Mi media naranja: 09
Capítulo IV
Mi mujer sigue en la espantosa lucha nueva de mi alma con su alma.
Sus sueños, sus descansos, su despertar cada mañana en su blanco dormitorio, diríase que le dan, que vuelven implacablemente á darle cada día el recuerdo demoniesco de estos otros cuartos rojos.
Las noches son para un pagano mundo delicioso del alma de su carne.
Las mañanas... sí, sí; ¡siempre! para un horrorizado despertar de la cristiana.
Lo noto. Al ir á encontrarla allá á las once en su celeste tocador, la asusto un poco, la impresiono como un diablo..., como un diablo á quien se ha entregado toda loca, diabla divina cada noche ella también, por unas horas.
Es cierto. Es indudable. Cada mañana, recogida en sí, á ella le pesa lo que ha hecho por la noche. Mi entrada en su tocador la sorprende como una seductora maldición. Me acepta, me besa..., pero resignada y casi triste y dolorosa.
Mi tarea, durante el día, aunque cada vez más fácil -por la gran persuasión que sus nervios mismos le prestan á mis besos- consiste en... reconquistarla para mí.
Al comer me habla siempre del padre Garcés y de su madre. No se atreve á llamar «pecado, gran pecado mortal» á lo que hacemos, pero lo piensa.
Y... paseamos por las tardes, cogemos flores ó nos embarcamos en el río, y logro volverle á darla, en ella, en mí, la sensación de «otro Universo». Así, cuando llegan las noches y cenamos en el rojo comedor... es toda mía... ¡de su demonio!
Son cinco días los que aquí llevamos.
En las grandes venturas enormes, como en los grandes infortunios, se pierde la noción del tiempo. Pero... ¡sí!... los cuento: hoy es domingo, y llegamos el miércoles: ¡cinco días!
Acaba de despertarme en la cama roja el ruido de mi mujer, que está lavándose la cara en el tocador azul. Nos separan... una puerta, una cortina. La puerta, cuando llevo á Inés á «sus estancias», la cierro por mí mismo.
Es que me place dejarla en su abandono, en su «vuelta á su alma de cristiana», prolongándose esta lucha de delicia en que habré de ser por siempre el triunfador. A Madrid no volveremos hasta que yo no sepa que mi mujer es mía por todos los rincones y las horas de su alma.
Me levanto.
Para vestirme voy recogiendo mis ropas del desorden de estas dos estancias «demoniescas».
De cada noche queda todo confundido. Unas veces nos desnudan las auras, y otras el vendaval.
He aquí mi americana, en el diván turco... sobre el corsé de mi mujer. Un zapato allí, también, de la hechicera, al lado del piano.
Cada cosa me recuerda un momento inolvidable. Anteanoche me hizo oir á Wagner, y á Juan Bach, en pantalón. Un pantalón que nada tuviese que envidiar al de la bella pecadora más cuidada de detalles... ¡Oh, sí, como se parece una mujer a otra mujer (si ambas son muy bellas y se las sabe buscar el parecido), y, sobre todo, una elegante señorita á una cocota!
Esto ya lo dijo Dumas, mejor dicho.
Y es porque la «toilette» de la «cocotteríe», no es sino el recuerdo de la que, perfecta, sólo puede tener la rica, la gran dama. En sedas, en encajes, en joyas, en perfumes.
¿No es, pues, una lástima, para los demás..., que teniendo en la gran dama, en su mujer, la seducción de la «cocotte»... la vayan solamente á buscar en la «cocotte»?
Para los demás..., no para mí.
Yo, de mi mujer, estoy haciendo... mi querida; lo cual no evitará que llegue á ser la noble madre de mis hijos, igual que la de Mario. Trasanteanoche también, ya medio desnuda, la cubrí con todos sus perfumes y sus joyas. En las joyas, besos, y se las puse con mis manos. Los perfumes se los puse con mi boca. La voy perfeccionando, en esto de matices de perfumes: para el cabello, Ilán, que huele á Oriente; para la frente y los ojos, pensamiento, que efluvia «psiquis»; para la boca, astris, que sabe á cielo; para la garganta y el pecho, stania, que sabe á miel; para...
