Mi prima me odia: 05
Capítulo I
Cruzó desde la acera hacia el centro de la Puerta del Sol, y tomó el tranvía de Salamanca. Ya no era éste su barrio, ni siquiera el de sus padres, que se habían mudado al de Palacio. Él, con su rubia mujercita, vivía en la calle de Argensola.
Miró el reloj. Las ocho. Iba a punto. Mariúca le había dicho que caería en casa de la prima hacia las ocho. ¡Cena en casa de la prima! ¡Oh, de qué buena gana la dichosa prima daríale a él morcilla..., morcilla de la que se le echa a los perros rabiosos, en vez de darle bistek!... Sonriendo, apartó de ella el pensamiento, porque le fatigaba: había vuelto a ser de ella la obsesión, harto lo veía, desde que tornó de su larga luna de miel «científica», por Austria y Alemania. ¡Sí, científica! ¡como doctor había también sabido «percancearse» del ministro una comisión de estudios, por un año, para Viena y Berlín!
El tranvía dobló por la Cibeles.
En este mismo tranvía, casi a estas mismas horas, dos inviernos atrás, íbale ocurriendo la aventura extraña con la prima.
Aurelio casi la había olvidado, desde la boda, durante su larga estancia con Mariúca por ahí. Mas, he aquí que tenía que confesarse que al volver la había encontrado más hermosa..., más odiosa, irreconciliables los dos en el tal obligado trato estrecho de parientes.
Él la daría de buena gana una bofetada o un muerdo. Arañarla, enrabietarla... ¡no sabía!... ¡algo que le dejara saciado su odio para siempre! La presencia de ella, con su insolentísima beldad (y más para un marido ya bastante satisfecho de su rubia y delgada esposa), había tenido la virtud maldita de acabar de despojar a Mariúca de todo su encanto de ilusiones... ¡Vamos, quería decir, de «esa poesía de ceguedad» que se pone siempre en una nueva amada..., y no que él hubiese dejado de estimar a Mariúca por Concha Blanco ni por nadie!
Calle Padilla.
Bajó del tranvía y torció por la derecha.
Entró en la casa.
-¿Ha venido mi mujer? -inquirió de la portera.
-No, señorito. No la he visto.
-Y los señores... ¿están?
-La señora, sí; el señor tampoco ha vuelto.
Aurelio vaciló. Estuvo por aguardar en el portal el landó de abono en que llegaría Mariúca. Le pesó no habérselo llevado él, con el fin de haberla recogido después de las tres visitas que le obligaron a salir buen rato antes.
Por último, subió. Este temor, esta infinita rabia de verse solo con la prima, frente a frente con ella y con su odio..., le enojaba. Por, más que ambos trataban de evitarlo, ello tendría que suceder alguna vez.
Una doncellita le pasó a la sala... -y de la sala, al advertir que no iba Mariúca, Concha escapó como si llegase el mismísimo diantre, refugiándose en un gabinete contiguo.
Era terrible, esta prima de él... tan divinamente humana. Era tremendo esto de que la boda los hubiese hecho parientes.
En los quince días desde el regreso de Alemania, habían tenido que soportarse diez veces. La ingenuísima Mariúca la adoraba..., no podía pasarse sin su trato.
Y era preciso terminar, en cuanto referíase al secreto odio de ellos mismos, esta situación intolerable.
Para terminarla, sin saber de qué manera, Aurelio se levantó y entró en el gabinete. ¡Una explicación! ¡Una serie de franquezas! ¡Un convenio para decirles a la esposa y al marido respectivos que no debieran verse más!... ¡algo! ¡algo!... ¡y preferible era hasta lo bruto y violento antes que semejante y perpetua mortificación de disimulos!
Entró, resueltamente.
-¡Hola, prima!
-¡Hola! -contestó ella sorprendida. No ha venido mi mujer?
-¡No, aún!
Él se sentó, ni lejos ni cerca, con audaz serenidad que desconcertaba a Concha Blanco.
Concha había dejado caer sobre el sofá la revista ilustrada con que pensó sin duda disimular y entretenerse. En su fuga, se había metido en este gabinete que no tenía más puerta que la de la sala.
