Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 19

En el transcurso de un saludable paseo matutino visité Charlestown. Entre los cambios, demasiado numerosos para intentar indicarlos, que marcan el lapso de un siglo en dicho barrio, noté particularmente la total desaparición de la vieja prisión del estado.

"Eso fue antes de que yo naciese, pero recuerdo haber oído algo acerca de ello," dijo el Dr. Leete, cuando aludí al hecho en la mesa del desayuno. "No tenemos prisiones hoy en día. Todas las clases de atavismos son tratadas en los hospitales."

"¡De atavismos!" Exclamé, mirando fijamente.

"Vaya, sí," replicó el Dr. Leete. "La idea de tratar punitivamente a esos desafortunados fue abandonada al menos hace cincuenta años, y creo que más."

"No termino de entenderle," dije. "Atavismo en mi época era una palabra aplicada a los casos de personas en quienes algún rasgo de un remoto ancestro reaparecía de una manera notable. ¿Debo entender que los crímenes son contemplados hoy en día como una reaparición de un rasgo ancestral?"

"Le ruego me perdone," dijo el Dr. Leete con una sonrisa medio humorística, medio despectiva, "pero ya que ha hecho la pregunta de un modo tan explícito, me veo forzado a decir que el hecho es precisamente ese."

Después de lo que ya había conocido de los contrastes morales entre el siglo diecinueve y el veinte, era indudablemente absurdo en mi, comenzar a desarrollar sensibilidad sobre el asunto, y probablemente si el Dr. Leete no hubiese hablado con ese aire apologético y la Sra. Leete y Edith no hubiesen mostrado un correspondiente azoramiento, no me hubiese ruborizado, como soy consciente que lo hice.

"No corría mucho peligro de pecar de inmodesto hablando de mi generación de otros tiempos," dije; "pero, realmente--"

"Esta es tu generación, Sr. West," interpuso Edith. "Es la generación en la que estás viviendo, sabes, y es únicamente porque estamos vivos ahora por lo que la llamamos nuestra."

"Gracias. Trataré de pensar en ello así," dije, y mientras mis ojos se encontraban con los suyos su expresión curó por completo mi sensibilidad sin sentido. "Después de todo," dije, riéndome, "fui educado como Calvinista, y no debería sobresaltarme por oir hablar del crimen como un rasgo ancestral."

"En realidad," dijo el Dr. Leete, "nuestro uso de la palabra no es un reproche en absoluto a su generación, si, rogando que Edith me perdone, podemos llamarla suya, en tanto que parezca implicar que pensamos, aparte de nuestras circunstancias, que estamos mejor de lo que ustedes estaban. En su época, diecinueve de cada veinte crímenes, usando la palabra en sentido general para incluir toda clase de delitos, resultaban de la desigualdad en las posesiones de los individuos; la necesidad tentaba al pobre, el ansia de mayores ganancias o el deseo de preservar anteriores ganancias tentaba a los adinerados. Directa o indirectamente, el deseo de dinero, que entonces significaba todas las cosas buenas, era el motivo de todo este crimen, la raíz principal de una vasta expansión de veneno, que la maquinaria de la ley, tribunales, y policía apenas podía evitar que ahogase su civilización completamente. Cuando hicimos a la nación el único fideicomisario de la riqueza del pueblo, y garantizamos para todos un sustento abundante, por una parte aboliendo la necesidad, y por otra parte inspeccionando la acumulación de los ricos, cortamos esto de raíz, y el árbol venenoso que ensombrecía su sociedad se marchitó, como la calabaza de Jonás, en un día. En cuanto a la clase comparativamente pequeña de crímenes violentos contra las personas, desconectados de cualquier idea de ganancia, quedaban circunscritos casi por completo, incluso en su época, a los ignorantes y bestiales; y en estos días, cuando la educación y los buenos modales no son el monopolio de unos pocos, sino universales, apenas se oye de tales atrocidades. Ahora ve usted porqué la palabra 'atavismo' es usada en vez de crimen. Es porque casi todas las formas de crimen conocidas por ustedes carecen ahora de motivo, y cuando aparecen, solamente pueden ser explicadas como el afloramiento de rasgos ancestrales. Solían ustedes llamar a las personas que roban evidentemente sin ningún motivo racional, cleptómanos, y cuando el caso era claro les parecía absurdo castigarlas como ladrones. Su actitud hacia el auténtico cleptómano es precisamente la nuestra hacia la víctima de atavismo, una actitud de compasión y firme aunque gentil comedimiento."

