La guerra gaucha (1905)
de Leopoldo Lugones
Milagro
Vado
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
MILAGRO


Con anuencia del jefe local, una fuerza realista acampó a la vera del lugarcito para hospedar allí algunos enfermos. Esa hospitalidad equivalía á una prisión, pues la columna cercada de guerrillas se preparaba al viaje, soportando desde la víspera un temporal.

Las mujeres habían consentido ese recargo, repartiéndose de á dos y tres chapetones, aunque ellas también apenas vivían, sin hornear ni probar carne desde muchas semanas antes, convertido en arambeles su precario ajuar.

Amargaban la agonía del español los filtros palúdicos del bosque, consumiéndoles de chucho. Hambrientos y entecados hasta lo espectral por la carestía; quemados en la altiplanicie por la causticidad de los cierzos, cribado de tiros su reposo, aniquilábanse más todavía bajo el mal que maduraba en sus carnes. La montonera aliada con el hambre y la sed, complicaba su arsenal con la fiebre.

Los de esa división volvían de su merodeo sin una vaca, rechazados por aquel país que sólo como cadáveres los recibía, á veces con la bayoneta calada y en cuadro durante noches enteras. Unos que ya minados al partir, arrastraban sombríamente su derrota a retaguardia, cayeron la tarde anterior bajo la lluvia; y en torno suyo acamparon, no sin sonoras protestas de las carabinas insurgentes. Mientras el cielo amortajábalos en garúa, algunos ladridos indicaron el lugar que recibió los enfermos al siguiente día: —catorce soldados y un sargento. Acomodados en la población, los camilleros regresaron; y poco después la columna, acribillada de tiroteos apenas emprendió viaje, se internó bajo las arboledas lúgubres.


Llovía y llovía...

Como la luna hizo con agua, no cambiaría el tiempo hasta el cuarto creciente. Cuatro días después seguía lo mismo, encegándose todo, enronqueciendo cada vez más sus gárgaras las avenidas.

Las paisanas, puestas á la obra, reparaban su pandilla de esqueletos, curando aquí una herida y consolando allá un pesar. Plagados de úlceras, latigueados por escalofríos que les fruncían el pellejo como pespuntes, atemorizaba su palidez barbuda; y como eran vencidos, sanaban más difícilmente que los enfermos de la insurrección.

Llovía y llovía...

Por el cielo plúmbeo rodaban las tormentas, una tras otra, sus densidades fuliginosas. Algún trueno propagaba retumbos. Incesantemente cerníase la garúa convertida vuelta á vuelta en cerrazones y chubascos. Sobre el azul casi lóbrego de la sierra, flotaban nubarrones de cuyo seno descolgábase a veces una centella visible á lo lejos, como una linterna por un cordón. Temprano anochecía, trocándose presto en noche el gris; y mucho si hacia el poniente amagaba pasajera rubicundez. Los árboles como que se desparramaban, sin un gorjeo, sin un susurro. El pajizo fleco de las techumbres lloraba gotas tristísimas, y apenas algún perro mohino cruzaba al trote de un rancho á otro.

La noche suscitaba en los pantanos lúgubres gangueos. Sólo marlos había por todo combustible, y aun lo economizaban, reservándose el sebo de los candiles para friegas y poleadas de afrecho, su única comida. Así la oscuridad enconaba con su espanto los dolores. Bajo el cañizo de las chozas ayeaba la desesperación. Soplos malsanos traspasaban el medio desleído revoque. Tras los bastidores de cuero de las puertas, la soledad sitiaba; y en el silencio de aquellas noches, el clamor de los enfermos rugía á Dios cosas tremendas.

Repicaban los dientes, crujían las coyunturas como bisagras al acceso de frío. El enfermo, montando el rifle entre sus pulgares torcidos, exigía las frazadas, los ponchos, aun las sayas, desde su lío de trapos. Las criaturas gemían, anudadas con la madre en la sombra. Luego venía la sed, el urente daño de la terciana; y desabrigándose de sus cobertores, rompían á tajos las puertas, á golpes los cántaros ya vacíos, cruzaban la noche á gatas, refrigerándose con cieno. El día llegaba por fin, señalando fúnebres desenlaces. Supurábanles viejas pústulas, la menor intemperie los constipaba. Esos cuatro días transcurrieron, conmemorado cada uno con un cadáver.