Aurelio, viendo entre los encajes y las sedas claras, aquel cuerpo tan... ladrón, y viendo aquella cara entre el pelo tan reladronamente negro, sintió que sus ánimos de desdén y de ironía tintábanse de... de...
Y el silencio era violento. Dejó él preámbulos a un lado y dijo:
-Vaya, prima, seamos francos: ¡tú me odias con todo tu corazón!
-¿Yo?... ¡qué escucho! -rechazó ella enérgica en su asombro.
-Sí; me detestas..., me aborreces...
-Te engañas, primo.
Terminante y dura la respuesta... Lo de «primo», había sido lanzado con un casi despego chulesco de burla y rabia.
Aurelio se alegró. Era la «posición cualquiera» sin ambages en que quería saberse frente della.
-Principalmente, desde que el azar nos ha unido en parentesco -dijo-, nuestro odio, tu odio a mí se te ha vuelto inaguantable, prima... así obligada a verme y soportarme.
-Ah, bien... ¿tú me odias?... ¡Por Dios!... ¡Bueno es saberlo!
-¡Como tú a mí, ni más ni menos! Mi presencia y mi conversación te irritan; y quisieras, indudablemente, poder causarme algún daño, en forma tal, que nadie sino yo supiese que tú me lo causabas..., puesto que tu odio es íntimo y absurdo y secreto entre los dos, de alma a alma.
-¡Bah, qué tonterías!
-Sí, mujer. Debemos concedernos que «todo lo que se fuerza al secreto» es cruel y fastidioso. Si tú hubieses podido pregonarle a todo el mundo esa cordial antipatía, porque hubieras podido pregonar sus causas, tal vez nada halagüeñas para ti..., te habrías curado, desahogando el odio de tu pecho en improperios, y en paz. ¡Así, no; tu odio... crece y gana cada día más importancia, para mí, que... EL AMOR MÁS GRANDE DE TU VIDA!
La vio palidecer.
Quedaba tocada en la parte sensiblemente dolorosa de su alma.
-¡Mi odio! -rechazó. -¡Veo que eres algo... fatuo!
-¡Quizás! -asintió Aurelio, con una altiva afirmación que la hirió más hondamente todavía.
Y fue él quien gozóse ahora en dejarla abandonada a la ira y al silencio.
Luego la oyó decir con un tono frío de aristas de diamante:
-Desde que te casaste, habremos hablado veinte veces, entre gente, siempre como extraños; y antes... ni te conocía siquiera. A lo sumo pudiera haber de ti a mí una amistosa simpatía... o frialdad: eso que el instinto nos inspira en toda nueva relación. Pero, ¿odio?... ¿por qué? ¿No piensas, hombre, que el odio es... un honor que no puede concedérsele a cualquiera?
-Razón por la cual, de ti, yo tenía el orgullo de ser el hombre más odiado del mundo.
-¡No comprendo esa... ilusión!
-Pues, es raro, porque dicen, prima, que tú tienes talento.
-¡Gracias. También dicen que lo tienes tú!
-Sólo, entonces, los dos ignoramos mutuamente, esto que dicen. ¿Quieres que intentemos convencernos?
-¿Cómo?
-¡Hablando!... Hablemos, por primera vez. Las otras veinte no sirven para nada. Hablemos... con franqueza. ¿Eres capaz?
-¿Por qué no, querido primo?
-¡Oh, no! ¡veo que no eres capaz!... Siéndolo, hubieras empezado por decir: odiado primo.
Tosió, Concha. Era, en esta conversación extraña, la gran coqueta que íbase entregando por novedad a un juego de más que singular e inversa coquetería: la de vencer en desprecio sobre una verdadera lucha de recelos y crudezas... aunque entre sonrisas. Y estaba desorientada. Le envió en los ojos negros una centella de ira, y exclamó:
-¡Te encuentro testarudo... a más de fatuo!
