Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 14
Durante el día llovió a cántaros, y llegué a la conclusión de que la condición de las calles sería tal que mis anfitriones tendrían que abandonar la idea de salir a cenar, aunque según tenía entendido el pabellón de comidas estaba bastante cerca. Quedé muy sorprendido cuando a la hora de cenar las señoras aparecieron preparadas para salir, pero sin cubiertas de caucho en los zapatos ni paraguas.
El misterio quedó explicado cuando salimos a la calle, porque una cubierta continua a prueba de agua había sido tendida de modo que la acera quedaba bajo ella y se transformaba en un corredor bien iluminado y perfectamente seco, que estaba lleno de damas y caballeros vestidos para cenar. En las esquinas todo el espacio abierto estaba entoldado de modo similar. Edith Leete, con quien yo caminaba, parecía muy interesada en conocer lo que parecía ser totalmente nuevo para ella, que cuando el tiempo era tormentoso las calles del Boston de mi época habían sido intransitables, excepto para personas protegidas por paraguas, botas, y ropa de abrigo. "¿No había ninguna costumbre de cubrir las aceras?" preguntó. Se solía hacer, expliqué, pero de un modo disperso y absolutamente no sistemático, siendo iniciativas privadas. Me dijo que en el momento actual todas las calles estaban provistas de protección contra las inclemencias del tiempo de la manera que yo había visto, los aparatos estaban enrollados cuando no eran necesarios. Dio a entender que se consideraría una imbecilidad extraordinaria el permitir que el tiempo tuviese algún efecto sobre los movimientos sociales de la gente.
El Dr. Leete, que caminaba delante, alcanzando a oir algo de nuestra charla, se giró para decir que la diferencia entre la era del individualismo y la de la concertación estaba bien caracterizada por el hecho de que, en el siglo diecinueve, cuando llovía, la gente de Boston ponía trescientos mil paraguas sobre otras tantas cabezas, y en el siglo veinte ponían un paraguas sobre todas las cabezas.
Mientras seguíamos andando, Edith dijo, "El paraguas privado es la figura favorita de mi padre para ilustrar las viejas costumbres cuando cada cual vivía para sí mismo y su familia. Hay una pintura del siglo diecinueve en la Galería de Arte que representa una muchedumbre de gente bajo la lluvia, cada uno llevando su paraguas sobre sí y su mujer, y mojando a sus vecinos con el agua que gotea, que él aduce que debe de haber sido hecha por el artista como una sátira de su época."
Entrábamos ahora en un gran edificio al cual acudía la gente a raudales. No podía ver la fachada, debido al toldo, pero, si estaba en correspondencia con el interior, que era incluso más refinado que el almacén que visité el día anterior, debía de ser magnífica. Mi acompañante dijo que el grupo escultórico que había sobre la entrada era especialmente admirado. Subiendo una gran escalera caminamos un trecho a lo largo de un amplio corredor sobre el que se abrían muchas puertas. En una de estas, que tenía el nombre de mi anfitrión, giramos para entrar, y me encontré en un salón comedor con una mesa para cuatro. Las ventanas se abrían sobre un claustro donde una fuente se recreaba a gran altura y la música hacía que el ambiente fuese eléctrico.
"Aquí uno se siente como en casa," dije, mientras nos sentábamos a la mesa, y el Dr. Leete tocaba un timbre.
"Esto es, de hecho, una parte de nuestra casa, ligeramente separada del resto," replicó. "Cada familia del barrio tiene una habitación separada en este gran edificio para su permanente y exclusivo uso por una renta anual pequeña. Para invitados e individuos en tránsito hay acomodo en otro piso. Si vamos a cenar aquí, hacemos nuestros pedidos la noche anterior, seleccionando entre lo que haya en el mercado, conforme a los informes diarios en la prensa. La comida es tan cara o tan sencilla como queramos, aunque desde luego todo es inmensamente más barato y mejor que lo sería preparándolo en casa. De hecho no hay nada en lo que nuestra gente ponga más interés que en la perfección del abastecimiento de comida y la cocina hecha para ella, y admito que presumimos un poco del éxito que ha sido alcanzado por esta rama del servicio. Ah, mi querido Sr. West, aunque otros aspectos de su civilización fueron más trágicos, no puedo imaginar ninguno que pudiese haber sido más deprimente que las pobres comidas que tenían que comer, esto es, todos aquellos de ustedes que no tenían una gran fortuna."
