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Se titula Miau, y es un episodio más de la vida, española contemporánea. Ya lo he dicho en otra ocasión, pero conviene repetirlo: no se juzgará con justicia completa ninguna de estas novelas de Pérez Galdós, si se olvida que cada una es parte de un gran conjunto en que ha de quedar retratada nuestra sociedad según es en el día, retratada a lo menos en todo aquello a que alcancen la observación y las fuerzas del autor, que no será poco. Sin entrar en comparaciones, que difícilmente podrían hacerse con toda equidad, respecto al mérito intrínseco de los escritores, hay que ver algo parecido al monumento literario que se llama Comedia humana, de Balzac, en esta larga serie de novelas que lleva nuestro insigne español tan adelantada. Zola en Francia y Galdós en España, siguen propósitos análogos al del gran genio realista del siglo XIX, sin que llegue el parecido, a imitación servil; pero Zola, en los Rougon Macquart, lucha con dos inconvenientes, por él mismo suscitados, y que no encontramos ni en la obra gigantesca de Balzac, ni en las novelas contemporáneas de Galdós. El autor de L'Assommoir se ha propuesto escribir la historia natural y social de una familia, cediendo a un prurito científico, o por lo menos que de tal tiene pretensiones, que le perjudica en muchas cosas, así en el arte como en la crítica.

Éste es el primer obstáculo, pero no el más grave, pues de él le va librando su propia inspiración, haciéndole prescindir del aparato fisiológico que al principio se había propuesto emplear; pero el segundo, inconveniente es de más importancia, porque se refiere al límite de tiempo impuesto por el mismo Zola a su obra; al decir historia natural y social de mi familia... bajo el segundo Imperio. El segundo Imperio se aleja de nosotros, va entrando en la niebla de la historia, tan a propósito para cierto arte idealista, pero incompatible con la gran transparencia y exactitud que exige la novela realista, según Zola la entiende; Julio Lemaître ha hecho esta observación que es muy justa; por haberse encerrado en él segundo Imperio, Zola tiene que ser, o poco preciso, o poco exacto en sus novelas, en cuanto estas sean espejo de los tiempos a que se refieren; además, se puede añadir, deja de aplicar, a lo menos con fidelidad completa, los datos de su observación y experiencia actuales en sus creaciones, y es claro que mucho más y mejor verá y pensará el Zola de la edad madura que el de la juventud, más romántica que otra cosa, y falto de medios suficientes para observar y experimentar dónde y cómo se necesitara.

Balzac, que no se impuso este límite, fue un novelista de completa actualidad, no ya en el resultado, que así también Zola viene a serlo, sino en el propósito. Lo mismo sucede, por fortuna, a Galdós; muchos de sus Episodios llegan a la vida más reciente, están entre ayer y hoy, y la observación es fresca, exactísima, fuerte y de fácil comprobación.

Estas mismas condiciones son causa; quizá de que algunas veces nuestro novelista, al trasladar a sus cuadros la verdad que le rodea, que acaba de recoger en la calle, la tome entera, sin despojarla de elementos no artísticos, que indudablemente tiene, como nadie ha podido querer negar, aunque por expresar mal lo que se quería decir, más de una vez así se dijera. En Miau, como en otros libros de Galdós, de estos últimos años, el principal defecto que, según tengo entendido, el mismo escritor reconoce, es esta falta de selección del asunto y de la mano de obra que se nota de cuando en cuando entre verdaderos modelos de arte. He aquí una explicación del fenómeno que yo creo, verosímil, aunque tal vez no pase de enfermiza cavilación mía. Galdós es un artista enamorado de la realidad, pero no a la manera de los Goncourt, v. gr., o de Teófilo Gautier, que en su estudio de Baudelaire desprecia el amor de la Naturaleza que toma por objetos dignos de admiración los gorriones y los chopos de los alrededores de París.

Ya se sabe que los Goncourt velan también las orillas del Sena con verdadero horror; se les antojaban todos aquellos paisajes vulgarísimas acuarelas de una exposición cursi y adocenada... Los Goncourt amaban de la Naturaleza lo que tiene de materia de arte, aquello que en ella sirve para dar pretexto a la imitación artística; lo bello, en rigor, no era la realidad, sino la emoción de lo real expresada por un artista. Galdós es un realista de género muy distinto, de género puramente español; hay de él a un Goncourt, lo que hay del misticismo de Santa Teresa al misticismo de un neoplatónico. Por lo cual, Galdós ama y admira en la realidad misma, no esencias quintas, ni motivos para el enrevesado, y alambicadísimo psicologismo de un naturalista dilettante y en el fondo romántico. Aunque sea hasta cierto punto abuso de confianza, para mejor demostrar lo que digo, voy a referirme a palabras del propio Galdós, no escritas para el público, pero sí de todo corazón; y que si bien, según él mismo dice, reflejan un estado de ánimo que será pasajero, mucho indican respecto de lo que aquí importa probar. «...Pues bien; decía no ha mucho Galdós a un amigo suyo, al fin encontré el libro que me cautivó y sedujo por entero, fijando mi atención. ¿Qué creerá usted que era, señor de X? Pues era un tratado de física bastante extenso. Lo estoy leyendo con delicia. Consiste esto también en estados del ánimo transitorios. Pero fuera de esto, debo confesarle que hace algún tiempo lo que me atrae y seduce es la verdad, los fenómenos de la Naturaleza, y más aún los del orden social (yo soy, Clarín, el que subraya). Más que toda lectura me gusta ahora acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer, o presenciar una disputa o meterme en una casa de vecindad, entre el pueblo, o ver herrar un caballo, oír los pregones de las calles, o un discurso del diputado R. S. P. o de X., el yerno de Z».

