XXI

Entró en aquel punto Milagro, que venía sin más objeto que hacer asientos de facturas atrasadas, y se asombró no poco de ver aquel aparato de festín, y a Calpena en la mesa. Pero como en aquella casa todo era raro, y pasaban las cosas en contra de lo usual y corriente, se guardó su sorpresa y no dijo nada. Pareció que a Fernando contrariaba la importuna visita de su compañero de oficina; pero Aura, más lista que la pólvora, se apresuró a tranquilizarle, diciéndole: «Este infeliz es lo mismo que nadie, y además, también se pirra por el curaçao. Le ofreceré una copita, ¿sí?».

En esto propuso la señora pasar a la sala, y allá se fueron todos con la botella por delante. Poseídos Aura y Calpena de una audacia loca, cuyo móvil psicológico no se explicaban ni había para qué, se arrimaron al extremo de uno de los mostradores, en el sitio menos alumbrado por la lámpara, y a la mayor distancia posible de los bebedores de curaçao. Doña Jacoba hizo plantar su sillón junto a estos, sin perder de vista a la juventud, con quien desde su asiento a ratos hablaba, y ordenó a Lopresti que pusiese luz en el gabinete próximo, y velas en el piano, abriendo de par en par la comunicación de esta pieza, la única bonita de la casa, con la sala o tienda. Milagro y Maturana rompieron, con los primeros tragos, a hablar de política, metiendo en ella su cucharada la Zahón, con ardientes alabanzas del primer Ministro, salvador del desdichado Reino, remedio de todos nuestros males. Y conforme aumentaban las ingestiones de bebida, la imaginación de Maturana se lanzaba intrépida al simbolismo: «Reina Cristina es la Peregrina entre las perlas, y Méndez el Gran Mogol entre los diamantes. Carlos V es el diamante falso, el strass... tras, tras... Jacoba el Ojo de Gato, tallado en cabujón... y tú, Milagro, eres la Montaña de Luz... sólo que todavía no te han tallado, hijo... estás en bruto...».

Con sólo probar el delicioso licor, se le quitaban al buen Milagro diez años de vida; y a medida que iba apurando el vasito, presentaba síntomas diversos de exaltación cerebral. Al tercer trago le atacaba infaliblemente una sensibilidad lacrimosa, con recuerdos tiernísimos de su familia e invocaciones a la santa pobreza, a la caridad sublime, a los más altos y puros ideales. Hacia el cuarto o quinto sorbo se le iniciaba la tendencia a expresarse en forma poética, reverdeciendo las aficiones de su edad juvenil, en la cual más le gustaba hacer versos que comer, y era un adepto fidelísimo de la retórica que entonces se gastaba. «¡Ah! -decía con trémula voz, mirando al vaso-: ¡la Reina... angélica Cristina, pía matrona!... Desde que vino de Parténope, vimos abierto el Empíreo los buenos españoles... Cuando contemplo este doméstico regocijo... ¡ah!, viene a mi mente la imagen de mis pobres niños, de mi dulce esposa, alma virtud... ¿Qué será de vosotros, oh dulces exuviæ, el día en que fiera Parca me corte el hilo?... Mendizábal tonante, aplaca el furor de Mavorte... La oliva sucede al laurel... somos felices... Vuelve el reino de Ceres prolífica... Comeréis, hijos míos, blancos panes y bizcochos duros...».

Doña Jacoba, sin catarlo, era atacada de somnolencia, que procuraba vencer. En tanto, recogía cuidadosa la caja de las perlas, acomodando en ella los paquetitos que contenían las divisiones hechas por Maturana. Esto no le estorbaba para dirigir a la gallarda pareja estas insinuaciones: «Sr. Calpena, cuéntenos usted algo de política... Aura, ¿por qué no cantas?».

Aprovechaban ellos las distracciones y cabezadas de la señora para entregarse con efusión al ardiente coloquio que enlazaba sus almas, en cláusulas cortas, balbucientes: «¿Me había usted visto alguna vez?».

