XXIX

Según atestiguan personas coetáneas de la Zahón, tanto se afectó esta con las inquietudes y cavilaciones de aquellos días, que se le disminuyeron las jorobas, y la exaltación de su espíritu fue parte a mermar las graves pesadumbres de su cuerpo. Pero como otros autores afirman lo contrario, manifestando que las corcovas, y con ellas el dolor y tirantez de músculos, aumentaron horrorosamente, el narrador de estos sucesos cree obrar con prudencia quedándose en el justo medio entre tan opuestas aseveraciones, y así declara y establece que las protuberancias, los sufrimientos físicos y morales y el avinagrado genio de Jacoba Zahón, eran los mismos que en los días aquellos del convite que abrió a Calpena las puertas de la casa.

Un día entero estuvo la diamantista rumiando una solución pronta y eficaz: escribió a su hijo, residente en Córdoba, ordenándole que viniese en su ayuda. Era urgente apartar de la familia al exaltado joven, a quien recibió y agasajó suponiendo en él secretos enlaces con damas poderosas y con ministros y personajes de gran viso. ¡Buen chasco le había dado el tal Fernandito, que resultaba un triste y desamparado poeta, uno de tantos pelagatos del romanticismo, sin más fortuna que su melena y su enfática misantropía! Y lo mismo pensaba seguramente el Sr. de Mendizábal, que habiendole sin duda colocado por intrigas de las logias, acababa de ponerle de patitas en la calle. Vivía el tal miserablemente en un cuchitril de la calle de las Urosas, entre ratones, poetas, comicastros, y quizás mujeres de mala estofa, y todo en él, su traza y su fraseología, revelaba un presumido sin substancia, abandonado de Dios y de los hombres. ¡Fuera, pues; fuera D. Fernando... que no era bien comprometer el grandioso porvenir de la niña, ni arrojar a puercos las margaritas de la herencia de Negretti! Maturana, y otras personas a quien consultó, opinaban del propio modo. ¡Fuera niños románticos, que no traían consigo más que desvaríos, barullo, hambre!

Aunque hacía días que la Zahón se esmeraba en manifestar al joven, ya con miradas desapacibles, ya con palabras ásperas, el desprecio que hacia él sentía, no le pareció bastante decisiva esta forma de romper amistades, y una tarde le espetó, con seca y rotunda frase, la orden de poner fin al visiteo: «La familia meditaba otros planes con respecto a Aurora; la familia tenía sobre sí la responsabilidad del porvenir de la huérfana de Negretti; la familia no necesitaba explicar a nadie el motivo de sus resoluciones; la familia...».

-La familia de Aura soy yo -dijo Fernando con noble ademán y firme convicción; y dicho esto se marchó altanero, no ciertamente como salen los que no piensan volver.

Pero a Jacoba se le figuró, en su desconocimiento de las humanas pasiones, que Fernando salía de su casa corrido, como si todas aquellas razones de la familia (y vuelta con la familia) hubieran convencido al romántico de la vanidad de sus pretensiones. Creyéndose, pues, victoriosa, ya no le faltaba más que llamar a la tontuela y echarle la rociada que preparado había para aterrarla y reducirla: «Aura, ven acá, Aura: ¿en dónde te metes que no acudes cuando te llamo? Ves que estoy baldadita, que no puedo moverme, y no vienes...».

Por fin apareció en la puerta, como alma del otro mundo, vaga en la forma, insensible el paso, la imagen de Aura, toda palidez en el rostro, en los ojos toda fuego, el pelo sencillamente recogido más que peinado; y antes que hablase la jorobada, le dijo con voz que parecía salir de algún hueco misterioso bajo el suelo de la habitación: «Mi familia es él...».

-¿Has oído lo que le dije, niña?

-Mi familia es él... yo no tengo más familia que él.

-Vete a tu cuarto, simple, y a la noche hablaremos, que ahora espero visita y no me conviene incomodarme... Si quieres tocar y cantar, puedes hacerlo; pero cierra la puerta.

