Habrán ustedes observado que la última moda, dernier cri, como dicen en París ahora (y dirá dentro de algunas semanas La Época), es meterse cada cual donde no le llaman y en lo que no entiende. Así el tono del Faubourg, en París, consiste en disfrazarse la aristocracia y salir a las tablas condesas y duquesas, príncipes y barones a representar comedias y cantar óperas como Dios les da a entender. Se habla mucho de una Mad. de Guerne, condesa, que a pesar de ser de sangre azul, sangre Orleans, canta que se las pela, y podría ser una Malibrán, en opinión del mismísimo Gounod. Lo más raro no es que esta señora tenga tales aptitudes para el teatro y para el canto, sino que si haya averiguado que desciende del famoso Gengis Kan. Mucho descender es eso. Yo he visto en Sandoval, el historiador de Carlos V, la lista de los antepasados del Emperador que, pasando por Felipe, Maximiliano, etc., etc., llegaba a Noé, y seguía remontándose sobre el incidente del diluvio hasta el padre Adán en persona.

Es de temer que lo de Gengis Kan sea también una exageración genealógica; pero de todos modos, parece que lo cierto es que esa señora Guerne canta muy bien, y que Gounod le ha ofrecido escribirla una ópera, si ella quiere hacerse cantarina de profesión. Bueno; pero por una madame Guerne, ¿cuántas damas de la aristocracia habrá que declamen y canten peor que nuestras tiples de zarzuela, que son lo último en materia de comparaciones odiosas? Si a la aristocracia rica le da por hacerse alabar sus comedias caseras, ya veo yo que nuestros críticos de teatro nos van a volver locos elogiando las comedias de salón.

Y es más: puede llegar el caso de que Cánovas, por probar de todo, y por hombrearse con Vico y acercarse a una chica guapa que le haya dado calabazas, se dedique al canto fino y a poner en escena el Pastor Fido, con música de Chueca, o el Aminta, convertido en zarzuela por Cañete, el autor de Beltrán y la Pompadour.

Y es cosa de figurarse ya a La Época diciendo: «En el lindísimo teatro pour rire, que la duquesa del Vericueto ha erigido en su hotel de la Castellana, el Sr. Cánovas, ha representado la graciosísima pantomima titulada Dafnis y Cloe, reservándose, como era natural, el papel de varón; ya todos los periódicos, principales del extranjero se hacen lenguas de arte que desplegó el que es, sin duda alguna, nuestro primer hombre de Estado, al traducir en hechos las dulces zozobras del incauto adolescente rústico que se ve iniciado en los encantos del amor plástico y propiamente escultórico. Sabido es de todos los que en Europa entienden algo de estética, la predilección con que el Sr. Cánovas ama la escultura (¡oh arte feliz!) sobre todas sus hermanas; pues bien, el Sr. Cánovas parecía un Adonis de una corrección y gracia adorables, al representar los momentos más críticos y trascendentales de la interesante fábula en que nuestros lectores saben que consiste la pastoril invención del inmortal Longus (Longus diría La Época)...»

Por ahora D. Antonio no se ha atrevido a pisar las tablas; pero la aristocracia española, madrileña, diré mejor, se apresura a copiar, con la espontaneidad que la caracteriza, el nuevo capricho del Faubourg parisiense, y ahí tienen ustedes a los descendientes de nuestros primeros reconquistadores interpretando juguetes cómicos de mi buen amigo Blasco, v. gr. No es esto lo peor (más diré, esto ni siquiera es malo; por lo menos a mí no me importa): lo peor es que escritores de alguna importancia que se atreven a juzgar a Echegaray, y a Dios que baje, y a tratar de tú al Sursum corda, si es dramaturgo, consagran artículos enteros a las comedias caseras, siquiera sean de la señora duquesa de la Torre.

Así como a un historiador de las gestas y hazañas de la aristocracia le parecería indigna tarea la de estudiar seriamente las falsas genealogías de los personajes de pura invención de un drama romántico, por ejemplo, a un crítico de teatros verdaderos debe parecerle cosa baladí la crítica de las habilidades escénicas de la aristocracia.

Pero no sabe uno lo que es peor. Porque si no nos gusta ver al simpático revistero y notable crítico Fernández Flórez metido en esas pequeñeces de salón, menos nos gusta verle escribiendo de pintura con el castellano del tenor siguiente:

«Este cuadro podría pasarse de figuras».

¿Qué quiere decir en el español de nuestros mayores, ni aun en el nuestro, con ser tan malo, eso de que un cuadro podría pasarse de figuras?

En francés ya sé lo que eso significa; pero en español, no; para manifestar que tal cuadro no necesitaba figuras, que podría pasar sin ellas, no se dice que «podría pasarse de figuras».

Cuando se escribe así, se entiende uno con los compatriotas por medio de intérprete. De otro modo se hace imposible el comercio de ideas, que tantos bienes ha producido y sigue produciendo a la humanidad parlante.