"Sus tribunales lo deben de tener fácil por ello," observé. "Sin propiedad privada de la que hablar, sin disputas entre ciudadanos por relaciones de negocios, sin bienes raíces para dividir o deudas que recaudar, no debe de haber absolutamente ningún asunto civil para ellos; y sin ofensas contra la propiedad, y poquísimas de cualquier clase para proveer casos criminales, creo que casi podrían ustedes prescindir de jueces y abogados."

"Prescindimos de abogados, ciertamente," fue la réplica del Dr. Leete. "No nos parecería razonable, en un caso donde el único interés de la nación es averiguar la verdad, que tomasen parte en los procedimientos personas que tuviesen un motivo reconocido para distorsionarlos."

"Pero ¿quién defiende al acusado?"

"Si es un criminal no necesita defensa, porque alega culpabilidad en muchos casos," replicó el Dr. Leete. "La alegación del acusado no es una mera formalidad en nuestra época, como lo era en la suya. Es normalmente la finalización del caso."

"No querrá decir que a la persona que alega inocente se le retiran los cargos acto seguido.

"No, no quiero decir eso. No se le acusa en base a ligeros fundamentos, y si niega su culpabilidad, debe aún ser juzgado. Pero en muchos casos el culpable alega culpabilidad. Cuando hace una falsa alegación y se ha probado que es claramente culpable, su castigo es doble. La falsedad es, sin embargo, tan despreciada entre nosotros que pocos delincuentes mentirían para salvarse."

"Eso es la cosa más asombrosa que me ha dicho usted hasta ahora," exclamé. "Si mentir se ha pasado de moda, esto es de hecho el 'los nuevos cielos y la nueva tierra en donde moraba la rectitud,' que predijo el profeta."

"Tal es, de hecho, la creencia de algunas personas hoy en día," fue la respuesta del doctor. "Sostienen que hemos comenzado el milenio, y la teoría desde su punto de vista no está falta de plausibilidad. Pero en cuanto a su asombro al encontrar que el mundo ha superado la mentira, no hay realmente fundamento para él. La falsedad, incluso en su época, no era común entre los caballeros y las damas, socialmente iguales. La mentira por miedo era el refugio de la cobardía, y la mentira por fraude el artificio del estafador. Las desigualdades entre las personas y el ansia por la adquisición ofrecía un premio constante a la mentira en aquellos tiempos. Y aun así incluso entonces, las personas que ni temían al otro ni deseaban defraudarlo despreciaban la falsedad. Debido a que ahora somos socialmente iguales, y ninguna persona tiene nada que temer de otra ni puede ganar nada engañándola, el desprecio por la falsedad es tan universal que es raro, como le dije, que incluso un criminal en otros aspectos pueda encontrarse dispuesto a mentir. Cuando, sin embargo, se produce una declaración de inocente, el juez cita a dos colegas para establecer las partes opuestas del caso. Cuán lejos estas personas están de ser como sus fiscales y abogados contratados, determinados a condenar o absolver, puede saberse del hecho de que a no ser que ambos estén de acuerdo en que el veredicto encontrado es justo, el caso es sobreseído, mientras cualquier cosa como un sesgo en el tono de cualquiera de los jueces al enunciar el caso sería un escándalo impactante."

"¿Entiendo," dije, "que es un juez quien enuncia cada parte del caso y un juez quien lo escucha?"

"Ciertamente. Los jueces hacen turnos para servir en el banquillo y en el tribunal, y se espera que mantengan el temperamento judicial igualmente al enunciar que al decidir un caso. El sistema es de hecho en efecto el de juicio con tres jueces ocupando diferentes puntos de vista sobre el caso. Cuando se ponen de acuerdo sobre un veredicto, creemos que está tan cerca de la verdad absoluta como los seres humanos pueden estar."

