El Sr. Alarcón publica su testamento.

Pero no hay que asustarse.

No es que se crea en peligro de muerte. Está sano, a Dios gracias y para bien de las letras. Tampoco ha dictado o escrito su última voluntad por miedo a los terremotos.

Y si ha sido por eso, yo le aseguro que no tiene que temer.

Los terremotos no se repetirán tan pronto.

Ello fue que se dijo que el señor marqués de Pidal había sido llamado y elegido para entrar en la Academia Española, y la tierra... se estremeció. No es el caso para menos.

Yo creo, es más, me atrevo a asegurar que el globo que pisamos no volverá a temblar... hasta que entre en la Academia el señor conde de Toreno.

El testamento del ilustre novelista es puramente literario. Viene a ser, o es, sin necesidad de venir, el prólogo que va a preceder a la edición, de las obras completas de escritor tan notable.

Es un documento muy curioso y que verán con deleite todos los amantes de nuestra historia intelectual. Por ese testamento se sabe al principio que el Sr. Alarcón no piensa escribir más novelas, aunque, a Dios gracias, un poco más adelante dice que si se le antoja escribirá aunque sean ciento, en uso de su indiscutible derecho.

Dios le oiga a usted, ¡y ojalá escriba, si no cien novelas, por lo menos otra docenita! El arte se lo pide con mucha necesidad. Y yo se lo pido por aquella teoría de balística del general del cuento, a ver si llegan dos cañonazos, si no alcanza uno.

En cuanto a lo de que tenga el Sr. Alarcón derecho indiscutible para escribir todas las novelas que quiera, todos estamos conformes, incluso el Sr. Villaverde, gobernador de Madrid.

Ahora, si después de escribirlas quiere publicarlas, como parece natural... ya es otra cosa. Es decir, publicarlas puede, pero la policía se reserva el derecho de denunciarlas, recogerlas en Correos y en las librerías, sin perjuicio de que los Tribunales vengan después diciendo que las novelas son inocentes.

Por lo menos todo esto le ha sucedido al Sr. López Bago, novelista y además novel en achaques de gobernadores enérgicos y morales.

Y esto no es política.

Desde que los gobernadores se meten a idealistas y atacan el naturalismo poco menos que rompiendo los escaparates de las librerías, los gobernadores pasan a ser materia literaria, sujeta a la censura de la crítica.

Lo que yo extraño es cómo el Sr. López Bago, que antes de ser naturalista fue conservador, no conoce mejor a sus antiguos correligionarios.

De fijo conoce mejor a sus correligionarios antiguos el Sr. Villaverde, que antes de conservador fue... ¿novelista? No, liberal.

Pero volvamos otra vez al Sr. Alarcón y a su testamento.

En él nos cuenta la historia interna y externa, que diría un legista, de todos sus libros.

Resulta que al Sr. Alarcón le parecen bastante buenos casi todos, en lo cual no hace más que seguir la corriente general, y por lo que a mí toca, tengo una verdadera satisfacción al ver que en algo estamos conformes el autor de El Escándalo y yo. Tal vez, si fuéramos a juzgar a otros novelistas que aún me gustan más que el Sr. Alarcón, él no fuera ya de mi parecer, pero bueno es que en algo estemos de acuerdo. Quedamos en esto: en que Alarcón ha escrito muy buenos libros. Pero, ¿son perfectos?

En esto vuelven a separarse nuestras opiniones respectivas. El Sr. Alarcón se inclina a creer que El Escándalo, por ejemplo, no tiene pero; por lo menos, él no se encuentra.

Y dirán ustedes a todo esto, si no han leído el testamento del Sr. Alarcón:

-¡Este Clarínestá calumniando al ilustre novelista! ¿Cómo Alarcón ha de decir?...

Permítanme ustedes que les interrumpa. Yo no calumnio a nadie. El Sr. Alarcón dice, en La Ilustración Española y Americana, que él no cree en la modestia, que es una hipocresía tratándose de literatos, y, en efecto, lo prueba. No prueba que la modestia sea una hipocresía, sino que él no cree en ella.

¡Ea, que ya está cansado de que censuren los críticos o Aristarcos, como él dice, sus novelas, y de callarse como un muerto! Y en vez de encomendarse a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como suele hacerse en los testamentos, se encomienda a su cólera y cierra a epíteto limpio con los críticos que se permitieron encontrar defectos en su Escándalo, y a este quiero, a este no quiero, los descalabra a todos; es más, los llama cursis; a otros, o a los mismos, estudiantones (¡miren qué tacha!) y les echa en cara que no han conocido más mujer que la propia; lo cual no es deshonra, porque así debe ser, a lo menos según la doctrina cristiana que el Sr. Alarcón profesa.

De lo que dice el Sr. Alarcón contra los críticos -a quienes también llama mentecatos y puercos- puede deducirse que, en opinión del novelista, nadie puede decir lo que es verosímil en materia de caracteres femeninos y costumbres sociales, sin haberla corrido y haber estado en la guerra de África de testigo y haber asistido a no recuerdo qué sala de armas, donde el Sr. Alarcón se preparaba, o mucho me equivoco (a juzgar por cierta epístola suya), a matar moros con florete.

En suma, que, según Alarcón, sólo puede juzgarle a él como novelista la gente que él llama fina, cierta clase, la que figura en las revistas de salones de Asmodeo y Almaviva, por ejemplo.

Los demás somos gente zafia, estudiantones, que sólo tratamos criadas y pubileras; y siendo así, ¿cómo hemos de saber si Fabián Conde, que es un aristócrata, es o no un majadero? ¿Quién le mete a hablar de los jesuitas a quien nunca ha estado en una bombonera?

Y para que se sepa todo, el que quiera pintar bien una sala, un baile, los caracteres de la concurrencia... debe procurar ¡qué diablo!, estar en amores con el ama de la casa. Así hacen los genios.

Así hacía Balzac (debe creer Alarcón).

Así hacía Shakespeare, que, como se sabe, estaba haciendo de amante, más o menos tiempo, de todas aquellas reinas y princesas que tan bien pinta en sus dramas.

Esta teoría del Sr. Alarcón se comprenderá mejor estudiándola como complemento de su famoso discurso acerca de: «La moralidad en el arte».

Lo malo es que, según la estética del ilustre autor de El Sombrero de tres picos, el Sr. Pérez Galdós, v. gr., tiene que dejarse de escribir novelas. Porque Galdós es de costumbres morigeradas, se acuesta temprano, trata pocas marquesas y duquesas... y ni siquiera tiene esa «su señora» de que habla con desprecio el Sr. Alarcón, aludiendo a las de los críticos.

De modo que, hablando ahora con un poco de formalidad, es una lástima que el Sr. Alarcón se entretenga en escribir esas puerilidades por vía de venganza, cuando podía enriquecer el caudal de nuestra novela contemporánea con nuevos Sombreros de tres picos, Niños de la bola y Pródigas, un poco menos ideales, como él llama a las cosas imposibles.

¿Qué consigue el Sr. Alarcón insultando a los críticos, y, lo que es peor, hiriendo de soslayo a quien no lo es? Ni siquiera conseguirá que le paguen con injusticias las de él. No se dirá, por mucho que Alarcón insulte a los censores, que sus novelas son vulgares, sosas, frías, sin interés. Se dirá siempre que Alarcón es uno de nuestros primeros novelistas, a pesar de que tiene defectos que la crítica está en el deber de señalar.

Ahora empiezo yo a explicarme esta frase, que oí no sé cuándo:

-¡Alarcón tiene un ingenio... digno de que lo tuviera otro!