Mendizábal/XVIII
XVIII
«Hiciéronlo Lancret y Lefebvre para la Reina María Leczinska, por encargo de Su Majestad Luis XV, y naturalmente, apenas concluido, Madame de Pompadour se dio sus mañas para apropiárselo. En el zócalo de la columnita que habrán ustedes visto en el país, a la derecha, pusieron los artistas la divisa de la cortesana, que dice: virtus in arduis. A la muerte de esta señora, pasó el abanico por sucesivas ventas a la Marquesa de Maurepas, y luego se nos pierde en el laberinto de la Revolución francesa, hasta que reaparece en Coblentza, donde lo compra un mercader italiano y lo lleva a Nápoles. Qué vueltas dio por los aires de mano en mano hasta venir a las del Príncipe de la Paz en 1805, yo no lo sé, ni creo que nadie lo pueda averiguar. Lo que afirmo es que lo usó Su Majestad la Reina María Luisa. El año 8, por Marzo, hallándose la Real Familia en Aranjuez, se perdió uno de los diamantes del clavillo, y por conducto del señor Príncipe de la Paz, vino el abanico a mis manos para la reparación consiguiente. Entonces ¡ay!, lo vi por primera vez, y quedé prendado de su mérito. A los pocos días de tenerlo en mi taller, lo entregué compuesto a Su Alteza; mas la Providencia no favoreció al pobre abanico, pues antes de que el Príncipe pudiera devolverlo a la Reina, sobrevinieron los terribles sucesos del día de San José. A Godoy por poco le matan. Los amotinados saquearon el Palacio y pegaron fuego a los muebles... ¡qué dolor! Era de temer que el precioso objeto fuese a parar a manos viles, a personas ignorantes que desconociesen su valor... Pues no, señor. A fin del mismo año de 1808 reaparece en poder del mariscal Soult, hombre inteligente, soldado artista, que lo estima como merece, y se lo regala a Napoleón en Enero del año siguiente. Enviado a Josefina con otros obsequios, esta lo regala a su hija Hortensia, Reina de Holanda, que lo lució en una ceremonia, a la cual dicen que fue a regañadientes: el bodorrio del Emperador con la Archiduquesa de Austria. Después de Waterloo, todo fue peripecias y saltos terribles para el señor abanico, que tuvo en poco tiempo distintos dueños. Primero, un anticuario holandés, que lo vende a la princesa Stolbey, fallecida en Baviera el año 20; segundo, el príncipe Carlos de Baviera, emparentado con Eugenio Beauharnais; tercero, otro anticuario, de Nancy, que lo lleva a París, lo hace restaurar, y consigue venderlo a precio exorbitante a un desconocido, que obsequia con él a Mademoiselle Mars en una representación de no sé qué tragedia... No sé si sabrán ustedes que la célebre actriz es muy aficionada a los brillantes, y tenía colección de ellos por valor de ochocientos mil francos; no sé si sabrán también que el año 27 le hicieron un robo de alhajas, valor de trescientos mil francos. ¡Pues no ha metido poca bulla ese proceso, que creo no ha terminado todavía! Parecieron los ladrones; pero las piedras no. Pues bien: deseando esa señora reponer los brillantes que le quitaron y no disponiendo de dinero suficiente, hizo varios cambalaches con Bertín y con los hermanos Rosenthal, sucesores del famoso Bœhmer, y en uno de estos cambalaches sale otra vez al mercado el famoso abaniquito. Desde entonces puse yo en él los cinco sentidos, deseoso de comprarlo: ha pasado por manos de diversos marchantes; fue a tomar aires por Alemania y Suecia; en cuatro años ha pertenecido a un Poniatowsky, a una gran Duquesa de Hesse y a un coleccionista que vive en la Selva Negra, el cual murió el año pasado, y su heredero, que era el santísimo Hospital de Tréveris, hizo almoneda de todo. Vuelve mi abanico volando al mercado, y en Lyón se posa en casa de mi amigo Jobard. Trato de cazarle allí, y Jobard, que es de los que persiguen gangas, me toma a mí por un inocente y quiere explotarme. Finjo desistir del empeño, y me marcho tras de otros asuntos; pero sabiendo de buena tinta que el marchante lionés se tambalea, doy el encargo al amigo Montefiori, de Burdeos, para que esté a la mira y aproveche la ocasión... La ocasión llegó, y hace tres meses fue adquirida, por cuenta mía, la famosa prenda por la mitad de lo que le costó al adorador de Mademoiselle Mars...
