XI
Miau (1888)
de Benito Pérez Galdós
Capítulo XII
XIII

Apareciósele muy temprano la figura arrancada a un cuadro de Fra Angélico, por otro nombre doña Pura, quien le acometió con el arma cortante de su displicencia, agravada por la mala noche que un dolorcillo de muelas le hizo pasar. «Ea, despejarme el comedor. Ve a lavarte a mi cuarto, que tenemos precisión de barrer aquí. Lárgate pronto si no quieres que te llenemos de polvo». Apoyaba esta admonición, de una manera más persuasiva, la segunda Miau, que se presentó escoba en mano.

«No se enfade usted, mamá. (A doña Pura le cargaba mucho que su yerno la llamase mamá). Desde que está usted hecha una potentada, no se la puede aguantar. ¡Qué manera de tratar a este infeliz!».

-Eso es, búrlate... Es lo que te faltaba para acabar de conquistarnos. ¡Y que tienes el don de la oportunidad! Siempre te descuelgas por aquí cuando estamos con el agua al cuello.

-¿Y si dijera que precisamente he venido creyendo ser muy oportuno? A ver... ¿qué respondería usted a esto? Porque no conviene despreciar a nadie, querida mamá, y se dan casos de que el huésped molesto nos resulte Providencia de la noche a la mañana.

-Buena Providencia nos dé Dios (siguiéndole hacia el cuarto donde Víctor pensaba lavarse). ¿Qué quieres decir?, ¿que vas a apretar la cuerda que nos ahorca?

-Tanto como está usted chillando ahí (con zalamería), y todavía soy hombre para convidarla a usted a palcos por asiento.

-Ninguna falta nos hacen tus palcos... ¡Ni qué has de convidar tú, si siempre te he conocido más arrancado que el Gobierno!

-Mamá, mamá, por Dios, no rebaje usted tanto mi dignidad. Y sobre todo, el que yo sea pobre no es motivo para que se dude de mi buen corazón.

-Déjame en paz. Ahí te quedas. Despacha pronto.

-Prefiero ver delante de mí el puñal del asesino a ver malas caras. (Deteniéndola por un brazo). Un momento. ¿Quiere usted que pague mi hospedaje?

Sacó su cartera en el mismo instante, y a doña Pura se le encandilaron los ojos viendo que abultaba y que el bulto lo hacía un grueso manojo de billetes de Banco.

«No quiero ser gravoso (dándole un billete de 100 pesetas). Tome usted, querida mamá, y no juzgue mis intenciones por la insuficiencia de mis medios».

-Pues no creas... (echando la zarpa al billete como si este fuera un ratón), no creas que voy a llevar mi delicadeza hasta lo increíble, rechazando con indignación tu dinero, a estilo teatro. No estamos ahora para escrúpulos ni para indignaciones cursis. Lo tomo, sí, lo tomo, y voy a pagar con él una deuda sagrada, y además, nos viene bien para...

-¿Para qué?

-Déjame a mí. ¿Quién no tiene sus secretillos?

-Y un hijo, un hijo cariñoso, ¿no merece ser depositario de esos secretos? Gracias por la confianza que merezco. Yo creí que me apreciaban más. Querida mamá, aunque usted no me considere de la familia, yo no puedo desprenderme de ella. Mándeme usted que no les quiera, y no obedeceré... En otra parte puedo entrar con indiferencia, pero en esta casa no; y cuando en ella noto síntoma de estrechez, aunque usted me lo prohíba, me tengo que afligir... (poniéndole cariñosamente la mano en el hombro). Simpática suegra, no me gusta que papá ande sin capa.

-¡Pobrecito!... y qué le hemos de hacer. Su situación viene siendo muy triste hace tiempo. La cesantía va estirando más de lo que creíamos. Sólo Dios y nosotras sabemos las amarguras que en esta casa se pasan.

-Menos mal si el remedio viene, aunque sea de la persona a quien no se estima (dándole otro billete de igual cantidad, que doña Pura se apresuró a coger).

-Gracias... No es que no te estimemos; es que tú...

-He sido malo, lo confieso (patéticamente); reconocerlo es señal de que ya no lo soy tanto. Tengo mis defectos como cada quisque; pero no soy empedernido, no está mi corazón cerrado a la sensibilidad, ni mi entendimiento a la experiencia. Yo seré todo lo malo que usted quiera; pero en medio de mi perversidad, tengo una manía, vea usted... no tolero que esta familia, a quien tanto debo, pase necesidades. Me da por ahí... llámelo usted debilidad o como quiera (dándole un tercer billete con gallardía generosa, sin mirar la mano que lo daba). Mientras yo gane un real, no consiento que el padre de mi pobre Luisa vista indecorosamente, ni que mi hijo ande desabrigado.

