Mi prima me odia: 01

Mi prima me odia
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo I

Capítulo I

-Adiós, Marqués.

-Adiós, Rojas. Cinco, miraron. El «¡Caramba, un marqués!»- pensó Marqués que debieron pensar ellas.

Pero, además, sí fuesen ellas marquesas, debieron también preguntarse: -«Pues... ¿quién será este marqués?»

Nada..., vanidad en que ponía él la parte más pequeña. Para darse ante la gente el lustre de tratar a «un título», a sus amigos les placía llamarle por el segundo apellido, en lugar de Aurelio, o Luque, que estaban antes.

Siguió escribiendo.

Las damas siguieron tomando su té, por las mesas inmediatas.

La sala era elegante, severa, con su escasa concurrencia que dejaba en la puerta los coches. No parecía lo más propio venirse a escribir cantatas, como a un café cualquiera, a este Ideal Room aristocrático. Sin embargo, su ambiente tibio, confortable, en estas tardes frías, principalmente, gustable a Aurelio.

«¡Bueno! ¡Debe de ser un marqués de provincias!» -pensaba ahora que las damas pensarían. Y como una que insistía en mirarle era guapa, rubia, con unos labios de amapola y una cara de granuja que quitaban el sentido..., la miró. No mucho. Él debía de mantenerse en su desdeñoso prestigio de «marqués».

No menos rubia su novia, ni menos linda.

Con la pluma en la mano y la vista en el papel, trataba de reanudar la sarta de cosas bellas que ítala escribiendo. Le habían cortado el hilo..., la inspiración, ¡qué diablo!

Aurelio meditaba sí él sería positivamente un estúpido. Cuando menos el solo hecho de temerlo venía a probarle que no lo era sino en un mínimo grado de «disculpable humanidad». La humanidad es estúpida. Se paga de apariencias y mentiras. Mentira, acaso, este dorado oxígeno del pelo de esta nena, y mentira el carmín de sus labios...


«Pero también que me confieses quiero
que es tanta la verdad...» Etcétera.


A lo mejor un falso detalle, una insignificancia de vanidad que parece que debiera perderse en el fondo de las emociones nimias y fugaces de la vida, fija para siempre un carácter. Recordaba de una muchacha de ojos de topacio a quien le dijeron en un baile que los jugaba bien, y desde entonces ya no fue aquella muchacha más que un par de ojos en casi ridícula y perpetua oscilación de negra de reloj o de muñeca de cuerda. Otro había habido en Madrid que se parecía bastante a Alfonso XII; desde que se persuadió de ello, ya no fue más abogado, o negociante atento a sus negocios, o médico, o lo que fuese aquel señor, sino unas patillas en un gesto archiborbónico exclusivamente dedicadas a hacerse tomar al pronto por el rey.

Bien. A él pasábale algo de esto con el dichoso apellido.

Le convenía casarse. Un doctor, soltero, no estaba bien de respetabilidad perfecta a sus veintisiete años. Casarse..., y respetar después a las clientes. Mariúca, esta santanderina novia, rubia y toda elegancia y modernismo, dentro de su provinciana ingenuidad teníale casi enamorado. Leyó la carilla y media escritas de la carta. Iba por aquel símil de las claras pupilas diáfanas con las ondas del Cantábrico. Halló el enlace y continuó escribiendo -sin la menor preocupación hacia las damas que allí no lejos salpimentaban su té con murmuraciones. Sí, sí, un té con su leche y con su azúcar, pero también con su sal y su pimienta. ¡Oh, las auténticas marquesas!... Allí hubo una noche bofetadas de dos por una actriz.

A las ocho y cuarto no quedaba un alma.

Solamente Aurelio, que escribía... que escribía.

A las nueve firmó. Pegó el sobre y se fue.

Quiso echar la carta por su mano en el buzón de la calle de Carretas.

Hacía frío. Se alzó el cuello de pieles del gabán.

De vuelta a la Puerta del Sol, compró el Heraldo, para el tranvía. Hora de la cena, en Madrid, cuyas calles se quedan punto menos que desiertas hasta que vuelve la animación de los teatros.

Esperó en el emplazamiento circular de una farola. Daba pataditas en el suelo, cuya glacial impresión metíasele hasta por las plantillas de franela y corcho de las botas. Mentalmente, ordenaba los estudios del cerebro que hasta la una o las dos tendría que hacer para la consulta de mañana. -¡Bravo, un 3! ¡Quevedo!... La ventaja de esta hora era que se tomaba sin apretones el tranvía. Subió y pudo instalarse a su antojo. Iban cuatro pasajeros. En marcha.