-De lo que usted nos ha contado, por cierto muy bien -dijo Calpena, que había oído con deleite-, se saca la consecuencia de que hay objetos inanimados, cuya historia es más interesante que la de muchas personas.
-Eso, admitiendo que sean verdad todas esas traídas y llevadas del abanico -observó la Zahón, escéptica, desdeñosa, pues no le gustaba que su colega supiese más que ella en tales materias-. No se fíe, D. Fernando, que este Maturana le compone su historia a cada pieza que vende, forma especial suya de hacer el artículo.
-En esto -dijo Maturana riendo-, me ganaba su marido de usted, Jacoba. Recuerdo que tuvo una pareja de diamantes, que había sido del Tamerlán, después de Antonio Pérez, y últimamente de Godoy... Ya se sabe: todas las joyas de precio que han salido a la venta del año 8 acá, se le han colgado al pobre D. Manuel.
-Pues ese abanico -afirmó la Zahón displicente y maligna, entornando los ojos- no se vende en España, tal como están hoy las cosas, aunque lo adornen con más historias que tiene el Cid.
-Este abanico -replicó Maturana, acariciando la joya-, lo vendo yo en España, y al precio que me dé la gana, señora Doña Jacoba, aunque usted no quiera... ¿Cree usted que voy a ofrecérselo a esos pelagatos del Estatuto, o a las señoras de los patriotas, que apenas tienen para poner un cocido?
-Pues a la Grandeza la verá usted completamente acoquinada con estas revoluciones y estas guerras malditas. ¿Dinero? Poco hay, o es que no quieren gastarlo. ¿Gusto? Ya sabe usted que aquí no privan más que las apariencias baratas... Vaya, D. Carlos, no ande con misterios, y díganos que piensa encajarle su abanico a la Reina Gobernadora.
-¡Oh!, no hay otra mujer en el mundo -observó Calpena con entusiasmo- que sea digna de tal joya.
-Eso sí... Sabe apreciar lo bueno. Pero yo pongo mi cabeza a que si D. Carlos le propone el abanico, ofrecerá por él una miseria.
-Su Majestad es artista, y además espléndida, generosa...
-¡A quién se lo cuenta!... ¡Ay, ay! Lo fue, sí, señor -dijo la Zahón amargando el concepto con quejidos-. Lo fue... ¡Dios me favorezca, ay!... pero desde que ha empezado a soltar hijos, se ha vuelto muy roñosa.
-¡Si no ha tenido más que uno!
-Y lo que ha de venir... ¡ay! Está ya de cinco meses, ¡ay!... Dos años de casada lleva por lo secreto, según dicen, y al paso que va, no habrá bastantes rentas para el familión que nos traerá esa señora... ¡Y ese Don Carlos, bobalicón, todavía piensa que le va a comprar... ese juguete!
-Este juguete, y cuanto yo quiera -afirmó el diamantista con seguridad burlona, casi insolente-, me lo comprará la Reina, y me lo pagará como a mí me convenga.
-Ciertamente -dijo Fernando-. La Reina está obligada a proteger las artes... y es su deber formar colecciones, que luego pasan a los Museos.
Era la Zahón envidiosa, y su egoísmo comercial no toleraba que otro del gremio, aun siendo amigo suyo, hiciese mejor negocio que ella. La seguridad que mostró Maturana de vender en Palacio con ventajas grandes, la sacó de quicio; exacerbados sus dolores por la emulación mercantil, empezó a dar chillidos, y entre ellos iba soltando estas palabras:
«No, no... no puede ser... Maturana loco... Reina no compra, Reina guarda dinero».
-Si María Cristina guarda el dinero -afirmó Maturana frío y cruel, pues cuando se proponía humillar a su rival no conocía la compasión-, lo sacará de las arcas para dármelo a mí... Su Majestad me comprará todos los objetos y joyas de mérito que yo le lleve, y a usted no le comprará nada... a usted nada... a mí todo.