Estos rasgos, y otros por el estilo, escritos muchos en broma, no para que se tomen al pie de la letra, pero sí con gran sinceridad, para que se pueda ver el estado actual del ánimo del autor, comprueban mi opinión acerca de la clase de realismo que Galdós nos da en sus novelas. Enamorado de la realidad por ella misma, porque es verdad, y sobre todo de la verdad de los fenómenos sociales, traslada a sus cuadros literarios la vida entera, como la contempla, sin escoger, con mucha fuerza, con mucha exactitud, como pocos han podido hacerlo, pero poco artísticamente en el sentido que el dilettantismode la poesía literaria suele dar a lo artístico.

Casi puede decirse que Galdós, es, dentro del realismo todo lo contrario de Flaubert. Esos fenómenos sociales, los discursos de R. S. P. y de yerno de Z., que encantan a Galdós y que vemos tan bien y tan minuciosamente copiados en sus libros, son la materia burguesa que tanto repugnaba al solitario de Croisset y de la que él renegaba, cuando por una especie de fatalidad nerviosa se veía atado, como el siervo a la gleba, a sus Bovarys, Bouvars y Pecuchets. Flaubert, manejando la vida contemporánea, soñaba con su San Antonio, su Amilcar, su Herodías y hasta con su Leónidas nonnato; pero Galdós vive, como el pez en el agua, en medio de sus Peces, Cucúrbitas, Villaamiles, etc., etc., así inventados como reales; pues por la mañana habla con ellos en su despacho, con la fantasía, y por la tarde los saluda de veras, trata y estudia en el salón de conferencias, en la calle, en el paseo. Alguna vez soñó Galdós con la hermosa novela que hay en San Ignacio de Loyola, por ejemplo, pero nunca pensó en escribirla. Hablaría de San Ignacio... si le hubiera conocido. De esta índole del carácter artístico de nuestro novelista, índole que he de estudiar con más detenimiento dentro de poco, hay que acordarse al juzgar estas novelas de la segunda época de Galdós, en la que está lo mejor suyo, lo mejor, con mucho, pero al lado de digresiones y detalles que cansan a ciertos lectores, y que si no sobran, por lo menos no debieran ser prodigados.

El principal defecto de Miau, como el principal defecto de Fortunata y Jacinta, una de las mejores novelas contemporáneas, consiste en esa especie de delectación morosa con que el autor se detiene a describir y narrar ciertos objetos y acontecimientos que importan poco y no añaden elemento alguno de belleza, ni siquiera de curiosidad a la obra artística. Este prurito de pararse en lo minucioso lleva también a Galdós a repeticiones o semirrepeticiones en que lo que se añade a lo ya dicho es menos de lo que sería motivo para explicar que se volviera a situaciones, parajes y sucesos semejantes. En Galdós nada de esto es inexperiencia, como en otros que él conoce, y yo también; en Galdós es ciega obediencia a la inspiración peculiar, al carácter singularísimo que en este escritor original se manifiesta: el Galdós que se entusiasma con los alrededores de Madrid, que hasta del arroyo Abroñigal ha tenido que decir algo bueno, que se para a ver herrar un caballo o a oír un discurso del diputado R. S. P., no podrá comprendernos, aunque otra cosa diga él mismo, cuando le hablamos de reducir la realidad, al trasladarla a sus novelas, y de incidentes y detalles que sobran.

No por tesón escolástico, que en este hombre no cabe, sino por la fuerza plástica de su imaginación, que le hace ver el mundo real ya transformado, por milagro de la musa, en cuadro artístico, Galdós insiste, aunque sea a su pesar, por impulso irresistible, por instinto, en copiar, poco menos que íntegra, la vida que observa. Mas si por este lado será difícil que cambie, y apenas es lícito pedirle enmienda, por otra parte, que se refiere a lo que llamaba yo antes la mano de obra, si cabe que el autor de El Amigo Manso mejore sus libros, reduciéndolos, por obra y gracia del lenguaje, no por prescindir de esos pormenores y cuasi repeticiones que acaso tienen legítima defensa. Quiero decir que Galdós, como la mayor parte de los autores de novelas que producen con abundancia y con cierta regularidad de trabajo, escribe más de lo necesario a veces, porque escribe de prisa, y cuando se tiene prisa es más fácil escribir mucho que escribir poco para decir lo mismo.