"No habría encontrado a ninguno de nosotros dispuesto a estar en desacuerdo con usted en este punto," dije.
El camarero, un individuo joven de aspecto agradable, vistiendo un uniforme ligeramente distintivo, hacía ahora su aparición. Lo observé detenidamente, como si fuese la primera vez que hubiese sido capaz de estudiar particularmente el porte de uno de los miembros alistados en el ejército industrial. Este joven, supe por lo que me habían contado, debía de tener una elevada educación, y era un igual, socialmente y en todos los sentidos, de aquellos a los que servía. Pero era perfectamente evidente que de ningún modo la situación era embarazosa en lo más mínimo. El Dr. Leete se dirigía al joven en un tono carente, desde luego, como haría cualquier caballero, de arrogancia, pero al mismo tiempo en ningún modo despreciativo, mientras que los modales del joven eran sencillamente los de una persona intentando desempeñar correctamente la tarea para la cual había sido empleado, igualmente sin familiaridades ni servilismos. Eran, de hecho, los modales de un soldado cumpliendo con su obligación, pero sin la rigidez militar. Según salía de la habitación el joven, dije, "no puedo superar mi admiración viendo a un joven como ese sirviendo con tanta satisfacción en una posición servil."
"¿Qué es esa palabra 'servil'? Nunca la he oído," dijo Edith.
"Está obsoleta ahora," subrayó su padre. "Si la entiendo correctamente, se aplicaba a personas que realizaban tareas para otros, particularmente desagradables e ingratas, y conllevaba una implicación de desprecio. ¿No era así, Sr. West?"
"Así era," dije. "El servicio personal, como servir mesas, era considerado servil, y tenido en tal desprecio, en mi época, que las personas de cultura y refinamiento sufrirían tribulaciones antes de pasar por ello."
"Qué idea tan extrañamente artificial," exclamó la Sra. Leete sorpresivamente.
"Y aun así estos servicios han de ser dados," dijo Edith.
"Desde luego," repliqué. "Pero nosotros los imponíamos sobre los pobres y aquellos que no tenían otra alternativa salvo morirse de hambre."
"E incrementando la carga que imponían sobre ellos añadiendo el desprecio," subrayó el Dr. Leete.
"Creo que no lo entiendo con claridad," dijo Edith. "¿Quiere decir que ustedes permitían que algunos hiciesen cosas para ustedes, que ustedes los despreciaban por hacerlas, o que ustedes aceptaban servicios de ellos que no estarían dispuestos a darles? Seguro que no quiere decir eso, ¿Sr. West?"
Me vi obligado a decir que los hechos eran justo como ella había dicho. El Dr. Leete, sin embargo, acudió en mi ayuda.
"Para comprender por qué Edith está sorprendida," dijo, "debe saber que hoy en día es un axioma de la ética que aceptar el servicio de otro que no estaríamos dispuestos a devolver en especie, si fuese necesario, es como pedir prestado con la intención de no devolver lo pedido, mientras que forzar tal servicio tomando ventaja de la pobreza o necesidad de una persona habría sido un ultraje como un robo por la fuerza. Lo peor de cualquier sistema que divida la humanidad o permita que se divida, en clases y castas, es que debilita el sentido de una humanidad común. La desigual distribución de la riqueza, y, aún de un modo más efectivo, las desiguales oportunidades de educación y cultura, dividieron la sociedad de su época en clases que en muchos aspectos se contemplaban entre sí como razas diferentes. No hay, después de todo, tal diferencia como podría parecer entre nuestras maneras de considerar la cuestión del servicio. Las damas y los caballeros de la clase culta de su época no habrían permitido que personas de su propia clase les dieran los servicios que ellos habrían despreciado dar a cambio, más de lo que nosotros permitiríamos que nadie lo hiciera. Los pobres e incultos, sin embargo, consideraban que ellos mismos eran de otra clase. La igual riqueza e iguales oportunidades de cultura que todas las personas ahora disfrutan nos han hecho a todos sencillamente miembros de una clase, que corresponde a la clase más afortunada de su época. Hasta que esta igualdad de condición no hubiese llegado a ocurrir, la idea de solidaridad con la humanidad, la hermandad de todas las personas, nunca podría haber llegado a ser la auténtica convicción y principio práctico de acción que es hoy en día. En su día se usaban de hecho las mismas frases, pero eran meramente frases."
"¿También hay camareros voluntarios?"
