Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro III
APULEYO
EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)
Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco
Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)
LIBRO TERCERO
[1] Ya con su dorado carro iba remontando el cielo la aurora de rosados dedos; la noche cedía su lugar al día, y yo acababa de despedir las dulzuras del sueño. La aventura de la noche anterior me atraía inquieto, y sentándome en la cama, las piernas cruzadas, las manos en las rodillas y los pies enlazados, acabé por llorar a moco tendido. Figurábame ya frente al tribunal, los magistrados dictando sentencia y la llegada del verdugo. ¿Habrá un juez bastante magnánimo, bastante benévolo para proclamar la inocencia de un hombre que, como yo, ha cometido tres asesinatos y se ha manchado con la sangre de tantos ciudadanos? ¿Era esta la gloriosa peregrinación que el caldeo Diófanes me pronosticó con tanta seguridad?... Estas reflexiones martirizaban mi espíritu y lloraba por mi fatal destino. Pero estaban llamando a la puerta, gritaban, hacían un ruido espantoso,
[2] y pronto una violenta ráfaga la abrió de par en par. La casa se inundó de magistrados, de sus acólitos y gente de toda ralea. En seguida, dos corchetes, por orden de los magistrados, pusieron mano sobre mí y se me llevaron; no opuse la menor resistencia. Apenas llegamos a la calle, ya nos seguía todo el pueblo. Era una muchedumbre imponente, y aunque yo iba con la cabeza baja hasta el suelo, o mejor, hasta el fondo del Tártaro, preso, a medida que iba avanzando, de la más violenta desesperación, mirando de reojo, observé, sin embargo, una cosa muy extraña: y es que entre tantos miles de individuos que me seguían, no había uno solo que no se riera a dos carrillos. Por fin, después de hacerme recorrer toda la ciudad, y que me hubieron paseado por todos los rincones, como estas víctimas que en las procesiones expiatorias están destinadas a conjurar algún espantoso prodigio, me hicieron detener en el lugar donde el tribunal administraba justicia. Ya los magistrados ocupaban sus elevados sitiales y el ujier reclamaba silencio, cuando de pronto, un grito unánime de todos los espectadores pidió que, en razón a la afluencia de personas y a loa peligros que podía causar tal aglomeración, se efectuara la vista de tan importante causa en el treatro. Inmediatamente el público ocupó las delanteras, y el recinto de la sala se llenó por completo con maravillosa rapidez. Hasta los corredores y techos rebosaban gente. Algunos se subían a las estatuas; muchos abrazábanse a las columnas; otros sacaban medio cuerpo por las ventanas y la extrema curiosidad les impedía discurrir el peligro que corrían. Pronto los ujieres me hacen adelantar hasta mitad del escenario, como una víctima.
[3] El ujier dio una voz. estentórea; llamaba al acusador. Un anciano se levantó; luego, para medir el tiempo que duraba su oración, tomó un vasito en forma de embudo, con el extremo adelgazado en punta. Echó en él un poco de agua, que se derramaba gota a gota, y dirigiéndose al pueblo, dijo: «Dignísimos ciudadanos: la causa que vamos a fallar es de las más graves, porque se trata, ante todo, de la tranquilidad de la ciudad entera. Hay que dar un gran ejemplo e importa mucho que, individualmente y en comunidad, venguéis los derechos de la sociedad ultrajada; que no quede sin castigo un infame asesino, que con sanguinaria mano ha causado tantas víctimas. No creáis que, al hablaros así, me impulsa particular animosidad o un resentimiento personal con el acusado, porque yo soy capitán de las guardias que ejercen vigilancia durante la noche, y no creo que hasta el actual momento, nadie pueda acusarme de negligente. Pero, yendo a la cuestión, voy a exponeros fielmente lo que ha ocurrido la noche pasada. Era exactamente media noche, y yo, con escrupulosa exactitud, hacía mi ronda por la ciudad, examinando casa por casa, De repente, veo a un joven, el acusado, que furioso, espada en mano, causaba gran carnicería. Tres ciudadanos habían caído ya víctimas de su crueldad; a sus pies, tendidos y ahogándose en su propia sangre, respiraban aún, aún palpitaban. Debo añadir que, justamente alarmado de la enormidad de su crimen, intentó huir, a favor de la obscuridad, deslizose dentro un portal, pasando la noche oculto en la casa. Pero la divina providencia jamás permite que un crimen quede sin castigo. Antes que pudiese escapar por algún reducto secreto, fui de madrugada para hacerle comparecer ante vuestro augusto y sagrado tribunal. Ved, aquí, pues, frente a vosotros un acusado culpable de tres asesinatos, detenido en flagrante delito, y extranjero. No vaciléis, pues, en condenar a un extranjero por un crimen del cual castigaríais severamente a un ciudadano vuestro.»
