XI

-Una de estas noches, amigo Serrano -dijo D. Fernando-, va usted a venir conmigo al Príncipe, para que me diga los nombres de todas las señoras que veamos en los palcos. En el tiempo que llevo aquí, he hecho algunas amistades, pocas; hace unas noches me llevaron al cuarto de Florencio Romea; en el teatro he conocido a Ventura de la Vega y a Mesonero Romanos. El señor a quien debo este conocimiento me le presentó días pasados en la calle de Alcalá mi compañero de casa D. Nicomedes Iglesias. ¿Le trata usted?

-¿Cómo no?... Iglesias... hombre de mucho talento, de gran porvenir...

-Pues me presentó a ese... ¿cómo se llama? Alonso... Juan Bautista Alonso, con quien me encontré después una noche en la segunda fila de lunetas, y charlamos algo de literatura. Por él he conocido a Vega, he hablado con Larra, y he saludado a Espronceda en el café Nuevo y en el Parnasillo...

-Alonso es poeta y un buen periodista... chico que vale. Será ministro... ¿Y no ha querido catequizarle a usted para la sociedad Los Numantinos?

-A mí no... Ni yo gusto de meterme en esas cosas, ni la vida política me seduce.

-A mí... sí... pero no puedo consagrarme a ella, por...

Acometido de una tos violentísima, parecía que se ahogaba. Amoratado y convulso, faltábale poco para echar los bofes y escupir el alma. «Con esta maldita tos -dijo cuando se fue sosegando, y se limpiaba de babas, mocos y lágrimas el encendido rostro-, ¿cómo quiere usted que sea uno político y orador?... Mi naturaleza es émula de mi bolsillo en el agotamiento, en la extenuación... No me forjo ilusiones de vivir el año que viene: estoy tísico pasado».

Trató de consolarle Calpena, con más lástima que convencimiento, porque en verdad la flaqueza y el color cadavérico de su amigo invitaban a entonar el responso. No espantado de la muerte, o echándoselas de valiente, hablaba Serrano de su próximo fin con entereza estoica un poquito afectada. Era moda entonces morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre elegancia. Habíamos convenido en que seríamos más bellos cuanto más demacrados, y entre las distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un fallecimiento poético, seguido de inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y puntiagudo ramaje. «Estos pobres huesos -prosiguió Serrano- están pidiendo la mortaja. Le diré a usted, en confianza, que es de tanto sufrir y de tanto gozar... Mi vida, si yo la contara, sería la más interesante de las novelas. Mis años, por el mucho y precipitado vivir, parecen siglos... ¡Y que llegue uno al borde de la tumba con ocho mil reales!... En fin, doblemos la hoja triste... ¿Me decía usted que desea ir conmigo al teatro para que le dé a conocer a todo el personal masculino y femenino que veamos en palcos y butacas? No podía usted encontrar, ni buscándola con candil, persona más para el caso, porque como de algún tiempo acá no tengo nada que hacer (en la oficina ya ve lo que trabajamos), me dedico a conocer de visu a todo el mundo y a la averiguación de vidas ajenas... Soy un Plutarco para esto de las vidas, y las hago también paralelas. Sabrá usted los nombres y las historias, amigo mío, que aquí no hay nadie que no tenga su historia... y las hay de oro. ¡Con decirle a usted que la de nuestro esclarecido jefe es de las más inocentes...!».

-¡Caramba!

-¿Y lo duda? ¿De qué dehesa viene usted?

-¿Dónde hay más historias, en las clases altas o en las medias?

-En todas; pero las de las altas son más bonitas, más profundamente depravadas. Yo las conozco al dedillo, y en pocas noches le daré la instrucción suficiente para que no pase por cándido el día que se introduzca en la sociedad.

-¿Pero no se exime nadie, galán ni dama, del oprobio de esas historias? ¡Por Dios, Serrano...!

-Nadie... Todo el mundo tiene historia. Por lo común no hay persona bien vestida que no lleve consigo su misterio: este misterio es algo que no debe saberse, y, sin embargo, se sabe, porque fíjese usted... Nada es aquí tan público como las cosas secretas... En fin, por tener todo el mundo historia, hasta usted la tiene, usted, querido Calpena, que acaba de llegar a Madrid; y antes de dar los primeros pasos en las tablas del teatro social, ya nos indica que trae buen papel en la comedia.

-¡Yo! -exclamó Calpena palideciendo-. ¡Pobre de mí! ¡Si no soy nadie!

-Los que empiezan no siendo nada, suelen acabar siéndolo todo.