"No," replicó el Dr. Leete. "Los camareros son jóvenes en el grado no clasificado del ejército industrial que son asignables a toda clase de ocupaciones misceláneas que no requieren especiales habilidades. Servir mesas es una de estas, y a cada joven recluta se le da a probar. Yo mismo serví como camarero durante varios meses en este mismo pabellón de comidas hace unos cuarenta años. Una vez más debe recordar que no se reconoce ninguna clase de diferencia entre la dignidad de las diferentes clases de trabajos requeridos por la nación. El individuo nunca es contemplado, ni se contempla a sí mismo, como el sirviente de aquellos a los que sirve, ni es en ningún modo dependiente de ellos. A quien sirve siempre es a la nación. No se reconoce diferencia entre las funciones de un camarero y aquellas de cualquier otro trabajador. El hecho de que el suyo es un servicio personal es indiferente desde nuestro punto de vista. Así es el de un doctor. Debería igualmente esperar que nuestro camarero hoy me despreciase porque le serví como doctor, que pensar en despreciarle porque me sirve como camarero."
Después de cenar, mis anfitriones me guiaron alrededor del edificio, cuya extensión, magnífica arquitectura y riqueza de embellecimiento, me asombró. Parecía que no era un mero pabellón de comidas, sino que parecía una gran casa de placer y citas sociales del barrio, y no parecía carecer de ningún accesorio de entretenimiento o recreación.
"Aquí ve ilustrado," dijo el Dr. Leete, cuando hube expresado mi admiración, "lo que le dije en nuestra primera conversación, cuando estaba contemplando la ciudad desde arriba, acerca del esplendor de la vida pública y común comparada con la sencillez de nuestra vida privada y en el hogar, y el contraste que hay, a este respecto, entre el siglo diecinueve y el veinte. Para evitarnos cargas inútiles, tenemos tan pocos enseres a nuestro alrededor en el hogar como sea consistente con la comodidad, pero el lado social de nuestra vida es ornamentado y lujoso más allá de cualquier cosa que el mundo haya conocido anteriormente. Todas las cofradías profesionales e industriales tienen clubes tan extensos como este, así como casas en el campo, la montaña y la costa para practicar deportes y descansar en vacaciones."
NOTA. En la última parte del siglo diecinueve llegó a ser una práctica por parte de jóvenes necesitados en algunas universidades del país ganar un poco de dinero para pagarse el curso, sirviendo como camareros en las mesas de los hoteles durante las vacaciones de verano. Se pretendía, en réplica a las críticas que expresaban los prejuicios de la época sosteniendo que personas que seguían voluntariamente tales ocupaciones no podían ser caballeros, que tenían derecho a reivindicar, mediante su ejemplo, la dignidad de todo trabajo honrado y necesario. La utilización de este argumento ilustra una equivocación común en el modo de pensar de parte de mis antiguos contemporáneos. La ocupación de servir mesas no necesitaba más defensa que la mayoría de los otros modos de ganarse la vida en aquella época, sino que hablar de dignidad ligada al trabajo de cualquier tipo, bajo el sistema que prevalecía entonces, era absurdo. No hay manera mediante la cual el vender trabajo por el más alto precio que pueda sacarse sea más digno que vender artículos por lo que se pueda conseguir. Ambas eran transacciones comerciales para ser juzgadas por el estándard comercial. Poniendo al servicio un precio en dinero, el trabajador aceptaba medirlo en dinero, y renunciaba a toda clara pretensión de ser juzgado por otro medio. La sórdida deshonra que esta necesidad impartía a las más nobles y elevadas clases de servicio era amargamente resentida por las almas generosas, pero no había escapatoria. No había exención, por más transcendente que fuese la calidad del servicio que uno prestaba, de la necesidad de regateo de su precio en el mercado. El médico debe vender su cura y el apóstol su sermón, como el resto. El profeta, que ha averiguado el sentido de Dios, debe regatear el precio de la revelación, y el poeta vende casa por casa sus visiones en líneas impresas. Si me preguntasen el nombre de la felicidad más distintiva de esta época, comparada con la de aquella en la que vi la luz por primera vez, debería decir que a mi parecer consiste en la dignidad que han conferido al trabajo rehusando ponerle un precio y aboliendo el mercado para siempre. Requiriendo de cada persona lo mejor de sí, han hecho de Dios su capataz, y haciendo del honor la única recompensa para los logros, han impartido a todo servicio la distinción que en mi época era característica de los soldados.