Mi prima me odia: 07

Mi prima me odia de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo III
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Capítulo III

Pasó un día. No vio a Concha.

Al segundo día tembló, porque vio ir a casa de Concha a su mujer. Sin embargo, respiro libre por la noche: Mariúca regresaba tan tranquila, tan contenta. La prima ni siquiera habíala dicho que estuvo enferma y que tuvo que llamarle a toda prisa... ¡Bravo!

Al tercer día Concha vino con Mariúca y cenó con ellos. De la tempestad no quedaba un solo rastro en «su apariencia». Casi se podía decir que estuvo con él más llanamente, más indiferentemente amable que jamás.

La salvación. Él la imitó. El pasado trance de violencias y de riesgos decíale a Aurelio, como a ella le habría dicho, que harían bien cortando en firme toda hostilidad..., que harían mal si insistiesen en una estúpida y ya envenenadísima batalla sorda; sólo buena para conducirlos a un desastre. Ya que él no la vencía..., ella se debía conformar con no ser la vencedora, y el odio de los dos debía volver a lo profundo de las almas.

Así pasaron veinte días aún -de afable paz hecha sobre un falso pacto de sonrisas.

Pero en el día veintidós (o llevaba Aurelio mal la cuenta desde aquel primero de Diciembre), se encontró en San Carlos esta esquela, en pliego rosa:

«Espérame esta noche en la Plaza de Oriente, a las diez, del lado del Real. Quiero que hablemos.

No tenía firma. No le hacía falta, tampoco. De este modo no podía escribirle mujer alguna que no supiese demás que él la adivinaría.

¿Por qué le llamaba Concha? ¿Para qué?... Se ahorró el inútil trabajo de pensarlo. Cada mujer es un problema, porque ella misma no sabe nunca lo que quiere... ¡para que puedan saberlo los demás!

A las diez menos cinco minutos hallábase en la Plaza de Oriente junto a la esquina del Real. La noche era fría y desapacible. A las diez y cinco, llegó ella.

Venía de negro.

Venía de triste; pero intensamente perfumada.

-¡Buenas noches! -saludó.

Sí, venía intensamente perfumada. ¡Cualquiera iba a saber lo que traería debajo de aquella torva pena de su faz y debajo de aquel luto negro del vestido!

-Vengo, Aurelio -dijo-, porque necesitaba hablarte, porque quiero que me des explicaciones. Tú -¡no lo puedo comprender!- me trataste aquella tarde como a una prostituta. ¡Ah!... o tú me explicas esto, o tú me dices por qué... equivocación, o por qué raro derecho te portaste así conmigo..., o yo acabaré por contarle todo a mi marido aun a trueque de un escándalo! ¡Habla, haz el favor!

Calló, y se quedó mirándole a los ojos.

Y como él no hablaba, sino que... sonreía, fijo en ella, ella comprendió que estaba viéndola en la cara toda la demudación de orgullos y humildades que desde la tarde memorable la estaban rompiendo el corazón.

-¡Oh, mujer! ¡Explicaciones! ¿Qué más explicación que la que ya te di! Para un pecho como el tuyo, no la hay mejor que un beso. Para un odio como el que... nos tenemos, no la hay ¡como... el amor! Un beso. Amor. Creo que lo merecen tu odio y tu belleza. Desengáñate: como yo a ti, tú me quieres, tú me adoras desde aquella noche del tranvía. Lo que hay es que los dos nos hemos obstinado en llamarle a aquello odio, tontamente; y además, que lo es, que lo será, en tanto no lo troquemos en gloria, por acuerdo. El odio es amor. El amor no es más que un odio bien tratado. ¡Ah, si pudieran resolverse los odios entre hombres con el abrazo de grandísimo placer que entre hombres y, mujeres!... ¿Quieres, tú? ¿Quieres que resolvamos en amor inmenso nuestro inmenso odio de dos años?... ¡Mira! Allí tengo el coche que me ha traído. ¿Quieres? ¡Él nos puede llevar a nuestro cielo!

La enlazó, y pretendió marchar hacia el coche. Ella titubeó, se detuvo, y dijo todavía quemando en llama su última soberbia:

-¡No! ¡He venido a que me des explicaciones!

-¿Nada más?

-¡Nada más!

-Entonces te las niego.

-¿Por qué?

-Porque... sí. Porque es ridículo traerme aquí a pedirme explicaciones. Si insistes me iré inmediatamente.

-¡Oh, es la dama... que se las pide al caballero!

-¡Y el caballero se las niega a la dama!

-Pero... ¿por qué?

-Porque la odia...; ¡porque no se dan jamás cuando se odia!

-Pues... ¿no y que amor y odio son lo mismo?

-Pues... entonces... ¡por lo mismo! Las de mi amor ya las tienes. ¡Ven!

-¿Adónde? ¡Ah, por Dios, Aurelio!

-¡Ven!

Volvió a tomarla del brazo y avanzaron hacia el coche.

Ella subió primero, como muerta. Y el cochero preguntó:

-¿Adónde, señorito?

-¡Calle San Bernardo, esquina a Luna!

Sonó un portazo.

Trotó el caballo.

«¡Mi prima me odia!» -iba pensando Aurelio al sentirla contra él desfallecida en el interior del carruaje...