Desapareció Aura, y al poco rato llenaba toda la casa su voz tiernísima cantando Assisa al pie d'un salice. Entraron dos marchantes, y allá se entretuvieron largo rato con Doña Jacoba examinando piedras, dándose recíprocamente la jaqueca con el regateo de quilates y precios. Fuéronse ya muy tarde, llevándose aljófar, media docena de esmeraldas de las llamadas aguamarinas, y aflojaron dinero: oro, plata. Arrastrando su cuerpo, más bien que llevada por él, llegose la Zahón a los armarios, guardó preciosos objetos, estuvo mediano rato dando vueltas y más vueltas de llaves, y con la misma lentitud pudo ganar el sillón, donde se apoltronó, hasta que Lopresti fue a anunciarle la cena. En el comedor la aguardaba una sopita de sémola y un plato de pescado frito. Viendo que Aura no acudía a la cena y que su cubierto continuaba baldío, la señora dijo al maltés: «¿Y la niña?... Ya: ¿no quiere cenar su alteza?... Pues déjala, no la llames otra vez. Que coma música... Me importan poco sus rabietas... Era ya loca, y el maldito romanticismo me la ha trastornado más de lo que estaba. ¡Grande error ha sido! Pero se irá curando... ¡Qué remedio tiene más que someterse!... Con ayuda del tiempo y de la ausencia, me prometo ponerla como un guante. No me dé Dios más trabajo que este...».

A poco de cenar la llamó. Continuaba la joven en el mismo desgaire, mal peinada, mal vestida, con un lindísimo deshabillé que marcaba sus incomparables líneas corporales, hermosísima, toda blancura en traje, cara y manos, toda tinieblas en el pelo y en los ojos... el andar ligero, la mirada grave, pasiva, calmosa, fría como una espada cuando la clavaba en la Zahón.

«Siéntate a mi lado, hija mía -le dijo la corcovada, arrimando la silla más próxima-, y óyeme... ¿Qué? ¿No me has oído?... ¿Por qué estás ahí parada, inmóvil...? ¿Cómo quieres que hablemos con la mesa de por medio? Acércate más... Bueno hija, te empeñas en hacer la fantasma y nada tengo que decirte. Tú te cansarás... De verte así, tan callada, me entra sueño... y sueño me da también esa quietud con que me miras... En fin, si no quieres hablar, tendrás que oírme, porque no dormiría yo tranquila esta noche si no te dijese que ese falso duque y trovador de filfa no entra más en mi casa. Nos hemos equivocado, hemos estado en Babia. Acabarás por convencerte de dos cosas; digo, de tres; de tres, hija mía. La primera es que nada de lo que yo disponga puede ser contrario a tu felicidad: con razón se ha dicho 'quien bien te quiere... etcétera'. La segunda, que te conviene, por tu salud corporal y del alma... te conviene, repito, tomar aires, salir de Madrid... y para esto, niña, para llevarte y cuidar de ti, viene mi hijo... le espero mañana... Y la tercera cosa es que encontrarás, no a docenas, sino a miles, galanes de más mérito y de más enjundia que ese tontaina de Fernandito, que no es más que un pobre pájaro aburrido, tan vacío de mollera como de bolsa... ¿No respondes? ¿Te vas convenciendo?... Parece que te has vuelto tonta... Aura, por Dios, da sueño mirarte...».

Sin responder nada, Aura se fue con lento paso, y Jacoba permaneció un instante con los ojos fijos en la puerta por donde se había ido. Puso atención después, aplicando la oreja... pero nada oyó: ni ruido de pisadas, ni llanto, ni voz alguna.

«Cayetano -dijo después la señora, apartando de Aura su atención-, tráeme eso, y acerca más la luz».

Púsole delante Lopresti el tintero de cobre con polvorera y la negra carpeta sebosa donde la señora escribía. De ella sacó la jorobada un pliego de buen papel, escrito ya en dos y media de sus carillas, y aproximado el quinqué y bien atizada la mecha, continuó su obra interrumpida, trazando con lentitud y vacilante pulso los caracteres, hasta que llegó al fin, y puso la firma y rúbrica. Leyó cuidadosamente toda la carta, salpicando las comas donde le parecía, arreglando algún trazo de letra torcido, o haciendo leves enmiendas que no afearan la escritura, y bien regado el papel de polvos abundantes, se entretuvo en doblarlo y cerrarlo con prolijo esmero, y extendió al fin despacio, letra por letra, el sobrescrito: Excelentísimo Sr. D. Juan Álvarez de Mendizábal, Ministro.