-No, no... La impresión de usted en mi espíritu es antigua, eso sí... Cuando la vi entrar por esa puerta, creí recobrar algo que se me había perdido...

-¡Qué cosa más rara!... Esta noche, cuando subía yo la escalera, sentí miedo, alegría y qué sé yo qué... No podía respirar... por poco me caigo.

-¿Y por qué pegaba usted a Lopresti?

-Es juego. Suelo darle así, con la sombrilla. A él le gusta, y conozco yo que está de mal humor cuando no le pego. Es un perro fiel, y me quiere con delirio. Esta tarde, al entrar, me dijo: «La está esperando a usted un caballero muy guapo, de parte de su tío el Sr. Mendizábal». Ya ve usted cuánto desatino. Me eché a reír... y le casqué más fuerte que otros días. ¿Oye usted? Jacoba me dice que cante... ¿Qué debo hacer?

-Obedecerla, creo yo.

-Lo que agrade a usted haré, y nada más. ¡Qué extraño es lo que me pasa! Hasta esta noche me ha costado siempre mucho trabajo someterme a la voluntad de los demás. He sido voluntariosa, díscola, rebelde... Pues ahora creo que si alguien me pegase, me alegraría, y mi mayor gusto sería obedecer, ser mandada.

-¿Y si yo me tomase la libertad de decirle: «Aura, haga usted esto; Aura, sería yo muy feliz si usted...»?

-¿Si yo qué...? Había de mandarme cosas buenas, las que ahora me parecen buenas... Y también, también yo mandaría un poquito, que es muy grato para una mujer verse obedecida. Obediencia y mandato, pienso yo que deben ir juntos.

-Servidumbre y tiranía en una sola persona, en dos quiero decir -indicó Calpena enteramente trastornado-. El amor nos hace dueños y esclavos de la persona amada... Aura, esta noche, después que yo me retire... y mañana, mañana, ¿se acordará usted de mí?

-Se lo diré cuando vuelva.

-Según eso, ¿he de volver?...

Al llegar aquí sintió Calpena que se ponía tonto. A su primera audacia sucedió una timidez aplanante, y no encontraba fórmula adecuada para la expresión de sus afectos. Pero de súbito, en la tremenda revolución de su alma, vino el golpe de osadía, y poco faltó para que diese un grito, dejando salir, sin ningún recato ni miramiento, las llamaradas que le abrasaban. Con su mirar frío le contuvo la Zahón... Poco después le hizo Aura una pregunta insignificante: «¿Cómo es su segundo apellido?». Y él replicó: «Igual que el primero... Aura, nos conviene que usted cante un poquito, y es de todo punto indispensable que, cuando usted pase al gabinete ese del piano, pase yo también y estos se queden aquí».

Pronto lo arregló Aura dirigiéndose a la próxima estancia y ordenando a Fernando, desde la puerta, que tuviese la bondad de volverle la hoja, pues no daba pie con bola sin mirar al papel... Y ya están allá; ya desliza Aura sus lindísimos dedos sobre las teclas; él a su lado, sin entender la escritura musical, hace como que atiende al papel, mira embelesado a la divina cantora, y más embelesado aún, o transportado al séptimo cielo, la oye. Canta ella el aria de Semíramis, Bel raggio lusinghier, y después una canzoneta napolitana.

Duda Calpena si vive o muere, si duerme o vela. La voz de Aura le penetra en el sentido como un himno de deidades lejanas, desconocidas, apenas visibles en su envoltura de blancos cendales. A ratos siente como un súbito rayo que le hiere, que le destroza, que le arrojaría exánime al suelo, si un poderoso estímulo de su voluntad no le contuviera. Desea que calle Aura; desea cogerla y llevársela consigo en aquel mismo instante, como el hecho más natural del mundo. A su timidez sucede una arrogancia que nada respeta, una prepotencia que todo lo allana. Se siente capaz de saltar por encima de los obstáculos más imponentes, y de atravesar con su hermosa conquista por entre las multitudes, que a sus ojos se empequeñecen ya, y sólo se compone de figurillas despreciables, microscópicas... Aura sola es toda la vida, Aura toda la ley, Aura el Universo físico y moral, Aura cuanto existe de Dios abajo.

