A Paul Bourget se le ha censurado la predilección con que trata la vida del gran mundo, y la especie de deleite que encuentra en describir la decoración de ese brillante y lujoso teatro, con todos sus muebles de refinado gusto, sus caprichosos bibelots, y con la tiránica ley de sus modas. El mismo Lemaître, que en un artículo hermoso y lleno de buena voluntad y de profunda enseñanza trataba con singular cariño las obras de Bourget, desentrañando con admirable perspicacia sus méritos más recónditos, al llegar a este punto, con sonrisa benévola, se burla un si es no es de la afición al lujo y a la high life que se respira, puede decirse, en las novelas de su colega. En efecto: lo mismo en Cruel enigma que en Carrera de obstáculos, que en Crimen de amor, se nota ese prurito. Pues bien: Mensonges, que es una reincidencia, nos explica la causa de este fenómeno observado por la crítica, y nos la explica de modo bien original y con muy elocuente ejemplo. En Mentiras debe de haber algo de autobiografía, lo mismo que en Cruel enigma, o por lo menos cierto lirismo de estudio algo como una autoanatomía psicológica, a la que no hay más remedio que recurrir cuando se quiere ahondar de veras en la observación y experiencia artísticas. René Vincy nos hace ver con su historia, sobre todo, con su entrada en la sociedad aristocrática de París, las causas del dilettantismo mondain de su autor. Vincy joven, poeta verdadero, de la honrada y oscura clase media, que parece tener vinculada la prosa de la vida, por lo menos en el ambiente en que se mueve, da a la escena una comedia en un acto y en verso, Le Sigisbée, algo así como Le Passant, de Copée, por lo que mira al éxito. Al día siguiente el nombre de Vincy es famoso en París: el sueño de la ambición juvenil comienza a realizarse, pero su complemento tiene que ser el goce material de la gloria, la entrada triunfal en el mundo de la elegancia y de la riqueza, donde toda comodidad tiene su asiento; donde el bienestar, el lujo, las formas exquisitas, especie de selección de selecciones sociales, son como un dulce acompañamiento musical de la vida que la transporta a cierta idealidad tangible; donde la misma voluptuosidad, hasta en sus tendencias menos puras, toma un tinte de aparente delicadeza. Vincy vive en un rincón provinciano de París con su hermana Emilia, que es para él segunda madre, tan amorosa como la perdida, y con el marido de Emilia, humilde profesor libre o pasante de lecciones a domicilio; excelente varón resignado con su suerte, que consiste en corregir temas y tolerar que su esposa quiera más a Renato que a él. En el modesto cuarto de estudio de René no faltan ciertos atractivos de ese similar del lujo creado por el buen gusto y por una mano que interpreta con sus aliños un amor apasionado; pero lo demás que rodea a Vincy todo es prosa, a lo menos todo lo que se ve: la prosa irremediable de la pobreza casi universal. Rosalía, una joven a quien en secreto Vincy, antes de ser célebre, se ha declarado, y que le quiere con alma y vida, no es prosa por su corazón y sus ojos bellos, pero es prosa por la calle en que vive, prosa por la madre que tiene; una de esas madres que tan bien pinta nuestro Luis Taboada, que casi ocultan la belleza íntima de sus virtudes domésticas y de su amor a los hijos bajo un cúmulo de egoísmos familiares opresores y antipáticos, de pretensiones ridículas, de ínfulas cursis; el alma de su casa, en fin, que representa mejor que cualquier otra aquella necesaria molestia de que habla el cómico latino. Para sacar al autor del Sigisbée de esta oscuridad prosaica, de este limbo de los pobres, sirve su amigo y protector Claudio Larcher, literato distinguido, autor de dramas demasiado parecidos a los de Dumas hijo, hombre de mundo, esclavo por amor de una actriz tan célebre como desmoralizada, Colette Rigaud, personaje que por sí solo vale una novela, y en cuyo estudio P. Bourget ha empleado esta vez acaso los más delicados pinceles de los muy sutiles y primorosos con que sabe retratar almas. A los que niegan que la novela pueda ser un modo (a su modo) de estudiar ciencia social, les invito a penetrar bien el carácter de Claudio Larcher, y de fijo verán en él precioso documento para explicarse el cómo y el por qué de muchos de los fenómenos extraños que hoy ofrece la literatura francesa.

La entrada de Vincy en el gran mundo es toda una solemnidad para la familia, y con su descripción, comienza la novela. Una dama rusa, la condesa Komof, es la primera que recibe en sus salones al joven poeta, cuya comedia famosa va a representarse aquella noche en el teatro casero de la gran señora cosmopolita.

