Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 12
Siendo interminable lo que necesitaba preguntar antes de que pudiese adquirir incluso un esbozo de conocimiento de las instituciones del siglo veinte, y siéndolo el buen carácter del Dr. Leete también, nos sentamos a hablar durante varias horas después de que las señoras nos dejaron. Recordándole a mi anfitrión el punto en el que nuestra charla se había interrumpido por la mañana, expresé mi curiosidad por saber cómo había hecho la organización del ejército industrial para ofrecer un estímulo suficiente a la diligencia ante la falta de cualquier ansiedad por parte del trabajador en lo que concierne a su sustento.
"En primer lugar debe comprender," replicó el doctor, "que el suministro de incentivos al esfuerzo no es sino uno de los objetivos perseguidos en la organización que hemos adoptado para el ejército. La otra, e igualmente importante, es asegurar para los puestos de jefes de fila y capitanes de la fuerza, y los grandes oficiales de la nación, personas de acreditadas capacidades, quienes dieron su palabra por sus propias carreras de mantener a sus seguidores a su máximo estándar de rendimiento y no permitir rezagados. El ejército industrial se organiza con vistas a esos dos fines. Primero está el grado no clasificado de trabajadores comunes, personas para toda clase de trabajo, al cual pertenecen todos los reclutas durante sus primeros tres años. Este grado es una especie de escuela, una muy estricta, en la cual a los jóvenes se les enseñan hábitos de obediencia, subordinación y dedicación al deber. Mientras la naturaleza miscelánea del trabajo hecho por esta fuerza evita el sistemático ascenso de los trabajadores que más adelante es posible, aun así se guardan registros individuales, y la excelencia recibe distinción así como la negligencia recibe castigo. No es, sin embargo, nuestra política, permitir que la juvenil imprudencia o indiscreción, cuando no se trata de culpas graves, sea un obstáculo para las futuras carreras de los jóvenes, y todos los que han pasado por el grado no clasificado sin graves deshonores tienen iguales oportunidades para escoger el empleo de su vida que más les guste. Habiendo elegido éste, se incorporan a él como aprendices. La duración de su aprendizaje depende naturalmente de las distintas ocupaciones. Al final de su aprendizaje se convierten en trabajadores plenos, y miembros de su profesión o gremio. Entonces no sólo se guardan registros individuales de los aprendices por su capacidad y laboriosidad, y se distingue la excelencia adecuadamente, sino que el estatus que se da al aprendiz entre los trabajadores plenos en una de esas profesiones o gremios depende del promedio del registro durante su aprendizaje.
"Mientras las organizaciones internas de las diferentes industrias, mecánicas y agrícolas, difieren conforme a sus condiciones peculiares, concuerdan en una división general de sus trabajadores en primero, segundo y tercer grado, conforme a su capacidad, y estos grados están en muchos casos subdivididos en primera y segunda clase. Según su estatus como aprendiz, a un joven se le asigna su lugar como trabajador de primero, segundo o tercer grado. Desde luego únicamente las personas de inusual capacidad pasan directamente del aprendizaje al primer grado de trabajadores. La mayoría pasan a los grados inferiores, ascendiendo a medida que crece su experiencia, y las reclasificaciones periódicas. Estas reclasificaciones tienen lugar en cada industria a intervalos correspondientes a la longitud del aprendizaje para esa industria, para que el mérito nunca tenga que esperar mucho para ascender, ni pueda haber ninguna inercia basada en logros anteriores so pena de descender a un rango inferior. Una de las ventajas notables de una alta graduación es el privilegio que da al trabajador para elegir en cuál de las diversas ramas o procesos de su industria se incorporará por considerar que es la de su especialidad. Desde luego que no se pretende que ninguno de estos procesos sea desproporcionadamente arduo, pero a menudo hay mucha diferencia entre ellos, y el privilegio de poder elegir es consecuentemente muy apreciado. En lo posible, de hecho, las preferencias incluso de los peores trabajadores son consideradas para asignarles su línea de trabajo, porque de este modo no solo se incrementa su felicidad sino su utilidad. Sin embargo, aunque el deseo de la persona del grado inferior es consultado, únicamente es tenido en cuenta después de que las personas del grado superior han sido atendidas, y a menudo tiene que resignarse con una segunda o tercera opción, o incluso con una asignación arbitraria cuando se necesita ayuda. Este privilegio de poder elegir tiene en cuenta la revisiones de grado, y cuando alguien pierde su grado se arriesga también a tener que cambiar la clase de trabajo que le agrada por otra menos de su gusto. Los resultados de cada revisión de grado, dado el estatus de cada uno en su industria, son publicados en una gaceta impresa, y aquellos que han ganado una promoción desde el última revisión de grado reciben el agradecimiento de la nación y son públicamente investidos con el distintivo de su nuevo rango."