Él recogió, como un triunfo:
-Menos mal. Ya es esa una manera de empezar a serme franca. Correspondo, y digo que no lo fuiste al afirmar que no me conocías antes de conocerme en Santander...; y antes, también, de averiguar que era tu vecino en esta calle..., única concesión que tú quisiste hacerle acerca de nuestro conocimiento a Mariúca. ¿Por qué no le dijiste todo? ¿Por qué te reservaste que nos conocimos los dos, demás, aquella noche del tranvía?
-¿Del... tranvía?... ¡Pues... no me acuerdo!... ¿Qué tranvía? ¿Quieres tener la bondad?...
-Con mucho agrado. Noche mala, fría..., hace dos años, y tranvía de Salamanca. Un poco tarde, y yo solo, en él, desde Santo Domingo. Una dama que lo para, al poco, y que sube: eras tú. Ibas elegantísima: abrigo de piel, gran sombrero, y falda de terciopelo pensamiento...
-¡Ah, sí!
-¿Recuerdas ahora?
-No. Sólo recuerdo que..., tuve esas prendas.
-Además, tan perfumada, que el olor de tu presencia me hizo levantar los ojos del periódico. Fui sin leer un momento, absorto por tu... por tu...
-¿Por mi... qué?
Un destello de victoria había vibrado en Concha, en sus ojos de acero negro, y él lo vio. Recogióse a tiempo. La coqueta ansiaba el tributo ardiente de una flor, siquiera..., de una flor del hombre que en dos años la había tratado con rabioso desdén incomprensible..., para... inmediatamente despreciarlo. ¡Oh, no! ¿Cómo? ¡La flor, el elogio, de personal adoración que ansiaba ella, no saldría de los labios del experto! La miró a su vez, y terminó la frase, en casi displicente titubeo:
-Absorto... por tu... por tu... ¡por la elegancia de tus ropas..., por tu fuerte aura de perfumes!
Ella se inmutó y bajó los ojos, con la viva sensación del absoluto impoderío de su belleza para subyugar a este «prevenido altivo» de quien no podía dudar que era a su modo, y sin embargo, un admirador de su belleza.
-¡Es decir -repuso con un tono que aspirase a algo así como a reprocharle a Aurelio su indelicadeza de mozo de cordel- que igual te habría dejado absorto... la tienda de una modista o una perfumería!
Del reproche recogió implacable Aurelio, nada más, la queja lastimosa.
-¡Oh, sí! ¡Son mi debilidad! ¡Las bellas ropas! los perfumes! -y prosiguió, desentendiéndose: -Ibas, decía, tan perfumada, que el olor de tus esencias me hizo levantar del periódico los ojos. Tú, a lo largo del coche vacío, fuiste, a sentarte lejos de mí. Notaste mi... observación, y la desdeñaste, poniéndote a mirar por el cristal de la plataforma. Yo persistí en mirarte, absorto por tu... por...
-Por mi... traje. Gracias.
-Y tú volviste a advertir mi atención, y la despreciaste más, volviéndome la espalda.
-¿Sí?
-Era, prima mía, el odio que empezaba a concederme tu alma, por demás... generosamente; y, sonreí.
El recuerdo hacíale también sonreírse ahora de igual modo.
Concha se indignó, en cuanto podía consentírselo un trance en que toda indignación sería derrota:
-Bueno, ya lo dije: tú eres algo fatuo. Cualquiera otro que no lo hubiera sido, únicamente habría visto en mi desdén el que conviene a... los conquistadores de tranvía.
-Si me perdonas, prima, te advertiré que entonces, habiendo pensado yo lo mismo, lo medité y dejé resuelto todo lo contrario. Les conviene mejor la indiferencia. El desdén, así marcado, equivale a una pequeña entrega de atención... casi peligrosa..., a nada que un orgullo contraste su... fracaso bien posible contra otro más auténtico desdén. Eso... tú lo sabes..., al fin..., después de un par de años...; y por eso, yo, previéndolo, me sonreí. Formé mi juicio de ti, y torné tranquilamente a mi lectura. ¡Qué tormento, entonces, tú! ¿Verdad? ¡qué rabia!... ¿Recuerdas?... Bien, bien, tú no lo recuerdas... Yo, sí, en cambio: solos siempre en el tranvía; el viaje, largo... En la Cibeles, tú habrías dado no sé qué porque volviese yo a mirarte. En Colón, habías tosido tres veces..., y al poco, cuando se cruzó aquel carro en la vía y yo me acerqué a tu sitio para verlo, dejaste caer hasta mis pies la elegantísima bolsa que llevabas en las manos... Y que yo no recogí... Por último, bajaste del tranvía lanzándome la mirada de odio que lo mismo se estrelló... en mi indiferencia!