[4] Después de este terrible requisitorio, detuvo el viejo su formidable voz. El ujier me dijo que si yo tenía algo que responder, hablase. En el primer momento, sólo me sentía dispuesto a derramar abundantes lágrimas, menos emocionado, ¡Dios mío!, por esta formidable acusación que por la acusadora voz de mi conciencia. Sin embargo, no sé por que inspiración del cielo, cobré aliento, y dije: »No ignoro cuán comprometida es, en presencia de los cadáveres de tres ciudadanos, la situación del acusado. Aunque diga la verdad; aunque confiese el hecho, ¿podrá persuadir de su inocencia a una numerosa muchedumbre? No obstante, si vuestra benevolencia me concede un momento de audiencia, os probaré fácilmente que si ahora sufro una acusación tan grave y desesperada, es por haber querido salvar mi vida en una disputa que yo no provoqué. Sí; sólo el azar y un sentimiento de legítima indignación, causaron la hecatombe.
[5] Había sido convidado y regresaba tarde a mi casa; por añadidura iba borracho como una sopa; esto no lo negaré. Llegado frente a la casa donde vivo, la de Milon (vuestro dignísimo conciudadano), veo unos malvados, salteadores y ladrones que intentaban entrar y que, forzando los goznes, querían derribar la puerta. Las barras de hierro, aunque firmes, habían sido ya violentamente arrancadas y estaban ya deliberando el modo de asesinar a los moradores de la casa. Finalmente, uno de la cuadrilla, más decidido que los demás, excitó así a sus compañeros: «¡Vamos, muchachos, valor! Ataquemos con ardor mientras duermen. Alejemos de nuestro ánimo la duda y la pereza; la daga en la mano, y que la sangre inunde esta casa. A los que estén durmiendo, los degollaremos; a los que resistan, puñetazo, y sólo escaparemos vivos dejándoles a todos patas arriba.» He de confesarlo, ciudadanos; al oír tan monstruoso proyecto creí que mi condición de hombre honrado me señalaba claramente mi deber. Además temblaba por mis huespedes y por mí mismo. Sacando, pues, una espada, que para tales eventualidades me acompañaba, procuré amedrentarles y hacerles huir. Pero aquellos locos, o mejor, bárbaros, lejos de escapar, me resistieron audazmente;
[6] nuestros hierros se cruzaron. En definitiva, el jefe, el portaestandarte de la cuadrilla, arrojose sobre mí con todas sus fuerzas, asiome bruscamente por los cabellos con ambas manos, y echándome atrás quiso derribarme. Mientras tal hacía, logré atizarle tan feroz puñetazo, que pasó a mejor vida. Un segundo bandido se agarra a mis piernas, y mientras me las destrozaba a mordiscos, le hundí mi espada precisamente entre pecho y espalda, y al acometerme el tercero le despaché de un puñetazo en la mitad del pecho. Restablecida así la calma, y asegurada la salvación de mis huéspedes, al par que la de la ciudad entera, creí poder esperar fundadamente no sólo la impunidad, sino públicos elogios. Por lo demás, nunca he tenido que comparecer ante la justicia por la más insignificante acusación, y me consideran, en mi país, hombre honrado. Siempre he preferido la honradez a la fortuna. No sé ver, pues, con qué motivo hoy se considera un crimen el haberme vengado, con santa indignación, de aquellos infames bandidos, ¿puede alguien sostener que, previamente, hubiese tenido yo enemistad particular con ellos, ni que conociera siquiera a tales miserables? Por lo menos, que se declare el más pequeño indicio del pretexto que me movió a cometer tal destrozo.»
[7] Una vez hube terminado, derramé un mar de lagrimas, y juntando ambas manos en actitud suplicante, imploré tristemente a unos y otros, en nombre de la piedad pública y de lo que más quisieran en el mundo. En el punto en que les creí ya ablandados y emocionados con mis lamentos, quise escudrinar el ojo del sol de la Justicia y recomendarme, en medio de mis infortunios, a la celeste Providencia. Levanto un poco la cabeza para observar la.asamblea... Todo el mundo reía. Mi venerable huésped, mi padre, el propio Milon, retorcíase de risa. ¡Mira que tal anda la buena fe y la conciencia!, decía para mis adentros. ¡Por salvar a mi huésped me convierto en homicida, sufro la afrenta de una acusación capital, y él, no contento con negarme unas palabras de consuelo, se permite todavía reírse de mi desventura!