"¿Cómo es este distintivo?" pregunté.
"Cada industria tiene su dispositivo emblemático," replicó el Dr. Leete, "y este, en forma de una insignia metálica tan pequeña que no podrías verla a menos que supieses dónde mirar, es toda la condecoración que llevan puesta las personas del ejército, excepto cuando la conveniencia pública exige un uniforme distintivo. Esta insignia tiene la misma forma para todos los grados de la industria, pero mientras la insignia del tercer grado es de hierro, la del segundo es de plata, y la del primero es en oro.
"Aparte del gran incentivo al esfuerzo que ofrece el hecho de que los altos puestos de la nación están abiertos únicamente a las personas de la clase más alta, y el rango en el ejército constituye el único modo de distinción social para la vasta mayoría que no son aspirantes en arte, literatura, y las profesiones, varios incentivos de una clase menor, pero quizá igualmente efectiva, se suministran en forma de privilegios especiales e inmunidades en el procedimiento disciplinario, que las clases superiores disfrutan. Estos privilegios, aunque se intenta que sean tan poco susceptibles de provocar la envidia de los menos afortunados como sea posible, tienen el efecto de mantener constantemente en el pensamiento de cada uno lo muy deseable que resulta alcanzar el grado siguiente que está por encima del propio."
"Es obviamente importante que no sólo los buenos, sino también los indiferentes y los malos trabajadores puedan acariciar la ambición de ascender. De hecho, siendo el número de estos últimos mucho mayor, es incluso más esencial que el sistema de clasificación no opere en el sentido de desalentarlos mientras que estimula a los otros. Con este propósito los grados están divididos en clases. Como tanto los grados como las clases son hechas numéricamente iguales en cada revisión de grado, en todo momento no hay, contando los oficiales y los grados de aprendizaje no clasificados, por encima de un noveno del ejército industrial en las clases inferiores, y la mayoría de este número son aprendices noveles, que esperen ascender. Aquellos que permanecen durante toda la duración del servicio en la clase inferior no son sino una fracción insignificante del ejército industrial, y probablemente son tan deficientes en su sensibilidad hacia su posición como en su capacidad para mejorarla.
"Incluso no es necesario que un trabajador gane una promoción a un grado superior para al menos saborear la gloria. Mientras la promoción requiere una excelencia general en el expediente como trabajador, en las diversas industrias se concede mención honorífica y varias clases de premios a la excelencia insuficientes para la promoción, y también por especiales logros y rendimientos individuales. Hay muchas distinciones menores de estatus, no sólo en los grados sino también en las clases, cada una de los cuales actúa como un acicate para los esfuerzos de un grupo. Se pretende que ninguna forma de mérito quede completamente falta de reconocimiento.
"En cuanto al flagrante incumplimiento del trabajo, el absolutamente mal trabajo, u otra ostensible negligencia por parte de personas incapaces de generosas motivaciones, la disciplina del ejército industrial es extremadamente estricta con la tolerancia de cualquier cosa de este tipo. Una persona capacitada para el servicio, y que persistentemente se niegue, es sentenciado a confinamiento solitario a pan y agua hasta que consienta.
