XXVI

Jurando in mente hacer todo lo que le mandaba la que tenía ya por autoridad suprema y tirana indiscutible, se fue Hillo al Estamento de Procuradores, donde le había citado Iglesias para presentarle a D. Agustín Argüelles. Habían concertado destruir, por mediación del que llamaban Divino, la mala impresión de Mendizábal con respecto a Don Pedro, haciéndole ver que ni era loco ni había sido difamador de Su Excelencia, pues si bien dijo en cierta desgraciada ocasión cuatro palabrejas inconvenientes, hízolo con el noble fin de condenarlas. Menos le importaba la cátedra, con importarle mucho, que la opinión que el señor Ministro formase de él; y hasta que no lograse rectificar aquel temerario juicio, no tenía tranquilidad. Mas desde el momento en que aceptaba el cargo que la divinidad incógnita le había conferido, ya la suspirada cátedra y los Ministros que la concedían, y todo el Gobierno, y lo que Mendizábal pensara de clérigos locos o calumniadores, le importaba un bledo. Iba, pues, con ánimo de decir a Iglesias: «Amigo mío, no haga usted nada, ni se tome el trabajo de presentarme a estos señores, pues renuncio a la mano de doña Leonor, y es muy probable que me vaya a mi pueblo, a cavar».

En los pasillos del Estamento había tanta gente, que le fue muy difícil cazar a Nicomedes. La sesión era interesantísima: se discutía el voto de confianza. Anduvo de aquí para allá, saludando a los que encontró conocidos, y uno de estos le dijo que Iglesias estaba en la tribuna oyendo hablar a Toreno. Hablaría después Mendizábal, y se procedería inmediatamente a la votación. Arrimose Hillo a una de las puertas laterales, donde había una gran masa de intrusos aplicando la oreja al rumor oratorio, y oyó algunas palabras del Conde, pocas y desvanecidas por la distancia. El local era malísimo: el salón de sesiones una iglesia secularizada. Para formar los pasillos circundantes se habían derribado tabiques de la sacristía, aprovechando con fáciles chapuzas la parte de capillas y salas interiores que destruyó el incendio de 1823. Buscó Hillo mejor sitio de escucha por otro lado, y al fin, agazapándose en un rincón de lo que fue camarín de la Virgen, y que caía detrás de la Presidencia, pudo ver y oír algo. Por entre una crestería de cabezas distinguió a lo lejos la del Sr. Mendizábal y parte de su busto. Acababa de levantarse, y hablaba premioso, mirando, ya al pupitre, ya a los señores de enfrente. Por su gigantesca estatura descollaba D. Juan entre aquel cúmulo de hombres chicos y medianos. A su corpulencia no correspondía su voz, parda y cavernosa, ni menos su oratoria, que en las cuestiones de Hacienda era muy árida, y en las políticas elevábase tan sólo por la energía que le prestaba su convicción y los tonos dulces que le daba la sinceridad. Estirando mucho el pescuezo por entre brazos y cabezas de curiosos que bloqueaban la puerta, pudo pescar Hillo alguna que otra frase: «...Pues habiendo tenido la suerte de negociar un empréstito para una nación vecina a 74 por 100, cuando Don Miguel...». Y después: «Se ha dicho aquí si el Gobierno, en virtud del artículo 3.º...». Siguió un concepto ininteligible, y luego: «Pero, señores, un Gobierno que no quiere apelar a poner una contribución extraordinaria, ¿cómo es posible que...?». Retirose Don Pedro aburridísimo, viendo que nada en limpio sacaba, y esperó paseándose, leyendo la orden del día puesta en una tablilla, o los partes de la guerra, que siempre decían lo mismo. Por fin, comenzada la votación, los parroquianos de tribunas descendían a los salones bajos y pasillos. Los Procuradores, conforme votaban, iban apareciendo por las puertas del salón de sesiones, y el tumulto crecía, la atmósfera era espesa y cálida, y el ruido bastante a marear la cabeza más firme.