[8] En tal punto, una mujer, bañada en lágrimas, sumida en el más profundo pesar, adelanta, corriendo, por en medio del teatro. Vestía de luto, y llevaba un niño. Seguíala otra vieja andrajosa llorando también; las dos agitaban ramos de olivo. Rodearon el lecho donde descansaban los cadáveres envueltos en un sudario, y con grandes chillidos y lúgubres lamentos, decían: «En nombre de la piedad pública y de los derechos de la humanidad entera, tened compasión de estos jóvenes indignamente asesinados, no rehuséis el consuelo de la venganza a una desgraciada viuda, a una desvalida madre. Por lo menos, socorred esta tierna criatura, condenada a la miseria en el dintel de su vida, y sea la sangre de este monstruo la expiación ofrecida a las leyes y a la moral pública.»
Pasado este incidente levantóse el magistrado más anciano y dijo al pueblo: «Acaba de cometerse un crimen cuyo autor está convicto y confeso, la justicia exige severa venganza, pero nos queda todavía que llenar un requisito: descubrir los cómplices del criminal. No es verosímil, en efecto, que un solo hombre haya podido matar a tres, jóvenes y vigorosos. Así, pues, hay que aplicarle tormento para arrancarle la verdad. El esclavo que lo acompañaba huyó furtivamente y hay que encontrarle, para descubrir sus compañeros. Hay que poner término, a toda costa, al terror que inspira tan formidable asociación.»
[9] Al punto trajeron, según costumbre griega, la llama, la rueda y látigos de toda clase. Sentí aumentar mi pena y aún duplicarse, al pensar que no me escapaba de morir mutilado. Pero la vieja, cuyas lágrimas habían emocionado a la concurrencia, añadió: «Dignos ciudadanos, antes de clavar en cruz al infame asesino de mis desgraciados hijos, permitid que sus cadáveres sean descubiertos, para que la contemplación de tanta hermosura y tanta juventud acreciente más vuestra indignación y vuestra justa severidad aprecie mejor tan horrendo crimen.» Grandes aplausos acogieron estas palabras, y el magistrado dispuso que inmediatamente descubriera con mi propia mano los tres cadáveres. Dudé largo rato, para no renovar con tal espectáculo la espantosa escena de la víspera. Pero los alguaciles, por orden del tribunal, me invitaron a ello severamente. Acabaron por cogerme el brazo, que apoyaba en la cadera, y lo tendieron, para desgracia mía, sobre los cadáveres. Obligado por la necesidad, me rendí; llevé la mano con toda la repugnancia al sudario y descubrí los muertos. ¡Dios mío, qué espectáculo, qué prodigio, qué súbito cambio de fortuna! Aunque puede decirse que en aquellos momentos yo ya formaba parte del mobiliario de Proserpina y de la gran cofradía infernal, mi rostro cambió repentinamente de expresión y quedé estupefacto. Figuraos que por una metamorfosis, que de ningún modo podía explicarme, los cadáveres de las víctimas eran tres odres hinchados, agujereados en los mismos puntos donde recordaba haber herido a los tres bandidos, en la batalla de anoche.
[10] Entonces la risa, que el buen humor de algunos bromistas se había empeñado en contener durante un rato, estalló en plena libertad. Unos me felicitaban jovialmente, otros reventaban de risa con las manos en la barriga. Era una alegría frenética y, fuera ya del teatro, volvíanse aún para contemplarme. Pero yo, después de levantar el lienzo, quedó atónito, helado como un mármol, ni más ni menos que si fuese una de las tantas estatuas del teatro. No regresé del infierno hasta que mi huésped Milon se acercó a mí y me tocó la espalda. De pronto, no me meneé: empecé a llorar copiosamente y rompí en sollozos; pero me arrastró consigo y tuvo cuidado de llevarme a su casa por calles extraviadas y solitarias. Quería él disipar la pena y la agitación en que estaba yo sumido, prodigándome las palabras que le parecían propias del caso; pero no lograba calmar la indignación que semejante ultraje había causado en mi corazón.
[11] Súbitamente los magistrados entran en nuestra casa con sus insignias y se apresuran a consolarme con la siguiente declaración: «Señor Lucio: no ignoramos vuestro valer personal, ni la gloria de vuestros abuelos, porque la nobleza de vuestra familia es conocida en toda la provincia. Así, pues, no ha sido con ánimo de ofenderos el haberos hecho sufrir la ruda prueba que tan hondamente os aflige. Desechad, pues, vuestra tristeza y disipad vuestra angustia. Sabed que cada año celebramos públicamente la fiesta del amable dios de la risa y que procuramos amenizar este aniversario con alguna nueva ocurrencia. Vos mismo habéis suministrado ocasión para celebrar la fiesta, y el dios de la risa os será siempre benévolo. No permitirá que jamás os aflija pena alguna; constantemente derramará sobre vuestra frente el encanto y la serenidad de la alegría. Por lo demás, toda la ciudad, por el buen rato de que os es deudora, os distingue con relevantes honores. Os ha inscrito entre sus protectores y ha decretado levantaros una estatua de bronce.» A estas palabras respondí con las siguientes: «Señores: agradezco en vosotros, por tan alto honor, a la ciudad más brillante, sin excepción, de la Tesalia; pero las imágenes y las estatuas os recomiendo que las reservéis para personas de más méritos que los míos.»
