Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro XI


APULEYO

EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)

Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco

Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)


LIBRO UNDÉCIMO


[1] Entrada ya la, noche disperté aterrorizado en medio de una claridad deslumbradora; era la luna cuyo disco radianie se alzaba en aquel momento del fondo del mar. El misterio, el silencio, la soledad, todo convidaba al recogimiento. Sabía yo que la reina de la noche, divinidad de primera categoría, ejerce un poder soberano y rige las cuestiones mundanas con su providencia; sabía que no sólo los animales domésticos y los monstruos salvajes, sino también los seres inanimados subsisten por la divina influencia de su luz y sus propiedades; que en la tierra, en los cielos y en el fondo del mar el crecimiento de los cuerpos siente su influencia. Puesto que el destino se apiadaba de mis largos y crueles infortunios y me ofrecía, aunque tarde, una esperanza de salvación, quise hacer una invocación a la diosa en su imagen augusta que tenía ante los ojos. Ma apresuré a disipar los últimos restos del sueño y me levante con gran brío. Para purificarme me bañé en el mar y hundí siete veces la cabeza bajo las olas, puesto que el número siete, según el divino Pitágoras, es el número apropiado por excelencia a las ceremonias religiosas. Luego con una alegría cuyo fervor se manifestaba en mis lágrimas ofrecí mi oración a la omnipotente diosa con estas palabras:

[2] «Reina del cielo; sea que por encarnar la bienhechora Ceres (madre e inventora del trigo), que por la alegría de haber encontrado a su hija enseñó a los hombres a reemplazar la antigua bellota, alimento salvaje, por otros más agradables, habites los campos de Eleusis; sea que por encarnar a la celeste Venus que en los primeros días del mundo acercó con amor innato los distintos sexos y propagó con eterna fecundidad las generaciones humanas, seas adorada en el santuario de Paphos, que el mar circunda; sea que por encarnar a la divina Phebe, cuya valiosa asistencia a las mujeres encinta y a sus frutos ha creado tantos pueblos, seas hoy reverenciada en el templo de Efeso; sea que por encarnar a la temible Proserpina, la de los nocturnos ladridos, la que en su triple apariencia oprime las impacientes sombras del averno manteniendo cerradas las prisiones subterráneas, y recorriendo los diversos bosques sagrados hayas logrado ser apta para diversos cultos; oh tú, que con luz femenina iluminas todos los muros, con tus húmedos rayos fecundas la preciosa semilla y reemplazando al sol esparces tu luz soberana!; bajo cualquier nombre, cualquier aspecto, cualquier rito que me permita invocarte, asísteme en mi estupenda desgracia; da nuevos hálitos a mi suerte que se derrumba; concédeme un momento de paz y de tregua después de tan rudos ataques. Da fin a mis desgracias, no me pongas más a prueba. Despójame de esta odiosa figura de cuadrúpedo; vuélveme al trato con los míos; devuélveme mi forma de Lucio. Y si acaso alguna divinidad ofendida me persigue con inexorable rencor, séame permitido, por lo menos, morir ya que vivir no puedo!»

[3] Así rogaba, así repetía quejas y lamentos, cuando sentí de nuevo obscurecerse mis sentidos y venir de nuevo un profundo sueño a envolverme y abatirme. Apenas hube cerrado los ojos cuando surgió entre las olas una aparición capaz de imponer respeto a los propios dioses. No se vio de pronto mas que un rostro divino; insensiblemenle fue apareciendo todo el cuerpo, de una hermosura perfecta, y, apartando las amargas olas, esta deslumbradora imagen vino a colocarse freute a mí. Procuraré reproduciros tan admirable visión si me es posible encontrar en la pobreza del lenguaje humano palabras adecuadas o si la misma divinidad me inspira fácil y abundante elocuencia. Estaba dotada, en primer término, de una tupida y larga cabellera cuyos graciosos bucles, dispersados al azar, flotaban sobre su divina nuca con muelle abandono. En lo alto de la cabeza, una corona de varias flores delicadamente enlazadas. Sobre la frente llevaba una placa circular en forma de espejo que reflejaba una luz blanca, indicando ser la luna. A cada lado de la cabeza sostenían este adorno dos astutas serpientes de erguida cabeza, y también con espigas de trigo que le caían oscilantes sobre la frente. Su vestido, tejido del más delicado lino, era tornasolado, presentando en sus cambiantes la blancura del lirio, el oro del azafrán y el encarnado de la rosa. Pero lo que atrajo más vivamente mis miradas fue su manto de un negro tan intenso que deslumbraba. Caíale este manto atravesado descendiendo en elegante espiral desde el hombro derecho a la cadera izquierda. Una de las puntas colgaba con mil pliegues artísticamente dispuestos y terminaba en unos nudos listados que flotaban graciosamente.

[4] El fondo estaba cuajado de innumerables estrellas en medio de las cuales destacaba la luna llena su radiante y vivísima luz. A lo largo de este manto sin igual una no interrumpida guirnalda representaba toda suerte de flores y frutos. Llevaba además la diosa varios atributos muy distintos unos de otros; en la mano derecha sostenía un sistro de cobre cuya sutil y curvada lámina en forma de tahalí estaba atravesada por tres pequeñas varillas que, al agitarlas, producían un agudo sonido. De su mano izquierda pendía un vaso de oro en forma de góndola, que, en la parte más saliente del asa remataba en un áspid de erguida cabeza y abultado cuello. Cubrían sus divinos pies sandalias tejidas con, hojas de palma, el árbol de la victoria. Con tan imponente apariencia, esta gran diosa, exhalando los felices perfumes de la Arabia, dignose honrarme con estas palabras:

[5] «Vengo a ti, Lucio, conmovida por tus ruegos. Yo soy la Naturaleza, madre de todas las cosas, dueña de todos los elementos, origen y principio de los siglos, divinidad suprema, reina de los manes, primera entre los habitantes del cielo, tipo ejemplar de los dioses y de las diosas. Mi voluntad rige las luminosas bóvedas del cielo, las saludables auras del Océano, el lúgubre silencio de los infiernos. Potencia única, soy adorada por el universo entero bajo distintas formas, con diversas ceremonias, con mil diferentes nombres. Los frigios, primeros habitantes de la tierra, me llaman diosa del Pesinonte y madre de los dioses; los autóctonos atenienses me llaman Minerva Cecropiana; soy la Venus de Paphos en la isla de Chipre; Diana Dictynia entre los cretenses, hábiles en disparar la flecha; Proserpina Estigia entre los sicilianos, que hablan tres idiomas; soy Ceres, la antigua divinidad de los habitantes de Eleusis. Juno me llaman unos; Belona, otros; aquí Hécate; más allá Ramnusia. Pero los que reciben antes que nadie los primeros rayos del sol naciente, los etíopes, los arios y los egipcios, poderosos por su antiguo saber, son los únicos que me honran con mi verdadero culto; sólo ellos me llaman por mi verdadero nombre: la reina Isis. Vengo apiadada de tus infortunios; vengo a ti propicia. Seca ya tus lágrimas, pon término a tus lamentos, abandona tu desespero: ya mi providencia hace brillar sobre ti el día de salvación. Presta, ahora religiosa atención a las órdenes que voy a darte. »El día que nacerá de esta noche ha sido consagrado a mi culto desde tiempo inmemorial. En este día se apaciguan las tempestades del invierno, cálmanse las ensoberbecidas olas, el mar es ya navegable y mis sacerdotes me consagran un navío nuevo para poner bajo mis auspicios el comercio marítimo. Espera tú esta fiesta sin inquietud, puro de profanas ideas;

[6] porque, por recomendación mía, el gran sacerdote llevará, durante la solemnidad de la pompa, una corona de rosas en el sistro que sostendrá con la mano derecha. Así, pues, sin titubear, apartando los grupos, ve a unirte a la procesión con ferviente celo. Acércate dulcemente al pontífice; luego, como si quisieras besarle la mano, arrancarás las rosas con tus labios, y en el mismo instante te verás libre del pellejo de este detestable animal que tan odioso me es. No creas difícil ninguna de estas órdenes, porque en este preciso momento en que vengo a ti y te manifiesto mi presencia, indico a mi sacerdote, durante el sueño, lo que resta aún por hacer y le doy instrucciones. Por disposición mía los apretados remolinos del pueblo se separarán para dejarte paso, y en medio de la alegre ceremonia y de las fiestas, nadie tendrá aversión a tu disforme exterior, nadie se permitirá reflexiones mal intencionadas, ni a nadie se le ocurrirá acusarte por tu súbita metamorfosis. Pero, por encima de todo, acuérdate y graba bien este recuerdo en el fondo de tu corazón; acuérdate, digo, que debes consagrarme lo restante de tu vida hasta exhalar tu último suspiro. Justo es que si una diosa te devuelve a la compañía de los homhres, le debas tú la existencia en el porvenir. Por lo demás, vivirás feliz y lleno de gloria bajo mi protección, y cuando cumplido el tiempo de tu destino desciendas a la sombría morada, igualmente allí, en aquel subterráneo hemisferio, me verás brillar en mitad de las tinieblas de Aqueronte, soberana de la estigia morada; y llegado a los Campos Elíseos debes seguir ofreciendo tus asiduos homenajes a tu protectora. Que si por tu piadoso culto, por tu devoción ejemplar y por tu castidad inviolable te muestras digno, antes de llegar a esta ocasión, de mi gracia omnipotente, sabrás también que sólo yo tengo derecho a prolongar tus días más allá del término señalado por el Destino.»

[7] Así terminó el venerable oráculo, y la invencible diosa replegose sobre sí misma.


Cuanto a mí, despertando súbitamente, me levanté bañado en sudor; ¡de tal modo me turbaban el miedo y la alegría! Emocionado profundamente por la manifiesta aparición de tan poderosa divinidad, corrí a bañarme en las olas pensando sólo en las órdenes supremas, en su serie de mandatos. Pronto las tinieblas de la sombría noche huyeron ante el sol que al aparecer dora el horizonte. Por todos lados, con solicitud piadosa, y verdaderamente triunfal, esparcíanse los grupos por la plaza pública. Además de la satisfacción que me dominaba, parecía que la naturaleza entera respiraba alegría. Sobre los animales, alrededor de las casas, por el mismo aire sentía circular una atmósfera de felicidad. Al frío glacial de la noche pasada, sucedía una agradable y suave temperatura, los pajarillos, embriagándose en el tibio hálito de la primavera, dejaban oír armoniosos cantos, y sus dulces acuerdos rendían homenaje a la madre de los astros y de los siglos, a la dueña de todo el Universo. Los mismos árboles, así los que se cubren de abundante fruto, como los estériles que se contentan con prestar sombra, se vivificaban al soplo del Septentrión; el naciente follaje les embellecía, y sus brazos, dulcemente agitados, producían agradable murmullo. El ensordecedor estruendo de la tempestad se había apaciguado; el mar había calmado el torbellino de sus olas, que venían a morir tranquilamente en la playa. Finalmente, no aparecía una sola nube en el horizonte y nada empañaba el azul inmortal de su bóveda.

[8] Insensiblemente, pusiéronse en marcha las avanzadas del cortejo. La elección de los trajes adoptados por cada cual en virtud de diferentes votos, producía una variedad encantadora. Éste, ceñido con un cinturón, representaba un soldado; aquél, con su corta clámide, el sable al cinto y los chuzos, figuraba un cazador. Otro, lucía brodequines dorados, traje de seda y valiosos adornos, una cabellera postiza cargaba su cabeza, y su paso era majestuoso; parecía una mujer. Otro, calzado con botines, fieramente armado con un lazo, el casco y la espada, parecía salir del circo de gladiadores. Uno había que, precedido de protocolos y vestido de púrpura, hacía de magistrado; otro que, para divertirse, llevaba la capa, el bastón, las sandalias y la barba cabría de un filósofo. Algunos iban de vendedores de pájaros y de pescadores, con diferentes cañas embadurnadas de engrudo o provistas de anzuelo. Vi también una osa domesticada que la paseaban en una silla, vestida como una dama de alto copete. Un mono con casquete bordado, vestido con una cota frigia de color de azafrán, representaba el joven pastor Ganimedes y sostenía una copa de oro. Finalmente había un asno cuyo lomo habían sembrado de plumas, seguido de un viejo desgonzado: parodiaban al Pegaso y Belerofonte, formando la más ridícula pareja.