Muy satisfecha debió de quedar de su obra, porque sus ojos se animaban, sus labios se movían, hablando para sí, silenciosos, y acariciaba la carta entre sus finísimos y blancos dedos... Pasado un rato de meditación, intentó ponerse en movimiento. «Lopresti, ven, que no puedo levantarme, ¡ay, ay, ay! Cógeme por la cintura... con cuidadito... ¿Y esa?».

-En su cuarto...

-Déjala... Se pasará toda la noche lloriqueando, y mañana estará más tranquila... Que llueva, que llueva... para que el alma se descargue de nubarrones... Vete a ver si duerme.

-Me parece que sí... No siento nada -dijo el maltés, volviendo de su inspección, que sólo duró un par de minutos.

-Pues vamos... sostenme bien, que me caigo... ¿Has cerrado todo... has apagado la lumbre?... En seguida que yo me acueste... ya sabes, te traes aquí una manta, y te acuestas en el sofá de paja, para que estés toda la noche al cuidado. Deja encendida la luz... Como tienes el sueño ligero, no se moverá un ratón en la casa sin que tú lo sientas... Clavadas como están las maderas de todos los balcones, me parece que tenemos completa seguridad... Yo me caigo de sueño...

Dejola el buen Cayetano en su alcoba, donde se acostó vestida, bien cubierta de mantas. Una candelilla de aceite dentro de un vaso le daba la claridad suficiente para no estar en tinieblas. Entre la lana obscura, lucía el lívido rostro de María Antonieta guillotinada, y no viéndose configuración de cuerpo, sino un informe bulto, podía creerse que Doña Jacoba no era más que una cabeza colocada al azar sobre montones de trapos.

Transcurrió más de una hora sin que Lopresti, tumbado en el sofá del comedor, conforme a las órdenes de su señora, observase novedad en la casa, ni oyese ruido alguno. Los de la calle, sonar de relojes distantes, pasos de transeúntes, rumor de alguna pendencia, rodar de carros, quedábanse fuera, y no había para qué poner atención en ellos. A las once y media comenzó el roncar suave de la Zahón, que luego fue en aumento, con notas aflautadas y acordes graves, que infundirían pavor a quien no estuviese acostumbrado a oírlos. Lopresti se adormiló un rato, al son de aquella tan conocida música; pero le despertó algo que no era ruido... un presentimiento no más, tal vez una idea.

Dudó un momento si le engañaban sus ojos, o si era, en efecto, la propia persona de Aura aquella imagen que vela, avanzando cautelosa, deslizándose ante la pared del comedor como proyección de linterna mágica. La mesa interpuesta impedíale ver la mitad inferior de la figura... Traía una luz en la mano izquierda, y con la otra apretaba contra el pecho un objeto que no se distinguía fácilmente... ¡Vaya si era Aura! ¿Pues quién podía ser más que ella? «Esta madamita está loca o es sonámbula», pensó el maltés. Pero esta última presunción no se confirmó, porque la joven fijó en Lopresti su ardiente mirada, y luego se fue hacia él indecisa, andando y deteniéndose por segundos. A medida que se acercaba, iba perdiendo aquel aspecto de Lady Macbeth con que se apareció a los encandilados ojos del fámulo. Dejó sobre la mesa la luz que traía, y miró espantada a la puerta por donde los furibundos ronquidos de la Zahón llegaban al comedor. Eran el propio ser de la diamantista manifiesto en el sonido.

Lo primero que hizo Lopresti al tener a la señora al alcance de sus manos fue tratar de quitarle de la mano derecha un largo y afilado cuchillo que con ella vigorosamente empuñaba: era el cuchillo de la cocina. «Déjame, déjame, Cayetano... -dijo Aura con voz ahogada, defendiendo el arma con toda la fuerza que desplegar podía-. Esta noche la mato, la mato... Déjame».

Al pronunciar el último déjame, ya Lopresti le había quitado el cuchillo. Aura se sentó, y poniendo los codos sobre la mesa y la cara entre las palmas de las manos, rompió a llorar.

«Eso de matar es cosa mala, señora doña Aurorita; cosa mala casi siempre, y, en todo caso, no es obra para mujeres».

-Sí que la mato -reiteró Aura, pasando bruscamente de la sensibilidad al insano furor homicida-. Dame el cuchillo, Cayetano; dámelo, y verás... ¿Para qué vive ese monstruo, ni qué falta hace en el mundo? Es un bien que yo le quite la vida, que para nada sirve. ¿No quiere ella matarme a mí? Pues véala yo muerta antes de morirme.