Leía el Heraldo. Mas... ¡oh! en la parada de Santo Domingo cayó en la cuenta. ¡Qué memo! La costumbre le había hecho coger este tranvía, sin acordarse siquiera de que desde anteayer vivía en el barrio de Salamanca... Se apeó. Un 3 sí, también, pero el inverso justamente. Bajaba ya el de San Bernardo y lo esperó en el cruce. Este coche venía completamente solo.

Leyó el Heraldo. Partió el tranvía; pero a los pocos metros se detuvo para que subiese una mujer.

Es decir... ¡rediós!, una mujer..., ¡una reina! ¡una locura! ¡una de esas divinas tentaciones que entre sedas, y pieles, y joyas y perfumes echan Dios o el diablo al mundo para tormento de los hombres!

¡Qué «moño» Heraldo, ni «tabletas»! -como decía el onomatopéyico Parmeno en las líneas que al lector hacíale interrumpir esta mujer, esta visión de hechicerías... Ya podían Parmeno y Zúñiga y el propio Bonafoux haberse ahorrado esta noche sus ingenios por él. ¡La tía, despampanante! Vamos, de eso que se ve poco hasta en esta tierra de hermosuras que es Madrid. Buena moza, temblaba a su paso y con su peso de arrogancia el suelo del tranvía, y a punto menos que en el techo tocaba con las plumas del sombrero. Se sentó en el ángulo diagonalmente opuesto a Aurelio -y para pasar, preocupado éste en la lectura, había tenido ella que casi pisarle los pies. Le dejaba un rastro de esencias, y los ojos, la cabeza, deslumbrados, fulminados... en un éxtasis de contemplación tan repentina como ansiosa... Sino que ella lo notó, la soberana, la excelsa... la que debía hallarse más que satisfecha de tan rendidos homenajes..., y, con un ademán de altivez giróse un poco hacia la delantera del asiento y se quedó mirando la calle por los vidrios delanteros... ¡Bueno, vanidosa a más de implacablemente bella, y por lo mismo! Era de esperar. Despreciaba, como una diosa cruel y terrible, las férvidas admiraciones que iría por todas partes levantando.

El prodigio de esta beldad maciza que lo menos debía pesar setenta kilos, estaba en la armónica proporcionalidad flexible de su cuerpo. Con pieles y todo, su cintura se le había diseñado a Aurelio por la espalda deliciosamente ágil, tan ágil como sus pies al mover todo aquel carnal alcázar de embeleso. ¡Una maravilla! Y en paz, y no era otra la palabra.

Muy blanca, según él seguíala viendo en el escorzo la mejilla, tenía el pelo tan negro y tan abundante y, rizoso que se le confundía en el cuello con la misma negrura de las pieles.

¡Una maravilla, sí, sí! ¡Un horror! -si valía volver las frases. Ante ella, que viniesen a fallar los sistemáticos defensores de las rubias. Rubia era la novia de Aurelio, y guapa; pero ¡que le perdonara Dios si él ahora mismo tuviese que jurar que el colmo de guapura no podría ninguna alcanzarlo sin un pelo tan reladronamente negro como ésta!

Entró el cobrador a darla billete, y la espléndida volvió a ofrecer por un instante el prodigio de su rostro a la fascinación del pasajero. No se dignó mirarle mientras sacaba del bolsito de piel tina moneda. Pero, diestra en el femenino arte de ver sin la precisión de la mirada, sin duda advirtió la absorta esclavitud en que le tenía. ¡Sí, sí, hallaríase habituada a menospreciar admiraciones! Lejos de agradecérsela, dijérase que le molestó..., porque con otro desdén más brusco le volvió en seguida el hombro, casi la espalda, y continuó mirando hacia delante de la marcha por los vidrios.

También a Aurelio le molestó esta vez la maniobra. Abrió el Heraldo y púsose a leer: Sabía que para los grandes orgullos de tales orgullosas hay un adecuadísimo castigo: la grande indiferencia. Se indignaba de sí propio. Con la firme voluntad de aplicarla ese castigo, únicamente deploraba no ir con ella (para disponer del tiempo en que lo sintiese bien) en el coche de un expreso y hasta el mismo quinto diablo -en vez de ir los dos en el tranvía por un minuto.

Fingiendo que leía a Parmeno, pensaba en la situación. O esta mujer era una recia, o venía mal humorada por cualquier contrariedad, o tenía demás el escarmiento de los importunos de las calles.

De los importunos, de los tenorios del tranvía -de manera principal.