[9] En medio de estas alegres mascaradas que infestaban las calles, la pompa especial de la diosa protectora púsose en movimiento. Mujeres vestidas con lienzos blancos, coronadas de guirnaldas primaverales y llevando satisfechas distintos atributos, esparcían flores por el camino que debía seguir el sagrado cortejo. Otras llevaban en la espalda pulidos espejos, para que la diosa, al avanzar, pudiese contemplar ante sí la solicitud de la muchedumbre que seguía. Algunas llevaban peines de marfil, y moviendo cuidadosamente brazos y manos, hacían ademán de peinar a su reina. Finalmente, otras regaban abundantemente las calles, dejando chorrear gota a gota bálsamos y perfumes exquisitos. Además, una numerosa muchedumbre de ambos sexos, llevaba faroles, antorchas, cirios y otras suertes de iluminaciones a fin de lograrse el favor de la diosa de los astros que brillan en el firmamento con estos luminosos emblemas. Seguían luego deliciosas sinfonías; los caramillos y las flautas producían los más dulces acuerdos. Luego venía un coro de jóvenes aristócratas, vestidos con trajes blancos de gran valor, que repetían alternativamente un cántico escrito por un hábil poeta, bajo la inspiración propicia de las musas. En este cántico, reproducíanse, a intervalos, preludios de los más solemnes votos. Entre los músicos los había consagrados al gran Serapis, y en su atravesada flauta, que les pasaba junto al oído derecho, tocaban diferentes melodías, adecuadas al culto de este dios. Finalmente, numerosos oficiales prevenían abrir fácil paso a las sagradas imágenes.

[10] En efecto, seguían detrás en numerosos grupos las personas iniciadas en los divinos misterios; hombres y mujeres de todas categorías y todas edades, envueltos en lienzos de lino de deslumbrante blancura. Las mujeres llevaban un velo transparente sobre los perfumados cabellos; los hombres llevaban la cabeza enteramente afeitada y reluciente, representaban los astros terrenales de la gran religión, y sus siatros de cobre, plata y aun oro, embelesaban con melodioso tintileo. Los pontífices sagrados iban cubiertos con largo traje blanco de lino que les cubría el pecho, les apretaba el talle y caía hasta los talones. Llevaban los augustos símbolos de las poderosas divinidades. El primero de ellos sostenía una lámpara cuya vivísima luz en nada se parecía a las que usamos para cenar; era una góndola de oro despidiendo una gran llama. El segundo vestía análogamente al anterior, pero llevaba en sus manos dos altares, lamados “los socorros” por la eficaz providencia de la gran diosa. Un tercero adelantaba una rama de oro de hojas delicadamente cinceladas y el caduceo de Mercurio. El cuarto sostenía el símbolo de la justicia representado por un brazo izquierdo con la mano abierta: era la izquierda porque parece representar mejor la justicia, puesto que es menos activa, menos astuta y está desprovista de habilidad. Llevaba también el mismo un vaso de oro en forma de pecho de mujer y con él hacía libaciones de leche. El quinto llevaba un bieldo de oro donde se agrupaban ramitos del mismo metal; el último, por fin, llevaba una ánfora.

[11] Inmediatamente seguían los dioses que se dignaban andar con el auxilio de pies humanos. El primero, imagen monstruosa, era el intermediario divino que viaja del cielo a los infiernos, y viceversa, unas veces con sombrío rostro, otras resplandeciente. Levantaba al aire su cabeza de perro; en la mano izquierda llevaba un caduceo y con la derecha agitaba una verde palma. Detrás de él, una vaca sosteniéndose en sus patas traseras, símbolo de fertilidad, que representaba la fecunda diosa. Esta vaca era llevada en hombros por sagrados sacerdotes que avanzaban majestuosamente. Otro llevaba la canastilla que contenía. los misterios, ocultando así los secretos de la sublime religión. Otro llevaba sobre su bienaventurado pecho la venerable efigie de la divinidad omnipotente, efigie que no era la de un cuadrúpedo, ni la de un pájaro, ni la del hombre. Pero habían sabido hacerla venerable (ingenioso descubrimiento) por su misma novedad; el símbolo que lo representaba era, por lo demás, inefable indicio del misterio que debe presidir a esta augusta religión. Figuraos una pequeña urna de pulido oro, artísticamente vaciado, esférica la base y enriquecido por fuera con maravillosos hieroglifos egipcios. Su orificio, poco alto, extendíase a un lado formando largo pico, mientras por el otro tenía una asa de curva muy desarrollada, en el vértice de la cual se levantaba en nudosos repliegues un áspid de cabeza escamosa, cuello hinchado y dorso estriado con profusión de rayas.

[12] ¡La gracia que me había prometido la bienhechora divinidad iba, pues, a cumplirse! ¡Mi suerte iba a cambiar! En efecto, se acercaba el pontífice que llevaba mi salvación en sus manos. Vestía exactamente según la predicción del oráculo, llevando en la mano derecha el sistro de la diosa, y una corona para mí: corona bien merecida, ¡vive Dios! Solamente después de mil sacrificios y temerarios peligros, lograba, gracias a la gran diosa, salir vencedor en mi lucha con la despiadada Fortuna. No obstante, lejos de entregarme a una súbita explosión de alegría y obrar precipitadamente, pensé que la imprevista irrupción de un cuadrúpedo alteraría el apacible orden de la religiosa ceremonia, y eso no me convenía. Adelanté, pues, con paso grave, ceremonioso, como un hombre; y deslizándome poco a poco entre la gente que se alineaba por visible inspiración de la diosa, me acerqué cautelosamente.