-Bruto... majadero y vanidoso... ¡Ay, me muero!... Este dolor para usted... para usted debiera ser.
-Gracias... no me conviene el artículo.
-¡Vaya con D. Carlos!... Ahora sale con que tiene vara alta en Palacio... con que le ha caído en gracia a la Reina... ¡Ja, ja!... ¡Ay, ay!... Me río llorando, ¡ay de mí! ¡Bien por el nuevo favorito!
-Favorito soy... en mi ramo, se entiende. Y la Reina Gobernadora me favorece, porque me necesita...
-¡Le necesita!... Buenos estamos. ¿Cree usted que la Señora piensa encargarle arreglos y composturas? ¡Si la moda reinante es volver a lo antiguo!
-La Reina no me ha llamado para ninguna chapuza.
-¿Luego Su Majestad le ha llamado a usted? -preguntó Calpena, mientras Doña Jacoba, estupefacta, no sabía qué decir.
-Sí, señor, he tenido esa honra. ¿No llamó a Mendizábal para arreglar la Hacienda y salvar el país? Pues a mí, que en mi ramo soy tanto o más que Mendizábal en el suyo, me llama también la Corona... para fines no menos altos.
-¿Y qué tiene que ver nuestro ramo, la joyería, con nada de lo que está pasando en España?
-¿Qué tiene que ver...? Llega un momento, en las peripecias de un reinado, en que el arte del diamantista puede auxiliar poderosamente a la Monarquía.
-¡Ay, ay!... Este hombre quiere volvernos locos... D. Fernando, no le haga usted caso... Se burla de mí, y quiere ponerme peor haciéndome reír.
-Ríase usted o llore todo lo que quiera.
-No lloro, no, ni me río -indicó la Zahón altanera y burlona-. Estoy indignada por la falta de respeto con que habla usted de la Reina. ¡Pues no dice que le ha llamado!
-Seis veces han llegado a mi casa criados palaciegos preguntando cuándo venía del extranjero el Sr. Maturana... y el Intendente ha estado a verme hoy... No, si no he de decir para qué me quiere Su Majestad. A su tiempo se sabrá.
-Ya... Es que quiere encargar una corona morga... nática, o como se diga, para el Muñoz -dijo la Zahón venenosa, echando por los ojos toda su envidia, mezclada con su agudo sufrimiento-. Me voy a poner muy mala... Ya lo estoy. Este hombre me irrita... Me cuenta cosas que no me importan... Me ahogo... ¡Lopresti... condenado Lopresti... que me muero!... ¡La taza de vino, los polvos, esos polvos... Lopresti!
Entró al fin el fámulo, avisado por los gritos de su ama, y le dio a beber una pócima de vino y caldo, en la cual vertió el contenido de una papeleta de farmacia.
«¡Qué amargo está!... ¡No lo has revuelto, condenado! -dijo la señora bebiendo a sorbos-. Ahora te traes una luz: ya no se ve... ¿Y ha sacado las perlas que vienen para mí, D. Carlos?».
-Aquí están... Que traigan luz. Quiero verlas.
Traída la luz, examinó Maturana las perlas, y debió encontrarlas excelentes, porque al punto formuló esta proposición:
«Al precio que usted sabe, Jacoba, me quedo con ellas... Vaya, para que usted no chille, en esta partida llego hasta los cuarenta y dos por quilate».
-Para usted estaban.
-Tiene usted mucho género, Jacoba, género superior, y no sé cómo va a salir de él.
-Mejor... Ea, no empiece a camelarme, que no las cedo.
-¿A ningún precio?
-A ningún precio. Quiero reunir más.
-Y va de historias... Estas perlas que le manda a usted Aline, parécenme... no puedo asegurarlo... pero me da en la nariz que son las de la Princesa de Beira. Tantas ganas tiene la buena señora de ser reina, que vende sus perlas para comprar pólvora y cartuchos.
-Podrá ser... A usted le llaman las reinas que gobiernan, y a mí quizá me llamen... y me necesiten... las destronadas.
