Mendizábal/VIII
VIII
Nueva interpelación de D. Pedro, que impaciente quería profundizar en el hermoso asunto, para llegar pronto a la verdad. «Perdóneme otra vez, Fernandito, si le interrumpo. ¿Ese señor cura no se señaló, como todo el clero navarro, por la adhesión a las ideas y a la persona de D. Carlos María Isidro?».
-Verá usted... Mi padrino, hombre de acendrada religión, manifestaba despego a los revolucionarios y jacobinos... Del 14 al 20 simpatizó con los realistas, por lo cual le tuvieron entre ojos las autoridades de los tres años. Poco antes de la entrada de Angulema, tuvimos que salir de Vera y refugiarnos en Cambo. Pero a principios del 24 ya estaba mi padrino en su parroquia, y entonces le ofrecieron la canonjía de Pamplona, que rehusó. Desde el 24 hasta la muerte del Rey, se abstuvo de manifestar con demasiada viveza sus sentimientos realistas. Debo decir también que el buen señor tenía relaciones con personas del bando liberal. Era muy amigo del general Mina...
-¡De D. Francisco Espoz y Mina!
-Hacia el 22, comía en la Rectoral siempre que pasaba por Vera... También tenía D. Narciso gran confianza con Eraso, el segundo de Zumalacárregui, y aun con este, en época anterior al carlismo, cuando Don Tomás era coronel de ejército. Sí, señor... ¡Pues tengo tan presente a Mina... le vi tantas veces en mi casa!
-¿Y con usted se mostraba cariñoso?...
-Como que monté a caballo más de una vez en sus rodillas. Me quería mucho... me llamaba petit caporal y no sé qué... Ahora que recuerdo: también nos visitó alguna vez el Conde de España.
-¿Y en las rodillas de ese también montaba usted?
-Creo que no. La época es más remota, y apenas me acuerdo.
-¿Y entre tantos generales no iban alguna vez generalas?... ¿No recuerda haber visto en la casa del cura duquesas o princesas...?
-Personas de tanta categoría... no sé... como no fueran disfrazadas.
-Adelante. Murió el señor Cura, sin poder decir oste ni moste... y luego...
-El hermano de D. Narciso vivía en Urdax, dedicado al tráfico de maderas. Este señor se encargó de mí. Honrado y cabal, no se parece nada a su difunto hermano: carece de instrucción, y es seco, adusto, sin delicadeza. Lo primero que hizo conmigo fue mandarme a Olorón para que siguiera mis estudios en un colegio. Allí viví unos meses en casa de un tal Maturana, habilísimo mecánico y armero, algo pariente y amigo íntimo de los Vidaurres. De pronto recibí órdenes de trasladarme a París a aprender prácticamente el comercio, pues al comercio quería dedicarme. Me mandaban acá y allá, sin darme explicaciones, y si alguna observación hacía yo, me respondían simplemente: «Manda quien manda».
-Ya me habló usted de su viaje a París para entrar en la casa de Banca donde conoció a Mendizábal; dígame ahora cómo se le manifestó la mano oculta en aquella ciudad.
-Yo vivía con otro chico guipuzcoano, compañero mío de escritorio, en una modesta pensión del faubourg Poissonière. Un día me encontré en la mesa de mi cuarto una carta dirigida a mí. Dentro de ella había dos billetes de la Banque de France, que allí circulan como metálico. Total: doscientos francos, que me vinieron muy bien. No pude averiguar quién me había llevado la carta: ni en la casa ni en mi oficina supieron darme ninguna razón. Pero aquella vez el dinero no venía solo, sino con una cartita muy lacónica en que se me mandaba oír misa, al día siguiente, a las nueve en punto, en la iglesia de Notre Dame des Victoires. Naturalmente, fui, y nada me sucedió, es decir, nadie se me acercó a hablarme, como esperábamos mi compañero y yo, que creímos se trataba de una aventura vulgar.
-Si usted no vio a nadie, sin duda alguien a usted le vería... ¿Era ya en el reinado de Luis Felipe?