[13] Pronto vi que el pontífice había sido prevenido la noche anterior por el oráculo, y de pronto se detuvo, admirando la precisión con que se cumplían las órdenes recibidas. Tendió la mano y acercó a mi hocico la corona que llevaba. Entonces, con una emoción que hacía palpitar fuertemente mi corazón, tomé esta corona donde brillaban las tan deseadas rosas y la devoré con rapidez sin igual. La promesa divina se cumplió. Al punto me vi despojado de mi asquerosa envoltura de bestia. Empieza cayéndome el largo pelo y adelgazándose el grueso pellejo. Mi obeso vientre disminuye; el cuerno de los cascos se transforma en dedos; mis manos, que ya no son patas, se levantan para adecuarse a las funciones de un bípedo; se me acorta el cuello; la cara y la cabeza se redondean; las enormes orejas recobran su primitivo tamaño; los dientes, como adoquines, recobran forma humana, y esta cola que poco ha tan cruelmente me humillaba, desaparece sin dejar señal alguna. El pueblo no sale de su sorpresa; las almas piadosas se confunden en ferviente adoración a la vista de tan evidente milagro, frente a uno de estos prodigios que sólo se ven en sueños, viendo una metamorfosis tan fácilmente efectuada; y todos, a porfía, levantan las manos al cielo, atestiguando en alta voz el estupendo milagro de la diosa.

[14] Yo, estupefacto, como si mi alma no pudiese aguantar una alegría tan grande, no era capaz de pronunciar una sola palabra; no sabía cómo empezar, ni en qué términos debía debutar en el lenguaje, cuya facultad renacía para mí; qué palabras, en fin, podían celebrar mejor la inauguración y pagar a tan omnipotente diosa el digno y justo tributo de mi agradecimiento. El mismo sacerdote, con estar al corriente, por revelación de lo alto, de todas mis deplorables aventaras, quedó unos momentos sorprendido ante la magnitud del milagro. Pero inmediatamente dio orden, con un significativo ademán, de que me proporcionaran un traje. Porque desde el instante en que salí de la nefasta piel del asno, intentaba yo vanamente, apretando las piernas y tapándome con la mano, ocultar en lo posible mi desnudez con un velo natural. Entonces uno de los sacerdotes del cortejo quitose en un momento la túnica y la colgó rápidamente sobre mis espaldas. Hecho esto, el pontífice, mirándome con bondadosa y alegre cara, me habló en estos términos:

[15] «Después de tantas pruebas soportadas, después de tan rudos asaltos como os ha ofrecido la Fortuna, después de las violentas tempestades que os han atropellado, habéis llegado por fin, Lucio, al puerto de salvación y al altar de la misericordia. Ni vuestro nacimiento ni vuestra alta posición social, ni aun la sabiduría que os adorna, os han servido de provecho alguno. Os habéis entregado a los excesos de una ardiente juventud, habéis saboreado voluptuosidades indignas de un hombre libre y habéis pagado cara una curiosidad fatal. Pero al fin la ciega Fortuna, persiguiéndoos con las más terribles desgracias, os ha conducido sin querer, por el mismo exceso de sus rigores, a esta religiosa beatitud. Que encamine, pues, a otra parte su refinada crueldad y busquen sus furores en adelante una nueva víctima. Porque los elegidos por nuestra omnipotente diosa para dedicarlos a su culto, no están expuestos a la fiereza del hado. Estos malvados, estas fieras, esta esclavitud, estos senderos amargos, tortuosos e impracticables, este constante peligro de muerte, tantas tribulaciones, en fin, ¿han logrado lo que se proponía la implacable Fortuna? No: y desde ahora seréis amparados por la Fortuna verdadera, diosa clarividente cuya radiante luz supera a la de las restantes divinidades. Presentad, pues, en lo sucesivo un rostro jovial como corresponde al blanco lienzo que os cubre; acompañad altivo el cortejo de vuestra diosa redentora. Véanlo los impíos, que lo vean y salgan de su error. He aquí Lucio, libre de sus antiguos tormentos, y que, gracias a la protección de la gran diosa Isis, triunfa de su propia suerte. Sin embargo, para vuestra seguridad y mayor garantía, profesad en nuestra santa milicia, según os rogó la diosa la pasada noche. Consagraos en adelante al culto de nuestra religión y sufrid voluntariamente el yugo de este ministerio, que, al empezar a servir a la diosa, disfrutaréis más vivamente de las dulzuras de la libertad.»

[16] Así habló el virtuoso pontífice, y su voz, temblorosa y fatigada por la inspiración, se detuvo. Entonces, mezclándome con los demás fieles, seguí el sagrado cortejo. Pero todo el mundo me señalaba. Todos me reconocían y bromeaban conmigo; «Mira, decían, aquel que la diosa ha convertido hoy a la forma humana. ¡Mortal afortunado, sin duda, mortal tres veces dichoso, que por la inocencia y la ejemplaridad de su vida anterior ha merecido tan visible protección de los cielos! Ha renacido para ser consagrado al santo ministerio de la diosa.» En medio de estos murmullos y del tumulto de las alegres devociones, avanzamos lentamente, hasta llegar a la orilla del mar, en el mismo sitio donde mi cuerpo de asno había pasado la noche anterior. Colocadas las imágenes de los dioses según establecen los rituales, acercose el pontífice a un navío, muy artísticamente construido y decorados sus costados por maravillosas pinturas egipcias. Purificolo lo más devotamente posible con una antorcha encendida, con un huevo y azufre, y en solemne oración le designó nombre y lo dedicó a la diosa. Sobre el feliz navío flotaba una vela blanca con una inscripción del voto que se ofrecía a la diosa para la prosperidad de la nueva campaña marítima. Poco después se elevó el mástil, que era un pino entero perfectamente torneado, no menos brillante que alto y con la cofa notablemente hermosa; en la popa brillaba un cisne de oro, de ondulado cuello, y, toda la carena, hecha de limonero hermosamente tallado, causaba suspensión y encanto. Pronto todos los concurrentes, los iniciados como los profanos, presentaron a porfía esencias aromáticas y otras piadosas ofrendas. Hicieron también libaciones, en el mar, de leche, hasta [que] el momento en que el navío, abarrotado con toda la gente y con innumerables objetos de devoción, levó anclas y con viento suave y propicio lanzose en plena mar. Cuando desapareció en el espacio como un punto apenas perceptible, los portadores de las sagradas reliquias cargaron de nuevo con los emblemas que antes llevaron y emprendieron, con el mismo ceremonial, el regreso al templo.

