlo fue planteada una vez más, y esta vez encontró favor. 'Intentemoslo,' fue la voz general. 'Quizá pueda prosperar mejor en otra parte, y aquí es ciertamente dudoso si merecerá la pena cultivar durante más tiempo.' Así aconteció que el rosal de la humanidad fue transplantado, y puesto en una tierra, dulce, cálida, seca, donde el sol lo bañaba, las estrellas lo cortejaban, y el viento del sur lo acariciaba. Entonces se hizo visible que era de hecho un rosal. Los bichos y el moho desaparecieron, y el arbusto se cubrió de las más hermosas rosas rojas, cuya fragancia llenó el mundo.
"Es una promesa del destino señalado para nosotros que el Creador ha puesto en nuestros corazones un estándar infinito de realización, juzgado por el cual nuestros pasados logros parecen siempre insignificantes, y el objetivo nunca cercano. Si nuestros antepasados hubiesen concebido un estado de sociedad en el cual los hombres viviesen juntos como hermanos en unidad, sin antagonismos ni envidias, violencia ni desmesuras, y donde, al precio de un trabajo no mayor de lo que demanda la salud, en ocupaciones que eligiesen, se habrían liberado por completo de la preocupación por el mañana y no estarían más preocupados por su sustento que árboles que fuesen regados por ríos inagotables,--si hubiesen concebido tal situación, yo digo que les habría parecido nada menos que el paraíso. La habrían confundido con su idea del cielo, o soñado que podría estar mucho más allá de cualquier cosa deseable o por la que esforzarse.
"Pero ¿cómo nos va nosotros que estamos a esta altura que ellos miraron? Ya casi hemos olvidado, excepto cuando viene especialmente a nuestras mentes en alguna ocasión como la presente, que no siempre le fue a la humanidad como le va ahora. Supone un esfuerzo de nuestra imaginación el concebir el orden social de nuestros inmediatos antepasados. Lo encontramos grotesco. La solución del problema del mantenimiento físico hasta desterrar la preocupación y el crimen, que hasta ahora nos parece un logro definitivo, nos surge a la vista como un preliminar a cualquier progreso humano real. Nos hemos simplemente librado de un hostigamiento impertinente e innecesario que impedía a nuestros antepasados acometer los fines auténticos de la existencia. Somos la humanidad desnuda; nada más. Somos como un niño que acaba de aprender a sostenerse de pie y caminar. Es un gran acontecimiento, desde el punto de vista del niño, cuando anda por primera vez. Quizá se imagina que poco puede haber más allá de este logro, pero un año después ha olvidado que no siempre supo andar. Su horizonte se ensanchó cuando se alzó, y se alargó cuando se movió. Un gran acontecimiento, de hecho, en un sentido, fue su primer paso, pero únicamente como un comienzo, no como un final. Su verdadera carrera acababa de empezar. La liberación de la humanidad en el último siglo, del ensimismamiento mental y físico en trabajar y elucubrar para las meras necesidades corporales, puede considerarse como una especie de segundo nacimiento de la humanidad, sin el cual su primer nacimiento a una existencia que era una carga, habría permanecido por siempre injustificado, pero gracias al cual es ahora abundantemente justificado. Desde entonces, la humanidad ha comenzado una nueva fase de desarrollo espiritual, una evolución de más elevadas facultades, la existencia de las cuales en la naturaleza humana apenas sospecharon nuestros antepasados. En lugar de la lúgubre desesperanza del siglo diecinueve, su profundo pesimismo en lo que respecta al futuro de la humanidad, la idea que anima la época presente es una concepción entusiasta de las oportunidades de nuestra existencia terrenal, y las posibilidades sin límites de la naturaleza humana. La mejora de la humanidad de generación en generación, física, mental, moralmente, es reconocida como uno de los grandes objetivos que supremamente merecen un esfuerzo y un sacrificio. Creemos que la humanidad por primera vez ha comenzado a comprender el ideal que Dios tiene acerca de ella, y cada generación debe ahora estar un paso más arriba.
"¿Preguntáis qué buscamos cuando innumerables generaciones hayan pasado? Yo respondo, el camino se expande a lo lejos ante nosotros, pero el final está perdido en la luz. Porque doble es el retorno del hombre a Dios 'que es nuestro hogar,' el retorno del individuo por el camino de la muerte, y el retorno de la humanidad por la consumación de la evolución, cuando el divino secreto escondido en el germen se desarrolle perfectamente. Con una lágrima para el oscuro pasado, encaminémonos luego hacia el deslumbrante futuro, y, cubriendo nuestros ojos, esforcémonos en seguir hacia delante. El largo y fatigoso invierno de la humanidad ha finalizado. Su verano ha comenzado. La humanidad ha reventado la crisálida. Los cielos están ante ella."