Metafísica
de Aristóteles
Libro XIV [Ν · 1087a-1093b]

Sumario del Libro XIV

Parte I - Parte II - Parte III - Parte IV - Parte V - Parte VI

Parte I

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Por lo que toca a esta sustancia, atengámonos a lo que precede. Los filósofos de que se trata hacen derivar de los contrarios lo mismo las sustancias inmobles que los seres físicos. Pero si no es posible que haya nada anterior al principio de todas las cosas, el principio, cuya existencia constituye otra cosa, no puede ser un verdadero principio. Sería como decir que lo blanco es un principio, no en tanto que otro, sino en tanto que blanco, reconociendo que lo blanco se da siempre unido a un sujeto, y que está constituido por otra cosa que él mismo; esta cosa tendría ciertamente la anterioridad. Todo proviene de los contrarios, convengo en ello, pero de los contrarios inherentes a un sujeto. Luego necesariamente los contrarios son ante todo atributos; luego siempre son inherentes a un sujeto, y ninguno de ellos tiene una existencia independiente, pues que no hay nada que sea contrario a la sustancia, como es evidente y atestigua la noción misma de la sustancia. Ningún contrario es, pues, el principio primero de todas las cosas; luego es preciso otro principio.

Algunos filósofos hacen de uno de los dos contrarios la materia de los seres. Unos oponen a la unidad, a la igualdad, la desigualdad, que constituye, según ellos, la naturaleza de la multitud; otros oponen la multitud misma a la unidad. Los números se derivan de la díada, de lo desigual, es decir, de lo grande y de lo pequeño, en la doctrina de los primeros; y en la de los otros, de la multitud; pero en ambos casos bajo la ley de unidad como esencia. Y en efecto, los que admiten como elementos lo uno y lo desigual, y lo desigual como díada de lo grande y de lo pequeño, admiten la identidad de lo desigual con lo grande y lo pequeño, sin afirmar en la definición que es una identidad lógica y no una identidad numérica. Y así no es posible entenderse sobre los principios a que se da el nombre de elementos. Los unos admiten lo grande y lo pequeño con la unidad; admiten tres elementos de los números; los dos primeros constituyen la materia; la forma es la unidad. Otros admiten lo poco y lo mucho; elementos que se aproximan más a la naturaleza de la magnitud, porque no son más que lo grande y lo pequeño. Otros admiten elementos más generales: el exceso y el defecto.

Todas las opiniones de que se trata conducen, por decirlo así, a las mismas consecuencias. No difieren, bajo esta relación, más que en un punto: algunos evitan las dificultades lógicas, porque dan demostraciones lógicas. Observemos, sin embargo, que la doctrina que asienta como principios el exceso y el defecto, y no lo grande y lo pequeño, es en el fondo la misma que la que concede el número, compuesto de elementos, la anterioridad sobre la díada. Pero los filósofos que nos ocupan adoptan aquélla y rechazan ésta.

Hay algunos que oponen a la unidad lo diferente y lo otro; algunos oponen la multitud a la unidad. Si los seres son, como ellos pretenden, compuestos de contrarios, o la unidad no tiene contrario, o si lo tiene, este contrario es la multitud. En cuanto a lo desigual, es el contrario de lo igual, lo diferente lo es de lo idéntico, lo otro lo es de lo mismo. Sin embargo, aunque los que oponen la unidad a la multitud tengan razón hasta cierto punto, no están en lo verdadero. Según su hipótesis, la unidad sería lo poco, porque lo opuesto del pequeño número es la multitud, de lo poco es lo mucho. Pero el carácter de la unidad es ser la medida de las cosas, y la medida, en todos los casos, es un objeto determinado que se aplica a otro objeto; para la música, por ejemplo, es un semitono; para la magnitud, el dedo o el pie, u otra unidad análoga; para el ritmo, la base o la sílaba. Lo mismo pasa con la pesantez: la medida es un peso determinado. Y finalmente, lo propio sucede con todos los objetos, siendo una cualidad particular la medida de las cualidades, y la de las cantidades una cantidad determinada. La medida es indivisible, indivisible en ciertos casos bajo la relación de la forma; en otros indivisible para los sentidos; lo que prueba que la unidad no es por sí misma una esencia. Se puede uno convencer de ello examinándolo. En efecto, el carácter de la unidad es el ser la medida de una multitud; el del número el ser una multitud y una multitud de medidas. Así que, con razón, la unidad no se considera como un número; porque la medida no se compone de medidas, sino que es ella el principio, la medida, la unidad. La medida siempre debe ser una misma cosa, común a los seres medidos. Si la medida, por ejemplo, es el caballo, los seres medidos son caballos; son hombres si la medida es un hombre. Si se trata de un hombre, un caballo, un dios, será probablemente la medida del animal, y el número formado por estos tres será un número de animales. Si se trata, por lo contrario, de un hombre blanco, que anda, entonces no puede haber número, porque en este caso todo reside en el mismo ser, en un ser numéricamente uno. Puede haber, sin embargo, el número de los géneros o de las otras clases de seres a que pertenecen estos objetos.