Los once sobrevivientes, ya con el sepulcro hasta la cintura, consumíanse en nostalgias funestas, más fastidiadas por hastíos devoradores. Desde el fondo de la cabeza sus ojos relampagueaban delirios. Como salivajos afrentaban sus pullas a las mujeres, sin excluir tal desmesura lascivias macabras. Olfateaban traiciones, más perdidos por la vida cuanto la notaban más imposible. Llovía y llovía...

Una de las mujeres atendía a los rezagados, tan indomables que inutilizaban sus mejores curas tratándola al estricote. ¡Cuando execraban con improperios hasta los fomentos y los sudoríficos, cuánto más no era con las medicinas acerbas! El alcoholizado menjurge de corteza de naranja agria y pimienta, antídoto de la fiebre, suponíanlo veneno; y qué sarcasmos si oían por remate de algún conjuro medicinal, la jaculatoria de la Pacha Mama:


Pacha Mama.

Pacha Canca,
Pacha luntu,

Señora Santa Ana...


La tarde del quinto día declinaba ahogándose en garúa. De los once realistas, sólo el sargento había asomado un instante su bigote bandido, ejecutando en la puerta dos molinetes con su bordón a manera de roborante esgrima.

Al anochecer cesó la lluvia, y las mujeres aprovecharon la tregua para reunirse en casa de la médica, constituyendo una lana por hilarse el atractivo de su menguada diversión.

Ya provectas, parecían adultos lampiños, masculinizándolas más sus burdos chambergos. La médica ostentaba en su flacura un talante más femenino, á pesar de sus muñecas y sus manos toscas como balancines de collera. Por el corpiño entreabierto veíase su garganta de hojaldre y su aproado esternón.

Sobre groseras alfombras, mientras bailaban los husos y la pava hervía por costumbre, no más, divertíanse pareando porotos discolores ó ensayando otras eutrapelias monótonas, al paso que deploraban los pasados tiempos. Esa pobre minga recordábales algunas, de hiladas, también, ó de amasijo, que transcurrían en jarana perpetua. Mate y anisado por las noches; y al último, hasta baile con ambigú.

Entre frase y frase acomodaban sus cigarros en las negligentes comisuras de la boca. Las sayas hechas harnero encarecían el comentario de su miseria. ¡Ni maíz para una chicha, ni una peseta para la más triste báciga!

Al cabo de largos meses, el gobierno hacía a los hombres una buena cuenta que mucho si tocaba a real por soldado; y éstos dilapidaban su jornal irrisorio el mismo día, á un tiro de tabas, en cualquier sombra. "Al fin no tenían el cuero para negocio".

Felices los que atrojaron con tiempo parva de algarroba; pues el afrecho de sus meriendas, servía de cataplasmas!

Una virgen ante cuyo nicho rojo alumbraba el candil, ocupaba el fondo de la habitación.

Al frente, había sobre el estrado una tinaja cuya sombra panzuda ascendía hasta el tirante, y un rollo de colchas vareteado á gayas multicolores. En el aposento contiguo roncaban los enfermos.

La médica seguía, meditabunda, el baile de los husos. ¡Ah, esas mingas de otros tiempos, esas rifas a cuatro reales la vuelta de pandorga!... ¡Ese pasado de viuda rica que le costeaba a su virgen misas suntuosas con tercia y música de violín y de bombo!...

Alta como un niño de tres años, la imagen radiaba en su compostura. Su traje era de blanco tabí galoneado de oro. El cabello, en tirabuzones que enrubió la legía, derramaba por sus mofletes lustrosos aladares. Resaltaban entre sus abalorios el collar, la corona de plata piña y las arracadas — dos perlas que le colgaban muy abajo, como mamellas. Abrían perpetuamente sus manos una acogedora bendición; sus pupilas inmovilizaban candorosos estupores, y la fijeza hierática de su sonrisa cordiforme iluminaba su rostro sin fisonomía. Aun recordaban al imaginero que la esculpió a cuchillo en un trozo de taraca:—un mestizo cuzqueño, tan bebedor como tunante. A la viuda le costó dos yuntas de bueyes y toda la chafalonía del finado.

