III editar

Bien se puede asegurar que al crítico de la Revista de Ambos Mundos le importa poco la maldición de un poeta difunto, y que la prefiere a ser tenido por «lector apacible y bucólico, sobrio y candoroso hombre de bien» pero yo no estaba en el primer caso, y sobre todo, vi pronto que no podría juzgar con imparcialidad a Baudelaire, si cerraba ojos y oídos a los señuelos secretos que en sus versos gritan y hacen gestos para que pueda comprendérsele.

Así pues, preferí seguir el camino de esa que antes llamaba crítica sugestiva, sin pretender, por supuesto, acercarme a ella en sus excelencias activas, pero sí en la facultad de sentir y admirar, en el prurito de querer ver todo lo que había en las misteriosas Flores del mal.

No hace falta advertir que ni en este, ni en caso alguno de este orden, la admiración, la potencia de simpatía, significa ceguera, apasionamiento. Pero ¿qué duda cabe que en la crítica de arte lo primero es enterarse, comprender? Y comprender la poesía es claro que no consiste sólo en descifrar sus elementos intelectuales, sino que hay que penetrar más adentro, en la flor del alma poética; por eso ha habido, hay y seguirá habiendo tantos críticos muy sesudos, muy instruidos, muy perspicaces, que al hablar de los poetas desbarran lastimosamente.

El crítico de poesía necesita ser... ¿cómo lo diré yo?, ecléctico en sentimiento, y un poco también en ideas. Julio Simón acaba de decir, juzgando a su maestro Cousin, que todo ecléctico en filosofía cae, sin querer, en el sincretismo; que la personalidad del crítico ecléctico a fuerza de querer penetrar las ideas ajenas y conciliar las de unos y otros, pierde su propia esencia, deja de ser tal personalidad. No discutiré aquí (ni tampoco admito por completo) la opinión del ilustre pensador francés por lo que respecta a la filosofía; pero sí me atrevo a sostener que en poesía no hay crítico verdadero, sino es capaz de ese acto de abnegación que consiste en prescindir de sí mismo, en procurar, hasta donde quepa, infiltrarse en el alma del poeta, ponerse en su lugar. Sólo así se le puede entender del todo y juzgar con justicia verdadera.

Leyendo a Baudelaire segunda vez, he sentido en muchos momentos repugnancias instintivas; aquí y allí herían mi fe y el amor que la tengo, frases precisas, afirmaciones crudas, que provocaban, por su rudeza y franca tirantez, la controversia, la oposición agria de mi espíritu. La reflexión me hacía advertir bien pronto que era inoportuna la intervención de mi subjetividad (aquí sí que hay sujeto), y la conciencia literaria (que también la hay literaria) me gritaba que en aquel punto mi cometido era buscar dentro de mí las ideas y sentimientos que pudiesen simpatizar con las ideas y sentimientos del poeta. Y aquí, aunque sea alargando estas filosofías, es necesario abrir una digresión para explicar cómo se puede, sin caer en indiferentismo ni en escepticismo, ponerse en el lugar de quien no opina como nosotros. La frase más sobada que estudiada en todo su alcance, del cómico latino: Homo sum, etc., quiere decir también que el hombre es virtualmente semejante a todos los hombres; que puede, en cuanto espíritu, por la naturaleza discreta de este colocarse en todas las situaciones, sin necesidad de tomarlas para sí definitivamente; así el ateo puede figurase lo que sienten y piensan los deístas, y el creyente sabe cuáles son los argumentos en que se funda el ateo, y comprende su alcance y puede figurarse sentir de un modo pasajero, lo que el ateo debe de sentir con relación a la causa primera, a la Providencia, y al último fin racional de la vida. Yo, leyendo a Leopardi, he podido ser ateo en el sentido de penetrarme del estado de ánimo que guiaba al poeta al escribir, por ejemplo, las tristezas que le cuenta a la luna el pobre pastor de Asia; leyendo a Shelley, he podido, aunque con mayor dificultad (por parecerme menos natural el ateísmo del vate inglés), he podido comprender aquel anarquismo teológico, y hasta leer las terribles y a su modo sublimes blasfemias contra Jesús; contra Jesús, que en mi insignificante sentir, es el que ha de salvar al mundo, si esto tiene arreglo. Confieso que el esfuerzo tenía que ser grande... y lo fue; Jesús es, para mí, la más alta imagen del amor y la belleza ideal, y el poeta inglés se lo figuraba como tirano, traidor, antipático, soberbio en su humildad, ladino en su grandeza, como se pueden figurar al general de los jesuitas algunos progresistas bonachones: el contraste no podía, ser mayor, y, sin embargo, a fuerza de abstracción y abnegación subjetiva, prescindiendo de mí, llegué a penetrar la idea del Cristófobo y, a ver la grandeza de su poesía...

No cabe duda: soy hombre, y nada de lo humano me es por completo extraño; por mi cerebro puede pasar todo lo que a otros les hace creer de modo distinto que yo creo; si así no fuera, no habría Esquilos, no habría Shakspeares, no habría arte de imitación psicológica... ni habría verdadera crítica artística tampoco, puede decirse. Hoy todavía siguen diciendo necedades y torpezas contra Víctor Hugo muchas personas, porque no son capaces de ser hugólicos, como ellos dicen en son de censura.

Schopenhauer ha dicho que no se debe estudiar a los grandes pensadores en las exposiciones que hacen de sus ideas los historiadores de sistemas; él lo dice porque un espíritu mediano no puede jamás ser intérprete fiel de un genio; y esto es verdad. Pero además, la máxima del gran pesimista es buena, porque los expositores no suelen cuidarse de anular su personalidad ante la del hombre cuya idea quieren reflejar no se cuidan de ser, o no saben ser, sangre de su sangre; y así se observa que después de haber estudiado en los economistas, por ejemplo, la teoría de Adam Smith, al leer a este en su propio libro, nos encontramos con la novedad de un Smith desconocido, y lo mismo sucede con Spinoza en filosofía (con este más que con todos) y con Kant, etc., etc.

En la crítica, la de buen propósito, debe haber su religión del deber, y en esta religión su misticismo, y este misticismo consiste en transportarse al alma del artista.

Es claro que este es el ideal; después se hace lo que se puede; pero no tengo duda que la justicia absoluta de la censura sólo se dará allí donde se dé completa esa transformación deseada. El asunto se presta a muchas más consideraciones y aclaraciones y casi casi las pide; pero aquí ya serían excesivas. Como última advertencia diré que es también claro que la crítica es así cuando se trata de verdaderos genios, o de grandes talentos por lo menos; para los tontos y necios que se meten a poetas, el mejor trato es el de cuerda; esto es evidente. ¿Y Baudelaire? -dirá algún partidario del método-. Baudelaire también necesita que nos pongamos en su lugar. Y sin esto, puede parecernos un prestidigitador de ideas y un diablo de feria. Su satanismo a un espíritu fuerte que está decidido a no dejarse embaucar, se le antojará un cuadro diabólico dibujado con fósforos sobre la pared, en la oscuridad.

Como también cabe ponerse en la situación de M. Brunétière (con alguna incomodidad), me figuro perfectamente lo pobre diablo que al crítico francés, le puede parecer el autor de las Flores del mal.

Del cual ofrezco, a ustedes hablar en adelante directamente, sin más digresiones... que las necesarias.