La opinión de los que reconocen lo desigual como unidad, y que admiten la díada indefinida de lo grande y de lo pequeño, se separa mucho de las ideas recibidas y hasta de lo posible. Aquellas son, en efecto, modificaciones, accidentes, más bien que sujetos de los números y de las magnitudes. Al número pertenecen lo mucho y lo poco; a la magnitud lo grande y lo pequeño; lo mismo que lo par y lo impar, lo liso y lo áspero, lo recto y lo curvo. Añádase a este error que lo grande y lo pequeño son necesariamente una relación, así como todas las cosas de este género. Pero de todas las categorías, la relación es la que tiene una naturaleza menos determinada, la que es menos sustancia, y es al mismo tiempo posterior a la cualidad y a la cantidad. La relación es, como dijimos, un modo de la cantidad y no una materia u otra cosa. En el género y sus partes y en las especies reside la relación. No hay, en efecto, grande ni pequeño, mucho y poco; en una palabra, no hay relación que sea esencialmente mucho y poco; grande y pequeño; relación en fin. Una prueba basta para demostrar que la relación no es en manera alguna una sustancia y un ser determinado, y es porque no está sujeta ni al devenir, ni a la destrucción, ni al movimiento. En la cantidad hay el aumento y la disminución; en la cualidad, la alteración; el movimiento, en el lugar; en la sustancia, el devenir y la destrucción propiamente dicha; nada semejante hay en la relación. Sin que ella se mueva, puede ser una relación, ya más grande, ya más pequeña; puede ser una relación de igualdad; basta el movimiento de uno de los dos términos en el sentido de la cantidad. Y luego la materia de cada ser es necesariamente este ser en potencia, y por consiguiente una sustancia en potencia. Pero la relación no es una sustancia, ni en potencia, ni en acto.

Es, pues, absurdo o, por mejor decir, es imposible admitir como elemento de la sustancia, y como anterior a la sustancia, lo que no es una sustancia. Todas las categorías son posteriores; y por otra parte, los elementos no son atributos de los seres de que ellos son elementos; y lo mucho y lo poco, ya separados, ya reunidos, son atributos del número; lo largo y lo corto lo son de la línea; y la superficie tiene por atributos lo ancho y lo estrecho. Y si hay una multitud, cuyo carácter sea siempre lo poco (como díada, porque si la díada fuese lo mucho, la unidad sería lo poco), o si hay un mucho absoluto, si la década, por ejemplo, es lo mucho (o si no se quiere tomar la década por lo mucho) un número más grande que el mayor, ¿cómo pueden derivarse semejantes números de lo poco o de lo mucho? Deberían estar señalados con estos dos caracteres o no tener ni el uno ni el otro. Pero en el caso de que se trata, el número sólo está señalado como uno de los dos caracteres.


Parte II

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Debemos examinar de paso esta cuestión: ¿es posible que los seres eternos estén formados de elementos? En este caso tendrían una materia, porque todo lo que proviene de elementos es compuesto. Pero un ser, ya exista de toda eternidad, o ya haya sido producido, proviene de aquel que lo constituye; por otra parte, todo lo que deviene o se hace sale de lo que es en potencia el ser que deviene, porque no saldría de lo que no tuviese el poder de producir, y su existencia, en esta hipótesis, sería imposible; en fin, lo posible es igualmente susceptible de pasar al acto y de no pasar. Luego el número o cualquier otro objeto que tenga una materia, aun cuando existiese esencialmente de todo tiempo, sería susceptible de no ser, como ser el que no tiene más que un día. El ser que tiene un número cualquiera de años está en el mismo caso que el que no tiene más que un día y, por tanto, como aquel cuyo término no tiene límites. Estos seres no serían eternos, puesto que lo que no es susceptible de no ser no es eterno, y hemos tenido ocasión de probarlo en otro tratado. Y si lo que vamos a decir es una verdad universal, a saber: que ninguna sustancia es eterna, si no existe en acto y si, de otro lado, los elementos son la materia de la sustancia, ninguna sustancia eterna puede tener elementos constitutivos.