-No, no -dijo Lopresti escondiendo el cuchillo-: el matar es cosa fea y sucia. Se manchará de sangre la señorita, y esas manchas de sangre no se las quitará nunca, por más que se lave...

Vuelta a la llorera y a la aflicción intensísima. «Mira tú, Cayetano: cuando hice intención de matarla y fui por el cuchillo, estaba yo tan decidida, que ya me parecía ver a Jacoba delante de mí, expirando... sin derramar sangre, porque no la tiene... Yo la mataba de un golpe, así... y le decía: 'Villana mujer, ¿por qué quieres asesinar mi alma, matarnos a los dos de pena, de desesperación? Pues muérete ahora rabiando, y vete a donde puedas desplegar toda tu infamia, toda tu avaricia, toda tu maldad hipócrita: al Infierno...'».

Al decir esto, Aura apretaba los dientes; sus ojos despedían llamas, y accionaba fieramente con el puño cerrado. Los ronquidos de Jacoba eran en aquel instante de una intensidad aterradora.

«Y al entrar aquí -prosiguió la Negretti- pensaba yo que me sería muy difícil rematarla... ¿Quién hace pasar de la vida a la muerte todo aquel cuerpo lleno de jorobas? Sería preciso un hacha, ¿verdad, Cayetano...? Porque nada adelantábamos con querer darle en el corazón, porque no lo tiene... Sólo conseguiría yo matarle una o dos jorobas... ¡y ella siempre viva!... Es muy grande esa mujer... Hay en ella mujeres muchas, una dentro de otra, y todas malas, muy malas, a cual peor... Matas una, y siempre queda mujer, o demonio, para martirizarme y volverme loca... Sí, sí, tienes razón: mejor es que no la mate... ¿A qué, si ha de morirse pronto?... Le haremos un buen entierro, Cayetano, y le meteremos en la caja todos sus diamantes, perlas y rubíes para que se vaya contenta».

-Eso no, carambito... Quédense las piedras acá... En la otra vida no sirven más que para hacer peso en el que las lleva y no dejar que se salve...

-Esta no se salva ni con peso ni sin él... En el Infierno le recamarán el cuerpo con carbones encendidos, y le darán a comer esmeraldas fundidas, calentitas, y por cada ojo le meterán brillantes tallados en pico...

Con esto se iba tranquilizando la pobre Aura, y empezaba a sentir calmado el horrendo desvarío, repercusión insana del amor en su caldeado cerebro. Pasábase la mano por su frente ardorosa y por toda la cabeza, sentándose el pelo, y con aquellos pases diríase que se suavizaba su furia y se dispersaban las ideas de exterminio.

«¿Pero quién es esta mujer maldita -dijo en tono más humano-, para querer tiranizarme a mí, para imponerme su voluntad? ¡Si yo no tengo por qué obedecerla, si no es madre, ni tía siquiera, ni nada! Bueno que su marido, si viviera, me mandase... Pero esta, este galápago codicioso, ¿por qué se mete a decidir de mi suerte? ¿Qué razón hay para que no la decida yo misma?... ¡Ah, qué desgraciada soy, y qué bien haría Dios en quitarme la vida esta noche, a mí y a Fernando juntos, pues ni morirme... mira tú, ni morirme quiero sin él!...».

Rompió en lágrimas amargas, y Lopresti, en el colmo de la compasión, no acertaba a darle consuelo. «Sí, sí -dijo Aura bebiéndose su llanto-, mañana moriremos los dos... Lo hemos decidido y lo haremos... Cuando es imposible la vida juntos, el morir unidos es un bien, un gozo... Nuestras almas subirán abrazadas al cielo, y abrazadas estarán por toda la eternidad... Mañana, mañana mismo; ni un día más...».

-¡Morirse, matarse... cosa fea! -exclamó el maltés con el más agudo registro de su voz mujeril-. Mala es esta vida; pero... ¿y si la otra es peor? Nadie ha vuelto para decirlo... Verdaderamente que hay vidas aquí tan arrastradas, que le dan a uno ganas de arrojárselas a la muerte... Pero usted, señorita Aura, y el Sr. D. Fernando, no están de muerte... todavía... ¡Pues si yo fuera él, si yo fuera usted, cualquier día me mataba! ¡Él tan guapo, usted tan hermosa...! ¡Ay, quién fuera ustedes!...