"El grado inferior de los oficiales del ejército industrial, el de los auxiliares de contramaestre o tenientes, es destinado a las personas que han mantenido su puesto durante dos años en la primera clase del primer grado. Donde esto deje un rango demasiado largo para hacer la selección, únicamente son elegibles los primeros del grupo de esa clase. De este modo nadie alcanza el punto de tener mando sobre las personas hasta que tiene unos treinta años. Después de que una persona llega a ser un oficial, su evaluación por supuesto ya no depende de la eficiencia en su propio trabajo, sino en el de sus hombres. Los contramaestres se nombran de entre los auxiliares de contramaestre, mediante el mismo ejercicio de discreción limitado a clases con elección reducida. En los nombramientos para los grados todavía más altos, se introduce otro principio, que llevaría mucho tiempo explicar ahora.
"Desde luego tal sistema de graduación tal como lo he descrito habría sido impracticable, aplicado a las pequeñas incumbencias industriales de su época, en algunas de las cuales apenas había empleados para haber dejado sitio a la clasificación por clases. Debe recordar que, bajo la organización nacional del trabajo, todas las industrias son mantenidas por un gran número de personas, combinando en una a muchas de sus granjas o talleres. Es también debido únicamente a la vasta escala a la que se organiza cada industria, con establecimientos coordinados a lo largo y ancho de todo el país, como somos capaces de intercambios y traslados para acomodar a cada persona de un modo tan próximo a la clase de trabajo que mejor puede hacer.
"Y ahora, Sr. West, dejo para usted, en base al escueto esbozo de características que le he hecho, si es posible que aquellos que necesitan especiales incentivos para dar lo mejor de sí, los echan en falta bajo nuestro sistema. ¿No le parece que quienes se sienten obligados, lo quieran o no, a trabajar, se verían bajo tal sistema fuertemente impulsados a dar lo mejor de sí?"
Repliqué que me parecía que los incentivos ofrecidos eran, si algo se pudiese objetar, demasiado fuertes; que el ritmo impuesto por los jóvenes era demasiado fervoroso; y esto, de hecho, añado con deferencia, sigue siendo mi opinión, ahora que por una más prolongada residencia entre ustedes me voy familiarizando mejor con todo el asunto.
El Dr. Leete, sin embargo, deseaba que reflexionase, y estoy dispuesto a decir que es quizá una respuesta suficiente a mi objeción acerca de que el sustento de un trabajador no es de ningún modo dependiente de su rango, y la ansiedad a causa de ello nunca amarga sus decepciones; que las horas de trabajo son pocas, las vacaciones se tienen con regularidad, y que toda emulación cesa a los cuarenta y cinco, al alcanzar la mitad de la vida.
"Hay otros dos o tres puntos a los que debería referirme," añadió, "para evitar que se lleve una impresión equivocada. En primer lugar, debe entender que este sistema de ascenso concedido a los trabajadores más eficientes sobre los menos eficientes, en ningún modo contraviene la idea fundamental de nuestro sistema social, de que todos los que dan lo mejor de sí, merecen lo mismo, tanto si lo mejor es grande como si es pequeño. Le he mostrado que el sistema está organizado para alentar a los débiles y también a los fuertes con la esperanza de ascender, aunque el hecho de que los fuertes sean seleccionados para el liderazgo no es de ningún modo hacer de menos a los débiles, sino que es en interés del bienestar común.
"Tampoco imagine que, dado que bajo nuestro sistema la emulación juega con entera libertad como un incentivo, la consideramos una motivación susceptible de apelar a la clase más noble de personas, o que la consideramos digna de ellas. Esta clase de personas, encuentra sus motivaciones en su interior, no fuera, y mide su obligación por sus propios talentos, no por los de otros. En tanto que sus logros son proporcionales a sus capacidades, considerarían absurdo esperar elogio o reproche porque sus logros fuesen grandes o pequeños. A tales naturalezas, la emulación les parece filosóficamente absurda, e indigna en un aspecto moral porque sustituye la envidia por la admiración, y la exultación por el lamento, en la actitud de uno hacia los éxitos y los fracasos de los otros.