[17] Atravesado que hubimos el umbral, el pontífice, los portadores de las santas efigies y los ya iniciados en los venerables misterios, entraron en el santuario de la diosa, donde colocaron ordenadamente aquellas imágenes que parecían palpitar. Luego, uno de ellos, llamado el Escriba, en pie en mitad de la puerta, convocó en asamblea a la corporación de los Pastóforos: con este nombre es designado el sacro colegio. Subió luego a un elevado púlpito y leyó en su libro las oraciones para el sublime Emperador, para el Senado, para los caballeros, para todo el pueblo romano, la navegación, los navegantes y para la prosperidad de todos los elementos constitutivos de nuestro imperio y terminó, como es de rúbrica, con una frase griega que significa: «Retírese el pueblo». Estas palabras significaban que el sacrificio había sido grato a los dioses, corroborándolo los fieles con entusiastas aclamaciones. Luego, los ciudadanos, ebrios de entusiasmo, se apresuraron a ofrecer ramos de olivo en flor, verbena y guirnaldas a una estatua de la diosa, de plata, puesta sobre un estrado, y, después de besarle los pies, regresaron a sus hogares. En cuanto a mí, la ansiedad me impedía alejarme dos dedos, y clavada la vista en la imagen de la diosa, me abismó en el recuerdo de mis pasadas aventuras.


[18] No obstante, la veloz Fama, lejos de amenguar su vuelo, en esta ocasión publicó por todas partes el adorable beneficio de la diosa y mi memorable fortuna. Pronto mis amigos, mis criados y mis parientes suprimieron el luto que les había obligado a vestir la falsa noticia de mi muerte. Y en transportes de inefable gozo todos corrieron hacia mí, trayéndome diversos obsequios, para asegurarse de mi milagrosa resurrección y de mi vuelta de los infiernos. Su presencia, tan inesperada para mí, me causó la más viva alegría, y correspondí, como era mi deber, a sus afectuosas enhorabuenas. Trajéronme también con gran profusión todos los menesteres necesarios para vivir desahogadamente.

[19] Después de dirigir a cada uno las palabras convenientes a su categoría y haberles hecho completa relación de mis antiguos infortunios y de mi actual felicidad, fui a presentarme de nuevo ante la imagen de la diosa. Alquilé un poco de local en el interior del templo y allí establecí, temporalmente, mis penates. Asistía a las piadosas ceremonias que en su interior se celebraban, me familiaricé con los sacerdotes y practiqué el culto de la gran diosa sin separarme de ella. No pasaba una sola noche, un solo instante de descanso, sin recordar sus advertencias. Varias veces me comunicó su voluntad, y como yo estaba dispuesto a cumplir los votos de la iniciación, quiso que ésta se efectuara durante las actuales fiestas. Pero a pesar del gran fervor que me animaba, me retenían los escrúpulos, puesto que muchas veces desconfié de mí ante la dificultad de ejercitar debidamente el sagrado ministerio y especialmente guardar mi castidad. Bien sé yo la prudencia y la circunspección necesarias en medio de los innumerables escollos de la vida, y estas reflexiones hacían que, a pesar de mi celo, nunca me decidía.

[20] Una noche creí ver delante de mí al gran sacerdote que me ofrecía diferentes objetos que guardaba en el seno. Le pregunté qué significaba todo aquello y me respondió que me lo enviaban desde Tesalia y que, además, un criado mío llamado Cándido, acababa de llegar. Al despertar reflexioné largo tiempo sobre el significado de esta visión, con tanto más interés cuanto yo jamás tuve criado alguno que se llamara Cándido. De todos modos, cualquiera que fuese el sentido profético de mi sueño, me convencí de que el ofrecimiento de tales presentes significaba algún buen negocio: y [con] la dulce inquietud que produce la esperanza de un dichoso amanecer esperé, según costumbre, que abrieran el templo. Separados los blancos velos que cubrían la imagen augusta de la diosa, nos prosternamos ante ella para hacer las oraciones. El pontífice recorrió los diferentes altares, preparó el servicio divino con las oraciones de rúbrica y derramó con un vaso sagrado el agua que escanció de una fuente secreta. Terminadas estas ceremonias, empezaron las oraciones; los sacerdotes anunciaron el alba y la saludaron con devociones matutinas. En este momento entran los criados que dejé en mi país en la época en que la equivocación de Fotis me trajo tantos líos. Al instante les reconocí, como también mi caballo que me traían, pues el digno animal, después de ir de mano en mano, fue recobrado por mis parientes gracias a una señal en el lomo que no daba lugar a equivocarse. Yo estaba excesivamente maravillado de la exactitud de mi sueño que además de predecirme un provechoso negocio me auguró también, por mediación de un criado llamado Cándido, la vuelta de mi caballo blanco, símbolo de la candidez.