[12] Después de esta humilde contestación empezó insensiblemente la alegría a brillar en mi rostro; mostré, en cuanto pude, un aire satisfecho, y con las mayores cortesías despedí a los magistrados.
En esto llegó corriendo un criado de Byrrhene:
«Vuestra madre Byrrhene, dijo, os ruega que no olvidéis la proximidad de la cena a que estáis invitado desde anoche.» Me estremecí a estas palabras, sintiendo por la casa de Byrrhene una repulsión rayana en el terror. «Decid a vuestra dueña, le respondí, que bien desearía obedecer sus órdenes si pudiese faltar a una palabra comprometida: pero mi huésped Milon me ha hecho prometer, en nombre de la propicia divinidad que hoy festejamos, que cenaré con él. No me deja un solo punto, ni que salga de su casa. Habrá que dejarlo, pues, para otro día.» Estaba hablando todavía cuando Milon me cogió por el brazo, y mandando traer por los criados los útiles necesarios, me acompañó a los baños más cercanos. Yo procuraba evitar las miradas de la gente, y temiendo renovar a los transeúntes la risa que anteriormente les había excitado, procuraba ocultarme arrimado a Milon. Ni me acuerdo (tan avergonzado estaba) de cómo me lavé, cómo me enjugué, ni cómo regresé a casa. Señalado por todos los dedos, por todas las miradas, mi estupor me sacaba de quicio.
[13] Despaché rápidamente la breve cena que me ofreció Milon, y, pretextando un fuerte dolor de cabeza, causado por mis abundantes lágrimas, logré fácilmente el permiso para retirarme a descansar. Ya en la cama, repasé tristemente todos los detalles de mi aventura, hasta que llegó Fotis, que acababa de acostar a la dueña. Estaba completamente cambiada; no tenía ya aquel semblante tan lleno de malicia, ni aquellas palabras tan festivas; tenía un aire turbado y arrugada la frente. Dudó mucho antes de hablar, y al fin dijo con timidez: «He de confesarte, con franqueza, que yo he sido la causa de todos los males que te han afligido.» Y sacando una correa que llevaba oculta en el seno, dijo alargándomela: «'Véngate de una pérfida mujer; y, si quieres, castígame con más rigor aún. No creas, sin embargo, que haya yo organizado premeditadamente aquella escena tan penosa para ti. Quieran los propicios dioses que jamás recibas el más leve arañazo por culpa mía, y si alguna desgracia amenaza caer sobre tu cabeza, ojalá pueda yo detenerla, aun a costa de mi vida! Pero lo que me habían obligado a preparar contra otro, ha hecho mi mala estrella que viniese a martirizarte a ti.»
[14] Estas palabras avivaron mi habitual curiosidad y ardía por saber la solución de este enigma. «¿Dónde está, le dije, esta infame y audaz correa con la que debo martirizarte? Quiero aniquilarla, cortarla en mil pedazos, antes que tocar este cuerpo más blando que la pluma y más blanco que la leche. Pero te suplico me digas cuál ha sido esta acción que te desconsuela y que la fatalidad ha vuelto contra mí. Porque (lo juro por tu linda cabecita) nadie en el mundo, ni aun tú misma, me dará a entender que seas capaz de haber imaginado algo que me causara pena. Ahora bien; cuando la intención no es mala, no pueden darle las volubilidades del azar un carácter de culpabilidad.» Y dicho esto, cubrí de besos sus ojos húmedos, que mantenía medio cerrados y sin brillo un apasionado deseo: yo los acariciaba con efusión, puede decirse que los devoraba amorosamente con mis labios.
[15] Púsose sosegada y suplicó con jovialidad: «Permíteme, por favor, que cierre cuidadosamente las puertas de la habitación. Si por imprudencia mía, trascendiera al exterior alguna de mis palabras, causarían profanación y escándalo.» Y esto diciendo, corrió los cerrojos, sujetó fuertemente la barra y volvió a mí. Entonces, echándome los brazos al cuello, con voz baja y débil, dijo: «Temo, temo horriblemente descubrirte los misterios de esta casa y los secretos íntimos de mi señora. Pero confío en tu honradez. Sin necesidad de invocar los sentimientos de honor que has recibido de tu familia y de tu educación, sabes seguramente, iniciado como estás en alguna corporación religiosa, lo que quiere decir guardar fielmente un secreto. Conserva en el fondo de tu corazón, como sagrado depósito, las confidencias que voy a hacerte y no las divulgues jamás. No quiero más que una recompensa a mis francas confidencias; que guardes una discreción a toda prueba, porque el violento amor que por ti siento, me fuerza a revelarte lo que no sabe nadie más que yo en el mundo. Sí, voy a contarte todo lo que pasa en esta casa; sabrás los maravillosos secretos de mi dueña, secretos a los que obedecen los difuntos, que turban los astros, obligan a los dioses y dominan los elementos. »Debes saber, ante todo, que jamás emplea con tanta pasión el poder de sus artificios que cuando su mirada reposa complaciente sobre un guapo mozo; cosa, por otra parte, que le ocurre muy a menudo.