Apareciósele Nicomedes, sofocadísimo, echando lumbre por los ojos, entre un pelotón de periodistas, y desde lejos le intimó en esta forma: «¡Eh, clérigo... en qué mal día viene! Imposible hacer nada hoy. Ya ve su merced el jaleo que hay aquí». En pocas palabras le informó D. Pedro de que no venía más que a retirar todo lo actuado, y a manifestar a su amigo que ya no quería más recomendaciones ni molestar a nadie. Sin hacer caso de lo que decía el presbítero, prorrumpió Iglesias en ruidosas exclamaciones, a las que siguieron cláusulas narrativas, en pintoresco y familiar lenguaje: «¡Válgame Dios, qué discurso nos ha largado el camello! Lo que me hace más gracia es el tonillo sentencioso que toma para decir las mayores simplezas».

Apretose el corrillo alrededor de Iglesias (metiéndose en él D. Pedro con empuje de codos), y uno de los jovenzuelos más avispados que en el cotarro bullían, se echó a reír diciendo: «¿Pero ustedes le oyeron los latines con que hoy nos ha obsequiado?... Mutatas mutandas... Es divino este señor».

-Él no sabrá de citas históricas, como dijo ayer... pero lo que es gramática...

-Esto del voto de confianza -manifestó con saña Nicomedes- resulta lo que digo en mi artículo de esta mañana: un cubilete de charlatán.

-Como que todo esto no es más que un tapujo de los agios y embrollos que este D. Juan y Medio se trae.

-Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno -dijo uno de los presentes, mozo espigadillo, de grandísimos ojos negros, que relampagueaban en su rostro expresivo, con una seriedad que por ser tan seria resultaba extraordinariamente burlona.

-Eso mismo digo yo -indicó Hillo tímidamente-. Bueno, bueno, superior.

-Mi queridísimo amigo Miguel Álvarez -dijo Iglesias, presentándole.

Diéronse las manos, y D. Pedro se mostró muy afectuoso, pues aquel encuentro y presentación colmaban sus deseos, y se permitió decir al joven Álvarez que ya le conocía de nombre por sus galanas poesías, por sus artículos y discursos...

«Discursos no -replicó el otro con gravedad socarrona-, porque todavía no los he pronunciado. Los tengo, sí, aquí en mi mente, y no los cambio por los de Cicerón. Pero todavía están inéditos, Padre... Yo también tenía vivos deseos de conocerle a usted personalmente... que de fama ¿quién no le conoce? Mi amigo Fernando Calpena me ha hablado mucho de usted... Sé que es un profundo humanista, y que distrae sus ocios en la afición taurina... Yo soy amantísimo de los Toros».

-Lo que tú eres, bien lo veo -dijo Hillo para su sotana-: un guasón de primera.

Y siguieron charlando, mientras Iglesias, con hueca voz ponderativa, encomiaba el discurso pronunciado en la primera parte de la sesión por D. Agustín Argüelles, a quien se seguía llamando el Divino, si bien no aplicaban todos este lisonjero mote en sentido recto. «¡Señores, vaya un discurso el de Don Agustín! Es de los mejores, de los más elocuentes que ha pronunciado en su larga vida parlamentaria. Si el camello hablara así, ¿quién le aguantaba?».

Y deteniendo a un joven espigado, pulcro, bien afeitadito, vestido con esmero y elegancia, que de un cercano grupo se desprendía, le dijo: «Querido Juan, ven acá. ¿Qué te ha parecido el discurso de la divinidad?».

-Verdadera divinidad tutelar es D. Agustín para ese buen señor. ¿Qué sería de Mendizábal sin esta defensa, sin este escudo, sin esta protección?

-Sería lo que la yedra, cuando muere el tronco del olmo a que se agarra -dijo uno de los que se adherían a Iglesias-. A ver, Sr. D. Juan Donoso, usted que lo entiende, ¿qué opinión ha formado del discurso de Don Agustín?