En uno de los que podríamos llamar entreactos, el ardoroso galán, revolviendo papeles de música, como para escoger, le dijo: «Aura, cuando entraste esta noche y nos vimos, ¿no comprendiste que te adoraba?». Acalorada por la turbación que al rostro en centellas le subía, Aura se abanicó con una pieza de música. No se hizo cargo el joven de que la había tuteado, y ella, sin parar mientes en la forma familiar usada por primera vez, pasó maquinalmente sus dedos por las teclas. «El piano me responde por ti, Aura -prosiguió D. Fernando-; el piano me dice que tú también me quieres, que no me dejarás morir de desesperación... Un instante ha bastado para hacerme pasar de una vida a otra vida, de la vida muerta a la vida viva... Si es verdad esto que pienso, no necesitas decírmelo. Me lo confirmarás callando...».

-Si callo, y tú lo dices todo... verá Jacoba que... que tú me quieres, que me estás enamorando; y si hemos de hacerle creer que yo no te quiero, porque así nos convenga... mejor será, tontín, que hable, y que me ría ¿sí?... como hacen las muchachas que coquetean...

-Conviene que cantes otro poquito... Dos palabras antes del canto: Hagamos de nuestros corazones un mundo aparte, sólo para nosotros...

-Mundo aparte... -murmuró Aura con firme acento, arrojando sobre los ojos de su amante toda la luz y el fuego de los suyos-. En un momento hago yo toditos los mundos que quiera.

-Aura, no hables más o me muero... -dijo Calpena casi delirante, violentándose para no gritar-, y si no me muero, te arrebato ahora mismo de esta casa y te llevo a la mía... Canta por Dios, canta un poquito.

-Y tú te callas... Después hablaremos.

-Un momento... ¿Dónde, cómo?

-Luego te lo diré... Silencio ahora.

Mientras cantaba con sublime expresión un trozo de la Medea de Cherubini, Jacoba y sus dos amigos, en la otra estancia, hablaban con elogio del joven Calpena. Propiamente, la Zahón lo decía todo, y ellos, bajo la influencia del dulce elixir que alegraba sus gastados cerebros, apoyaban con fáciles exclamaciones y con expansivos movimientos de cabeza las palabras de la diamantista. Maturana se había encerrado en los monosílabos; Milagro, por el contrario, se lanzaba a la verbosidad más desenvuelta; Doña Jacoba tuvo que cogerle por un brazo, obligándole a recobrar su asiento a contestar formalmente a lo que tres o cuatro veces le había preguntado sin obtener respuesta. «No vuelvo a admitirle a usted en mi casa -le dijo- si no me contesta con claridad. A ver: si usted lo sabe, me lo tiene que decir... No valen misterios conmigo».

-Señora mía -respondió D. José plantándose la mano abierta sobre el pecho-. Por el nombre que llevo, nombre ilustre si los hay; por la salud de mis hijos, por el amor purísimo de mi esposa, digo y juro que este mozo gallardo es hijo del mismísimo D. Juan Álvarez Mendizábal, mi augusto jefe.

-Me lo figuraba -dijo Doña Jacoba con mirada resplandeciente-. Pero me falta saber otra cosa... ¿Y la madre?... ¿quién es la madre?

-¡La madre!... ¡la madre!... -murmuró Milagro como en grande confusión, pasándose la mano por el cráneo.

-Sí, hombre... ¿quién es la madre?

-¡La mamá!... ¡Ah!, ya recuerdo... Con el maldito néctar se le va a uno la memoria... Pues la madre... silencio, que no nos oiga nadie... es... ¡una reina!

-¡Una reina! -exclamó D. Carlos con espantados ojos.

-Chitón... Es un secreto... Y créanme a mí... peligran las cabezas de los insensatos que lo divulguen... -dijo Milagro puesto en pie, aplicando su dedo índice a los morros alargados-. ¡Una reina!... Chist... Aunque me amenacen de muerte, no saldrá de mi humilde labio el nombre del Reino en que reside la señora reina que...