[16] Ahora mismo está chiflada por un muchacho beocio de extraordinaria belleza y pone en juego, con increíble ardor, todos los artificios, todos los resortes de la magia. Ayer, al anochecer, oí, con mis propias orejas, cómo amenazaba al sol, diciendo: -Si no te dejas caer inmediatamente desde lo alto del firmamento, y no dejas paso a las tinieblas para dar lugar a mis hechizos, cubriré tu frente con espesas nubes y te condenaré a obscuridad perpetua. Para cautivar al muchacho, me obligló ayer a que buscara los cabellos que acababan de de cortarle en una barbería, donde le vio al volver del baño. Mientras a hurtadillas y con gran cuidado los iba yo recogiendo, me vio el barbero: y como el oficio de la magia está muy desacreditado y deshonrado en esta cuidad, me cogió y me apostrofó rudamente:–¿Cuándo dejaras de venir a robarnos el cabello de los muchachos más gallardos? Si no renuncias a tus criminales maniobras, te entregare incontinenti a los jueces. Luego, uniendo la acción a las palabras, hundió la mano en mi garganta y me quitó los cabellos con muy mal modo. Afectome gravemente este contratiempo, dado el humor de mi dueña, a quien un chasco de esta índole le disgusta infinitamente. Ya pensaba yo en huir de aquí pero al pensar en ti, cambié de idea.
[17] Iba para casa, miedosa de presentarme con las manos vacías, cuando vi a un hombre esquilando pellejos de machos cabríos. Vi que, una vez hinchados, los ataba fuertemente y los colgaba. Recogí entonces del suelo un puñado del pelo cortado, y como era rubio y parecido al del joven beocio, lo traje a mi dueña, ocultándole la verdad. Con tales ingredientes, al comenzar la noche, y antes que tú regresaras de la cena, mi Pánfila, ya fuera de sí, subió a una barraca, especie de atalaya a cuatro vientos, desde donde se descubre todo el horizonte, a fin de elegir la orientación más eficaz para las misteriosas operaciones de su arte. Comenzó instalando en este laboratorio infernal sus acostumbrados cachivaches. Esencias de toda clase, láminas de cobra con caracteres indescifrables, trozos de hierro, restos de buque, numerosos trozos de carne humana (de personas recién muertas), y otros de cadáveres ya carcomidos; aquí la nariz y los dedos; allá trozos colgados en clavos; más lejos, sangre de hombres desollados; cráneos medio roídos por las fieras, etc., etc.
[18] Pronunció en seguida las palabras mágicas, ante unas entrañas calientes aún, y luego se preparó para un sacrificio, derramando sucesivamente agua de la fuente, leche de vaca y miel de la montaña; también hizo libaciones de hidromiel. Después de lo cual, entrelazó fuertemente los presuntos cabellos, los anudó y los quemó en ascuas ardientes con gran cantidad de perfumes. »Inmediatamente, por la invencible, fuerza de su magia y el poder misterioso de los espíritus que había evocado, los pellejos, cuyo pelo ardía humeante en las ascuas, se animaron como seres humanos. Sienten, oyen, andan, y llegando al lugar hacia donde les atraía el olor de sus ardientes despojos, pusiéronse a bailar en la puerta para entrar, reemplazando así al beocio en cuestión. Entonces fue cuando tú, turbado por copiosas libaciones y perdido en la obscuridad de la noche, sacaste valientemente la espada, como el furioso Áyax, pero no para desahogar, como él, tu rabia en animales vivientes y aplastar rebaños enteros, sino para arrancarles el soplo (empresa mucho mas heroica) a tres odres de macho cabrío hinchados. ¡Te abrazo, pues, vencedor feliz, que aniquilas a tus enemigos sin mancharte con una sola gota de sangre! No es un homicida, sino un cabricida a quien abrazo!