Hay algunos que admiten por elemento, además de la unidad, una aliada indefinida, y que rechazan la desigualdad, y no sin razón, a causa de las consecuencias imposibles que se derivan de este principio. Pero estos filósofos sólo consiguen hacer desaparecer las dificultades que necesariamente lleva consigo la doctrina de los que constituyen un elemento con la desigualdad y la relación. En cuanto a los embarazos, que son independientes de esta opinión, tienen que reconocerlos de toda necesidad, si componen de elementos, ya el número ideal, ya el matemático.

Estas opiniones erróneas proceden de muchas causas, siendo la principal el haber planteado la cuestión al modo de los antiguos. Se creyó que todos los seres se reducirían a uno solo ser, al ser en sí, si no se resolvía una dificultad, si no se salía al encuentro de la argumentación de Parménides: «es imposible, decía éste, que no hay en ninguna parte no-seres». Se creía, por lo mismo que era preciso probar la existencia del no-ser; y en tal caso los seres provendrían del ser y de alguna otra cosa, y de esta manera la pluralidad quedaría explicada.

Pero observemos, por lo pronto, que el ser se toma en muchas acepciones. Hay el ser que significa sustancia; después el ser según la cualidad, según la cantidad; en fin, según cada una de las demás categorías. ¿Qué clase de unidad serán todos los seres, si el no-ser existe? ¿Serán las sustancias o las modificaciones, etc.? ¿O serán a la vez todas estas cosas, y habrá identidad entre el ser determinado, la cualidad, la cantidad, en una palabra, entre todo lo que es uno? Pero es absurdo, digo más, es imposible que una naturaleza única haya sido la causa de todos los seres, y que este ser, que el mismo ser constituya a la vez por un lado la esencia, por otro la cualidad, por otro la cantidad, y por otro finalmente el lugar. ¿Y de qué no-ser y de qué ser provendrían los seres? Porque si se toma el ser en varios sentidos, el no-ser tiene varias acepciones; no-hombre significa la no existencia de un ser determinado, no-ser derecho la no existencia de una cualidad; no tener tres codos de altura la no existencia de una cuantidad. ¿De qué ser y de qué no-ser proviene, por tanto, la multiplicidad de los seres?

Se llega a pretender que lo falso es la naturaleza, este no-ser que con el ser produce la multiplicidad de los seres. Esta opinión es la que ha obligado a decir que es preciso admitir desde luego una falsa hipótesis, como los geómetras, que suponen que lo que no es un pie es un pie. Pero es imposible aceptar semejante principio. En primer lugar, los geómetras no admiten hipótesis falsas, porque no es de la línea realizada de la que se trata en el razonamiento. Además, no es de esta especie de no-ser de donde provienen los seres, ni en él se resuelven, sino que el no-ser, desde el punto de vista de la pérdida de la existencia, se toma en tantas acepciones como categorías hay; viene después el no-ser que significa lo falso, y luego el no-ser que es el ser en potencia; de este último es del que provienen los seres. No es del no-hombre, y sí de un hombre en potencia de donde proviene el hombre; lo blanco proviene de lo que no es blanco, pero que es blanco en potencia. Y así se verifica, ya no haya más que un solo ser que devenga, ya haya muchos.

En el examen de esta cuestión, ¿cómo el ser es muchos?, no se han ocupado, al parecer, más que del ser entendido como esencia; lo que se hace devenir o llegar a ser son números, longitudes y cuerpos. Al tratar esta cuestión: ¿cómo el ser es muchos seres? Es, pues, un absurdo fijarse únicamente en el ser determinado, y no indagar los principios de la cualidad y cantidad de los seres. No son, en efecto, ni la díada indefinida, ni lo grande, ni lo pequeño, causa de que dos objetos sean blancos, o que haya pluralidad de colores, sabores, figuras. Se dice que éstos son números y mónadas. Pero si se hubiera abordado esta cuestión, se habría descubierto la causa de la pluralidad de que yo hablo: esta causa es la identidad analógica de los principios. Resultado de la omisión que yo señalo, la indagación de un principio opuesto al ser y a la unidad, que constituyese con ellos todos los seres, hizo que se encontrara este principio en la relación, en la desigualdad, los cuales no son ni lo contrario, ni la negación del ser y de la unidad, y pertenecen, como la esencia y la cualidad, a una sola y única naturaleza entre los seres.