Pero bien empleado le estaban, pues aquella imagen era sumamente milagrosa. No necesitaba rigor como san Antonio ¡santo tan renitente! ni que como á él la colgaran de los pies, ni que la retaran. Siempre concedía de á buenas.

Cuando para su festividad llevábanla á la capilla del curato, ni la senda fragosa, ni el bochorno les impedía cargar las andas con su baldaquino rojo y sus ramilletes que policromaba toda la tintorería aborigen. Y la entrada á la población, festejábase á trabucazos.

El nicho trascendía una vaguedad de estoraque, ostentando á la parte interior de su doble puerta una estampa de san José y otra de san Roque. Enguirnaldábanlo por fuera sartas de huevecillos silvestres, desde los verdes y morados de las perdices, hasta los del hornero crispidos de blanco en rosa, y los grises del chalchalero ó los minúsculos del colibrí. La miseria limitaba á esto los obsequios, sin disminuir la veneración, pues aquella imagen lo era de la Merced, es decir virgen patriota. Ya esta circunstancia había ocasionado más de un refunfuño á los enfermos, devotos de Nuestra Señora del Milagro, que era goda.

La imagen y un loro tan parlero que se rezaba el rosario de una pieza, constituían ahora todo el haber de la viuda; y aquel contraste entre época y época, tanto como los recuerdos que acababa de evocar, la enfurecieron. Condensábase en sus ojos una siniestra lobreguez, y en las oquedades de sus clavículas palpitaban sollozos.

Habló, recordando al detalle el suplicio de dos perjuros del Año Doce, encorados en la piel fresca de un novillo. Cual si ese relato de torturas aliviara su pesadumbre, lo alargaba con apartes y risitas.

—Un cuero barroso, cuero de cogote fue. Al principio, lo que se vieron enfundados en aquellos chalecos al ras de la carne, reían. Mas, á eso del mediodía, el tabardillo los fulminó. Sus caras vueltas al cielo, sinapisáronse de ardores delirantes. Una sed voraz, en la que desvariaban asfixias, exorbitó sus ojos. El más joven pedía sollozando que lo despenaran. El otro, en silencio, rebullía su estertor con borborigmos de degolladura, bajo el sol enorme que anulaba su ser en un arrebato de espirales. Desbordaban entre los labios las infladas lenguas, alampando con ansia bestial. Por las narices que expelían caliginosos flatos, entraban y salían moscas...

Poco después, sobre los rostros lustrosamente cárdenos como riñones, ya sólo se distinguía los ojales sanguinolientos de los párpados. Y eso duró un día, ¡un día entero!

Aquella narración, excitando a su autora, acababa con dicterios. La ira contra esos moribundos que les puteaban sus madres, insultó:

—Sarracenos pícaros... Godos rancios... Guay!... Así los tragara la tierra con rey y todo!


La puerta medianil dio entonces paso al sargento. Habíalas acechado mientras departían, hasta que esa maldición contra el rey lo indujo á entrar como despegado de la sombra, envuelta en trapos su cabeza, oliendo á sepulcro. Su presencia refrenó todo aspaviento en una inmensa demudación. La llama del candil se estremecía como una pluma que escribe. Una de las hilanderas devanaba con movimiento maquinal. El hombre, apartando con sus piernas las anquilosadas rodillas, asió de los cabellos a la blasfema:

—¡Viva el rey!

Ella, en pie ahora ante ese grito que comportaba un vituperio, encaró al realista, coriácea y vibrante como una verga; y toda la hostilidad de la lluvia y de la noche, todo el ímpetu de las partidas que barreaban el país, replicó por su boca:

—¡Viva la Patria!