En un tranvía no puede entrar una mujer apetitosa sin que tenga inmediatamente encima los ojos insolentes de unos cuantos. Gran fatiga en realidad -a fuerza de repetirse para ellas. Los que las miran, los que las acosan con los ojos y con flores, si hace falta..., los que hasta se disponen a seguirlas al bajar..., no saben ni creen deber preocuparse de si ellas llevan en el alma una tristeza que las haga odiosas estas frivolidades de la vida, un amor que les vuelva indiferente todo lo demás, o la intención y el empeño de la anhelada y secreta cita con un amante.- A buena hora, si las tornas se volviesen, no despediría un hombre de su lado a las mujeres, en condiciones parecidas, aunque fuese a puñetazos.

Y en suma, que esta mujer, más que ninguna, estaría hastiada del calvario intolerable. Eso de no poder salir al público sin contarse libre un momento de la ansiosa curiosidad de cien miradas, debía de llegar a convertirse en tortura horrenda para las hembras muy guapas y para los hombres famosos.

Ahora..., lo que no aceptaba Aurelio, lo que no podía aceptar, era que el fastidio o la soberbia de una bella hiciese pagar a justos por pecadores. ¿Por qué ésta mostraba hacia él este desprecio insultador, insultador en realidad, humillante, si él no habíala importunado lo más mínimo?... Lo comprendería, de haberle dirigido un piropo, una sonrisa... Mirar, puede ser muy bien venerar respetuosamente. Pase que el venerado así no se obligue a la menor atención, en recíproca; pero en modo alguno que la acoja con disgusto y grosería. En los cafés, por ejemplo, él solía ver al gran Menéndez Pelayo, y en los teatros al Rey, prescindiendo de su alrededor con un hábito de olvido digno, como si estuviesen desconocidos y solos en medio de las gentes, a pesar de no poder ignorar que en cada instante algunos ojos los estaban contemplando.- ¡Arte supremo que no alcanzaban estas preciosas cuya excelsitud estaba toda por fuerza, a lo mejor, en su beldad!

Fingió enfrascarse en el Heraldo. Llegaban a la Puerta del Sol y era preciso que la orgullosa, al bajar, advirtiese que a él le importaba más un periódico que ella. ¡Sí, un periódico..., que vale un perro chico, y que se tira después! ¡Más que el dechado de perfección divina en que ella propia se tendría!... Y quedaría harto vengado, Aurelio, vive Dios..., pues quizá habría de ser la vez primera que esto le ocurriese a ella con un hombre!

Paró el tranvía. La dama no bajó. El «obstinado» lector la había sentido removerse; la había visto, mejor dicho -soslayándola- contrastar con el reloj del Ministerio el que llevaba incrustado en el bolsito..., y luego mirarle, a él, a él..., al «indiferente tenaz» que no debió de parecerle con su gran sortija de brillantes y su gabán de pieles, un pobrete.

Subió una vieja. Volvió el tranvía a marchar. La dama iba tal vez a Salamanca. Tenía la traza de la gente de este barrio. Sólo que ya no se esforzaba en mirar por los vidrios delanteros: natural, en su asiento, acaso -de reojo podía también ir convenciéndose de cómo ahora al «intrigadísimo lector» le importaba de toda su hermosura tres pimientos.

El coche filaba cuesta abajo. Aurelio leía, casi siendo él quien al fin le medio volvía la espalda a la dama. A su gesto, a su ademán, procurábale un perfecto aire de descuido. Nada, siquiera, de aquel violento rencor idiota, ingenuo, que ella le dedicaba antes, y del que pudiera inferirse en el fondo la preocupación hacia él..., la preocupación de despreciarlo. En respuesta le estaría notando una indiferencia total que ni se tomaba la pena del desprecio.

¡Nada! ¡Como si en vez de una, fuesen dos viejas con él!

¡Como si hubiesen puesto la cesta del conductor en el tranvía!

Llegaban a Fornos. Retrasábase la marcha, por unos coches que cruzaron, y subió a la plataforma un guardia de Orden público.

Aurelio creyó del caso, por si ella se apease en Cedaceros, o en Barquillo, darle «el golpe de gracia». Si en vez del guardia hubiese subido una chula, o hubiese entrado una señoritilla, las hubiese mirado un rato. No mucho, no. Al principio nada más -como a ella-, volviendo luego a su periódico, tras de haberle hecho así entender a la orgullosa que él no era más que un momentáneo contemplador de las mujeres por leve curiosidad. Sí, otro procedimiento sería burdo y expuesto a hacerla comprender que todo fuese una mañosa represalia. Es decir, una cosa tan cándida, tan ingenua, como la misma conducta de ella al entrar -y la vanidad la traicionó, porque no valía dudar que era concederle algún valor el concederle el desprecio: si en vez de ser él el encontrado en el tranvía, hubiera sido un haraposo y, catarroso setentón, la altiva no hubiese tenido el menor afán de probarle su altivez según lo hizo con él, como diciendo: «aunque traigas gabán de pieles y seas quien seas, sabe que mi belleza está por encima de ti, a mil codos».