-Gracias, Víctor, gracias (entre conmovida y recelosa).

-No tiene usted por qué darme las gracias. No hay mérito ninguno en cumplir un deber sagrado. Se me ocurre que podría usted tomar hasta dos mil reales, porque no serán una ni dos las cosas que se han ido a Peñaranda.

-Rico estás... (con escama de si serían falsos los billetes).

-Rico, no... Ahorrillos. En Valencia se gasta poco. Se encuentra uno con economías sin notarlo. Y repito que si usted me habla de agradecimiento, me incomodo. Yo soy así. ¡He variado tanto! Nadie sabe la pena que siento al recordar los malos ratos que he dado a ustedes, y sobre todo a mi pobre Luisa (con emoción falsa o verdadera; pero tan bien expresada, que a doña Pura se le humedecieron los ojos). ¡Pobre alma mía! ¡Que no pueda yo reparar los agravios que aquella santa recibió de mí! ¡Que no pueda yo resucitarla para que vea mi corazón mudado, aunque luego nos muriéramos los dos! (Dando un gran suspiro). Cuando la muerte se interpone entre la culpa y el arrepentimiento, no tiene uno ni el amargo consuelo de pedir perdón a quien ha ofendido.

-¡Cómo ha de ser! No pienses ahora en cosas tristes. ¿Quieres otra toalla? Aguarda. Y si necesitas agua caliente, te la traeré volando.

-No; nada de molestarse por mí. Pronto despacho, y en seguida iré a traer mi equipaje.

-Pues si se te ocurre algo, llamas... La campanilla no hay quien la haga sonar. Te asomas a la puerta y me das una voz.

Aquel hombre, que sabía desplegar tan variados recursos de palabra y de ingenio cuando se proponía mortificar a alguien, ya con feroz sarcasmo, ya hiriendo con delicada crueldad las fibras más irritables del corazón, entendía maravillosamente el arte de agradar, cuando entraba en sus miras. A doña Pura no la cogían de nuevas las demostraciones insinuantes de su yerno; pero esta vez, sea porque fuesen acompañadas de la donación en metálico, sea porque Víctor extremara sus zalamerías, la pobre señora le tuvo por moralmente reformado o en camino de ello siquiera. Corridas algunas horas, no pudo la Miau ocultar a su cónyuge que tenía dinero, pues el disimular las riquezas era cosa enteramente incompatible con el carácter y los hábitos de doña Pura. Interrogola Villaamil sobre la procedencia de aquellos que modestamente llamaba recursos, y ella confesó que se los había dado Víctor, por lo cual se puso D. Ramón muy sobresaltado, y empezó a mover la mandíbula con saña, soltando de su feroz boca algunos vocablos que asustarían a quien no le conociera.

«¡Pero qué simple eres!... Si no me ha dado más que una miseria. Pues qué querías tú, ¿que le mantenga yo el pico? Bonitos estamos para eso. Le he acusado las cuarenta... clarito, clarito. Si se empeña en estar aquí, que contribuya a los gastos de la casa. ¡Bah!, ¡qué cosas dices! Que ha defraudado al Tesoro. Falta probarlo... Serán cavilaciones tuyas. Vaya usted a saber. Y en último caso, ¿es eso motivo para que viva a costa nuestra?».

Villaamil calló. Tiempo hacía que estaba resignado a que su señora llevase los pantalones. Era ya achaque antiguo que cuando Pura alzaba el gallo, bajase él la cabeza fiando al silencio la armonía matrimonial. Recomendáronle, cuando se casó, este sistema, que cuadraba admirablemente a su condición bondadosa y pacífica. Por la tarde volvió doña Pura a la carga, diciéndole: «Con este poco de barro hemos de tapar algunos agujeros. Ve pensando en hacerte ropa. Es imposible que consiga nada el que se presenta en los Ministerios hecho un mendigo, los tacones torcidos, el sombrero del año del hambre, y el gabán con grasa y flecos. Desengáñate: a los que van así nadie les hace caso, y lo más a que pueden aspirar es a una plaza en San Bernardino. Y como ahora te han de colocar, también necesitas ropa para presentarte en la oficina».

-Mujer, no me marees... No sabes el daño que me haces con esa confianza de que no participo; al contrario, yo nada espero.

-Pues sea lo que sea; si te colocan, porque sí, y si no, porque no, necesitas ropa. El traje es casi la persona, y si no te presentas como Dios manda, te mirarán con desprecio, y eres hombre perdido. Hoy mismo llamo al sastre para que te haga un gabán. Y el gabán nuevo pide sombrero, y el sombrero botas.