-Admirable como forma -declaró con aire de suficiencia el que llamaban Donoso, joven extremeño que iba para notabilidad literaria y política-, poco sólido como aparato dialéctico. Me recuerda la oración Pro lege manilia. Fáltale la primera condición de toda pieza oratoria, el convencimiento. Se ve que no cree en la leyenda de este buen señor, ni en sus planes, ni ve nada dentro del artificio del voto de confianza. Le defiende porque no es decoroso despedirle cuando hace tan poco tiempo que nos le han traído con tanta parambomba. Para mí esto es claro. El generoso D. Agustín, empleando excesivamente la argumentación extra causam, ha sabido cubrir con la púrpura de su elocuencia esta olla vacía...

Alejose llamado desde el cercano grupo, y dejó el puesto a otro de los amigos de Iglesias, al inquieto y vivaracho González, el cual, antes de que le preguntaran, se metió en el corrillo diciendo: «Caballeros, para mí, este buen D. Agustín chochea...».

Prodújose después de esto un silencio repentino, porque apareció el propio Argüelles, viniendo del salón hacia la sala donde despachaban y recibían los Ministros (que era parte del refectorio del transformado convento; en la otra parte se reunían las juntas de comisiones). Pero acosado por los felicitantes y aduladores, el buen señor no podía dar un paso. «Bien, D. Agustín, sublime... Como siempre, el Demóstenes español». Y él, con bondades y modestias, de esas que se usan en la política, desplegando todo aquel sonreír dulce y un poquito clerical, que caracterizaba su rostro austero, respondía: «He salido del paso como he podido... No tenía más remedio que defender el voto de confianza, que es un resorte político y parlamentario muy recomendable en ocasiones como la presente... No sé de qué se maravillan estos señores moderados; si en el Parlamento inglés estamos viendo todos los días esta clase de concesiones amplias a la iniciativa gubernamental... Creo haber puesto la cuestión en su verdadero terreno... Ya se le habrá pasado el susto al pobre Mendizábal...».

-Sr. D. Agustín -le dijo Iglesias con toda la franqueza compatible con el respeto-, es usted el hombre de más abnegación que existe en el mundo. Yo creí que ciertas virtudes eran incompatibles con la política; pero ya veo que no, ya veo que no.

-¿Por qué dice usted eso? -preguntó el Patriarca de la libertad, más risueño que sorprendido-. He cumplido con mi deber... Están ustedes soñando si creen...

-No les ha parecido ésta buena ocasión para derribar el falso ídolo.

-Aquí no somos idólatras, amigo Iglesias: aquí no hay más que hombres de buena voluntad que trabajan por la libertad y el bien del país, cada cual según lo que puede y sabe...

Y acosado por la turba de felicitantes, siguió de grupo en grupo, perdiéndose entre el gentío. Trueba y Cossío, secretario de la Cámara, pasó saludando risueño; mas no quiso dar su opinión. En un grupo de ministeriales, de los empedernidos, claveteados de optimismo, decían: «Argüelles, haciendo equilibrios; Toreno velado, avieso, dejando traslucir, hoy más que nunca, su mala intención; Mendizábal admirable, diciendo claramente lo que debe decir y callándose lo que le conviene reservar».

-Esta es la verdadera elocuencia parlamentaria, a la inglesa... Lo que yo digo: el Parlamento no es una academia. Aquí se viene a ilustrar las cuestiones.

Y más allá: «Esto es una farsa. Lo que se quiere es desacreditar la representación nacional... poner en un conflicto a la Corona...».

-Y el desquiciarlo y revolverlo todo, ya está visto, para traernos el reinado de la plebe...

-Que sigan así las cosas, y pronto tendremos que no hay más que dos partidos: la camisa sucia y la camisa limpia.

-Se ve venir el imperio de las chaquetas. Las levitas van a menos.

-No así las de D. Juan y Medio, que cada día son más largas.