Se martirizaba Aurelio, por no mirarla, por no mirarla ya ni de reojo. Su «indiferencia» causaba efecto. La dama iba intranquila. Aquella su inmovilidad hierática de la calle de Preciados, se convertía en un continuo agitarse en el asiento. Se comprendía, y lo había calculado él perfectamente: para una bonita cualquiera no hubiese tenido importancia la conducta de él, el olvido de un guapo señor que la miró y que leyese por último un periódico. Para ésta, sí. Y enorme. Entre sus emociones debería de figurar como absolutamente insólita la de un hombre que no fuese esclavo de ella por sus ojos durante toda su presencia y a pesar de no importase qué desaires.

Bueno, nada, hacíale falta el golpe de gracia, por si se apease ella en la Cibeles, ya que no se había bajado en Barquillo. Quienes se habían apeado, eran la vieja y el guardia; de modo que volvían ellos a estar completamente solos. Pensó, y encontró. Halló del caso dejar de leer un rato, bostezar (con la levedad y el disimulo que el aburrimiento le puede consentir a un hombre distinguido), y ponerse indolentemente a contemplar por los cristales traseros el camino que iba dejando el tranvía. Y... ¡oh, suerte! al hacer esto, pudo observar que el vidrio devolvíale con toda nitidez el interior del carruaje; en los trayectos obscuros, entre farola y farola, sobre todo, luego que pasaron la Cibeles y marcharon bajo árboles, la imagen de la hermosísima altanera se le ofrecía clara en el cristal.

Fue un hallazgo. Desde entonces, fingiéndole más la indiferencia, pudo ir observándola fijo. Sonrió Aurelio, vengado, complacido, satisfecho. El bostezo había descompuesto a la señora. Su cara, en vista de él, expresaba una angustia de duda de sí misma..., de su hasta entonces nunca fracasado poderío. No cesaba de mirarle, volviendo con rabia la cabeza. Representaba 26 ó 27 años; y la duda, la terrible duda que en vista de todo esto debiera de haberla asaltado por primera vez, referíala quizás a una empezada decadencia... «¿Por qué no le causo efecto a este hombre? -se iría ella preguntando... ¡Oh, si fuese así, si él no se engañase, si hubiese logrado inspirarla esta inquietud, con dificultad nadie en la vida se habría vengado más cruelmente de un agravio pasajero!

¡Dramas mudos, rápidos, terribles..., los que con frecuencia surgen en el simple cruzarse de miradas de dos almas que se encuentran un momento! Tenía la persuasión de que le iba removiendo la vida entera a esta mujer. Su soledad con ella en el tranvía, era una íntima soledad de gabinete, de visita, con la presentación hecha por Dios a una hermosura: y no hay que encomiar lo que tal hermosa rabiaría con semejante desdén de un hombre joven, sola ante él, en un profundo gabinete de su casa!... Sí, el drama habíalo favorecido y destacado ahora la casualidad: de haber sido el viaje más breve, o a ir lleno el carruaje, o al menos con un par de señoras y dos o tres hombres más, no sería lo mismo.

Contemplábala por el cristal. Veíala mirarle, toser... procurando llamarle la atención -¿Quién sería?... Casada, indudablemente. Además, demasiado bella, demasiado puesta en su perenne triunfo de lisonja, para que pudiese ser... de su marido nada más. Tendría amantes. Tendría amante. Seríalo quizás cualquier fachoso -por perversión de hastío y rareza en la que tendría tantos a elegir. Esto es lo ordinario en mujeres tan bonitas. Necesitan ver completamente subyugados por su hechizo a aquel a quien se dan, necesitan saberse magnánimas, divinas, que todo lo conceden, y dijérase que las fastidia el como recíproco derecho que pudiese tener hacia ellas un hombre de la misma gentileza y arrogancia. Por todo esto, Aurelio -que no se podría contar sin hipócrita injusticia entre los fachas-, y sin añadir la cruel rivalidad en que le iba situando su extraño desafío, con harta pena descontada que él jamás pudiera llegar a ser... amante de ella. ¡Le odiaría; le aborrecería con toda el alma; eternamente guardaría para el desconocido de esta noche, aunque nunca lo volviese a encontrar en el camino, el horror que para el mismísimo demonio!