Y pasando de la compasión de sí mismo a la suprema piedad por los dos amantes, arrimó más su silla a la de Aurora, bajó la voz todo lo que permitía el estruendo de los ronquidos del ama, y dijo: «A la niña le pasan estas amarguras porque quiere. Cierto que Doña Jacoba no debe imperar en usted. Manda porque la dejan. La autoridad no la tiene ella, la tiene otro que está más arriba, mucho más arriba... En fin, mi Doña Aurorita saldría del despotismo de este coco si hiciera caso de mí... Usted no discurre, señorita; yo sí... Usted no tiene más que amor, amor y venga más amor, y yo calculo...».

-¿Qué calculas tú?... ¿Piensas lo que a mí pueda interesarme? -preguntó Aurora tardando mucho en comprender la idea del maltés.

-Ayer tarde, cuando usted se emperró a llorar, después de lo que la señora le dijo, yo, desde aquel rincón, le hacía a usted señas para que no se apurase... y tuviera calma y hablara conmigo. Yo calculaba... Porque no ha de ser todo amor... es preciso cálculo, señorita, cálculo.

-Que me muera ahora mismo si te entiendo.

-Quise entrar en su cuarto con el aquel de llevarle una taza de tila; pero la niña se había encerrado por dentro, y, naturalmente, no entré... Pues si me hubiera dejado entrar, le hubiera dicho lo que yo calculaba, lo que voy a decirle ahora para que se sosiegue y tenga esperanza de salvación... ¡Qué! ¿Por qué me come con los ojos?... Ahora se lo digo; pero prométame antes hacer lo que yo aconseje...

Diciendo esto, le acercaba el tintero y le ponía delante la carpeta en que había escrito la Zahón: «Tonto, más que tonto. ¿Me mandas que le escriba? Si ya lo hice esta tarde, diciéndole que sí, que nos mataríamos, que preparase todo... ¿No llevaste la carta?».

-Chitón... aquí no se habla... Ha prometido la señorita hacer lo que yo mande. En guardia. Aquí tiene papel, pluma... Cójala y escriba lo que yo le diga.

-¿Pero a quién?...

-Ponga... clarito... con buena letra: Señor D. Juan Álvarez Mendizábal...

Absorta le miró Aura, posesionándose en un instante de las ideas que bullían en el cerebro del maltés, y lanzó una exclamación de gozo, como el que, perdido en tenebrosa noche, ve de súbito la luz que ha de guiarle.

«¡Qué gran idea, Cayetano!... ¡qué gran idea! ¿Lo has cavilado tú?... ¿Por qué no me lo habías dicho?».

-Si los enamorados, en vez de pensar en la muerte, calcularan... Pero ¿qué han de calcular, si están locos?...

-Es verdad. ¡Qué gran idea! ¡Dios mío, qué alegría, qué esperanza!... ¿A quién he de pedir amparo más que al grande amigo de mi padre... al que...?

-Doña Jacoba le ha escrito también esta noche.

-¿Qué me cuentas?

-No importa. Puede que el Excelentísimo reciba la carta de usted antes que la de ella. Eso es cosa mía. El coco manda su carta por Milagro. La de la señorita la mandaré yo por Méndez, mi amigo Méndez, portero en Hacienda. Vamos, vamos, no perder tiempo.

-¿Y qué le digo?... Cayetano, yo que acabo de estar loca, que casi lo estoy todavía, no acierto a discurrir nada.

-Ponga... Señor, o Excelentísimo señor: soy la hija de Jenaro Negretti... Así, empezar con un golpe bueno: soy la hija de Negretti, y...

-Y...

-Y... ahora vaya poniendo todito lo que le pasa.

Meditó la huérfana un rato, mordiendo las barbas de la pluma, y no tardó en sentir la inundación de ideas en su cerebro, de que eran señal segura la coloración de sus mejillas y el júbilo que flameaba en sus hermosísimos ojos...

«Ya, ya... No necesitas dictarme, Cayetano. Ya calculo... ya sé lo que tengo que decir».

Y escribió con más inspiración que soltura, sin quitar los ojos del papel, haciendo con sus labios unos hociquitos muy monos.