Militantis Ecclesiae

ENCÍCLICA de Nuestro Santo Padre, León XIII
Acerca del centenario del Beato Pedro Canisio


Importa a la utilidad de la Iglesia militante, no menos que a su honor, renovar constantemente, con toda solemnidad, el recuerdo de aquellos va­ rones a quienes su excelente virtud y piedad les elevó a la gloria de la iglesia triunfante. Por medio de estas demostraciones de culto se penetra en el recuerdo de la antigua santidad, recuerdo casi siempre oportuno y muy saludable en tiempos tan opuestos a la fe y a la virtud. Mas como quiera que en el presente año, por un beneficio de la Divina Providencia, Nos es permitido alegrarnos en el tercer centenario de la muerte de Pedro Canisio, varón santísimo, nada nos hemos propuesto tan firmemente como excitar por estos medios los espíritus de los buenos, a quienes le fue encomendado por tan eximio varón velar felizmente por la república cristiana. Tiene la época presente ciertas semejanzas con el tiempo en que vivió Canisio: puesto que el afán de cosas nuevas y de una mayor libertad de doctrina, se sigue un gran perjuicio a la fe y una gran perversidad de costumbres. Una y otra peste, pro­curó arrojar de todos los ánimos, pero muy singularmente de la juventud, este otro Apóstol de Alemania, después de Bonifacio, no sólo valiéndose para ello de oportunas predicaciones, y de la sutileza en las disputas, sino principal­mente de instituir escuelas y editar bue nos libros. Estos preclaros ejemplos han sido seguidos por muchos esforzados hombres de entre los vuestros, que, usando de las mismas armas contra enemigos no menos tenaces, jamás dejaron, en defensa y honor de la religión, de cultivar cualquier noble ciencia ni de proseguir con incansable esfuerzo el estudio de todo arte honesto con el beneplácito y aprobación de los Pontífices de Roma­, quienes siempre tuvieron esmerado empeño de que se conservase la antigua majestad de las letras, y toda humanidad recibiese constante incremento. Ni se os oculta, Venerables Hermanos, que, si ha habido algo que nos haya interesado en gran manera, ha sido el procurar que la adolescencia sea recta y saludablemente educada, a cuyo negocio, en cuanto Nos ha sido posible, hemos atendido por todas par­tes. Con gran gozo Nos aprovechamos al presente de esta ocasión poniendo ante la vista de los que militan con Cristo en el campamento de la Iglesia el ejemplo del esforzado capitán Pedro Canisio, a fin de que, llevando consigo unidas según las circunstancias, las armas de la justicia y de la ciencia, puedan con más facilidad y mejor éxito defender la causa de la religión.