Se me dirá que, aparte la vieja moral (porque, como se ve, yo tengo «una nueva» que le resume al marido «la esposa y... las amantes» dentro de su casa -al revés que á tantos hombres honorables de la vieja moral, mi suegro por ejemplo), es expuesto lo que hago. Yo responderé que... todo lo contrario. Mi mujer... mi honradísima mujer, así, irá adquiriendo un sentimiento de fidelidad (nuevo también)... que habrá de estar perennemente por encima de toda tentación, de toda oportunidad, de toda curiosidad... ¿A qué pensar en «amantes», si los tiene en mí completo?... Eso... ¡allá las castas y respetadas esposas pudorosas que, en las amantes del marido (sus amigas casi siempre), descubren... que no está el «amor» en el tálamo nupcial!... Éstas, entonces, ¡sí!... pueden sentir las perversas curiosidades peligrosas. Y con razón. Porque yo definiría la «virtud» de esta manera: «fidelidad hacia un amor». Y esculpiría, además, en el vicariato general esta sentencia: «Ten á tu mujer enamorada y ríete de seductores».
He aquí el otro zapato de Inés, junto al espejo.
¡Oh, anoche!
Este espejo me hace recordar cómo voy venciendo á la cristiana en mi batalla.
Sí, sí, le tengo jurada guerra, en mi mujer, á la «cristiana», sobre todo. O si he de expresarlo mejor, á la «beata», á la «fanática creyente». ¿Por qué?... ¡Bah, porque la otra doña «Inés de Ulloa», de aquel estúpido «Don Juan», era «cristiana»! ¡porque han sido y son «cristianas» casi todas las que... «caen de mal modo en escenas del sofá»! ¡porque es, en fin, terrible, y para un marido sobre todo, eso de que sepa su santísima mujer que Dios... puede «perdonarla» con un solo segundo de «pésame Señor»! -No. Por mi parte, quiero que sepa mi mujer que yo tendría que ser, y no el del cielo, el «Señor» que primero tendría que perdonarla!
En este espejo...
¡Oh, sí, este espejo quedará siempre en mis recuerdos, como «reliquia confidente» de mi triunfo!
¡Inés! ¡Soberbia estatua!... Hecho girones su «pudor»..., aun ella se aferraba á retener sobre la desnudez de su beldad estos girones. De sus hechizos, aún su voluntad cobarde no habíase atrevido á mostrarse al entero resplandor..., si no los velaba algún cendal. Y anoche, ya ebria de mis besos con champaña, fué mi antojo verla... verla en la ostentación brava de sí propia, sin una joya, sin una cinta siquiera por toda su carne inmortal... Era en la mesa, y resistíase. Estaba ya... «en cocota», en corsé y en pantalón, mi purísima cocota. Yo pretendía cambiar á mi cocota (¡oh, multiforme!) en divina diosa griega, olímpica, que en la gran bandeja de plata sirviese el té, trayéndolo desde el samovar, sin una joya, sin una cinta siquiera por su cuerpo... Rebeldes sus rubores. Tenaz mi empeño. Desde este gabinete la conduje al dormitorio, y me quedé esperando, porque, además, para darme sin gradaciones la impresión de maravilla, Inés debía acabar de despojarse por sí propia. Pero, de pronto, ya desnuda y más cobarde, sin verla yo, me propuso la transacción entre mi afán y sus pudores: -«¡Me vas á mirar, y nada más, por el espejo.» -gritó.- Y llegó á esta puerta, se envolvió en las sedas carmesí del cortinaje, las descorrió, se desenvolvió en seguida de las sedas sin soltarlas, y... -«¡Mira!»... visión de gloria. Mujer excelsa. Niña gentil. La gran luna de ese armario la copiaba... nieve de armonía de rosa en flor de humanidad. Fué un solo segundo. Me vió también por el espejo ir hacia ella, y corrió, y ya no la pude mirar más que entre las sábanas del lecho, fugitiva y amparada, esperándome cruel para no soltarme más del triunfo poderoso de sus brazos...
Estoy vestido. Cruzo el rojo dormitorio y abro el celeste tocador.
Aquí, en el tocador color de cielo, todo es alba... de otro día, y todo es orden.
No está ella.
Paso á la alcoba blanca.
No está ella.
Pero en el fondo veo entreabierta la puerta de la alta tribuna de la ermita, y ocúrreseme mirar.
Inés, humillada en un reclinatorio, parece sumida en oración. Se encuentra de rodillas y con los brazos encima del alto respaldar y la cara contra ellos.