"Pero no todos, incluso en el último año del siglo veinte, pertenecen a este orden elevado, y los incentivos al esfuerzo, requisito para aquellos que no pertenecen, deben ser adaptados de algún modo a sus inferiores naturalezas. A estos, entonces, se les presenta la más entusiasta emulación como un estímulo constante. Aquellos que necesitan esta motivación la sentirán. Aquellos que están por encima de su influencia, no la necesitan.
"No debo dejar de mencionar," resumió el doctor, "que para aquellos cuya fuerza mental o corporal no es suficiente para que sean ascendidos en justicia junto al cuerpo principal de los trabajadores, tenemos un grado separado, no conectado con los otros,--una especie de cuerpo minusválido, a cuyos miembros se les da una clase de tareas ligeras ajustadas a su fuerza. Todos nuestros enfermos de mente o cuerpo, todos nuestros sordos y mudos, y cojos y ciegos y lisiados, e incluso los locos, pertenecen a este cuerpo minusválido, y llevan su insignia. Los más fuertes a menudo hacen casi el trabajo de una persona, los más débiles, desde luego, nada; pero nadie que pueda hacer algo está dispuesto a darse por vencido. En sus intervalos lúcidos, incluso nuestros locos están ansiosos por hacer lo que puedan."
"Esto del cuerpo de minusválidos es una bonita idea," dije. "Incluso un bárbaro del siglo diecinueve puede apreciarlo. Es un modo muy elegante de disfrazar la caridad, y los sentimientos de sus receptores deben de ser de gratitud."
"¡Caridad!" repitió el Dr. Leete. "¿Ha supuesto que consideramos objeto de caridad a la clase de incapacitados de los que estamos hablando?"
"Vaya, naturalmente," dije, "en tanto en cuanto son incapaces de su propio sustento."
Pero aquí el doctor me respondió rápidamente.
"¿Quién es capaz de su propio sustento? reclamó. "No hay tal cosa en una sociedad civilizada como el propio sustento. En un estado de sociedad tan bárbaro como para ni siquiera conocer la cooperación familiar, cada individuo puede posiblemente darse su propio sustento, aunque incluso en ese caso, sólo durante una parte de su vida; pero desde el momento en que las personas comienzan a vivir juntas, y constituyen incluso el tipo más rudimentario de sociedad, el sustento propio se hace imposible. A medida que los hombres se hacen más civilizados, y se lleva a cabo la subdivisión de ocupaciones y servicios, una compleja dependencia mutua se hace regla universal. Cada hombre, por muy solitaria que pueda parecer su ocupación, es un miembro de una vasta colectividad industrial, tan grande como la nación, tan grande como la humanidad. La necesidad de la mutua dependencia debería implicar el deber y la garantía del mutuo sustento; y el que no lo implicase en su época constituyó la esencial crueldad y la sinrazón de su sistema."
"Puede que sea totalmente así," repliqué, "pero no viene al caso de aquellos que no son capaces de contribuir con nada al producto de la industria."
"Seguramente le dije esta mañana, al menos creí que le había dicho," replicó el Dr. Leete, "que el derecho de una persona a la manutención a costa de la nación depende del hecho de que es un ser humano, y no de la cuantía de salud y fuerza que pueda tener, en tanto que dé lo mejor de sí."
"Lo dijo," respondí, "pero supuse que la regla aplicaba únicamente a los trabajadores de diferente capacidad. ¿También es válida para aquellos que no pueden hacer nada en absoluto?"
"¿No son seres humanos también?"
"¿Debo entender, entonces, que los cojos, los ciegos, los enfermos, y los incapacitados, son también completamente considerados como el más eficiente y tienen los mismos ingresos?"
"Ciertamente," fue la respuesta.