Y aquí es donde el autor, con mucha originalidad y fuerza, pinta y explica el efecto profundo que causa en el alma del artista, del poeta, la impresión de respirar por vez primera en la atmósfera de lujo refinado; y no sólo esto, sino el especial encanto que sigue teniendo para él esta vida excepcional, que por sus apariencias tiene trazas de un oasis de poesía en el desierto de la prosa real que por todas partes nos rodea. Ya madame Stäel hablaba de la facilidad con que la corte hace del poeta un palaciego; ya en los tiempos de Augusto, si resistía a la seducción de sus corrosivas, pero elegantes, suaves corrupciones, un Antistio Labeon, un jurisconsulto; y más tarde seguían la tradición puritana de la república, ariscos, pero fieles a la libertad, un Traseas y sus contertulios, los poetas, los más y los mejores, sucumbían al encanto; y olvidando la memoria y el ejemplo de Nevio en lucha con los poderosos, Horacio, Virgilio, Ovidio, los mejores, entregaban la cerviz al yugo de flores, como en tantas otras cortes tantos poetas también vivieron al amparo de Reyes y Grandes, porque necesitaba su temperamento la tibia atmósfera de los salones; la vida cortesana, con todos sus atractivos de elegancia, buen gusto, trato exquisito, comodidades voluptuosas y artísticas, esplendores y lujos poéticos.

Si en nuestro tiempo, por mil causas, es ya imposible una corte de Luis XIV o de Felipe IV (y muchos lo lamentan); si no vale negar que el mejor ingenio se ha hecho liberal) y, sobre todo, independiente, y ya no caben las debilidades cortesanas, simpáticas acaso, pero nocivas, de un Racine; no dejan los nervios de seguir siendo nervios, y el artista delicado y soñador tiende, aunque sea de lejos y prefiriendo el ostracismo a la humillación, tiende a la patria natural de sus ensueños, a la vida de apariencias bellas, donde el espíritu encuentra las necesidades más humildes y precisas satisfechas sin que él trabaje, y puede consagrarse, libre de la gleba, a cultivar la flor del alma, la santa imaginación, sin que le importe mucho que el fondo de aquella existencia, fácil, sugestiva de visiones hermosas, encierre la universal flaqueza, muchos males, mayores por el mismo contraste con la apariencia dulce, amorosa, refinada en sus atractivos. Es más: de este mismo contraste saca tal vez el artista, nuevo placer, por el efecto mismo de la antítesis.

En el mundo de la grandeza lo peor son los personajes, y de ellos recibe el artista que entra en tales regiones el primer soplo del desencanto. Esas damas hermosas, de inefable gracia, de misterioso atractivo, que habrían de ser cifra de la gloria; que son, por la apariencia, la joya propia y digna de tan lujoso estuche, debieran, se dice el soñador, sentir, pensar y hablar mejor que las pobres mujeres pobres: el escenario parece que obliga a grandeza de espíritu, a distinción de alma, que corresponda a la distinción real de manera, costumbres, etc., etc.; y el observador nota pronto que no es así; que no sólo en el fondo no hay virtud y belleza moral, sino que la vulgaridad, la necedad, viven casi siempre entronizadas en tan suntuosas regiones: ¡qué lástima! –Tolstoï, como indica con gran perspicacia Emilia Pardo Bazán, fue uno de los autores que mejor pintaron la vida mundana del gran mundo, como decimos por acá; y esto se debe, a mi juicio, no sólo a las circunstancias que facilitaron en él este estudio, circunstancia que en otros escritores (aunque no muchos) han concurrido: se debe principalmente a que Tolstoï, aristócrata y artista, pudo observar como nadie toda la profunda tristeza del contraste, no entre el fondo malo y la apariencia bella, sino entre la decoración hermosa, clásica, singular en su belleza y grandeza, y la pequeñez de los espíritus que gozan, por azar del nacimiento y otros azares, del privilegio de habitar como naturales señores en este mundo único, excepcional, que sólo el alma del artista sería digna de habitar y poseer. Tolstoï, poeta y aristócrata, no entra en la ley general, tan bien señalada por Bourget, que hace que el noble y el grande, nacidos en el lujo, en la vida del privilegio, del placer, de la elegancia exterior, de todos los esplendores materiales, no puedan por falta de imaginación, y por el gasto del uso sobre todo, sentir ni apenas comprobar las ventajas de su posición y la hermosura del mundo aparte en que viven.