"Entonces, ¿han abandonado el sistema de jurado?"

"Estaba bastante bien como un correctivo en los días de los abogados contratados, y un banquillo a veces sobornable, y a menudo con una interinidad que lo hacía dependiente, pero no es necesario ahora. Ningún motivo concebible puede impulsar a nuestros jueces salvo la justicia.

"¿Cómo son seleccionados estos magistrados?"

"Son una honorable excepción a la regla que descarga a todas las personas del servicio a los cuarenta y cinco años. El Presidente de la nación nombra los jueces necesarios año tras año de entre la clase que alcanza esa edad. El número de nombramientos es, desde luego, en extremo escaso, y el honor tan alto que se considera una compensación para el tiempo adicional de servicio que conlleva, y aunque el nombramiento de un juez puede declinarse, raramente se declina. El período es de cinco años, sin eligibilidad para renovar el nombramiento. Los miembros del Tribunal Supremo, que es el guardián de la constitución, se eligen de entre los jueces inferiores. Cuando hay una vacante en ese tribunal, aquellos de los jueces inferiores cuyos períodos expiran ese año eligen, como su último acto oficial, a aquel de entre sus colegas que van a seguir en activo que consideren más apto para ocuparla."

"No hay profesión legal que sirva como escuela de jueces," dije, "deben, desde luego, venir directamente desde la escuela de leyes al tribunal."

"No tenemos cosas tales como escuelas de leyes," replicó el doctor sonriendo. "La ley como ciencia especial está obsoleta. Era un sistema de casuística que la elaborada artificialidad del viejo orden de la sociedad requería absolutamente para interpretarlo, pero solamente unas pocas de las más claras y sencillas máximas legales tienen alguna aplicación en el estado actual del mundo. Todo lo tocante a las relaciones entre las personas es ahora más sencillo, sin comparación posible, que en su época. No encontraríamos ningún tipo de utilidad para los demasiado sutiles expertos que presidían y discutían en sus tribunales. No debe imaginar, sin embargo, que tenemos ninguna falta de respeto para aquellas antiguas dignas personas porque no encontremos utilidad para ellos. Al contrario, guardamos un sincero respeto, casi equivalente a un temor reverencial, hacia las personas que en solitario entendieron y fueron capaces de dilucidar la interminable complejidad de los derechos de propiedad, y las relaciones de dependencia personal y comercial implicadas en su sistema. Qué podría probablemente dar de hecho una impresión más poderosa de lo intrincado y artificial de aquel sistema que el hecho de que era necesario apartar de otras ocupaciones a la crema del intelecto de cada generación para proporcionar un cuerpo de expertos capaces de hacerlo incluso vagamente inteligible para aquellos cuyos destinos determinaba. Los tratados de sus grandes legisladores, los trabajos de Blackstone y Chitty, de Story y Parsons, están en nuestros museos, al lado de los tomos de Duns Scoto y sus colegas escolásticos, como curioso monumento de sutileza intelectual dedicada a asuntos igualmente remotos para los intereses de la humanidad moderna. Nuestros jueces son simplemente personas de edad madura, informadas extensamente, juiciosas y discretas.

"No debería dejar de hablarle de una importante función de los jueces menores," añadió el Dr. Leete. "Esta es la adjudicación de todos los casos donde un soldado del ejército industrial hace una queja por falta de equidad contra un oficial. Todas esas cuestiones son oídas y establecidas sin apelación por un juez único, tres jueces se requieren solamente en casos más graves. La eficiencia de la industria requiere la más estricta disciplina en el ejército laboral, pero la exigencia de los trabajadores de un tratamiento justo y considerado está respaldada por el poder de la nación al completo. El oficial ordena y el soldado obedece, pero no hay oficial tan alto que se atreva a hacer gala de modales autoritarios hacia un trabajador de la clase inferior. En cuanto a la mala educación o la rudeza por parte de un oficial de cualquier tipo, en sus relaciones con el público, ninguna entre las ofensas menores es más seguro tenga un presto castigo que esta. No sólo la justicia, sino también la urbanidad es hecha cumplir por nuestros jueces en todo tipo de relaciones. Ningún valor del servicio se acepta como excusa que autorice modales groseros u ofensivos."