Era preciso también preguntarse asimismo: ¿cómo hay pluralidad de relaciones? Se indaga, en verdad, cómo es que hay muchas mónadas fuera de la unidad primitiva; pero cómo hay muchas cosas desiguales fuera de la desigualdad es lo que no se ha tratado de averiguar. Y, sin embargo, se reconoce esta pluralidad; se admite lo grande y lo pequeño, lo mucho y lo poco, de donde se derivan los números; lo largo y lo corto, de donde se deriva la longitud; lo ancho y lo estrecho, de donde se derivan las superficies; lo profundo y su contrario, de donde se derivan los volúmenes; por último, se enumeran muchas especies de relaciones. ¿Cuál es, pues la causa de la pluralidad? Es preciso asentar el principio del ser en potencia, del cual se derivan todos los seres. Nuestro adversario se ha hecho esta pregunta: ¿qué son en potencia el ser y la esencia? Pero no el ser en sí, porque sólo hablaba de un ser relativo, como si dijera la cualidad, la cual no es ni la unidad, ni el ser en potencia, ni la negación de la unidad o del ser, sino uno de los seres. Principio en el que se hubiera fijado más si, como dijimos, hubiera promovido la cuestión: ¿cómo hay pluralidad de seres? Si la hubiera promovido, no respecto de una sola clase de seres, no preguntándose: ¿cómo hay muchas esencias o cualidades?, sino preguntándose: ¿cómo hay pluralidad de seres? Entre los seres, en efecto, hay unos que son esencias, otros modificaciones, otros relaciones.

Respecto de ciertas categorías, hay una consideración que explica su pluralidad; hablo de las que son inseparables del sujeto: porque el sujeto deviene porque se hace muchos; por esto tiene muchas cualidades y cantidades; es preciso que, bajo cada género, haya siempre una materia, materia que es imposible, sin embargo, separar de las esencias. En cuanto a las esencias, es preciso, al contrario, una solución especial a esta cuestión: ¿cómo hay pluralidad de esencias?, a menos que no haya algo que constituya la esencia y toda naturaleza análoga a la esencia. O, más bien, he aquí bajo qué forma se presenta la dificultad: ¿cómo hay muchas sustancias en acto y no una sola? Pero si esencia y cantidad no son una misma cosa, no se nos explica, en el sistema de los números, cómo y por qué hay pluralidad de seres, sino cómo y por qué hay muchas cantidades. Todo número designa una cantidad; y la mónada no es más que una medida, porque es indivisible en el sentido de la cantidad. Si cantidad y esencia son dos cosas diferentes, no se explica cuál es el principio de la esencia, ni cómo hay pluralidad de esencia. Pero si de admite su identidad, resulta una multitud de contradicciones.

Podría suscitarse otra dificultad con motivo de los números, y examinar dónde están las pruebas de su existencia. Para quien afirma en principio la existencia de las ideas, ciertos números son la causa de los seres, puesto que cada uno de los números es una idea, y que la idea es, de una manera o de otra, la causa de la existencia de los demás objetos. Quiero concederles este principio. Pero al que no es de su dictamen, al que no reconoce la existencia de los números ideales, en razón de las dificultades que a sus ojos son consecuencia de las teorías de las ideas, y que reduce los números al número matemático, ¿qué pruebas se le darán de que tales son los caracteres del número, y que éste entra por algo en los demás seres? Y estos mismos que admiten la existencia del número ideal no prueban que sea la causa de ningún ser: sólo reconocen una naturaleza particular que existe por sí; en fin, es evidente que este número no es una causa, porque todos los teoremas de la aritmética se explican muy bien, según hemos dicho, con números sensibles.


Parte III

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Los que admiten la existencia de las ideas, y dicen que las ideas son números, se esfuerzan en explicar cómo y por qué, dado su sistema, puede haber unidad en la pluralidad; pero como sus conclusiones no son necesarias ni tampoco admisibles, no puede justificarse la existencia del número. En cuanto a los pitagóricos, viendo que muchas de las propiedades de los números se encontraban en los cuerpos sensibles, han dicho que los seres eran números: estos números, según ellos, no existen separados; sólo los seres vienen de los números. ¿Qué razones alegan? Que en la música, en el cielo y en otras muchas cosas se encuentran las propiedades de los números. El sistema de los que sólo admiten el número matemático no conduce a las mismas consecuencias que el precedente; pero hemos dicho que, según ellos, no habría ciencia posible. En cuanto a nosotros, deberemos atenernos a lo que hemos dicho anteriormente: es evidente que los seres matemáticos no existen separados de los objetos sensibles, porque si estuviesen separados de ellos, sus propiedades no se encontrarían en los cuerpos. Desde este punto de vista, los pitagóricos son ciertamente intachables; pero cuando dicen que los objetos naturales vienen de los números, que lo pesado o ligero procede de lo que no tiene peso ni ligereza, al parecer hablan de otro cielo y de otros cuerpos distintos de los sensibles. Los que admiten la separación del número, porque las definiciones sólo se aplican al número y en modo alguno a los objetos sensibles, tienen razón en este sentido. Seducidos por este punto de vista, dicen que los números existen, y que están separados; y lo mismo de las magnitudes matemáticas. Pero es evidente que, bajo otro aspecto, se llegaría a una conclusión opuesta; y los que aceptan esta otra conclusión resuelven por este medio la dificultad que acabamos de presentar. ¿Por qué las propiedades de los números se encuentran en los objetos sensibles si los números mismos no se encuentran en estos objetos?