"La idea de caridad a una escala semejante," respondió, "habría dejado boquiabiertos a nuestros más entusiastas filántropos."
"Si tuviese usted un hermano enfermo en casa," replicó el Dr. Leete, "incapaz de trabajar, ¿lo alimentaría con peor comida y le daría un alojamiento y vestidos más pobres que los de usted? Mucho más probablemente, le daría la preferencia; ni pensaría en llamarlo caridad. En relación con esto, ¿no le llenaría el mundo de indignación?"
"Desde luego," repliqué; "pero los casos no son paralelos. Hay un sentido, sin duda, en el que todos los hombres son hermanos; pero esta clase general de hermandad no es comparable, excepto con propósito retórico, a la hermandad de sangre, ya sea con el sentimiento o con sus obligaciones."
"¡Ahí habla el siglo diecinueve!" exclamó el Dr. Leete. "Ah, Sr. West, no hay duda de la extensión del tiempo que estuvo durmiendo. Si debiese darle, en una frase, una clave para lo que pueden parecer los misterios de nuestra civilización comparado con algo de su época, diría que es el hecho de que la solidaridad de la humanidad y la hermandad entre los hombres, que para usted no eran sino hermosas frases, son, para nuestro modo de pensar y sentir, lazos tan reales y vitales como la fraternidad física.
"Pero incluso dejando al lado esa consideración, no veo por qué le sorprende así que a aquellos que no pueden trabajar se les conceda pleno derecho a vivir en base al producto de aquellos que pueden. Incluso en su época, el deber del servicio militar para la protección de la nación, que corresponde a nuestro servicio industrial, aunque obligatorio para aquellos que estaban capacitados para prestarlo, no privaba de sus privilegios de ciudadano a aquellos que no estaban capacitados. Éstos se quedaban en casa y eran protegidos por los que luchaban, y nadie cuestionaba su derecho a serlo, o pensó nada de ellos. Así, entonces, el requerimiento del servicio industrial de aquellos capacitados para prestarlo no priva de privilegios al ciudadano, lo cual entonces implica el mantenimiento del ciudadano que no pueda trabajar. El trabajador no es un ciudadano porque trabaja, sino que trabaja porque es un ciudadano. Así como se reconoce el deber de los fuertes para luchar por los débiles, nosotros, ahora que las guerras han pasado, reconocemos su deber de trabajar por él.
"Una solución que deja un residuo que no es tenido en cuenta, no es solución en absoluto; y nuestra solución del problema de la sociedad humana habría sido completamente nula si hubiese dejado a los cojos, los enfermos y los ciegos afuera con las bestias, para que se las apañasen como pudiesen. Mucho mejor haber dejado desprovistos a los fuertes y sanos que a estos atribulados, hacia quienes todo corazón debe sentir ternura, y a quienes debe proporcionarse paz mental y corporal, más que a nadie. Por tanto, como dije esta mañana, el derecho de cada hombre, mujer y niño a los medios de subsistencia no descansa en otra base más clara, amplia, y sencilla que el hecho de que son miembros de un mismo género de individuos de una única familia humana. La única moneda en curso es la imagen de Dios, y es buena para todo lo que tenemos.
"Creo que no hay rasgo de la civilización de su época tan repugnante para las ideas modernas como la negligencia con la que trataban a sus clases dependientes. Incluso si no tenían piedad, ni sentimiento de hermandad, ¿cómo podía ser que no viesen que estaban robando a las clases incapacitadas su pleno derecho al dejarles desprovistos de sustento?"
"Ahí ya no estoy del todo de acuerdo," dije. "Admito que esta clase exija nuestra piedad, pero ¿cómo podrían quienes no producen nada, exigir una parte del producto, como derecho?"