La gravedad del negocio que este varón, defensor acérrimo de la fe católica, tomó á su cargo en la defensa de los asuntos sagrados y civiles, es fácil calcularla al que considere el estado de Alemania en los comienzos de la rebelión luterana. Pervertidas las costumbres, y siendo cada día más libres,·fue fácil la entrada del error; y el error mismo hizo llegar al colmo la ruina de costumbres. De aquí la manifiesta sepa­ración de muchos de la fe católica, e inmediatamente la corrupción se extendió por todas las provincias, inficionando de tal modo a hombres de toda condición y fortuna, que muchos opinaban que la causa de la religión en el imperio había llegado al último extremo, y que apenas había ya remedio para la curación de este mal. Y ciertamente se estaba en lo último, si no hubiera existido el presente auxilio de Dios. Aún había en Alemania varones probados de antigua fe, doctrina y pie­dad; aún había príncipes de las casas de Baviera[1] y de Austria, principalmente Fernando I, Rey de los Romanos, que tenían el firme propósito de defender y guardar con todas sus fuerzas la causa católica. Mas Dios envió un grande y poderoso auxilio a la Alemania, próxima a perecer, en la sociedad del Padre de Loyola, nacida precisamente en tales circunstancias, y de la que fue el primer miembro alemán Pedro Canisio[2] — Ciertamente no es de este el lugar para referir cada uno de los hechos de este varón de eximia santidad; con cuánto trabajo procuró conducir la patria, herida por disensiones y sediciones, al unánime consentimiento de ánimos y antigua concordia; con qué ardor disputó con los maestros del error; con qué predicaciones excitaba los ánimos; cuántas molestias sufrió; cuántas re­giones recorrió; cuán graves comisiones desempeñó por causa de la fe. Mas volviendo el pensamiento a aquellas armas de doctrina, ¡con qué constancia, con qué destreza, prudencia y oportunidad las manejó! El cual habiendo vuelto de Messana, de donde había salido maestro en el decir, inmediatamente se dedicó a enseñar las disciplinas sagradas en las Universidades de Colonia, Ingolstadt y Viena, en las que, ocupando el primer lugar entre los probados doctores de la escuela cristiana, dio a conocer a los alemanes la grandeza de la teología escolástica. De la que, como los enemigos de la fe huyesen, por entonces, por lo mismo, que por ella la verdad católica brilla con más esplendor, él procuró por lo mismo, establecer públicamente este método de estudiar en los liceos y colegios de la compañía de Jesús, que él había fundado con tanto trabajo e industria. Aunque rodeado de este aparato de ciencia, no se avergonzó de descender a los primeros rudimentos de las letras y de tomar a su cargo niños para instruirles en ellos, sino que hasta escribió para este fin libros de literatura y gramática. A la manera que de predicar a los príncipes siempre pasaba a predicar al pueblo; así, después de escribir de asuntos elevados, como de controversias y costumbres, se dedicaba a componer libritos que afirmasen la fe de las clases populares, o las excitasen o moviesen a la piedad. Es admirable cuánto trabajó de este modo para evitar que los incautos cayesen en los lazos del error, publicando a este fin una Suma de la doctrina católica, obra voluminosa y substanciosa, sobresaliente en la elegancia del latín, no indigno del estilo de los Padres de la Iglesia. A esta preclara obra, recibida en casi toda Europa con gran aplauso por los doctos, ceden en magnitud, mas no en utilidad, aquellos dos célebres catecismos, escritos por el bien­ aventurado varón para uso de los ignorantes; uno para instruir en la religión a los niños, y el otro para instruir a los jóvenes que se dedicaban al estudio de las letras. Uno y otro, tan luego fue­ ron editados, tan en gracia cayeron a los católicos, que no había quién se dedicase a enseñar los rudimentos de religión y no les tuviese en sus manos, no sólo en las escuelas se daba a los niños, cual substanciosa leche, sino que públicamente se explicaba en los templos para utilidad común. Por lo cual ha sucedido que·Canisio ha sido considerado por espacio de tres siglos como común maestro de los católicos, hasta: el punto de que en lenguaje vulgar significase lo mismo conocer a Canisio que conservar la verdad cristiana.

Tales documentos de este santísimo varón indican bien claramente a todos la necesidad de seguir sus huellas. Bien sabemos, Venerables Hermanos, que es digno de alabanza el modo de obrar de vuestra gente, que aprovecha sabiamente y con gran éxito el ingenio y los estudios para contribuir al esplendor de la patria y procurar el bien privado y público. Pero es de suma importancia, que cuantos entre vos­otros son buenos y sabios trabajen con ahínco por la religión, ofreciendo para su esplendor y defensa toda la lumbre de su ingenio y todas las fuerzas de su literatura; y con el mismo fin aprovecharse inmediatamente y recoger en su conocimiento cuanto por doquiera haya de bueno para el progreso del arte y de la ciencia. Pues, si ha existido alguna época en que, para la defensa de la causa católica, sea muy provechosa la abundancia de erudición y doctrina, ninguna como la nuestra, en que la necesidad de combatir a los enemigos de la fe cristiana presta ocasión de dedicarse con toda celeridad a toda clase de conocimientos. Las mismas fuerzas se han de emplear en rechazar el ataque de los enemigos; ocupando antes su lugar; arrancando de sus manos las armas con que pretenden romper toda alianza entre lo divino y lo humano, y así será fácil a los varones católicos, dotados de ese vigor e instrucción, demostrar palmariamente, que la fe divina no sola­mente no entorpece el progreso de la humanidad, antes por el contrario es como su complemento y perfección; y que las cosas que parece están más distantes y aun opuestas entre sí, pue­den armonizarse y componerse tan fácilmente con la filosofía, que la una brille y resplandezca más con la luz de la otra; que la naturaleza no es enemiga sino compañera y ayuda de la religión; por cuyo influjo no solamente se enriquece todo género de conocimiento, si­ no que las letras y las artes reciben más fuerza y vida. Por lo cual lo que, entre las gentes sobre todo se confía en lo humano, ni ofrece confianza a la sabiduría de los ignorantes y es despre­ ciado por los doctos, puesto que no viene precedido de deslumbrante forma. Somos deudores a los sabios no menos que a los ignorantes, de tal modo que con aquéllos estemos combatiendo y con éstos estemos alentando y levantando a los débiles y caídos.

