Mi media naranja: 01

Mi media naranja
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo I

Capítulo I

Como el otro, yo quisiera poder ser:


entre señores, señor,
y allá entre los reyes, rey.


Mas no puedo.

Comprendo que siempre me falta ó me sobra algo para estar adecuadamente entre las gentes.

Aquí, por ejemplo, delante de mi novia, delante de mi Inés.

¿Me sobra? ¿Me falta?

No lo sé.

Probablemente, ambas cosas á un tiempo.

Me falta un poco de vergüenza, y me sobra este ansioso pensar en mí... señora de esta noche.

Tengo prisa. Tengo verdadera impaciencia por oir las siete y porque se acabe este té. Un coche. Jala me estará esperando. Estará encendida la chimenea de leña en mi salón, y la mesa.

Me distraigo. Háblame mi novia, y pienso en Jala.

Jala debe de estar allí desde hace media hora. La mesa y la lumbre, elegantísima, alzadas quizá las sedas de sus faldas para calentarse mejor los pies tendidos hacia el fuego. Juraría que se aburre, que bosteza, y que está tirada atrás en el respaldo, sin haberse quitado aún la suelta capa turca, color fresa... ¡Cómo sabe que es rubia, la ladrona!

-¡Toma! ¡de coco!

-¿Qué?

-¡De coco!... ¡Y pan racional!... ¿Quieres manteca?

-No, gracias, Inés.

Casi tan rubia como Inés.

La pobre Inés no sabe, no podrá saber nunca por qué tomo el té esta noche, lo mismo que tantas otras noches, sin galletas, sin manteca y sin el pan racional.

A fin de que no advierta mi preocupación, hablo con su padre y con los amigos. Además, me he sentado en frente del reloj, aun á trueque de que me vaya tostando la espalda el aire de esta estufa.

-Sí, sí, señores... á mí me parecería también peor la dictadura del rojo fanatismo.

-¿Peor que cuál, querido Aurelio?

-Peor que el otro... que el blanco, que el negro, padre Garcés. Peor que el de ustedes.

Incluyo en la amable franqueza á mi futuro suegro y vitalicio senador, y el padre Garcés y el suegro futuro me sonríen.

Pero el padre Garcés, el sabio padre Garcés es casuista, y me pregunta y depura mi intención:

-¿Por qué, vamos á ver?

-Porque, al menos, el de ustedes, está bien educado.

-Gracias... ¡oh!

Se trata de no sé cual votación en la alta Cámara, en favor de Roma. No he logrado enterarme. Jala me preocupa. Pero á mi novia y á su madre, igual que á esta vieja vizcondesa de Versala, les place mucho verme conversando afablemente con el sabio jesuíta. Eso de que un sabio jesuíta y un joven diputado, incrédulo y «diabólico» puedan charlar sin devorarse, hasta con agrado, hasta con mucha estimación (permítome afirmarlo), les parece el colmo del milagro.

Tal vez, como el propio padre Garcés, ellas esperan que me convertirán... á cuenta de calma y tiempo. Por lo pronto, les gusta venir notando que mis discursos radicales, y aun mi libro «La nueva moral» (único hasta hoy -porque el dinero de mis dehesas andaluzas me consiente ser un poco vago-) respiran por todos sus descaros «de buen gusto una cortés condescendencia hacia mil cosas respetablemente despreciables...»

Mi suegro es otra cosa. Hombre de su tiempo, rico, joven todavía, es conservador por estirpe y por inercia; su padre fué conservador; su abuelo de Narváez. Y como su abuelo, como su padre, es un «galante hombre» ante todo. Vota en favor del Papa, y se va á cenar con una actriz en la cueva del Casino.

¡Pobre Jala!

Las siete menos diez.

Me falta ó me sobra algo para estar á gusto aquí, junto á esta novia tan bonita.

La miro y me sonríe.

Me quiere. Me adora.

Es tan linda como Jala.

-¿Adónde vas esta noche? ¿Tienes prisa?

¡Diablo! ¡Nota que miro al reloj!

-No. Es decir, no... hasta cierto punto. A las siete me ha citado un señor.

-¿Cuál?

-Un amigo.

Se calla. Sonríese Inés. Es prudente. Me cree. Ella ni su madre, no han leído mi libro. Les basta que el Padre Garcés y los periódicos hayan dicho que es un tanto subversivo. En esto coinciden los jesuítas y los periodistas radicales. -Sólo que como el buen padre me tolera, y aun me estima, á mi, al tratadista subversivo, Inés y la madre de Inés no han opuesto el menor inconveniente á mi noviazgo.

Quizá el buen padre Garcés, para haberse opuesto, comprendió que le llegaba un tanto tarde la ocasión. Se conforma con el alma de mi novia -y yo, hasta ahora cuando menos, no se la disputo... ¡Caramba, es tan delicado esto de jugar á la pelota con el alma blanca de una niña!

Porque Inés, á pesar de sus veinticuatro años, es un alma de candor... ¡y yo no sé si es esto una desdicha ó una suerte!

Me casaré con Inés... ¡Ya lo creo! Sin embargo, y por lo mismo que lo quiero, que lo ansía mi corazón, estimo una crueldad que la suerte nos haya conducido por caminos tan opuestamente diferentes: ó á mí debió conservarme puro y noble como á ella, ó de ella debió hacer una muchacha más mundana, más metida en alegrías y en sociedad, más dispuesta á ser, junto á la especie de truhán honrado que yo soy, una perfecta comprensiva de mi vida..., ó lo que es lo mismo, de la vida de su honorable padre y de todos los demás que vivimos en Madrid con unos miles de pesetas siempre disponibles.

Sí, muy difícil. La quiero por noble y buena, por candorosa, por infinitamente candorosa, y hasta por creyente y por cristiana...; y á pesar de todo, aquí, en su hotel, yo quisiera que ella pudiera escapar hacia su alcoba, que yo pudiese ahora mismo también escabullirme entre los cersis del jardín, y que... en su lecho, harto más lujoso y dulce que el feriesco lecho de lujurias bestias de mi bestia «garçoniére», ella, Inés, en vez de Jala, fuese la que me hubiese de dar en esta noche el espléndido banquete de su vida.

¡Oh, sí, es más bonita que Jala! ¡Es mía, ó será toda mía, y de nadie más, al revés que Jala que va á ser mía después de ser de todo el mundo..., y no obstante, mi Inés tendrá que ser mía con fórmulas de bodas, con largas y ridículas fórmulas de boda, de pregón, de curas y consejos, de madrinas que la habrán de desnudar como á una santa... en vez de dejármela desnudar á besos y caricias locas de mis manos...!

¡Oh, Dios...! Jala..., las Jalas tendrán siempre su ventaja del arte de agradar sobre las purísimas y honestísimas esposas!

Pero... ¡las siete!

Me levanto. Me despido.

-¡Adiós, vidita! -dígole á mi novia.

Y el padre Garcés me lanza aún hacia la puerta:

-¡Qué sea usted bueno!

Este padre parte un pelo por el aire. Apostaría á que ha estudiado en mi inquietud que... no es «amigo» quien me espera.