[19] Lo mismo que Fotis, tomé también este asunto a broma. "¡Bravo!, dije; he aquí el primer triunfo de que podré vanagloriarme, y lo pondré en parangón con uno de los doce trabajos de Hércules: los tres pellejos que mandé al otro mundo irán de pareja con el triple Gerión, o con el Cerbero, de tres cabezas. Pero para que te perdone sinceramente y de buen grado este aturdimiento y equivocación tuya, que tantos disgustos me ha costado, concédeme un favor que te imploro ardientemente. Haz que pueda ver a Pánfila trabajando en alguna operación de su divina ciencia; cuando invoca a los demonios, por ejemplo, o cuando va a sufrir una metamorfosis. Porque ardo en deseos de ver con mis propios ojos los secretos de la magia. Por lo demás, me va pareciendo que tú no eres novicia ni torpe en este arte. Sí, estoy seguro de ello: tengo una prueba incontestable. Tiempo atrás desdeñaba yo las caricias de encopetadas damas; y tú, con tus picarescos ojos, tus labios amorosamente entreabiertos, y tu perfumada garganta, me tienes rendido como un esclavo, imponiéndome cadenas que adoro. He llegado a olvidar completamente mi familia, no me preocupo en regresar, y nada hallo tan delicioso en el mundo como pasar una noche contigo.
[20] —Mi adorado Lucio, respondió Fotis, mucho me placería concederte lo que deseas. Pero a causa de la malevolencia pública, mi ama efectúa siempre sus ocultas maniobras en la soledad más profunda, lejos de toda mirada humana. Pero estoy dispuesta a sacrificar mi seguridad personal a tus deseos, y espiaré la ocasión más favorable para satisfacer tu curiosidad. Pero, como te dije al principio, discreción y fidelidad: el negocio es de los más graves.» Mientras íbamos cuchicheando, un mutuo deseo inflamó súbitamente nuestras almas y nuestros sentidos. Y aprovechamos la ocasión para abandonarnos a nuestro delirio: y aun cuando estaba yo fatigado ya, Fotis generosamente, ofreciome los encantos de una chistosa variación. Luego, el sueño, que no tardó en cerrar nuestros ojos, fatigados de semejante velada, nos dejó tendidos uno junto al otro hasta la mañana siguiente.
[21] Después de algunas noches, poco numerosas, pasadas en el seno del placer, Fotis vino un día a mí, no pudiendo dominar la emoción que le alteraba. «Albricias, me dijo; mi dueña, a falta de otros procedimientos para comunicar buen éxito a sus amores, debe transformarse, la noche que viene, en pájaro, para volar así junto a su amante. Así, pues, prepárate; prudencia y verás esta notable operación.» A media noche me hizo subir de puntillas, y muy despacio, a la azotea, dejome junto a la puerta, y oíd lo que vi por las rendijas. Empezó Pánfila su operación desnudándose completamente, abrió luego un cofrecito, sacó varias cajas y destapó una, y tomando de ella un poco de pomada, frotóla entre las palmas de las manos y se untó todo el cuerpo, desde la punta del pie a la coronilla. Luego, estuvo largo rato, a la luz de la linterna, mascullando no sé que palabras en un libro ininteligible, y sacudió ligeramente todos sus miembros, que obedecieron a un imperceptible movimiento de ondulación. Inmediatamente se cubre de un suave plumón; luego, de largas plumas; su nariz se encorva y endurece: sus uñas se aprietan y retuercen; Pánfila está metamorfoseada en mochuelo. En tal figura, chilla en tono quejumbroso, y después de revolotear unos momentos al ras del suelo, para ensayarse, emprende el vuelo, se eleva y sale de la habitación como un rayo.
[22] Así, pues, por la fuerza de su arte, acababa de sufrir una metamorfosis voluntaria. Cuanto a mí, que ningún encanto me había subyugado nunca, me dejó tan estupefacto lo que acababa de presenciar, que llegue a creer que yo no era Lucio. Quedeme con la boca abierta; mi admiración tenía algo de demencia; soñaba despierto, y frotándome varias veces los ojos, me aseguré de que aquello era real y verdadero. Cuando recobré el uso de razón tome la mano de Fotis, y estrujándola contra mis ojos, le dije: «Aprovechemos esta ocasión tan propicia, y concédeme una prueba incontrovertible y preciosa de tu afecto: dame un poco de aquella, pomada; ¡te lo suplico por mi puro amor! Te lo suplico por tu divina garganta, mi dulce bien; este inapreciable beneficio te entrega prisionero para siempre al más fiel de tus esclavos. Que pronto, gracias a ti, pueda yo, Cupido alado, revolotear alrededor de mi Venus.» «¡Mira tú qué guapo!, respondió Fotis. ¿Quieres tu, querido doncel, que yo misma vaya a poner el cuello en la horca? ¡Buen procedimiento para tenerte a salvaguardia de las mujeres tesálicas! Una vez pájaro, échale un galgo. ¡Si te he visto no me acuerdo! He aquí lo que pasaría.