[21] Esta circunstancia duplicó mi fervor; celosamente practiqué los sagrados ejercicios, coligiendo por la dicha presente mi futura felicidad. Y mi deseo de consagrarme sacerdote aumentó considerablemente desde este instante. A cada momento iba a rogar al pontífice a que me iniciaran, sin más tardanza, en los misterios de la noche consagrada. Mas él, nombre por otra parte, grave y célebre por su exacta observancia de una religión de tanta castidad, me recibía con la dulzura y la bondad de un padre que refrena los prematuros deseos de sus hijos. A mis súplicas oponía él dilaciones, a la vez que con palabras de consuelo y llenas de esperanza calmaba la inquietud de mi alma. Decíame que debía ser la misma diosa quien, con una señal de asentimiento, debía indicar el día de mi iniciación; que era ella quien debía designar al sacerdote consagrante y ella era quien debía prescribir el ritual da la ceremonia. «Sometámonos a estos preliminares con religiosa paciencia, me decía: guardaos de la precipitación y de la indocilidad y no pequéis por excesivo celo cuando no se os llama todavía, ni por indiferencia cuando seáis consagrado. Ninguno de mis sacerdotes, por otra parte, se ha vuelto loco para emprender, sin orden exprofesa de la diosa, una iniciación temeraria. Esto es un verdadero sacrilegio que le costaría la vida. Las llaves del infierno, lo mismo que las puertas del cielo, están en manos de la diosa; el cumplimiento de sus misterios consiste en ser, voluntariamente, un difunto; debiendo únicamente la vida a su gran bondad. Por esto suele elegir para su culto gente que haya tenido ya una pierna en el otro mundo; estos son más capaces de guardar el más fiel silencio sobre sus secretos augustos. Por su providencia les resucita, podríamos decir, a la vida mortal y abre entre ellos una vía de salvación. Vos también debéis, por consiguiente, esperar humildemente el cumplimiento de sus celestiales órdenes. ¿Por ventura no habéis recibido de la diosa pruebas evidentes de la gran bondad con que se digna favoreceros? ¿No os tiene llamado, destinado, a tan feliz ministerio? Desde este punto, como a los demás iniciados, os queda prohibido todo alimento profano, a fin de que os acerquéis con mayor recogimiento a los misterios de nuestra augusta y pura religión.»

[22] Mi docilidad triunfó de mi impaciencia y con toda devoción y dulzura, guardando un silencio ejemplar, asistí cotidianamente a la celebración de las divinas ceremonias. La bondad de la diosa no engañó mis esperanzas y me ahorró las angustias de un dilatado plazo. Un aviso tan claro, como obscura era la noche en que lo recibí, me declaró, sin lugar a duda, la llegada del día tan deseado en que iban a cumplirse mis fervientes votos. Supe igualmente el ritual de mi recepción y qué sacerdote llevaría a cabo la ceremonia; era éste Mithras, el propio pontífice, en razón a que, dijo el oráculo, ambos estábamos bajo la inflencia y protección de dos estrellas gemelas. Animado por estas y otras benévolas insinuaciones de la soberana diosa, salté de la cama en cuanto amaneció y corrí presuroso a la casa del pontífice. Le hallé, precisamente, que salía de su habitación, y arrodillándome a sus pies me dispuse a reiterarle mis súplicas con más insistencia que nunca para reclamar mi iniciación, como un derecho adquirido. Pero apenas me vio, cuando se apresuró a decir; «¡Oh, mi estimado Lucio, qué felicidad, qué inefable dicha es la vuestra! La voluntad de nuestra augusta diosa os es propicia, os ha jungado digno de tan elevado ministerio. ¿Podéis permanecer, ahora, inactivo y sin prisa alguna? Sí, he aquí el día tan solicitado por vuestros votos, el día en que por orden soberana dn la diosa, mis manos van a daros entrada en las más sagradas profundidades del culto.» Y poniendo su diestra sobre mí, el venerable anciano me condujo cuidadosamente a la puerta del vasto templo. Con el ritual acostumbrado, abrió las puertas y llevó a cabo el sacrificio matutino. Sacó luego del fondo del santuario unos libros escritos en caracteres desconocidos, que contenían la fórmula de la consagración. Aquí estaba lleno de imágenes, de animales de toda especie; allí abreviaturas formadas con dibujos entrelazados, unos semejando una rueda, otros un nudo y otros sarmientos de vid. La curiosidad de los proranos no podía alcanzar su significado. Leyome en estos libros los preparativos que yo debía hacer para mi consagración.

[23] Estad seguros que no tardamos, entre yo y mis amigos, mucho rato, en proveernos de todo lo necesario, sin regatear nada. Llegado el momento que el pontífice creyó favorable, me condujo en compañía de todo el santo cortejo a los baños inmediatos al templo, y una vez sumergido, como de costumbre, me purificó echando sobre mí agua clara y pura, e implorando la protección divina. Estábamos ya a media tarde, cuando me condujo al templo, a los mismos pies de la diosa. Diome secretamente ciertas instrucciones que no puedo revelar, y en seguida me recomendó en alta voz frente a los congregados, que me abstuviera durante diez días consecutivos, a partir de aquel instante, de todo alimento profano y de toda sensación sexual. Prohibiome beber vino. Cumplí respetuosamente estas indicaciones con escrupulosa exactitud. Llegó por fin el día de la divina promesa. Apuntaba ya el sol en Oriente trayendo consigo el nuevo día, cuando, afluyendo de todas partes una numerosa muchedumbre, vinieron todos, según antigua costumbre religiosa, a rendirme homenaje. El pontífice mandó luego que se retirasen los profanos, y me llevó de la mano al mismo santuario del templo. Yo vestía traje de lino... Tal vez, lector curioso, vas a preguntarme ansioso lo que allí se dijo y lo que allí pasó. Lo diría si posible fuese; lo sabríais si os fuera permitido escucharlo. Pero el crimen sería enorme y las orejas y la lengua serían culpables de la más temeraria indiscreción, sin embargo, por consideración al piadoso deseo que te anima y te suspende, no quiero haceros esperar vanamente. Oíd, pues, y creed: diré la verdad. Me acercaba yo a los límites de la muerte; hollaba ya con mi pie el umbral de Proserpina y retrocedí arrastrado a través de todos los elementos; en mitad de la noche se me apareció el sol más resplandeciente, acerqueme desde los dioses del infierno a los del cielo, les vi cara a cara y les adoré de cerca. He aquí lo único que puedo deciros, y aunque vuestros oídos han percibido estas palabras, estáis condenados a no entenderlas. Voy a explicaros ahora los únicos detalles que pueden publicarse sin incurrir en irreverencia.


