Cuentos del hogar
Mi hogar

de Teodoro Baró


 ALLÁ, cabe la frontera,
 teniendo el mar por espejo;
 por techumbre la azulada
 bóveda del firmamento;
 por diadema los picachos
 de eterna nieve cubiertos;
 por guardián la cordillera
 del hermoso Pirineo;
 hay un valle ¡vallecito!
 de dulces, gratos recuerdos,
 que con los ojos del alma,
 soñando despierto, veo.
 En el cristal de sus ríos
 y en la linfa de arroyuelos
 murmurantes, juguetones,
 de agua fresca y limpio seno,
 el amarillento trigo
 y la vid buscan espejo;
 la amapola en él se mira,
 y le prestan sus reflejos
 las más olorosas flores
 con sus matices del cielo.
 Tiene prados cuyo césped
 ofrece mullido asiento;
 arboledas tan frondosas
 que morada son del céfiro,
 do lanzan eternamente
 los pájaros sus gorjeos,
 ocultos entre las hojas
 do sus nidos tienen puestos.

 ¡Vallecito, vallecito
 de mis infantiles juegos,
 que mis ilusiones guardas
 y mis mejores recuerdos,
 valle do dejé la esencia
 de mi ser, de mis ensueños!
 yo te veo noche y día,
 yo noche y día te veo
 tan hermoso, tan hermoso
 cual en mis días primeros,
 en que el ambiente, las nubes,
 la morera, el alto fresno,
 el susurro de las olas
 y los suspiros del viento
 y el murmurio de la fuente,
 del gorrión el picaresco
 piar, y de las ovejas
 el balido plañidero,
 el triscar de los cabritos,
 de las palomas el vuelo;
 todo para mí tenía
 tal encanto y embeleso,
 que aún ahora, que rebosa
 la amargura de mi seno,
 con sólo cerrar los ojos
 gozo, porque veo y siento.

 ¡Madre mía! ¡madre mía!
 tú duermes el sueño eterno
 en el valle. A ti, mi encanto,
 ángel que subiste al cielo,
 dejando frío el hogar
 porque frío quedó el pecho,
 al dar por amor tu vida
 y al alzar a Dios el vuelo;
 y a ti, padre, ¡padre mío!
 a quien nombre y vida debo,
 ¡cómo os recuerdo a vosotros
 cuando mi valle recuerdo!

 Aquellos tiempos pasaron,
 aquellos tiempos ya fueron;
 yo no sé por qué son idos
 aquellos tan dulces tiempos;
 mas sí sé que del hogar
 siento el calor en mi pecho;
 de aquel hogar do mis ojos
 a primera luz se abrieron,
 do de Dios el santo nombre
 pronuncié con embeleso
 y el dulcísimo de madre
 balbuceaba yo entre besos.
 ¡Hogar santo, santo hogar!
 cuando en las noches de invierno
 rodaba la tramontana
 por los altos Pirineos,
 después de barrer los picos
 siempre de nieve cubiertos
 del Canigó, yo en mi casa,
 al dulce amor del brasero,
 y al más dulce de mis padres,
 oía silbar el viento
 y también narrar oía
 aquellos sabrosos cuentos
 que empujando iban las horas
 de las veladas de invierno.
 Sean estos que ahora he escrito
 de aquellos cuentos recuerdo.
 Quiera Dios que en su relato
 haya siquiera un destello
 del calor del hogar mío;
 la dulzura de los besos
 de mis padres; de la infancia
 el perfume; el embeleso,
 las ilusiones del niño
 y del cristiano el aliento.
 CUENTOS DEL HOGAR se llaman:
 aquí los tenéis: leedlos.