"¿Cómo podía ocurrir," fue la réplica del Dr. Leete, "que sus trabajadores fuesen capaces de producir más de lo que tantos salvajes habrían hecho? ¿No era totalmente a cuenta de la herencia del conocimiento y logros del pasado de la humanidad, la maquinaria de la sociedad, miles de años ideando, como usted se lo encontraba ya hecho, al alcance de su mano? ¿Cómo llegaron a ser poseedores de este conocimiento y esta maquinaria, que representa nueve partes contra una contribuída por usted mismo en el valor de su producto? Lo heredó, ¿no? ¿Y no eran estos otros, estos hermanos infortunados y lisiados a quienes descartaron, herederos paritarios, coherederos con ustedes? ¿Qué hicieron ustedes con su parte? ¿No les robaron al apartarlos con rechazo, a ellos que tenían derecho a sentarse con los herederos, y no añadieron insulto al robo cuando llamaron caridad a su rechazo?
"Ah, Sr. West," continuó el Dr. Leete, ya que no respondí, "lo que no entiendo, dejando a un lado todas las consideraciones ya sean de justicia o de sentimiento de hermandad hacia los lisiados y deficientes, es cómo los trabajadores de su época pudieron haber tenido ningún ánimo para su trabajo, sabiendo que sus hijos o nietos, si fuesen desafortunados, serían despojados de las comodidades e incluso de lo necesario para vivir. Es un misterio cómo las personas con hijos podían favorecer un sistema bajo el cual podían ser recompensados más allá de aquellos menos dotados de fuerza corporal o potencia mental. Porque por la misma discriminación por la cual el padre obtenía beneficio, el hijo, por quien él daría su vida, siendo quizá más débil que otros, podía se reducido a la mendicidad y al rechazo. Nunca he sido capaz de entender cómo los hombres se atrevieron a dejar niños tras de sí."
Nota.--Aunque en su charla de la noche anterior el Dr. Leete había enfatizado el esmero con el que se procuraba que toda persona fuese capaz de averiguar y seguir su inclinación natural al escoger una ocupación, hasta que no supe que los ingresos del trabajador eran los mismos en todas las ocupaciones no comprendí cuán absolutamente podía el trabajador tenerlo en cuenta, y de este modo, mediante la elección del arnés que le resultase más ligero para sí, encontrar aquél con el que pudiese tirar mejor. El fracaso de mi época en poner en práctica cualquier modo sistemático o efectivo de desarrollar y utilizar las aptitudes naturales de las personas para las industrias y las ocupaciones intelectuales era una de las grandes pérdidas, y también una de las causas más comunes de infelicidad en aquel tiempo. La vasta mayoría de mis contemporáneos, aunque nominalmente libres de hacerlo, nunca escogieron en realidad sus ocupaciones, en absoluto, sino que eran forzados por las circunstancias a elegir un trabajo para el cual eran relativamente ineficientes, porque no eran aptos para él por naturaleza. Los ricos, a este respecto, tenían poca ventaja sobre los pobres. Éstos, de hecho, siendo privados generalmente de educación, no tenían oportunidad siquiera de averiguar las aptitudes naturales que pudiesen tener, y a causa de su pobreza eran incapaces de desarrollarlas cultivándolas, incluso cuando las averiguaban. Las profesiones técnicas y liberales, excepto por accidente favorable, estaban cerradas para ellos, para su propia gran pérdida y la de la nación. Por otro lado, los adinerados, aunque podían controlar la educación y las oportunidades, apenas eran menos obstaculizados por el prejuicio social, que les prohibía dedicarse a ocupaciones manuales, incluso cuando fuesen aptos para ellas, y los destinaba, tanto si eran aptos como si no, a las profesiones, de este modo echando a perder muchos excelentes artesanos. Consideraciones mercenarias, tentando a los hombres a dedicarse a ocupaciones lucrativas para las cuales no eran aptos, en vez de empleos menos rentables para los que eran aptos, eran las responsables de otra vasta perversion de talento. Todas estas cosas han cambiado ahora. Igual educación y oportunidad debe necesariamente sacar a la luz cualesquiera aptitudes que tenga una persona, y ni los prejuicios sociales ni las consideraciones mercenarias la obstaculizan al elegir el trabajo de su vida.