[24] Amaneció, y terminadas las ceremonias, avancé llevando doce trajes sacerdotales. Por sagradas que fueran estas vestiduras nada me impide hablar de ellas, pues en aquellos momentos una considerable multitud me estaba contemplando. En efecto, recibí orden de colocarme en mitad de la nave del templo sobre una especie de tablado de madera que se levantaba frente a la diosa. Llevaba yo un magnífico traje de lino pintado con las más hermosas flores; una preciosa clámide colgaba desde mis espaldas hasta los talones y por cualquier lado que me mirasen iba pintarrajeado con animales de mil colores. Aquí dragones de la India; allá tritones hiperbóreos: cuadrúpedos del otro mundo que tienen alas, como los pájaros. Los sacerdotes llamaban a esta última vestidura estola olímpica. En la mano derecha tenía una antorcha encendida y en la cabeza una hermosa corona de palma cuyas hojas se erguían alrededor de mi cabeza en forma de rayos. De pronto, corrieron una cortina, y así adornado, al resplandor del sol, quedé allí como una verdadera estatua, concentrando sobre mí las miradas de la curiosa multitud. Terminadas las ceremonias, festejé el feliz día de mi resurrección con un delicado y divertido banquete. Las formalidades que acabo de exponer se repitieron tres días más, como también los religiosos banquetes: constituyen el complemento indispensable a una iniciación. Permanecí una temporada en el templo ocupado únicamente en el inefable gozo de contemplar la diosa, entregado para siempre a mi augusta bienhechora. Últimamente (por indicación de la misma), después de haberle rendido humildemente mi tributo de gracias, de manera muy imperfecta, sin duda, pero como mejor supe, me preparé para regresar a mis patrios lares que abandoné tanto tiempo ha. Y desgarrándoseme el corazón, rompí los lazos que me unían a la diosa. Me arrodillé a sus pies augustos y se los lavé largo rato con el torrente de lágrimas que manaba de mis ojos, y con tristísimos sollozos que me ahogaban la voz a cada palabra, pronuncié esta devota oración:

[25] «Santa diosa, perpetuamente solícita para la conservación de la humana especie, siempre pródiga en larguezas y satisfacciones hacia los mortales; para los desgraciados y afligidos sois afectuosa y dulce como una madre. No pasa día, ni noche, ni un instante siquiera, sin que deis muestra de vuestros beneficios, sin que protejáis a los hombres sobre la tierra y sobre el mar, sin que les socorráis de las tempestades de la vida alargándoles vuestra salvadora mano. Con esa mano ordenáis la trama que la Fatalidad embrolla, torpemente, apaciguáis embates de la Fortuua y neutralizáis la funesta influencia de las constelaciones. Sois venerada así por las divinidades del Olimpo como por las del Tártaro. Vos comunicáis al universo su movimiento de rotación, al sol su luz, al mundo sus leyes y al Tártaro sus tenebrosos abismos. La armonía de los astros, la sucesión de las estaciones, la alegría de los dioses, la docilidad de los elementos; todo es obra vuestra. Un signo de vuestra voluntad soberana anima los vientos, hincha las nubes y hace germinar las semillas y abrirse los capullos. Vuestra majestad hace estremecer los pájaros que vuelan por el cielo, las fieras que vagan por los desiertos, las serpientes que se ocultan bajo tierra y los monstruos que recorren el Océano. Más ¡ay! que para cantar vuestras alabanzas corta es mi inteligencia y mi palabra, y para ofreceros los dones que merecéis menguado es mi pitrimonio. ¡No!, mi mísera palabra no puede expresar los sentimientos que inspiran tanta grandeza, y jamás podré lograrlo, así dispusiera yo de cien bocas, otras tantas lenguas, unos infatigables pulmones y un eterno chorro de palabras. Pero, por extrema que sea mi pobreza, puedo por lo menos ser religioso; siempre estará presente en mi memoria vuestra sagrada imagen y en mi corazón os elevaré un altar donde seréis eternamente adorada.» Así oré a los pies de la soberana diosa. Luego, abrazándome al cuello del gran sacerdote Mithras, mi padre en lo sucesivo, le cubrí de besos y le pedí perdón por no poder recompensar dignamente sus inmensos beneficios.

[26] Finalmente, después de una larga serie de cumplidos y apretones de manos, me despedí de él dispuesto a regresar directamente, después de tan larga ausencia, a mis patrios lares. A los pocos días de estar en casa, por inspiración de la diosa dispuse rápidamente mi equipaje y me dirigí a Roma. Después de feliz y rápida travesía, llegué al puerto de Ostia y en un coche ligero como el viento hice mi entrada en la ciudad santa la víspera de los idus de Diciembre, por la tarde. Desde aquel momento fue mi principal cuidado ofrecer cada día mis oraciones a la poderosa reina Isis, que es adorada con gran veneración en Roma con el nombre de Diosa del Campo, debido a la situación de su templo. Llegué a ser uno de sus más celosos adoradores, y aunque era recién venido a estos altares, no era un extraño en su santa religión. Cuando el sol había cumplido su carrera anual, traspasando el círculo del Zodíaco, mi sueño fue interrumpido una noche por la aparición de la benéfica diosa, que solicitamente velaba por mí; y me habló de una nueva iniciación y de nuevos misterios. Esperé con sorpresa sus propósitos, los oráculos que me iba a comunicar, porque, lo confieso, creía yo que mi consagración era completa hacía ya tiempo.