-Bueno. Pues si alrededor mío hay una historia y usted la sabe, amigo Serrano, ¿tendría inconveniente en contármela?

-Inconveniente, ninguno... pero la tos... ya ve... no puedo hablar... me ahogo...

Aguardó Calpena a que el golpe de tos se calmase, y cuando hubo pasado, aún tuvo que esperar más tiempo, porque el infeliz tísico se quedó un rato sin respiración, los ojos inyectados, la frente sudorosa, las manos trémulas...

-Pues sí... esta maldita tos no me deja vivir... Si yo no tosiera, sería orador, créame usted... Pues no hay que tomar a mala parte esto de las historias. ¡Tan joven y ya protagonista! Si he de ser franco, no puedo aún decir a usted cosas concretas...

-¿Pues no asegura que lo sabe todo?

-Todo no. Es muy pronto todavía, y aún son pocas las personas que se han fijado en el joven Calpena... Lo que yo he oído no es ofensivo para usted, ni mucho menos.

-Sea lo que quiera, debo saberlo.

-La tos otra vez... Me ahogo...

-¡Demonio! ¿Por qué no toma usted pastillas? Yo se las traeré de la botica más próxima.

-No... gracias... Es inútil. Las he tomado de todas clases, sin sentir el menor alivio.

-Ya pasa... ya puede hablar.

-La verdad, amigo mío, a usted se le tiene en estudio. Sólo he oído formular preguntas, aventurar alguna hipótesis... Conjeturas, presunciones... qué será, qué no será...

-¿Nada más que eso? Pues soy, respecto a mí, el primero de los curiosos investigadores, y yo pregunto también: «¿quién soy?... Calpena ¿quién eres?».

-¿Pero usted no lo sabe?...

Comprendiendo que había ido demasiado lejos en la expresión de sus dudas, D. Fernando se enmendó diciendo: «Sé quién soy; pero en la vida de todo hombre, por clara que aparezca, hay siempre incógnitas que resolver».

-¿De modo que no sabe usted todo lo que le concierne?

-Hombre, todo, todo precisamente, no.

-Pero sí sabrá quién le recomendó para la plaza que hoy ocupa en el Ministerio.

-Juro a usted que lo ignoro.

-Las recomendaciones toman en este país giros muy extraños, y ofrecen a veces concomitancias increíbles. A mí, para que me dieran la plaza mísera que tengo, me recomendó la persona más opuesta a mis ideas, D. Antonio Zarco del Valle, a quien interesé por el ama de cría de uno de sus niños. Por un empleado del personal he sabido que en el libro donde constan los padrinos de cada empleado, figura usted como hechura y ahijado del propio Mendizábal, lo que nadie extrañará, porque bien podría el Ministro ser amigo, deudo de su familia de usted.

-No lo es. Ese señor no tiene ningún motivo para interesarse por mí.

-En tal caso habrá recibido cartas expresivas de personas a quienes no puede negar un favor de esta clase. Por indiscreción de un amigo de la secretaría particular, puedo... no afirmar, ¡cuidado!, sino sospechar... con vehementes indicios de acierto...

Sobresaltado y ansioso, aguardaba el otro la terminación del concepto. Un amago de tos determinó pausa expectante, que a Calpena le pareció un siglo. Por dicha, no fue más que amago, y Serrano pudo decir claramente: «Si se empeña usted en oírme lo que sabe... ¡vaya si lo sabe!... le diré que debe su plaza a la Duquesa de Berry...».

Pausa... Sólo se oía el áspero ronquido que salía del pecho de Serrano. El estupor de Calpena acabó por resolverse en una risa nerviosa, que lo mismo podía ser de regocijo que de burla.

«¡La Duquesa de Berry!... ¿Está usted loco? ¿La esposa del Príncipe asesinado a la salida de la Ópera, hijo de Carlos X...?».

-Justo... Carolina de Nápoles, hermana de nuestra Reina Gobernadora Doña María Cristina.

-¿Y esa señora es la que figura como...?

-No figura en el libro de recomendaciones; pero por referencias, por indicios de secretaría, sé yo...

-¡Locura, delirio! -exclamó Calpena levantándose, como hombre que quiere poner fin por la ausencia a una conversación enfadosa.

-Si usted me probara eso... -indicó Fernando, fingiendo indiferencia.

-¿Prueba?... ¡Oh!... Me remito al gran demostrador de verdades, el tiempo...

-Pero ¿cómo es posible...? ¿Qué tiene que ver mi humilde persona con esa princesa...?

Serrano alzó los hombros, quiso decir algo; pero, ahogándose, no hizo más que balbucir: «No puedo. La tos, la tos...».