Algunos, en vista de que el punto es el término, la extremidad de la línea, la línea de la superficie, la superficie del sólido, concluyen que éstas son naturalezas que existen por sí mismas. Pero es preciso parar la atención, no sea que este razonamiento sea débil. Las extremidades no son sustancias. Más exacto es decir que toda extremidad es el término, porque la marcha y el movimiento en general tienen igualmente un término. Este sería un ser determinado, una sustancia; y esto es absurdo. Pero admitamos que los puntos y líneas son sustancias. No se dan nunca sino en objetos sensibles, como hemos probado por el razonamiento. ¿Por qué, pues, hacer de ellos seres separados?

Además, al no admitir ligeramente este sistema, deberá observarse, con relación al número y a los seres matemáticos, que los que siguen nada toman de los que preceden. Porque admitiendo que el número no exista separado, las magnitudes no por eso dejan de existir para los que sólo admiten los seres matemáticos. Y si las magnitudes no existen como separadas, el alma y los cuerpos sensibles no dejarían por eso de existir. Pero la naturaleza no es, al parecer, un montón de episodios sin enlace, al modo de una mala tragedia. Esto es lo que no se ven los que admiten la existencia de las ideas: hacen magnitudes con la materia y el número, componen longitudes con la díada, superficies con la tríada, sólidos con el número cuatro o cualquier otro, poco importa. Pero si estos seres son realmente ideas, ¿cuál es su lugar y qué utilidad prestan a los seres sensibles? No son de ninguna utilidad, como tampoco los números puramente matemáticos.

Por otra parte, los seres que nosotros observamos no se parecen en nada a los seres matemáticos, a no ser que se quiera conceder a estos últimos el movimiento y formar hipótesis particulares. Pero aceptando toda clase de hipótesis, no es difícil construir un sistema y responder a las objeciones. Por este lado es por donde pecan los que identifican las ideas y los seres matemáticos.

Los primeros que admitieron dos especies de números, el ideal y el matemático, no han dicho ni podrían cómo existe el número matemático y de dónde proviene. Forman con él un intermedio entre el número ideal y el sensible. Pero si le componen de lo grande y de lo pequeño, en nada diferirá del número ideal. ¿Se dirá que se compone de otro grande y otro pequeño porque produce las magnitudes? En este caso se admitirían, por una parte, muchos elementos, y por otra, si el principio de los dos números es la unidad, la unidad será una cosa común a ambos. Sería preciso indagar cómo la unidad puede producir la pluralidad, y cómo al mismo tiempo, según este sistema, no es posible que el número provenga de otra cosa que de la unidad y de la díada indeterminada. Todas estas hipótesis son irracionales; ellas se destrozan entre sí y están en contradicción con el buen sentido. Mucho se parecen al largo discurso de que habla Simónides, porque un largo discurso se parece al de los esclavos cuando hablan sin reflexión. Los elementos mismos, lo grande y lo pequeño, parecen sublevarse contra un sistema que los violenta, porque no pueden producir otro número que el dos. Además, es un absurdo que seres eternos hayan tenido un principio, o más bien es imposible. Pero respecto a los pitagóricos, ¿admiten o no la producción del número? Esta no es cuestión. Dicen evidentemente que la unidad preexistía, ya procediese de las superficies, del color, de una semilla, o de alguno de los elementos que ellos reconocen; que esta unidad fue en el momento arrastrada hacia el infinito, y que entonces el infinito fue circunscrito por un límite. Pero como quieren explicar el mundo y la naturaleza, han debido tratar principalmente de la naturaleza, y separarse de este modo del orden de nuestras indagaciones, pues lo que buscamos son los principios de los seres inmutables. Veamos, pues, cómo se producen, según ellos, los números, que son los principios de las cosas.


Parte IV

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Ellos dicen que no hay producción de lo impar, porque, añaden, evidentemente es lo par lo que se produce. Algunos pretenden que el primer número par viene de lo grande y pequeño, desiguales al pronto y reducidos después de la igualdad. Es preciso admitan que la desigualdad existía antes que la igualdad. Pero si la igualdad es eterna, la desigualdad no podría ser anterior, porque nada hay antes de lo que existe de toda eternidad. Es claro, pues, que su sistema, con relación a la producción del número es defectuoso.

