Mezclilla de Leopoldo Alas
Advertencias


Vaya este libro sin prólogo. Motivo para dárselo no lo veo, pues desde que hablé con el discreto y desengañado lector en las primeras hojas de mi Nueva campaña, nada ha cambiado, ni yo he tenido ocasión de arrepentirme de lo dicho.

Los tiempos son tristes; la vida literaria languidece doquiera; en España apenas piensa nadie en el arte. Así estaban las cosas el año pasado; tal siguen: Dios las mejore. Nada más hay que decir de esto.

Pero, si no prólogo, haré algunas advertencias, principalmente por disculpar el atrevimiento de dar a la estampa este nuevo libro. Tan necesitados estamos de literatura buena, como ahítos de obrucas insignificantes; y cada una de estas que se publica viene a ser un pecado. Quiero cohonestar el que cometo, hasta donde quepa, diciendo pronto que hombre pobre todo es trazas; y, que los pobres diablos y hombres pobres que en España incurrimos en el feo vicio de dejarnos tentar de la fantasía y de los vanos propósitos ideales, más que de lo positivo, nos vemos al cabo en la condición del alquimista, el poeta, el matemático y el arbitrista de quien habló Berganza, el perro de Cervantes; por lo cual, a los escasos estipendios de las letras patrias tenemos que darles mil vueltas, como se las daba a la ropa aquel derrotado militar que, después de lucir el revés del uniforme, buscaba industria para vestírselo de canto. Aunque más que hace veinte años, las letras en España valen muy poco dinero todavía, o por lo menos hay que venderlas a precio poco menos que vil. Por esto, con permiso de los camaleones del ideal, hay que sacar el mayor provecho que se pueda de lo que se trabaja. Los periódicos no pagan bien los artículos; la mitad de su precio se queda por allá, y hay que volver a buscarlo: ¿cómo? Vendiendo a un editor estas colecciones de opúsculos que, si no son vírgenes, para los más como si lo fueran. Autores hay que en tal industria llevan las mañas del ingenio al punto de parodiar el de Celestina, recomponiendo doncelleces, o sea dando la tersura y el vigor de lo inédito a lo que, en cuanto a la virginidad, es un remiendo; pero yo no voy tan lejos, y me quedo en la osadía, sin amaños, de ofrecer junto al público en parte nuevo, lo que, esparcido y desmadejado, ya anduvo a los cuatro vientos.

Si otra razón más noble, sublime o ideal o profundamente filosófica o pedagógica tuviera para explicar la aparición de este librejo, que llamo MEZCLILLA a esa razón me agarraría: pero en franco y escrupuloso examen de conciencia conozco y reconozco, y tras ello confieso, que por esta vez no hay tales sublimidades y trascendencias; y como lo siento lo digo.

No todos se atreven a esta lealtad y franqueza, y no por otro mérito reclamo indulgencia. Esta colección de artículos se llama MEZCLILLA, porque está hecha con hilos de varios colores y clases; y artículos casi del todo serios y de algún trabajo, van enzarzados con improvisaciones ligeras. Ni a lo ligero ni a lo pesado atribuyo importancia alguna; ni creo indispensable que la critica comente obrillas mías que vuelven a la imprenta nada más que para exprimirles otro poco el escaso jugo crematístico, digámoslo así; y porque no se pierdan desperdigadas; de desván en desván, por esos periódicos de Dios.

En este tomo, si no me equivoco, se ha de notar que trato más de escritores extranjeros que de los españoles, y que casi casi no hablo de más extraños que los franceses. Pues la causa de esto es la casualidad, nada más que la casualidad. En otra colección tocará la vez a los compatriotas, o a los italianos, o a los tudescos, o a los ingleses.

Un crítico italiano, para mí siempre benévolo, ha dicho que no conozco más literatura que la española y la francesa contemporánea; verdad sería eso si yo conociese lo que él dice; sólo acertó en lo que ignoro, por lo cual su argumento no tiene fuerza para explicar la causa de escoger tales y tales asuntos. Para hablar de los libros como hablo y desde el punto de vista mío, no hace falta ser un sabio, ni siquiera ser erudito; lo que digo de españoles y franceses contemporáneos me atreveré a decirlo, también de antiguos y modernos de todos los países que tengan o hayan tenido literatura. Si a mí me han llamado crítico y hasta erudito, y cosas así, no tengo yo la culpa. A otros se lo llaman, y tampoco lo son. Sin embargo, entendámonos: si crítico es el que juzga por sí mismo y no habla de los libros sin leerlos, y no comulga con ruedas de molino, y tiene su malicia literaria en su armario crítico me soy. Si se ha de añadir la necesidad de saber más que Merlín, ya no soy crítico. Pero entonces osaré apuntar la observación que tengo hecha a fuerza de tratar literatos y más literatos; es a saber, que hay muy pocos verdaderos Merlines. En cambio, hay quien sabe parecerlo a fuerza de ingenio para fingirlo, y esos tales tienen un gran mérito en ser tan ingeniosos, y para mí valen más así que valieran sabiendo tanto como dicen; pues tengo en más el natural despejo que la paciencia tenaz de leer mucho y guardarlo en la memoria a fuerza de estudio. En cuanto a mí, bien sabe Dios que si alguna vanidad tengo, no es la de erudito. En pasando de la edad en que mataron a Cristo, la vanidad del hombre que no sea tan vano como una avellana hueca, no puede, o no debe por lo menos, consistir en cosa semejante a la erudición, ni con cien leguas.

Para mí, en llegando a los treinta, la vanidad menos antipática es la del hombre que cree haber sido en este mundo un poco poeta por dentro.

Pero es claro que de estas cosas no se debe hablar al público, y menos en un libro que, mal que me pese, han de llamar de crítica. Sólo advertiré que para ser poeta por dentro hay que procurar ser bueno por dentro y por fuera... Pero ¡dónde me iba yo a meter!

Con que... ya sabes, lector discreto y desengañado, qué clase de vacíoviene a llenar (ojalá) este libro: es el vacío de lo que llamaría un Puigcerver romano Res privata... auctoris.

Y nada más por ahora.