Dijo esto la Zahón sólo con el objeto de poner en confusión a su amigo y desorientarle. Seguía D. Carlos la broma, sin conseguir sofocar con su donaire el humorismo maleante de la vieja, cuando esta saltó de improviso con un recurso que a las mientes le vino en lo mejor de su charla, y era recurso de ley, fundado en algo verídico, ignorado del astuto D. Carlos.
«Amigo Maturana, no le he dicho lo mejor: me ha escrito Mendizábal... ¡Vaya una cara que pone usted!... Sí, señor, me carteo con el Ministro. Y si no lo cree, aquí está su secretario particular, que no me dejará por mentirosa...».
-No sé... -balbució Calpena-. Sin duda es cierto... Creo haber oído algo al amigo Milagro.
-A Su Excelencia le da por las botonaduras llamativas -dijo Maturana mirando fijamente a su colega, no sin malicia-. Pero ya caigo: si el Ministro se cartea con usted, será porque quiere consultarla sobre ese plan de vender los bienes de los frailes.
Y volviéndose hacia Calpena, le preguntó: «Joven, ¿y será cierto que vende también las alhajas de los santos, y la plata y oro de las catedrales?... Porque con tal medida, si a ella se resuelve, sí que podría sacar de apuros a la Tesorería».
-No he oído nada de eso -replicó D. Fernando-. Parece que se venderán todos los bienes raíces del Clero, y además las campanas.
-Que son los bienes aéreos... ¡Buena se va a armar! ¡Será sonada! Créame usted, Jacoba: si no trasladamos nuestro negocio al extranjero, estamos perdidos.
-Yo no: con el arreglo que nos hará ese señor Ministro, verá usted prosperar la nación. Usted no es partidario de Mendizábal.
-Yo creo que vale... sí vale. Pero fracasará.
-Dios quiera que no... Voy a entrar en negociaciones con él para un asunto... Y el Sr. Calpena, que, según nos dijeron, es el amigo íntimo del gran Ministro, ¿me hará el favor de interceder por mí?
-¿Negocitos con Mendizábal? -murmuró D. Carlos.
-Señor mío, si a usted le necesitan las reinas, a mí me necesitan los Ministros, que en realidad son los que gobiernan... Sr. Calpena, usted es muy amable, y tomará mi asunto con interés.
Excusose el joven con finura y modestia, alegando que no tenía amistad con el Ministro, ni podía permitirse recomendarle asuntos de ninguna clase; mas no se dio por convencida la Zahón, y elogiando la delicadeza del joven, y echándole mucho incienso dijo: «Es natural que usted se exprese de ese modo. Pero yo sé que D. Juan Álvarez le quiere a usted mucho y le protege, y le hará procurador... Los motivos de esta protección quizás usted mismo no los sepa... Yo tampoco; la verdad, no sé nada: sólo sé que... En fin, Aline me ha dicho que es usted un joven de gran mérito... No hay que ruborizarse... Por todas esas razones, y otras que callo, yo quisiera, Sr. D. Fernando, que esta noche cenara usted con nosotros...».
Antes que el invitado pudiese formular sus excusas, se metió por medio D. Carlos, diciendo muy gozoso: «Aceptará, ya lo creo, y yo también. Quiero decir, que si el señor cena con ustedes, me convido...».
-Lo siento mucho -dijo Calpena-. Otra noche, señora mía, tendré mucho gusto... Esta noche no puedo... créame usted que no puedo.
-Ya se ve... Es verdadero sacrificio sentarse a nuestra pobre mesa, acostumbrado usted a los convites de las grandes casas.
-No nos tratarán mal aquí, Sr. D. Fernando -dijo D. Carlos-; y si Lopresti tuviera tiempo de poner esta noche el pescado en tomatada maltesa...
-Hay tiempo... ¡Lopresti!
Repetía sus excusas D. Fernando, cuando llamaron a la puerta. El maltés acudió. Eran campanillazos, golpes repetidos, dados al parecer con el puño de un bastón, y luego voces femeninas, la del sirviente y la de otra persona, riñendo, disputando. «Es ese torbellino -dijo Doña Jacoba-. Aura, hija mía, ¿por qué alborotas? Mira que hay visita... pasa... ven».