Pero he aquí una nueva dificultad que, si se mira bien, acusa a los partidarios de este sistema. ¿Qué papel desempeñan, en relación al bien y a lo bello, los principios y elementos? La duda consiste en lo siguiente: ¿hay algún principio que sea lo que nosotros llamamos el bien en sí, o no, y el bien y lo excelente son posteriores bajo la relación de la producción? Algunos teólogos de nuestro tiempo adoptan, al parecer, esta última solución; no adoptan el bien como principio, sino que dicen que el bien y lo bello aparecieron después que los seres del Universo alcanzaron la existencia. Adoptaron esta opinión para evitar una dificultad real que lleva consigo la doctrina de los que pretenden, como han hecho algunos filósofos, que las unidades son principio. La dificultad nace, no de que se diga que el bien se encuentra unido al principio, sino de que se admite la unidad como principio en tanto que elemento, y se hace proceder al número de la unidad. Los antiguos poetas, parece participaron de esta opinión. En efecto, lo que reina y manda, según ellos, no son los primeros seres, no es la Noche, el Cielo, el Caos, ni el Océano, sino Júpiter. Pero a veces mudan los jefes del mundo, y dicen que la Noche, el Océano, son el principio de las cosas. Aun aquellos que han mezclado la filosofía con la poesía, y que no encubren siempre su pensamiento bajo el velo de la fábula, por ejemplo Ferecides, los Magos y otros, dicen que el bien supremo es el principio productor de todos los seres. Los sabios que vinieron después, como Empédocles y Anaxágoras, pretendieron, el uno que es la amistad el principio de los seres, y el otro que es la inteligencia.

Entre los que admiten que los principios de los seres son sustancias inmóviles, hay algunos que sentaron que la unidad en sí es el bien en sí; pero creían, sin embargo, que su esencia era sobre todo la unidad en sí. La dificultad es la siguiente: el principio, ¿es la unidad o es el bien? Ahora bien, extraño sería si hay un ser primero, eterno, si ante todo se basta a sí mismo, que no sea el bien el que constituye este privilegio e independencia. Porque este no es imperecedero y no se basta a sí mismo sino porque posee el bien.

Decir que éste es el carácter del principio de los seres es afirmar la verdad, es hablar conforme a la razón. Pero decir que este principio es la unidad o, si no la unidad, por lo menos un elemento, el de los números, esto es inadmisible. De esta suposición resultarían muchas dificultades, y por huir de ellas es por lo que algunos han dicho que la unidad era realmente un primer principio, un elemento, pero que era el del número matemático. Porque cada mónada es una especie de bien, y así se tiene una multitud de bienes. Además, si las ideas son números, cada idea es un bien particular. Por otra parte, poco importa cuáles sean los seres de que se diga que hay ideas. Si sólo hay ideas de lo que es bien, las sustancias no serán ideas; si hay ideas de todas las sustancias, todos los animales, todas las plantas, todo lo que participe de las ideas será bueno. Pero ésta es una consecuencia absurda; y, por otra parte, el elemento contrario, ya sea la pluralidad o desigualdad, o lo grande y pequeño, sería el mal en sí. Así un filósofo ha rehusado reunir en un solo principio la unidad y el bien, porque sería preciso decir que el principio opuesto, la pluralidad, era el mal, puesto que la producción viene de los contrarios.

Hay otros, sin embargo, que pretenden que la desigualdad es el mal. De donde resulta que todos los seres participan del mal, excepto la unidad en sí, y además que el número participa menos de él que las magnitudes; que el mal forma parte del dominio del bien; que el bien participa del principio destructor, y que aspira a su propia destrucción, porque lo contrario es la destrucción de lo contrario. Y si, como hemos reconocido, la materia de cada ser es este ser en potencia, como el fuego en potencia es la materia del fuego en acto, entonces el mal será el bien en potencia.

Todas estas consecuencias resultan de admitir que todo principio es un elemento, o que los contrarios son principios, que la unidad es principio o, por último, los números son las primeras sustancias, que existen separados y son ideas.

Parte V

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Es imposible colocar a la vez el bien entre los principios, y no colocarlo. Entonces es evidente que los principios, las primeras sustancias, no han sido bien determinados. Tampoco están en lo verdadero aquellos que asimilan los principios del conjunto de las cosas a los de los animales y plantas, y dicen que lo más perfecto viene siempre de lo indeterminado, imperfecto. Tal es también, dicen, la naturaleza de los primeros principios; de suerte que la unidad en sí no es un ser determinado. Pero observemos que los principios que producen los animales y las plantas son perfectos: el hombre produce al hombre. ¿No es la semilla el primer principio?.