Así es manifiesto cuán ancho campo sea el de la Iglesia. Pues cuando el ánimo se detiene a considerar, después de los cotidianos combates, observa que la fe que sellaron con su sangre los esforzados mártires, es la misma que ilustraron con su ingenio y ciencia los sabios. En esta obra de alabanza aparecen en primer término los Padres, a cuyos dardos nada pudo resistirse, pues hasta su voz llena de erudición era digna de griegos y romanos. Por cuya doctrina y elocuencia excitados muchos, cual por aguijones, dedicaron todas sus energías al estudio de las cosas sagradas: formaron un patrimonio amplísimo de la sabiduría cristiana, en el que en todo tiempo la posteridad encontrase medios de desvanecer las viejas supersticiones y de contradecir las nuevas manifestaciones del error. No ha habido época que no haya producido esta copiosa falange de doctores, ni siquiera aquella en que todas las bellezas, por la invasión de los bárbaros, parecían relega­das al olvido y desprecio; de tal modo, que si no perecieron aquellas admirables obras de la inteligencia y de las manos de los hombres, y las riquezas que en otro tiempo eran tan estimadas por griegos y romanos, se debe al trabajo y cuidado de la Iglesia.

Pero si tanto brillo producido por los estudios de la ciencia y del arte cede en gloria de la religión, importa que de tal modo se piense y con tal actividad se obre, por los que emplearon en esto sus fuerzas, que no parezca ayuno y estéril su conocimiento. Procuren los doctos ordenar sus estudios a utilidad de la república cristiana, y dedicar el tiempo disponible al negocio común, para que su ciencia no sea sólo especulativa, sino que se junte: con la acción. Esta acción debe dirigirse principalmente a educar a la juventud; negocio de tanta importancia, que pide una gran porc10n de trabajo y cuidados. Por lo cual exhortamos vehementemente en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, que procuréis mantener e las escuelas la integridad de la fe, y s1 fuere preciso vigiléis con empeño por­ que vuelvan a ella las ya establecidas por vuestros mayores, ya las que de nuevo se han fundado, no solamente las primarias, sino las que llaman medias y academias. Los demás católicos de vuestras regiones trabajen y hagan porque en la educación de la juventud se respeten los derechos de los Padres y de la Iglesia. — En cuyo asunto ha de procurarse ante todo lo siguiente: primero, que los católicos tengan escuelas, principalmente de niños, más no mixtas, sino por doquiera propias, con selectos y probados maestros. Está llena de peligros aquella enseñanza en la que o no se enseña ninguna religión o la enseñanza que de ella se da es corrompida, lo cual observamos que con frecuencia acontece en las escuelas mixtas. Ni se piense que es fácil separar en el ánimo incorrupto la piedad de la doctrina. Puesto que, si no hay época ni manifestación de la vida ni pública ni privada, que pueda separarse de la religión, mucho menos enaquella edad falta de consejo, fogosa de ingenio y rodea­da de los peligros de tantos vicios. Por lo tanto, el que pretende enseñar el conocimiento de las cosas, sin relación alguna con la religión, corrompe el germen mismo de lo bello y de lo honesto, y prepara no un auxiliar de la patria sino un peligro y peste del género humano. ¿Qué podrá, prescindiendo de Dios, contener a la juventud en sus deberes, y volver al camino de la virtud a los que de él se han separado, precipitándose en el abismo de los vicios?

Preciso es, además, no sola­mente enseñar a los jóvenes durante ciertas horas la religión, sino rodear toda otra instrucción del sabor de la piedad cristiana. Si falta esto; si este soplo no penetra y fomenta los ánimos de los que enseñan y de los que aprenden, pequeños resultados se obtendrán de cualquier doctrina, .y las más de las veces se seguirán no leves peligros. Cada ciencia tiene sus peligros, que apenas podrán evitar los jóvenes, si no tienen en sus mentes y en sus ánimos un freno superior. Ha de evitarse a todo trance que lo que es capital, esto es, el culto de la religión y de la piedad se relegue a segundo término; no sea que, acostumbrada la juventud a no ver más cosas que las que son del dominio de los sentidos, se destruya toda la fuerza de la virtud; y los preceptores, mientras soportan el trabajo de una enseñanza pesada y examinan las sílabas y las tildes, no atiendan a aquella verdadera sabiduría, cuyo principio es el temor de Dios, y a cuyos preceptos deben conformarse en todo las acciones de la vida. El conocimiento de muchas cosas debe llevar consigo unido el cuidado de educar el ánimo; de modo que la religión informe y domine todo estudio, sea el que sea, y de tal manera sobresalga entre todo por su majestad y suavidad, que deje como aguijones en las almas de los jóvenes.

Tanto empeño ha mostrado siempre la Iglesia en que toda clase de estudios se ordenasen principalmente a la educación religiosa de la juventud, que no solamente ha procurado que a esta enseñanza se diese el primer lugar entre todas, sino que nadie desempeñase este grave oficio de maestro que no fuese idóneo y aprobado como tal por el juicio y autoridad de la Iglesia.