En la novela contemporánea y en el estilo, y lenguaje familiar que generalmente se emplea, es muy fácil, si no se está ojo avizor, hablar demasiado, alargar la lectura, no por razón del asunto, sino por la abundancia excesiva de palabras. Es claro que Galdós, como cada cual, escogerá, limará, borrará y reformará; pero es muy probable que no siempre se detenga en estos trabajos todo el tiempo y con toda la atención que debiera. En Balzac y en los mejores novelistas ingleses sobran muchísimas palabras; y este inconveniente, el de la prosa, cuando no se cuida mucho, es para mí uno de los mayores defectos de la literatura moderna predominante, y el que ha de dificultar más la vida futura de tantas y tantas novelas, que al luchar ante la posteridad con el arte de otros siglos y con otros géneros, llevarán esta desventaja.

Una de las causas de esta verbosidad nociva consiste en el método de trabajo hoy generalizado entre los novelistas; despréciase tal vez demasiado la famosa inspiración por la cual podían esperar los holgazanes del romanticismo meses y años; y al provocar el ritmo mecánico de la aptitud constante para el arte, aunque se consigue mucho, lo principal, y se logran ventajas indiscutibles, hasta para la moral del artista, también se puede crear cierta facilidad artificial, que produzca en vez de lo mejor, lo mediano, sobre todo por lo que hace al lenguaje.

Es más fácil hacer que vuelva la idea periódicamente al conjuro de la voluntad (pues tiene con esta más íntima relación, y la idea, además, se está trabajando casi todo el día, y aun en el sueño), que evocar eficazmente la misteriosa habilidad de traducir con expresión gramatical, precisa las vaporosas creaciones de la fantasía y las vagas nieblas de reflexiones profundas, agudas y de indeterminadas visiones ideales. Cierto es que el autor que trabaja como un jornalero, lucha antes de escribir, y no aprovecha todo lo que escribe; pero, ¿quién me negará que el que se ha propuesto como regla de conducta aquello de nulla dies sine linea, o algo parecido, cederá muchas veces a la tentación de no borrar ni rasgar, y a la más poderosa de escribir sin falta algo todos los días y, dar por pasadero lo que no debiera dar, y engañarse a sí propio, llegando a creer que su pluma va traduciendo fielmente su idea? En algunos escritores de menos experiencia y fuerza que Galdós, y aun en Galdós mismo a veces, me atrevería yo a señalar soldaduras del trabajo, soldaduras hechas con poco fuego; pasajes que revelan esa languidez del espíritu mal obedecido por la pluma, que va por un lado, mientras el artista interior queda allá en los subterráneos del alma, elevando la fantasía al noveno cielo, pero en realidad sin poder, por entonces, dar forma exterior y permanente a su obra.

Estos fenómenos naturales, que por necesidad han de producirse muchas veces tratándose de estos modernos, honradísimos artistas que trabajan sin descanso, me recuerdan lo que un criminalista notable, Tarde, dice con relación a los fallos de los jueces.

En la lucha de dos opiniones, de dos tendencias, ¡cuántas veces decidirá el cansancio, la repugnancia de la perplejidad... hasta la necesidad de hacer otra cosa, de librarse del trabajo, de la reflexión! ¿Cuántas veces el juez que ha de dar sentencia se convencerá a sí propio, haciéndose creer que su opinión es tal, y no la contraria? Pues lo mismo le sucede al escritor; vacila entre la perfección a que aspira y la expresión imperfecta que se le viene a los puntos de la pluma...; y muchas veces, por pereza, por cansancio, por necesidades económicas, o por otro motivo cualquiera, se decide por la expresión mediocre, y la da por buena para darle el vistobueno. Y el no proceder de esta suerte, puede llevar hasta a la manía, como sucedió al autor de Salammbô.

Pues bien: en Galdós, como en cada cual, esta influencia más de una vez habrá producido páginas y más páginas, que pudieran borrarse o reducirse a menos; páginas que escritas otro día hubieran sido de más intensidad artística y en menos número.

Insisto en todo esto, porque el inconveniente a que me refiero va haciéndose grave defecto en la novela moderna, y porque en Galdós es acaso el principal obstáculo para que sean obras maestras, modelos, todos sus libros de esta segunda época, que son, aun con esto, lo más notable que ha producido la literatura española de los últimos lustros.