Avanzo por la estera. Inés, de tan absorta, no me nota. Me inclino y le doy un beso en la oreja.
¡Oh! -gime, irguiéndose de pronto.
Me mira, y su actitud es de rechazo. Yo no sé..., ó sé de más, qué éxtasis inmenso de pesar he turbado por su alma. Nunca la he causado una impresión tan grande de extrañeza, con mi beso profano ante un altar.
Pero yo quiero fundir en una sola fe infinita ésta de Dios y de mi amor, y rodeo sus hombros con mi brazo.
-¡Reza ante la Virgen! -le digo.- ¡Yo... ante ti!
Y vuelvo á darle un beso santo entre los labios.
-¡Aurelio! -clama ella en una guturación aterrada y sofocada.
-De ti -insisto yo-, á la Virgen pura yo le ofrezco ahora, esposa mía, toda aquella adoración que rendí anoche por la bella gracia de tu cuerpo, que hizo Dios.
Cierra los ojos, pálida. Tiembla. Y yo termino:
-¡Querría que en mi oración y en tu oración, ante la Virgen, estuvieses tú desnuda, como anoche!
Eléctrica, de un sólo impulso, Inés se arranca de mí violentamente. Se ha puesto de pie, ha dado algunos pasos, y queda torva y volviéndome la espalda en la sombra de un rincón. La amplitud de mi grande profesión de fe, le ha sonado á horrendo sacrilegio.
Voy á acercarme, y me detiene con el brazo.
-¡No, por favor!
Está espantada. Sale de la tribuna.
La sigo. En su marcha vacilante, va hasta el lecho y cae en él inertemente. Se cubre la cara con las manos.
Quiero hablarla.
No me escucha, y llora.
-¡Vete! -me pide, al fin, como á un maldito, en su horror desfallecido de maldita.
Yo, aunque no me pesa, comprendo que he ido un poco de prisa esta mañana en la «reconquistación» de mi mujer. No me importa. No es largo el tiempo que hemos de estar aquí, solos, libre ella del influjo del Padre Garcés y de su madre, y hace falta que cuando vuelva á verlos en Madrid, el alma de mi Inés sea completa é irremisiblemente mía.
La dejo. Ella pensará. Cuando haya meditado que ni en sus desnudeces ni en no importa cuáles bellos juegos nobles de amor y de la vida puede haber ofensa, sino gracia, para el cielo..., la gran contradicción que yo he podido revelarla en ella misma, entre el «cielo» de su espíritu y la «tierra» de su carne, habrá cesado de existir.
Sólo entonces podrá empezar á entender que yo soy un... místico, un místico en armónica y total adoración perenne hacia la Vida, hacia mi vida y la de ella, y la del Universo, y la de Dios..., y que el alma no es sino la luz de resplandores de la carne -como es del sol la luz del sol.
Ella adora menos á su Dios... y hasta le agravia, puesto que le adora con el alma únicamente, y créele de torpeza tal que le pudo crear el cuerpo para el diablo.
Yo adoro á mi Dios... con todo, y en todo le bendigo.
A las once, me manda llamar mi Inés.
Es severo su semblante.
Está en el tocador, sentada. Me hace sentarme, y me pregunta:
-Aurelio... ¿á qué hora pasa el tren para Madrid?
-¿Por qué quieres saberlo?
-¡Porque sí! Porque quiero que nos marchemos á Madrid. Hoy mismo. Te lo pido. Te lo ruego.
-¡Inés!
-Si me quieres, dame esa prueba. ¡La prueba que te exijo!
-Pero... ¿por qué?
-Porque sí, Aurelio. Mira, hoy es domingo. Te olvidaste..., nos hemos olvidado los dos de avisar al cura que decías... para que dijese misa en la ermita...
-¡Bah!... ¡Vendrá el domingo que viene, mujer!...
-No. Hoy, á Madrid. Espero que no me negarás este favor.
Habla rígida, implacable. Se ha levantado, dando por terminada sobre este punto la entrevista. Comprendo que me sería desfavorable en este instante toda discusión con mi mujer, y accedo.
El tiempo es mío. Quiere decir que... seguiremos en Madrid más lentamente la batalla.
La ofrezco partir esta tarde, le brindo el brazo, y bajamos al viejo comedor familiar... que no la asusta.