[27] Pero al someter a mi propio discurso y a los consejos de los sacerdotes los escrúpulos religiosos que se apoderaron de mí, comprendí (cosa nueva y rara) que, si bien era verdad que estaba yo identificado con los misterios de la diosa, existía un dios soberano, padre de todos los dioses, el invencible Osiris, cuyo culto desconocía yo todavía; supe que, a pesar de los estrechos lazos, además de la unidad de las dos divinidades y de los dos cultos, hay una diferencia esencial entre las dos iniciaciones, y que por lo tanto debía considerarme yo llamado también a servir al dios Osiris. No estuve mucho tiempo indeciso. La noche siguiente vi uno de los sacerdotes, vestido con traje de lino, que llevaba tirsos, hiedra y ciertos atributos de que no puedo hablar. Púsolos sobre mis propios lares; luego, sentándose donde me sentaba yo de ordinario, me advirtió del banquete que debía preceder mi entrada en esta gran religión. Para darme alguna seña de su persona y medios de reconocerle, me hizo ver que tenía un poco hundido el talón izquierdo, cosa que le hacía cojear ligeramente. Semejante manifestación de la voluntad divina disipó en mí toda duda; y después de dirigir a la diosa mis preces matutinas examiné atentamente cual era el sacerdote que andaba como el que se me presentó en sueños. No faltó; entre los Pastóforos, pronto vi a uno que, además de la señal del pie, reproducía exactamente la estatura y el aspecto de mi visión nocturna. Más tarde supe que se llamaba Asinio Marcelo, nombre que hacía contraste con mi vuelta a la forma humana. Me dirigí a él sin tardanza; mas él ya sabía también que yo iba a buscarle, puesto que había recibido una inspiración, parecida a la mía, tocante a las sagradas órdenes que me debía conferir. En efecto, la noche anterior había él soñado que, en el momento de disponer las coronas para el dios soberano, éste le anunció, con la misma boca que dicta el destino de cada mortal, que un habitante de Madanza se dirigiría a él para que lo iniciara en los misterios; habíale dicho que este extranjero era pobre, pero que la bondad del dios reservaba al neófito mucha sabiduría y al consagrante mucho dinero.

[28] Yo estaba ya decidido a iniciarme, pero la escasez de mi bolsillo retardaba el hecho, con gran pesar mío. Mi débil patrimonio se había agotado con los gastos del viaje, y la vida en Roma costaba mucho más cara que en la provincia de donde vine. Esta pobreza me reducía, pues, a muy dura condición y me hallaba (como se dice vulgarmente) entre espada y pared. Pero el dios no cejaba en darme prisa, y más de una vez me turbó profundamente renovando sus solicitudes, intimándome con severas órdenes. Por último, me decidí a empeñar mi armario, que estaba vacío, y reuní el dinero necesario. El dios me había echado una indirecta en este sentido: «¡Qué!, me dijo, ¿para darte recreo no vacilarías en vender tus muebles, y cuando se trata de abordar tan grandes misterios, dudas en exponerte a una pobreza de que tal vez no te arrepentirás uunca?» Así, pues, me jugué el todo por el todo. Pasé diez días comiendo sólo vegetales y me hice admitir en las orgías nocturnas del gran dios Serapis. En adelante, tranquilo ya porque conocía una religión análoga, frecuenté asiduamente los altares del dios. Este fervor era para mí un consuelo soberano de mi destierro y además proveía abundantemente a mis necesidades, porque el hado favorable me proporcionó algunas gangas en el foro, donde defendí varios pleitos en latín.

[29] Poco tiempo después, por orden imprevista y muy maravillosa, la divinidad me interpeló de nuevo para ver si estaba dispuesto a sufrir una tercera iniciación. La inquietud y la ansiedad se apoderaron de mí y me echaron en un mar de confusiones. ¿Hasta cuándo continuarán, me preguntaba yo, estas instancias nuevas e inauditas de los dioses? ¿Qué más queda por hacer después de haberse iniciado ya dos veces? ¿Es que tal vez Mithras y Asinio han cumplido su ministerio conmigo con falta de celo y poco escrúpulo? ¿He de poner verdaderamente en entredicho su sinceridad? Así me agitaba yo en una indecisión parecida al delirio, cuando una noche se me apareció la celeste imagen y me dijo: «Esta numerosa serie de consagraciones no debe alarmarte ni hacerte sospechar de las anteriores. El interés que los dioses se dignan tomar por ti, es, por el contrario, suficiente para llenar tu corazón de gozo y alegría. Serás tres veces lo que los otros sólo pueden serlo una: sí, tres veces; y ese número precisamente debe inspirarte confianza. Por lo demás, la ceremonia que se te pide es ya la última. Considera que las vestiduras que usabas en la provincia para honrar a la diosa, subsistirán, y que en Roma, en las grandes solemnidades, no podrías hacer tus oraciones con tal vestido. Así, pues, confía, anímate y disponte confiado a una nueva iniciación que te garantizan los dioses.»

[30] Después de estas palabras, que respiraban dulce persuasión, indicome la augusta divinidad todos los elementos que debía procurarme. Y sin dilación, sin dejarlo para mañana, fui a dar cuenta de mi visión al gran sacerdote. Otra vez tuve que abstenerme de comer carne, conformándome así al antiguo uso que prescribe una sobriedad voluntaria y no interrumpida durante estos diez días; hasta lo continué alguno más, y para cumplir con exceso los sagrados preparativos, hago grandes derroches consultando antes un piadoso celo que mi bolsillo. Pero, a Dios gracias, no hube de lamentar estas fatigas ni los gastos. ¿Cómo no ser así? La liberal solicitud de los dioses me había procurado en el foro lucrativos negocios y pronto alcancé desahogada posición. Finalmente, pasados pocos días, el primero entre los dioses, el más santo entre los augustos, el más augusto entre los santos, el rey de los inmortales, el inefable Osiris, se presentó durante mi sueño, mas no con extrañas vestiduras, sino dignándose hacerme gozar de su magnífica presencia. Me animó a dedicarme al foro con ardor, lo más pronto posible, a la gloriosa profesión de abogado y a no temer las calumnias que los envidiosos derramarían sobre mí, excitados por mi sabiduría, fruto de tan laboriosas velas. Luego, para que yo no practicase su culto como un adorador cualquiera, me admitió en el colegio de los Pastóforos y, más tarde, entre los decuriones quinquenales. Así, pues, a partir de este momento, me hice afeitar la cabeza para llenar mi ministerio en esta antigua corporación, fundada en los remotos tiempos de Sylla, y lejos de intentar cubrir ni disimular mi pelada cabeza, me presentaba, por el contrario, a todas partes con un cierto orgullo.


FIN