Salió al fin del tumulto D. Pedro acompañando al joven Álvarez, y como este dijera que iba al café del Príncipe, vulgo Parnasillo, se pegó a él, pretextando quehaceres en la misma calle, con la plausible intención de sonsacarle lo que supiera referente a Fernando. En la Carrera encontraron a Pepe Díaz, y estando con él de conversación, llegaron por la calle del Lobo otros dos, que Hillo no conocía. Eran Segovia y Juan Bautista Alonso, que traía bajo el brazo un rimero de poesías. Nada más frecuente entonces que ver a los mozalbetes por la calle cargados de paquetes de versos, como si vinieran de compras.

«Oye, tú -dijo Segovia a Miguel de los Santos cogiéndole de las solapas-, he visto a ese chico que me recomendaste, ese Eugenio...».

-Hombre, sí... excelente chico. ¡Qué simpático, qué modesto! Por cierto que no acabo de aprender su nombre.

-Ni yo. Espérate a ver si me acuerdo...

-Yo me acuerdo, yo -dijo Díaz rascándose la frente-. Un apellido endemoniado..., así como...

-Es hijo de un alemán -indicó Alonso-. Le conozco, sí... Su padre le ha hecho un flaco servicio llamándose como se llama.

-Ya me acuerdo... Arzen... Arzin...

-Arzembuch, escrito con H y con n.

-Justo, así es -añadió Segovia-. Pues, como te digo, el pobre muchacho no sabía qué hacer conmigo. Me llevó a su casa y me enseñó una obra... ¡Vaya una obra!

-¿En prosa o en verso?

-¿Pero qué dices ahí?... ¡Si era una mesa!

-¡Una mesa! Verdad que es carpintero antes que poeta.

-Si a la caoba llamas tú poesía, la mesa es una obra en verso.

-¿Y esa mesa no tenía cajón?

-Hombre, sí; y del cajón sacó cuatro tragedias y dos comedias del teatro antiguo barnizadas por él... Los empeños de un acaso y La confusión de un jardín.

-Ya caigo -dijo Alonso-: es el autor de aquella famosa Restauración de Madrid silbada horrorosamente en la Cruz hace dos o tres años.

-¡Pobre Eugenio! -exclamó Díaz-, es tan tímido, tan para poco, que no saldrá adelante, valiendo mucho y sabiendo lo que sabe.

-Pues veréis: entre las tragedias que sacó del cajón de la mesa, había un drama, los dos primeros actos de un drama...

-Los amantes de Teruel... ¿te los leyó?

-Empezaba yo a leer, cuando entró ese loquinario, ese Calpena, y... Él fue quien leyó, ¡pero con una entonación, chico...!, vamos, tan bien leía, que si nos encantó la obra, no nos maravilló menos el intérprete.

-Ya le he dicho -indicó Alonso- que debe dedicarse al teatro, a la escena. Sería un gran actor.

-¿Y dónde dejasteis a Calpena? -preguntó Álvarez.

-Con Eugenio ha ido al Príncipe, a ver el ensayo del Antony.

-Pues allá me voy... ¿Vamos?

Excusáronse Alonso y Díaz por tener quehaceres, que debían de ser poéticos; pero Segovia se agarró del brazo de Álvarez, con ánimo de acompañarle. Calle abajo se fueron dos, y los otros, con el pegadizo D. Pedro, se metieron por la del Lobo. Por cierto que el buen presbítero, ya en la pista de su D. Fernando, si por una parte se hallaba satisfecho de haber encontrado en Miguel de los Santos un diligente y afectuoso auxiliar de su campaña, por otra se sentía contrariado de tener que abandonar el campo, cuando tan favorables circunstancias aquella tarde le ofrecía el acaso, o la Divina Providencia. Al despedirse de Álvarez en la puerta del teatro por la calle del Lobo, le dijo apenadísimo: «No saben cuánto siento no poder colarme con ustedes en el ensayo. Me gusta extraordinariamente ver ensayar... ¿Pero cómo entro vestido de cura? No puede ser. Otra vez será».

Y se fue triste y cabizbajo, diciendo a las baldosas de la calle: «Razón tiene la señora incógnita al recomendarme que para andar en estos trotes me vista de seglar... No más hábitos. Por San Juan Capistrano, mañana mismo los ahorco».