En la novela de Bourget es, a mi juicio, lo principal el estudio de este fenómeno sociológico: la adaptación del espíritu del poeta al ambiente del gran mundo; las luchas que nacen de semejante empeño. El autor, que no ha querido escribir largo, aunque alude aquí y allí a diferentes aspectos de este campo de observación, concrétase en seguida a una de las principales seducciones que el poeta encuentra en este mundo, para él encantado: el amor. Los amores de Mad. Moraines y de Vincy llenan la novela, y el estudio magistral de esa mujer pérfida casi sin saberlo, fruto amargo (acaso irresponsable del veneno que destila) de costumbres e instituciones viciadas, sirven para mostrarnos las etapas del tormento por que va pasando el alma cándida y entusiástica del pobre autor del Sigisbée.

Es claro que prescindo en este rapidísimo análisis (más rápido por motivos que no dependen de mi voluntad) de muchos elementos de esta novela, como, v. gr., la muy bien observada y dibujada figura de Desforges, el egoísta metódico que economiza el placer, especie de Harpagón del hedonismo; así como dejo aparte muchas observaciones incidentales de gran mérito y que han contribuido al buen éxito del libro. El hilo de lo reseñado va por donde dejo advertido... ¿Y el fin? Vincy, desengañado del amor que parecía el que él buscaba y era el más ruin, el más degradante, ¿adónde volverá los ojos? A la muerte. Se suicida; pero el autor no le deja morir: le deja mal, herido, con vagas esperanzas de recobrar la vida. En tanto, sin acercarse a su lecho, transporta el final de la acción a la calle, donde Claudio Lacher, el iniciador, el semiartista perdido irremisiblemente, no por el gran mundo sólo, sino más todavía por esa vida intérlope de cierta clase de escritores, pintores, etc., etc., de París, encuentra al sacerdote cristiano, al abate Taconet, director del colegio de San Andrés y tío materno del mísero Vincy.

Este personaje, que al principio de la novela no había hecho más que aparecer incidentalmente, aquí viene a representar un papel tal vez simbólico, sin dejar de ser verosímil su presencia, y natural y lógica toda su intervención en el fondo del libro. Es el caso que, en medio de los refinamientos sensuales, y también intelectuales, del París que ha pintado el autor, viene esta noble y hermosa figura, como refresco de esperanza, con su austeridad nada aparatosa, con su puro ideal, que es ni más ni menos la fe de Cristo. El padre Taconet opina que «Francia necesita talentos cristianos».

La última palabra de esta novela no es un hecho frío y mudo de la realidad, ni es un rasgo pesimista; es un aliento de cierta vaga esperanza. El padre Taconet, al frente de una escuela, preparando la juventud de mañana y predicando contra (o más bien sobre) todos los alambicamientos de la vida parisiense la austera religión del deber y la amable religión de Jesús, es, sin duda, una figura, que quiere dejar el autor en primera línea y como un efecto intencional y de contraste. ¿Será la idea de P. Bourget que la sed de belleza y de verdad ideal que el artista busca no puede encontrarse en la quinta esencia de la cultura moderna, representada por el París intelectual, elegante, artístico, sino que ha de remontarse el espíritu, no con tendencia reaccionaria, pero sí con amor histórico, a la fuente pura, acaso mal estudiada por unos y por otros hasta hoy, a la fuente pura del ideal cristiano? Aunque algo puede haber de esto, confieso que me han disgustado las afirmaciones demasiado rotundas, poco prudentes por lo rudas y terminantes, de cierto crítico francés, más idealista y alborotador que profundo y caritativo con los contrarios, M. de Chantavoine, el cual, precipitándose y exagerando, y, en suma, echando a perder muchas cosas buenas, atribuye a P. Bourget, por causa de su novela Mentiras y de su clérigo Taconet, nada menos que la misión de un nuevo Chateaubriand, y hasta se atreve a esperar, para dentro de poco tiempo, otro Genio del Cristianismo.

Lo que puede asegurarse es que P. Bourget siente y comprende tan bien como el primero todo el sentido y la idea de la vida espiritual y sensual moderna en su expresión más refinada, según es en ciertos círculos de París y de otros pocos centros; y a pesar de esto, y con la nostalgia de una patria ideal que no existe en París y sus similares, busca otro ambiente, y como que olfatea por el camino del deber austero, de la abnegación sublime, siguiendo acaso, quiéralo o no, el rastro de la Cruz.


Referencias

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