No bien amaneció, congregáronse las mujeres en casa de la médica. Los hilos á medio ovillar, el candil que chorreaba aún con su moco erizado de morcellas; la pava ya fría y ladeada en su tiesto, aludían depredaciones. El loro, todavía soñoliento, balanceábase en su aro suspendido del corredor. Su dueña yacía en el corral, condenada á pena de azotes.

Próximos á aquel cercado, ante un fogón, los chapetones preparaban las varillas del castigo, que el sargento iba garbando cuidadoso.

Los bultos, negros á la luz tardía, relevábanse poco a poco en gris. Bajo rebozos y capuchas lividecía el óvalo de los semblantes. Persistía el mal tiempo, pues no trinaba un pájaro; y en la insólita raridad del aire, amagaba un poco de frío. Las lomas azules, la humedad olorosa, los árboles cairelados por la lluvia, pregonaban benignidades.

En hombros de sus devotas salió la virgen para el sitio donde la víctima aguardaba su ejecución. Temblábanle sobre la cabeza las flores de plata de su corona, y sus manitas, en las que flotaba el escapulario, dominaban el eclógico paisaje con familiar bendición.

Aplacábase ya la hoguera, y dentro del corral percibíase semejante a un picoteo, el chasquido de los azotes que los soldados aplicaban, turnándose á cada docena. En la puerta misma del cerco pararon las procesionarias. El sargento volvió la cabeza, percibió en el aire la sonrosada faz, y á un tiempo con sus hombres trazó la venia militar. Luego ambos grupos se contemplaron, sin que una palabra dirimiese el dilema mortal de aquella mirada. Ese aparato en tal momento, lo explicaba todo.

Enfardelado en un lienzo veíase el bulto de la castigada. Por las roturas de aquel prematuro sudario, asomaba un mechón de cabellos, y en otro punto un pie con las uñas exangües, espantosamente crispado. No se distinguía más, pero algunas pintas rojas salpicaban el trapo.

La fiebre postraba á los verdugos. Sus envejecidos capotes cubríanlos de polvo al parecer. La lividez dilucular ahilaba sus ariscos bigotes. Bajo las viseras ardían sus ojos, devorando la restante vida. Trepidaban como cadáveres electrizados; y tal se esforzaban en reprimirse, que un trasudor les venía. El sargento, helgado como una calavera, presentaba la catadura más feroz, desahuciando desde luego toda esperanza.

Sus criterios rectificados a cartabón por la disciplina, no toleraban otra cosa que la adoración del rey, inmolándose en su nombre y escarmentando en el mismo á la contumaz que Le ultrajó. Este pensamiento manteníalos en pie, como empalándolos.

Algo quizá les remordió la conciencia ante esa mujer que con tanta solicitud se esmeraba por ellos, ó ante la actitud compasible de sus amigas. Mas ¿á qué se desacató contra Su Majestad? Si la propia madre fuera, á la propia madre la flagelaran!

Bajo el sacudón de las toses, algunos escupían sangre. La vida flotaba en torno de cada cuerpo como un arambel amarrado á un poste. Y la imagen les sonreía bienaventuranzas con el arrebol de sus mofletes floridos.

El sargento, al verla, hubo de titubear desconcertado por esa visita cuyo significado no se le escapaba; pero el Rey y la Virgen, ¿no eran, acaso, un poco parientes? Virgen patriota, si querían; mas los rebeldes, al fin de cuentas, eran todos herejes puesto que blasfemaban del rey.

Tal idea determinose pronto en un ademán. La varilla operó de nuevo, y como las mujeres, agotadas por la emoción no se movieran, las amenazó con su báculo. Entonces, ante la fanática estupidez de esos espectros que castigaban en nombre del rey, abandonaron el recinto. Detrás fustigaba el chicote la segunda centena...

Enteleridas de horror, apiñáronse bajo el dosel de nubes. Un pincelazo de sol abríalas en ese instante como una aspillera de Paraíso, á la catarata de arcángeles que iba a aventar, sin duda, sobre el sacrilegio su prorrupción de trompetas. Y en la mancha del sol que alumbra á la imagen, sus devotas la desconocieron. Lacerada por milagrosa transfixión, la virgen había palidecido.