Es absurdo decir que los seres matemáticos ocupan el mismo lugar que los sólidos. Cada uno de los seres individuales tiene su lugar particular, y por esta razón se dice que existen separados respecto al lugar; pero los seres matemáticos no ocupan lugar; y es absurdo pretender que lo ocupan sin precisarlo. Los que sostienen que los seres vienen de elementos y que los primeros seres son números, han debido determinar cómo un ser viene de otro, y decir de qué manera el número viene de los principios.

El número, ¿procederá de la composición como la sílaba? Pero entonces los elementos ocuparían diversas posiciones, y el que pensase el número pensaría separadamente la unidad y la pluralidad. El número, en este caso, será la mónada y la pluralidad, o bien lo uno y lo desigual.

Además, como proceder de un ser significa componerse de este ser tomado como parte integrante, y significa también otra cosa, ¿en qué sentido debe decirse que el número viene de los principios? Sólo los seres sujetos a producción y no el número pueden venir de principios considerados como elementos constitutivos. ¿Procede como de una semilla? Es imposible que salga nada de lo indivisible. ¿El número precederá entonces de los principios como de contrarios que no persisten en tanto que sujeto? Pero todo lo que se produce así viene de otra cosa que persiste como sujeto. Puesto que unos oponen la unidad a la pluralidad como contrario, y otros la oponen a la desigualdad, tomando la unidad por la igualdad, el número procederá de los contrarios; pero entonces será preciso que haya algo que sea diferente de la unidad, que persista como sujeto, y de que proceda el número. Además, estando todo lo que viene de los contrarios y todo lo que tiene en sí contrario sujeto a la destrucción, aunque contuviese por entero todos los principios, ¿por qué es el número imperecedero? Esto es lo que no se explica. Y, sin embargo, lo contrario destruye su contrario, esté o no comprendido en el sujeto: la discordia es en verdad la destrucción de la mezcla. Pero no debería ser así, si lo contrario no destruyese su contrario, porque aquí no hay siquiera contrariedad.

Pero nada de esto se ha determinado. No se ha precisado de qué manera los números son causas de las sustancias y de la existencia: es decir, si es a título de límites, como los puntos son causas de las magnitudes; y sí, conforme al orden inventado por Eurito, cada número es la causa de alguna cosa, éste, por ejemplo, del hombre, aquél del caballo, porque se puede, siguiendo el mismo procedimiento que los que reducen los números a figuras, al triángulo, al cuadrilátero, representar las formas de las plantas por operaciones de cálculo; o bien, si el hombre y cada uno de los demás seres vienen de los números, como vienen la proporción y el acorde de música. Y respecto a las modificaciones, como lo blanco, lo dulce, lo caliente, ¿cómo son números? Evidentemente los números no son esencias ni causas de la figura. Porque la forma sustancial es la esencia; el número de carne, de hueso, he aquí lo que es: tres partes de fuego, dos de tierra. El número, cualquiera que sea, es siempre un número de ciertas cosas, de fuego, tierra, unidades; mientras la esencia es la relación mutua de cantidades que entran en la mezcla: pero esto no es un número, es la razón misma de la mezcla de los números corporales o cualesquiera otros. El número no es, pues, una causa eficiente; y ni el número en general ni el compuesto de unidades son la materia constituyente, o la esencia, o forma de las cosas; voy más lejos: no es siquiera la causa final.


Parte VI

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Una dificultad que podría todavía suscitarse es la de saber qué clase de bien resulta de los números, ya sea el número que preside a la mezcla par, ya impar. No se ve que el aloja valga más para la salud, por ser mezcla arreglada por la multiplicación de tres por tres. Será mejor, al contrario, si no se encuentra entre sus partes esta relación, si la cantidad de agua supera a las demás: suponed la relación numérica en cuestión, la mezcla ya no tiene lugar. Por otra parte, las relaciones que arreglan las mezclas consisten en adición de números diferentes, y no en multiplicación de unos números por otros: son tres que se añaden a dos, no son dos que se multiplican por tres. En las multiplicaciones, los objetos deben ser del mismo género: es preciso que la clase de seres que son producto de los factores uno, dos y tres, tenga uno por medida; que los mismos que provienen de los factores cuatro, cinco y seis, sean medidos por cuatro. Es preciso, pues, que todos los seres que entran en la multiplicación tengan una medida común. En la suposición de que nos ocupamos, el número del fuego podría ser el producto de los factores dos, cinco, tres y seis y el del agua el producto de tres multiplicado por dos.