[23]—Guárdeme el cielo, repuse, de tan negra ingratitud: aunque yo pudiera, con el vuelo firme y atrevido del águila, recorrer toda la extensión de los cielos, encargado por el gran Júpiter de ser su fiel mensajero o repartir, gloriosamente, los truenos, mis nobles excursiones aéreas siempre darían fin viniendo a cobijarme en este delicioso nido. Sí; te lo juro por las trenzas de tu cabellera, encantadoras trenzas que encadenan mi existencia: nada amo tanto en el mundo como a mi Fotis. ¡Ah! ¡otra cosa! Cuando gracias a esta pomada habré tomado forma de pájaro, ¿cómo podré acercarme a ninguna habitación? ¿Vaya un galán para las damas, un mochuelo! ¡Hermoso para seducirlas! Triste pájaro de las tinieblas, si entra en alguna casa, el primero que lo pilla lo clava en cruz a la puerta, y con este cruel suplicio le vemos expiar las catástrores que presagia su presencia. Se me olvida preguntarte una cosa: ¿Qué hay que hacer para desprenderse del plumaje, y ser otra vez Lucio?—No te apures por eso, que mi ama me ha confiado todas las recetas que transforman, pasando de nuevo a la forma humana. Y no creaa que me haya enseñado esto por pura complacencia conmigo, no: es para, que, a su regreso, le pueda prestar saludable asistencia. Por lo demás, mira cuán modestas y corrientes son las plantas que obran tan admirable prodigio: sencillamente un poco de aneto que se mezcla con unas hojas de laurel y se echa en agua clara. Así le preparo un baño y una bebida.»
[24] Y diciendo esto entró, no sin visible sobresalto, en la habitación, y sacó del cofrecito una caja, de que me apoderé con avidez y que cubrí de besos, dirigiéndole las más fervientes oraciones para que me procurase esta benéfica gracia de volar por los aires. Me desnudo rápidamente, hundo ávidamente las manos en la caja, y tomando la mayor cantidad de pomada que pude, fróteme todo el cuerpo. Balanceo en seguida mis dos brazos alternativamente e intento imitar los movimientos del pájaro. Plumazón, ni sombra: plumas, ni una. Pero los pelos de mi cuerpo se endurecieron como cerdas; mi piel convirtióse en el más recio cuero; en cada pie y en cada mano, cuyos dedos desaparecieron, formose un casco y al final del espinazo me apareció una larga cola; mi rostro se deforma: se dilata la boca, se ensancha la nariz, los labios se ponen colgantes y las orejas se yerguen y crecen de un modo fabuloso. Continuando tan triste metamorfosis, se alargan mis extremidades, quedando sin brazos con que abrazarme a Fotis.
[25] Pronto comprendí claramente mi estado: no era yo un pájaro; era un asno. Trastornado por la mala jugada de Fotis, pero privado de voz y de humanas actitudes, no pude hacer otra cosa que entreabrir la boca, mirar al soslayo a mi dulce amada y dirigirle una muda súplica. Ella, al verme en tal estado, se arrancaba el pelo a puñados, desesperadamente. «¡Desgraciada de mí, exclamaba, estoy perdida! Con la turbación y la prisa me he equivocado y el parecido de ambas cajas me engañó. Pero, felizmente, el remedio es muy sencillo: en cuanto mastiques unas hojas de rosa perderás la forma asnal y serás nuevamente mi adorado Lucio. ¡Ah, qué lastima que anoche no preparase yo alguna guirnalda para nuestra entrevista, según solía, hacer! Ni siquiera tendrías que esperar hasta, mañana. Pero en cuanto se inicie la próxima aurora, correré a salvarte.»
[26] Así se lamentaba. En cuanto a mí, a pesar de ser un bello y formal asno, conservé los sentimientos de hombre. Largo rato deliberé, muy gravemente, si era del caso hundir a coces y destrozar a mordiscos a esta malvada y abominable criatura. Pero una reflexión muy sensata me hizo abandonar este imprudente proyecto. Matando a Fotis desaparecía mi única esperanza de salvación. Así, pues, moviendo lentamente la cabeza y con las orejas caídas, devoré en secreto esta afrenta; obedecí a las deplorables circunstancias en que me hallaba, y me encaminé a la cuadra a tomar sitio junto a mi leal y honrado caballo blanco. También estaba allí instalado un asno de Milon, que era poco ha ¡Dios mío! mi huésped. Me figuraba yo que si, por un sentimiento secreto y natural, había algo sagrado en los animales privados de palabra, mi caballo, al reconocerme, sentiría por mí viva simpatía y me haría los honores de la cuadra ofreciéndome una parte de su pienso. Pero, ¡oh, Júpiter hospitalario!, ¡oh santas divinidades, que presidís la candidez! Mi noble corcel, después de conferenciar con el otro asno, se juntó a él para consumar mi desgracia: y temiendo, sin duda, que yo iba a disminuirles la ración, apenas me vieron acercarme al pesebre, bajaron las orejas y la emprendieron contra mí como dos fieras y me apartaron de la cebada que, la víspera, con mis propias manos, había servido a mi fiel caballo, modelo de gratitud.