Se me ocurrió, mientras el Dr. Leete estaba hablando, que en toda su charla había oído mucho acerca de la nación y nada acerca de los gobiernos de los estados. ¿Había la organización de la nación como unidad industrial abolido los estados? Lo pregunté.

"Necesariamente," replicó. "Los gobiernos de los estados habrían interferido con el control y disciplina del ejército industrial, que, desde luego, requería ser central y uniforme. Incluso si los gobiernos de los estados no se hubiesen hecho inconvenientes por otras razones, se hubiesen vuelto superfluos mediante la prodigiosa simplificación de la tarea de gobierno desde su época. Ahora, casi la única función de la administración es la de dirigir las industrias del país. La mayoría de los propósitos para los cuales los gobiernos existieron anteriormente ya no existen para ser servidos. No tenemos ejército ni armada, ni organización militar. No tenemos departamentos de estado o del tesoro, ni impuestos sobre el consumo ni servicio de renta, ni impuestos ni recaudadores de impuestos. La única función propia del gobierno que todavía permanece como usted la conoció es el sistema jurídico y policial. Ya le he explicado lo simple que es nuestro sistema judicial comparado con la máquina enorme y compleja de su época. Desde luego la misma ausencia de crimen y tentación para él, que hace las obligaciones de los jueces tan ligeras, reduce el número y obligaciones de la policía a un mínimo."

"Pero sin legislaturas del estado, y con el Congreso reuniéndose solamente una vez cada cinco años, ¿cómo consiguen hacer su legislación?"

"No tenemos legislación," replicó el Dr. Leete, "esto es, casi ninguna. Es raro que el Congreso, incluso cuando se reúne, considere alguna nueva ley de consecuencia, y entonces únicamente tiene poder para encomendarselas al siguiente Congreso, por miedo a que algo se haga precipitadamente. Si lo considera un momento, Sr. West, verá que no tenemos nada sobre lo que hacer leyes. Los principios fundamentales sobre los cuales está fundada nuestra sociedad resuelven para siempre las disputas y malentendidos que en su época exigían legislación.

"El noventa y nueve por ciento de las leyes de esa época tenían que ver con la definición y protección de la propiedad privada y las relaciones de compradores y vendedores. Ahora no hay ni propiedad privada, más allá de las pertenencias personales, ni compra ni venta, y por tanto la ocasión de casi toda la legislación anteriormente necesaria ha pasado a mejor vida. Anteriormente, la sociedad era una pirámide en equilibrio sobre su ápice. Todas las gravitaciones de naturaleza humana estaban constantemente tendiendo a volcarla, y podía mantenerse derecha, o más bien del revés (si se me perdona la ocurrencia algo floja), mediante un elaborado sistema, renovado constantemente, de soportes, contrafuertes y tirantes, en forma de leyes. Un Congreso central y cuarenta legislaturas de estado, produciendo unas veinte mil leyes al año, no podría fabricar nuevos soportes con la rapidez suficiente para ponerlos en el lugar de los que constantemente se rompían o se volvían ineficaces por un desplazamiento de la tensión. Ahora la sociedad descansa sobre su base, y tiene tan poca necesidad de soportes artificiales como las eternas colinas."

"Pero ¿tienen al menos gobiernos municipales además de una autoridad central?"

"Ciertamente, y tienen importantes y extensas funciones prestando atención a la comodidad y recreación públicas, y a la mejora y el embellecimiento de los pueblos y ciudades."

"Pero no teniendo control sobre el trabajo de su gente, o medios para contratarla, ¿cómo pueden hacer nada?"

"A cada pueblo o ciudad se le concede el derecho a retener, para sus propios trabajos públicos, una cierta proporción de la cuota de trabajo con la que sus ciudadanos contribuyen a la nación. Esta proporción, siendo asignada como una cantidad determinada de crédito, puede aplicarse en cualquier modo deseado."