Miau (1888)/V
Aquella noche no durmió Villaamil ni un cuarto de hora seguido. Se aletargaba un instante; pero la idea de la combinación próxima, el criterio pesimista que se había impuesto, poniéndose en lo peor y esperando lo malo para que viniese lo bueno, le sembraban de espinas el lecho, desvelándole apenas cerraba los ojos. Cuando su mujer volvió del teatro, Villaamil habló con ella algunas palabras extraordinariamente desconsoladoras. Ello fue algo referente a la dificultad de allegar provisiones para el día siguiente, pues no había en la casa ninguna especie de moneda ni tampoco materia hipotecable; el crédito estaba agotado, y apuradas también la generosidad y paciencia de los amigos.
Aunque afectaba serenidad y esperanza, doña Pura estaba muy intranquila, y también pasó la noche en claro, haciendo cálculos para el día siguiente, que tan pavoroso y adusto se anunciaba. Ya no se atrevía a mandar traer géneros a crédito de ningún establecimiento, porque todo era malas caras, grosería, desconsideración, y no pasaba día sin que un tendero exigente y descortés armase un cisco en la misma puerta del cuarto segundo. ¡Empeñar! La mente de la señora hizo rápida síntesis de todas las prendas útiles que estaban condenadas al ostracismo; alhajas, capas, mantas, abrigos. Se había llegado al máximum de emisión, digámoslo así, en esta materia, y no había forma humana de desabrigarse más de lo que ya lo estaba toda la familia. Una pignoración en grande escala se había verificado el mes anterior (Enero del 78) el mismo día del casamiento de D. Alfonso con la Reina Mercedes. Y sin embargo, las tres Miaus no perdieron ninguna de las fiestas públicas que con aquel motivo se celebraron en Madrid. Iluminaciones, retretas, el paso de la comitiva hacia Atocha; todo lo vieron perfectamente, y de todo gozaron en los sitios mejores, abriéndose paso a codazo limpio entre las multitudes.
¡La sala, hipotecar algo de la sala! Esta idea causaba siempre terror y escalofríos a doña Pura, porque la sala era la parte del menaje que a su corazón interesaba más, la verdadera expresión simbólica del hogar doméstico. Poseía muebles bonitos, aunque algo anticuados, testigos del pasado esplendor de la familia Villaamil; dos entredoses negros con filetes de oro y lacas, y cubiertas de mármol; sillería de damasco, alfombra de moqueta y unas cortinas de seda que habían comprado al Regente de la audiencia de Cáceres, cuando levantó la casa por traslación. Tenía doña Pura a las tales cortinas en tanta estima como a las telas de su corazón. Y cuando el espectro de la necesidad se le aparecía y susurraba en su oído con terrible cifra el conflicto económico del día siguiente, doña Pura se estremecía de pavor, diciendo: «No, no; antes las camisas que las cortinas». Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tolerable; pero desnudar la sala... ¡eso nunca! Los de Villaamil, a pesar de la cesantía con su grave disminución social, tenían bastantes visitas. ¡Qué dirían estas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían! Doña Pura cerró los ojos queriendo desechar la fatídica idea y dormirse; pero la sala se había metido dentro de su entrecejo y la estuvo viendo toda la noche, tan limpia, tan elegante... Ninguna de sus amigas tenía una sala igual. La alfombra estaba tan bien conservada, que parecía que humanos pies no la pisaban, y era que de día la defendía con pasos de quita y pon, cuidando de limpiarla a menudo. El piano vertical, desafinado, sí, desafinadísimo, tenía el palisandro de su caja resplandeciente. En la sillería no se veía una mota. Los entredoses relumbraban, y lo que sobre ellos había, aquel reloj dorado y sin hora, los candelabros dentro de fanales, todo estaba cuidado exquisitamente. Pues las mil baratijas que completaban la decoración, fotografías en marcos de papel cañamazo, cajas que fueron de dulces, perritos de porcelana y una licorera de imitación de Bohemia, también lucían sin pizca de polvo. Abelarda se pasaba las horas muertas limpiando estos cachivaches y otros que no he mencionado todavía. Eran objetos de frágiles tablillas caladas, de esos que sirven de entretenimiento a los aficionados a la marquetería doméstica. Un vecino de la casa tenía maquinilla de trepar y hacía mil primores que regalaba a los amigos. Había cestos, estantillos, muebles diminutos, capillas góticas y chinescas pagodas, todo muy mono, muy frágil, de mírame y no me toques, y muy difícil de limpiar.
Doña Pura dio una vuelta en la cama, como queriendo variar sus lúgubres ideas con un cambio de postura. Pero entonces vio en su mente con mayor claridad las suntuosas cortinas, color de amaranto, de seda riquísima, de esa seda que no se ve ya en ninguna parte. Todas las señoras que iban de visita habían de coger y palpar la incomparable tela, y frotarla entre los dedos para apreciar la clase. ¡Pero había que tomarle el peso para saber lo que era aquello!... En fin, doña Pura consideraba que mandar las cortinas al Monte o la casa de préstamos, era trance tan doloroso como embarcar un hijo para América.
En tanto que la figura de Fra Angélico se agitaba en su angosto colchón (dormía en la alcobita de la sala, y su marido, desde que vino de Filipinas, ocupaba solo la alcoba del gabinete), proponíase distraer y engañar su pena recordando las emociones de la ópera y lo bien que dijo el barítono aquello de rivedrai le foreste imbalsamate...
Villaamil, solo, insomne y calenturiento, se revolcaba en el gran camastro matrimonial, cuyo colchón de muelles tenía los idem en lastimoso estado, los unos quebrados y hundidos, los otros estirados y en erección. El de lana, que encima estaba, no le iba en zaga, pues todo era pelmazos por aquí, vaciedades por allá, de modo que la cama habría podido figurar dignamente en las mazmorras de la Inquisición para escarmiento de herejes. El pobre cesante tenía en su lecho la expresión externa o el molde de las torturas de su alma, y así, cuando la hormiguilla del insomnio le hacía dar una vuelta, caía en profunda sima, del centro de la cual surgía, como la joroba de un demonio, enorme espolón que se le clavaba en los riñones; y cuando salía de la sima, un amasijo de lana, duro y fuerte como el puño, le estropeaba las costillas.
Algunas veces dormía tal cual en medio de estos accidentes; pero aquella noche, la exaltación de su cerebro le agrandaba en la oscuridad las desigualdades del terreno: ya creía que se despeñaba, quedándose con los pies en alto, ya que se balanceaba en el vértice de una eminencia o que iba navegando hacia Filipinas con un tifón de mil demonios. «Seamos pesimistas -era su lema-, pensemos, con todo el vigor del pensamiento, que no me van a incluir en la combinación, a ver si me sorprende la felicidad del nombramiento. No esperaré el hecho feliz, no, no lo espero, para que suceda. Siempre pasa lo que no se espera. Póngome en lo peor. No te colocan, no te colocan, pobre Ramón; verás cómo ahora también se burlan de ti. Pero aunque estoy convencido de que no consigo nada, convencidísimo, sí, y no hay quien me apee de esto; aunque sé que mis enemigos no se apiadarán de mí, pondré en juego todas las influencias y haré que hasta el lucero del alba le hable al Ministro. Por supuesto, amigo Ramón, todo inútil. Verás cómo no te hacen maldito caso; tú lo has de ver. Yo estoy tan convencido de ello, como de que ahora es de noche. Y bien puedes desechar hasta el último vislumbre de credulidad. Nada de melindres de esperanza; nada de si será o no será; nada de debilidades optimistas. No lo catas, no lo catas, aunque revientes».