Besábale..., ahora que era ella la empeñada en llamar su atención. Pero con un empeño falso, maligno, inverso, de gran coqueta humillada que tardaría muy poco en volver a despreciarle si él se le rindiera. Triste el dilema, e idéntica su solución, de todos modos; si él no hubiese tratado de irritarla siguiendo, por el contrario, en su éxtasis contemplativo, no habría sacado de ello más que el desprecio triunfador; haciendo lo que hacía, su odio. ¡Bah, lo prefería!... con tal de quedar de algún modo permanente en su recuerdo. Además, iba curándose en salud. Era una belleza, era una mujer de las que hacen comprensible hasta el crimen. Fatídica -porque uno la siguiera y la volviese a encontrar y se enamorase como un bruto, y ante su rechazo se tuviese que dar al fin un tiro, o porque con su amor lo enloqueciese y le trastornase la existencia dejándole hecho por siempre un esclavo miserable. Sólo con haberla visto, permanecería despótica en su alma nublándole la dulce imagen de aquella blonda Marietilla...

Paró el tranvía. Entraban en la calle de Serrano. Un carro luchaba desesperadamente con sus siete mulas por salir de los rieles. Aurelio, sagaz aprovechó el espectáculo para deslizarse en su asiento, como a verlo, acercándose a la dama. Quedaron así enfrente uno del otro. No la miró -tuvo la heroica voluntad de prescindir de ella por completo, «como de una cesta que allí hubiese puesto el conductor», y de quedarse «aburridamente» fijo en el carro. Se complicó la faena, porque el borriquillo delantero se resbaló y se cayó.- La dama, a intento claro, dejó caer el bolsito de mano, con reloj y todo, con duros... que sonaron en su choque contra el suelo. Aurelio recogió los pies, porque habíale dado en ellos aquel proyectil de la perfidia, y no hizo ni el más leve ademán por recogerlo. Al poco, puesto en ruta el tranvía, y llevándose Aurelio el holocausto de la reverencia de humillación que sufrió ante él la pérfida, volvióse a su rincón y volvió a la lectura del Heraldo.

¡Más que vengado, en verdad!

De buena gana; cómo burleta final, le hubiese leído estos burlescos versos de Zúñiga, a la altiva:


Es la nodriza de Arteche
de lo poco que se ve,
pues por un lado da leche
y por otro da café.


¡Oh, pobres bellezas orgullosas, qué fuerte es vuestro imperio... Y qué débil, qué insignificante!

El tranvía volaba.

De pronto, la señora, lo mandó parar.

-¡Cobrador! ¡Haga el favor!

Se había puesto en pie, y con el pretexto del cobrador miraba a Aurelio. Éste, sin alzar los ojos, creyó sentir que titubeaba ella en salir por la puerta de delante o... por la de atrás, quizás con la rabiosa gana de darle al paso un pisotón. Anduvo, en efecto, hacia él dos pasos, la hermosísima viajera...; sino que se arrepintió y salió del coche por la puerta de su lado. Al volverse a cerrar, Aurelio no pudo resistirse, y alzó los ojos a ella. La sorprendió clavada en él. La sonrió entonces, con sarcasmo, y ella le envió un rapidísimo relámpago de odio entre el fulgor de sus pupilas negras... fue breve -pero habíanse descubierto francamente. En aquella sonrisa ella debió leer cómo él habíala hecho sumisa esclava de sus burlas. En aquella mirada él leyó una fulminación de odio mortal, fiero, insaciable, inextinguible...

¡Hala, la altanera!... Allá iba, allá quedábase en demanda de una bocacalle..., allá iría rumiándole a su tremenda decepción la ira de no volver a verle..., la rabia de este desconocido a quien no volvería, probablemente, a encontrar jamás, para tratar de torturarle en su coqueta crueldad y su dominio!

¡La enemiga!

Sin haberse hablado... y -¡quién hubiese de decirlo!- imposible que hubiese una aversión mayor entre dos seres de la tierra.

Es decir... Aurelio rectificó: por su parte... había adoptado la adoración formas de odio.

Ella iría contenta por demás..., si así hubiera podido comprenderlo.

¿Qué calle tomó?

¡Oh, hasta nunca! Se alegró de no haberse fijado.

Pero el tranvía volaba, por la recta y anchurosa calle de Serrano, y no sabía él, recién mudado a estos parajes, si ya estaba cerca de la de Padilla.

-¡Cobrador!... ¿falta mucho para llegar a la calle de Padilla?

-Oh, señor... ¡la hemos pasado! ¡dos más atrás!

-¡Diablo!

Se apeó, sin aguardar siquiera a que parasen el coche, y desanduvo el camino.

¿Por dónde se habría ido la...