Mas, no solamente tiene la religión sus derechos en las escuelas de la infancia. Hubo un tiempo, en que por estatuto de toda Universidad, singularmente la de París, estaba determinado, que todos los estudios de tal manera se acomodasen a la teología, que ninguno llegase al término de la sabiduría, si no había obtenido el grado de Doctor en aquella ciencia. El restaurador de la época de León décimo y, después de él, los Pontífices Nuestros predecesores, quisieron que el ateneo romano y las llamadas Universidades de estudios, fuesen, en tiempos en que la impiedad hacía cruda guerra a la religión, como firmes baluartes, en los que se educase la juventud bajo los auspicios y dirección de cristiana sabiduría. Tal método de estudios, que daba la primacía a la ciencia de Dios y de las cosas sagradas, produjo abundantes frutos, e hizo que los jóvenes, así educados, mejor se contuviesen en el cumplimiento de sus deberes. Este mismo resultado obtendréis vosotros, si procuráis con todas vuestras fuerzas, que en las escuelas, que llaman medias, en los gimnasios, liceos y academias se respeten los derechos de la religión. — Ni esto dejará jamás de suceder, resolviéndose a tomar este árido trabajo, si existe la deseada unión de· voluntades y concordia en el obrar. ¿Qué pueden hacer las fuerzas de los buenos, si se dividen, contra el ataque de los enemigos? ¿O qué puede aprovechar la virtud de cada uno, no habiendo común disciplina? Por lo cual exhortamos vehementemente, que, re­movidas las inoportunas disputas y disensiones de las partes, que con tanta facilidad disocian los ánimos, todos tra­bajen a una para procurar el bien de la Iglesia,· uniendo a este fin sus fuerzas y teniendo una misma voluntad, solícitos en conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz [3]. A estas amonestaciones Nos mueve la memoria y recuerdo del santísimo varón, cuyos admirables ejemplos, ojalá se graben en las almas, y exciten su amor a la sabiduría, que jamás se desvíe de procurar la salvación de los hombres y defender la dignidad de la Iglesia. Confiamos que vosotros, Venerables Hermanos, procuraréis con gran solicitud ante todo: reunir muchos colaboradores entre los varones doctos para esta gloriosa empresa. Pues, los que más pue­den ayudar a colocar en su verdadero lugar obra tan excelsa son aquellos destinados por la providencia de Dios al importante ministerio de educar la juventud. Pues, si tienen presente lo que agradaba a los antiguos, que la ciencia separada de la justicia más me­rece el nombre de habilidad que el de ciencia, o mejor, si grabasen en sus ánimos lo que afirman las sagradas letras, vanos son todos los hombres en quienes no reina la ciencia de Dios [4], sabrán usar las armas de la doctrina no tanto para provecho propio como para utilidad común. Los mismos frutos pueden esperar de su trabajo e industria, que en otro tiempo consiguió Pedro Canisio en sus Colegios e Institutos, a saber, que los jóvenes resulten dóciles y morigerados, adornados de buenas costumbres, separados en todo de los ejemplos de los hombres impíos, y solícitos de la ciencia y de la virtud. Cuanto la piedad eche más pro­fundas raíces en sus corazones, tanto más se alejará el temor de que sean inficionados con perversas opiniones o se desvíen de la virtud. En éstos han de poner la esperanza de futuros honra­dos ciudadanos, tanto la Iglesia como la sociedad civil, por cuyo consejo, prudencia y doctrina, el orden de los asuntos civiles y la tranquilidad de la vida doméstica podrán estar seguros.

Finalmente, elevamos plegarias a Dios óptimo y máximo, que es el Señor de las ciencias[5] a su Virgen Madre, que es llamada sede de la sabiduría, teniendo por intercesor a Pedro Canisio, que tanto honor y alabanza mereció de la Iglesia por su doctrina, para que hagan eficaces Nuestros votos por el incremento de la Iglesia y por el bien de la juventud. Alentados con esta esperanza, concedemos amantísimamente, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo, como presagio de los dones celestiales y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 de Agosto de 1897; de Nuestro Pontificado el año vigésimo.

LEÓN PAPA XIII

Referencias editar

  1. Especialmente Guillermo IV de Baviera desarrollo una política de defensa de la iglesia católica.
  2. La Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola, quedó aprobada por el papa en 154O; Pedro Canisio entró en la Compañía en 1543.
  3. Ef 4, 3.
  4. Sb 13, 1.
  5. I Sam 2, 3.