-¡Falso! -negó Concha, incapaz de resistir.
-¡Tú... me miraste... Y de tal modo, que aun volvías por el vidrio la cabeza cuando yo me alejaba hacia esta calle!
-¿Cómo?... ¿Eso sí, lo recuerdas?
-Lo recuerdo. ¡Ve lo que las cosas son!... Como recuerdo tus impertinencias del teatro, de los mil encuentros por ahí..., ¡y mis fastidios al verte!
-Tus... fastidios, no. ¡Tu odio!
-Pues, sea... ¡Mi odio! ¿Qué?
-Nada, que... un odio de mujer: ¡AMOR INVERSO!
La firmeza, la petulancia de Aurelio, no tenían límite; y Concha fulguró, toda ironía:
-¿Crees tú?
-Tanto, prima; -replicó Aurelio, desesperantemente frío y dueño de sí mismo- que, le temía a esta inevitable explicación... como a una declaración... amorosa!
-¡Oh, primo!... ¡por parte tuya!... Y... ¿lo es?
-Supongámoslo, siquiera. ¿Por qué no?
Sonaban pasos, lejos. Suspendió ella un instante en atención su diabólica alegría, y excitó luego de confirmar que nadie se acercaba:
-¿Decías... ¡Sigue! ¡sigue!
-Decía... que tú verás, Concha, si PARA DEJAR DE ODIARME TE CONVIENE AMARME... ¡no hay otra manera! Por mi parte, te odio tanto, también, que siento muchas veces la intención de darte un beso!
Ahora sí soltó Concha una carcajada como una bandera de alegre triunfo que se despliega al viento.
-¡Oh! -cerró triunfal y piadosamente desdeñosa-, ¡Pero, tú te me rindes, infeliz! ¡No has previsto que desvaneces mi ODIO, si lo tuve, al confesarme al fin TU AFÁN POR MIS AMORES? ¡Bravo, primo! ¡Tú, la intención de darme un beso; yo la voluntad de rechazarlo: y héme aquí vengada, curada de mi odio... en un solo minuto y de manera radical.
Radiaba. Se levantó. Fuera seguía sonando gente. Sino que al salir, aun Aurelio la detuvo:
-¡No! ¡Qué... curada! ¡No! ¡Porque yo te diré en seguida que no me importa que tu beso se me niegue... Y tú, cuando te convenzas, sobre todo, de que es verdad..., me seguirás odiando con la vida y con el alma!... No renuncio al orgullo de tu odio. ¡Te digo, prima, que... el odio es amor inverso..., que no queda para el nuestro otro remedio que volverlo del revés..., que no quedan para ti y para mí más caminos que odiar o amar... en mutua reciprocidad y al mismo tiempo!
Los pasos se acercaban... Y la voz de una criada en charla con Mariúca.
-¡Queda también... -amenazó Concha, terrible-, decirle todo esto a tu mujer!
Pero Aurelio terminó:
-¡Bah, no se lo dirás... estoy seguro!
-¿Qué no?
-Que no, ¿Qué podrías decirle?... ¿Que yo te he hecho el amor?... ¡Le mentirías, porque... eso no es verdad!... ¡No es más verdad que si, inventándolo, se lo hubieses dicho por rabias de tu rabia en Santander aquella tarde!
Apagó la voz, porque Mariúca llegaba:
-¡Bah, Concha, convengamos en que vales tú demasiado para poder satisfacerte con una necia venganza de mentiras!
Compuso Concha su ademán, y recibió a Mariúca con un beso.
Al poco llegó el diputado.
En la mesa reinó el jovialísimo alborozo que siempre le ponía Mariúca a estas bellas escenas de familia.