Villaamil se asustó de tanto lujo; pero cuando Pura adoptaba el énfasis gubernamental, no había medio de contradecirla. Ni se le ocultaba lo bien fundado de aquellas razones, y el valor social y político de las prendas de vestir; y harto sabía que los pretendientes bien trajeados llevan ya ganada la mitad de la partida. Vino, pues, el sastre llamado con urgencia, y Villaamil se dejó tomar las medidas, taciturno y fosco, como si más que de gabán fuesen medidas de mortaja.

Con la entrada del sastre, tuvieron Paca y su marido comidilla para todo el resto del día y parte de la noche. «¿No sabes, Mendizábal? Ha entrado también un sombrero nuevo. Desde que estamos en esta casa, y va para quince años, no he visto entrar más chisteras nuevas que la de hoy y la que estrenó D. Basilio Andrés de la Caña, el que vivió en el tercero, a los pocos días de venir Alfonso. ¿Será que va a haber revolución?».

-No me extrañaría -dijo Mendizábal-, porque ese Cánovas ha perdido los papeles. El periódico dice que hay crisis.

-Debe de haberla, y será que van a subir los de D. Ramón. Tú, ¿quiénes son los del señor Villaamil?

-Los del Sr. Villaamil son las ánimas benditas... (echándose a reír). ¿Conque cobertera nueva y ropa maja? Pues mira, mujer, en vista de ese lujo... asiático, voy a subir ahorita mismo con los recibos atrasados, por si pagan todo o parte de lo que deben. A esta gente es menester acecharla, para cogerla en el momento económico, ¿me entiendes?, en el ínterin, como quien dice, de tener dinero, que es ni visto ni oído.

Miraba el memorialista a su perro, el cual parecía decirle con su expresiva jeta: «Arriba, mi amo, y no se descuide, que ahora tienen guita. Vengo de allí y están como unas pascuas. Por más señas, que han traído un salchichón italiano, gordo como mi cabeza, y que huele a gloria divina».

Subió, pues, Mendizábal, precedido del can. Casi siempre, cuando el portero se aparecía con aquellos fatídicos papeles en la mano, Villaamil temblaba sintiendo herida su dignidad en lo más vivo, y a doña Pura se le ponía la boca amarga, los labios descoloridos, y el corazón rebosando congoja y despecho. Ambos, cada cual en la forma propia de su temperamento, alegaban razones mil para convencer a Mendizábal de lo bueno que sería esperar al mes siguiente. Por dicha suya, el hombre gorilla, aquel monstruo cuyas enormes manos tocarían el suelo a poco que la cintura se doblase; aquel tipo de transición zoológica en cuyo cráneo parecían verse demostradas las audaces hipótesis de Darwin, no ejercía con malos modos los poderes conferidos por el casero. Era, en suma, Mendizábal, con su fealdad digna de la vitrina de cualquier museo antropológico, hombre benévolo, indulgente, compasivo, que se hacía cargo de las cosas. Sentía lástima de la familia, y verdadero afecto hacia Villaamil. No apremiaba sino en términos comedidos y amistosos; y al rendir cuentas al casero, echaba por aquella boca horrenda, rascándose la oreja corta y chata, frases de intercesión misericordiosa en pro del inquilino atrasado por mor de la cesantía. Y gracias a esto, el propietario, que no era de los más déspotas, aguardaba con triste y filosófica resignación.

Cuando Villaamil y doña Pura no estaban en disposición de pagar, añadían a sus excusas algún oficioso párrafo con el memorialista, lisonjeándole y cayéndose del lado de sus aficiones. Decíale Villaamil: «¡Pero cuánto ha visto usted en este mundo, amigo Mendizábal, y qué de cosas habrá presenciado tan trágicas, tan interesantes, tan...!». Y el gorilla, abarquillando los recibos, contestaba: «La historia de España no se ha escrito todavía, amigo D. Ramón. Si yo plumeara mis memorias, vería usted...». Doña Pura extremaba aun más la adulación: «El mundo anda perdido. Mendizábal está en lo cierto: ¡mientras haya libertad de cultos y eso que llaman el racionalismo...!». Total, que el portero se guardaba los recibos, y a la señora se le alegraban las pajarillas. Ya teníamos otro mes de respiro.

Pero aquel día en que, por merced de la Providencia, les era dado pagar dos meses de los tres vencidos, ambos esposos rectificaron con cierta arrogancia aquel criterio de asentimiento. Villaamil habló con discreta autoridad de los ideales modernos, y doña Pura, al verle embolsar los billetes, dijo: «Pero venga acá, Mendizábal, ¿para qué tiene esas ideas? ¿Y usted cree de buena fe que va a venir aquí D. Carlos con la Inquisición y todas esas barbaridades? Vamos, que es preciso estar (apuntando a la sien) de la jícara para creer eso...».

Mendizábal les contestó con frases truncadas, mal aprendidas del periódico que solía leer, y se alejó refunfuñando. Contraste increíble: se iba de mal humor siempre que llevaba dinero.