Añádase a esto que si todo participa necesariamente del número, es necesario que muchos seres se hagan idénticos, y que el mismo número sirva a la vez a muchos seres. ¿Pueden los números ser causas? ¿Es número el que determina la existencia del objeto o más bien la causa está oculta a nuestros ojos? El Sol tiene cierto número de movimientos; la Luna igualmente; y como ellos la vida y desenvolvimiento de cada animal. ¿Qué impide que, entre estos números, haya cuadrados, cubos u otros iguales o dobles? No hay en ello obstáculo alguno. Es preciso entonces que todos los seres estén, de toda necesidad, señalados con algunos de estos caracteres, si todo participa del número; y seres diferentes serán susceptibles de caer bajo el mismo número. Y si el mismo se encuentra, pues, común a muchos seres, estos que tienen la misma especie de número serán idénticos unos a otros; habrá identidad entre Sol y Luna.

Pero ¿por qué los números son causas? Hay siete vocales, siete cuerdas tiene la lira, siete acordes; las Pléyades son siete; en los siete primeros años pierden los animales, salvo excepciones, los primeros dientes; los jefes que mandaban delante de Tebas eran siete. ¿Es porque el número siete es siete el haber sido siete los jefes, y que la Pléyade se compone de siete estrellas, o sería, respecto a los jefes, a causa del número de las puertas de Tebas, por otra razón? Este es el número de estrellas que atribuimos la Pléyade; pero sólo contamos doce en la Osa, mientras que algunos distinguen más. Hay quien dice que xi, psi y dzeta son sonidos dobles, y por lo mismo que hay tres acordes, hay tres letras dobles; pero admitida esta hipótesis, habría gran cantidad de letras dobles. No se presta atención a esta consecuencia; no se quiere representar la unión de gamma con rho. Se dirá que, en el primer caso, la letra compuesta es el doble de cada uno de los elementos que la componen, lo cual no se demuestra. Nosotros responderemos que no hay más que tres disposiciones del órgano de voz propias para la emisión de la sigma después de la primera consonante de la sílaba. Ésta es la única razón de que no haya más que tres letras dobles, y no porque haya tres acordes, porque hay más de tres mientras que no puede haber más de tres letras dobles.

Los filósofos de que hablamos son, como los antiguos intérpretes de Homero, quienes notaban las pequeñas semejanzas y despreciaban las grandes. He aquí algunas de las observaciones de estos últimos:

Las cuerdas intermedias son la uno como la nueve, la otra como ocho; y así el verso heroico es de diecisiete, número que es la suma de los otros dos, apoyándose a la derecha sobre nueve y a la izquierda sobre ocho sílabas. La misma distancia hay entre el alpha y omega, que entre el agujero más grande de la flauta, el que da la nota más grave, y el pequeño, que da el más agudo; y el mismo número es el que constituye la armonía completa del cielo.

Es preciso no preocuparse con semejantes pequeñeces. Estas son relaciones que no deben buscarse ni encontrarse en los seres eternos, puesto que ni siquiera es preciso buscarlas en los seres perecederos.

En una palabra, vemos desvanecerse delante de nuestro examen los caracteres con que honraron a esas naturalezas, que entre los números pertenecen a la clase del bien, y a sus contrarios, a los seres matemáticos, en fin, los filósofos que los constituyen en causas del Universo: ningún ser matemático es causa en ninguno de los sentidos que hemos determinado al hablar de los principios. Sin embargo, ellos nos revelan el bien que reside en las cosas, y a la clase de lo bello pertenecen lo impar, lo recto, lo igual y ciertas potencias de los números. Hay paridad numérica entre las estaciones del año y tal número determinado, pero nada más. A esto es preciso reducir todas estas consecuencias que se quieren sacar de las observaciones matemáticas. Las relaciones en cuestión se parecen mucho a coincidencias fortuitas: éstas son accidentes; pero éstos pertenecen igualmente a dos géneros de seres: tienen una unidad, la analogía. Porque en cada categoría hay algo análogo: lo mismo que en la longitud la analogía es lo recto, lo es el nivel en lo ancho; en el número es probablemente el impar; en el color, lo blanco. Digamos también que los números ideales no pueden ser tampoco causa de los acordes de música: aunque iguales bajo la relación de especie, difieren entre sí, porque las mónadas difieren unas de otras. De aquí se sigue que no se pueden admitir las ideas.

Tales son las consecuencias de estas doctrinas. Podrían acumularse contra ellas más objeciones aún. Por lo demás, los despreciables embarazos en que pone el querer mostrar cómo los números producen, y la imposibilidad absoluta de responder a todas las objeciones, son una prueba convincente de que los seres matemáticos no existen, como algunos pretenden, separados de los objetos sensibles, y que estos seres no son principios de las cosas.