[27] Así, maltratado y rechazado, me tendí en un rincón del establo.
Reflexionaba yo interiormente acerca de la insolencia de mis camaradas y meditaba para el día siguiente (al ser otra vez Lucio, por la piadosa virtud de un rosal) una venganza contra mi pérfido caballo, cuando veo en el pilar que sostenía el techo de la cuadra una hornacina. con la imagen de la diosa Epona, adornada profusamente con guirnaldas de rosas recién cogidas. Viendo este remedio salvador cobré ánimos, alargué cuanto pude mis patas delanteras, estiré con todas mis fuerzas el pescuezo, tendí los labios e hice desesperados esfuerzos para alcanzar las guirnaldas. Pero, ¡oh, deplorable fatalidad! Mientras así me esforzaba, mi criado, que se ocupaba ordinariamente en cuidarme el caballo, me vio y se levantó enfurecido. «¿Ahora se te ocurre comer rosas? Hace un momento querías quitar el pienso a mis bestias, y ahora la emprendes con las propias imágenes de los dioses. ¡Espera, infame sacrílego, te voy a descuartizar como mereces!» Y esto diciendo, buscaba el arma para destrozarme. Dio con un tronco de árbol, y agarrándolo empezó a curtir mi pellejo. Creo que lo estaría haciendo todavía, si no se oyera en aquel instante un gran ruido, un espantoso terremoto, que hacía temblar la puerta. Era una alarma que recorría el vecindario al grito de ¡ladrones! Mi hombre huyo aterrorizado.
[28] A los pocos momentos es asaltada la casa; una cuadrilla de ladrones invade todas las habitaciones, mientras otros, armados hasta los dientes, guardan las salidas. De todas partes acuden vecinos a socorrer a las víctimas: pero los bandidos se resisten a todo el mundo. Las numerosas espadas y las antorchas esparcen la más viva luz en medio de las tinieblas; el fulgor del acero y de las llamas semeja la salida del sol. En un almacén situado en el centro de la casa y protegido con triple cerradura, guardaba Milon cuautiosas riquezas. Derriban la puerta a hachazos, lo revuelven todo y todo lo roban, y apresuradamente se distribuyen el botín: cada cual su porción. Pero eran en mayor número los paquetes a transportar que los hombres para llevarlos. Obligados entonces por el exceso de botín a tomar una decisión extrema, me hicieron salir de la cuadra juntamente con el otro asno y mi caballo, y cargándonos cuanto pudieron abandonaron la casa, bien saqueada, y emprenden la retirada soltando palos a las pobres caballerías. Uno de los ladrones iba a la vanguardia explorando el camino. Los que nos conducían nos obligaron a palos a galopar largo y tendido hasta llegar a unos desfiladeros muy solitarios.
[29] El enorme peso que me agobiaba, la dificultad de trepar tan escarpadas montanas y la longitud del trayecto me tenían más muerto que vivo. Entonces fue cuando pensé, aunque tarde, en recurrir a las leyes protectoras de los ciudadanos y quise interponer el venerable nombre del emperador para librarme de tantas miserias, finalmente, ya de día, atravesamos una populosa ciudad donde se había congregado mucha gente para la feria. Quise, en medio de los grupos de aquellos griegos, invocar en mi lengua nativa el augusto nombre de César. Toda mi elocuencia se redujo a una O muy expresiva, sin poder pronunciar la palabrar César. Disgustados de mi desafinada voz empezaron los bandidos a zurrarme el pellejo, hasta que le dejaron inútil para una criba. Pero por ultimo el gran Júpiter me ofreció un inesperado medio de salvación. Al pasar a lo largo de unas lujosas casas, advertí un hermoso jardín en el cual, entre variadas y hermosas flores, se destacaban con su brillo virginal abundantes rosas salpicadas con las líquidas perlas de la aurora. Alentado por la esperanza del éxito corro gozosamente hacia ellas; sentía ya su frescura en la boca y mis labios iban a alcanzarlas, cuando una prudeute reflexión turbó mi espíritu. Abandonar mi forma asnal para renacer Lucio en medio de mis bandidos, era evidentemente buscar la muerte puesto que me creerían brujo y un espía que, podría denunciarles. Haciendo, pues, virtud de la necesidad, me abstuve, de tocar las rosas; pacientemente me conformé con mi desventura, y el pobre asno continuó comiendo cebada.