-Sí, señor. De repente, con la misma brusquedad con que fui enviado a París, llamáronme a Olorón, y allí estaba cuando se nos presentó Faustino Vidaurre, al parecer para tratar de negocios... Noté yo que él y Felipe Maturana se decían algo referente a mí, recatándose de que yo lo entendiera. Una mañana me notificaron que vendría pronto a Madrid, donde se me daría un destino en las oficinas del Gobierno, con sueldo bastante para vivir decentemente en esta capital. Yo me alegré, porque allí no hacía nada, y la holganza monótona de aquel pueblo me enfadaba, me ponía enfermo... Vi los cielos abiertos; me aventuré a pedir alguna explicación al hermano de mi padrino; pero no me dijo más que la frase sacramental: «Quien manda, manda». Y Maturana agregó: «Llevarás tu viaje pagado, y algo para que puedas vivir un par de meses en un alojamiento arregladito. Ya puedes empaquetar tu ropa y tus libros...». Y como yo expresase alguna inquietud acerca de mis primeros pasos en esta villa, no teniendo aquí conocimientos ni trayendo carta de recomendación, Faustino me dijo: «Anda, anda, hijo, y no temas nada, que ya tendrás quien te ampare y mire por ti. Vete descuidado, que nada te faltará... Y no te mandamos tan desprovisto de apoyos y recomendaciones, pues además de los que allí te saldrán donde y cuando menos lo pienses, en Madrid tienes a nuestro primo Carlos Maturana, diamantista que fue de la Real Casa, y hoy comerciante en piedras preciosas. Ya le hemos escrito para que te preste algún socorro, si por acaso lo necesitares. Pero no esperes encontrarle en la Corte hasta los últimos de Septiembre, porque ahora está viajando por el Norte de Italia, y tardará un mes lo menos en llegar a Madrid. Vive en la plaza de la Armería junto a Palacio». Llegó el día de mi partida, y me despidieron muy conmovidos, como si no pensaran volver a verme. Tanto Maturana como Faustino y las mujeres de ambos, me dirigieron el último saludo con una extrañísima gravedad... vamos, con algo como demostración de respeto... No sé si me explico...
-Comprendido, comprendido... Es muy natural... ¿Y...?
-Ya, a eso voy. Dos días antes de mi salida de Olorón, se llegó por allí una señora muy estirada, con muchos moños grises alrededor de la cabeza, sombrero con cintas y encajes. Hablé con ella dos o tres veces, asombrándome de su instrucción, de su finura, de su conocimiento de la política, así francesa como española. La esposa de Maturana, persona también de excelente educación, francesa, hija de un librero de Foix, celebraba frecuentes encerronas con la dama desconocida. A esta la llamaban Madame Aline.
-¿Francesa?
-Pues mire usted que no lo sé... Habla correctísimamente el español, aunque con un ligero acento... no sé, me pareció catalán. Pues bien: esta señora fue la que me dio el encargo que tan soliviantados trae a nuestros patriotas. Tanto ella como Maturana me encargaron tuviese mucho cuidado de no entregar el paquete más que a la persona a quien viene dirigido. «Será muy difícil -me dijo madame Aline- que haya equivocación ni suplantación, si usted se fija bien en las señas que le doy. La señora en cuyas manos pondrá usted la cajita es jorobada».
-¡Lo ve usted! -exclamó Hillo, dándose un fuerte palmetazo en la rodilla-. ¿Ve usted cómo acertaba yo cuando hablé del torbellino romántico? En el romanticismo desempeñan siempre un papel culminante los jorobados, o siquiera cargados de espalda, los tuertos, patizambos, y en general toda persona que tenga alguna deformidad visible. También figuran en él los tísicos, los locos y los que padecen ictericia.
-Jorobada -me dijo-, de sesenta años, y algo impedida de la pierna derecha.
-Bueno, bueno, bueno... Lo que digo: en pleno romanticismo. ¿Y qué nos importa? Mejor, más divertido: no nos faltarán emociones, sorpresas y... corcovas... ¡Ay! Fernandito de mi alma, me equivocaré mucho si de todo esto no resulta una anagnórisis felicísima... Nada, nada, no hay que temer nada malo, sino una verdadera irrupción de bienes. Yo estoy contento, no sé qué me pasa. El bien ajeno no me produce envidia, sino una exaltación de cariño y entusiasmo por la persona favorecida. Así es que estallo de satisfacción, y me parece que esta noche he de atacar la cena con un apetito fenomenal. Adelante. ¿Falta algo?
-Sí señor: falta que usted conozca la clase de educación que me dio mi padrino; los sentimientos con que fortaleció mi conciencia; las ideas con que fue labrando mi criterio... Desde muy niño me acostumbro a mirar la moral excesivamente severa como base de una vida ejemplar. La moral rígida, según él, es un deber que impone la fe, y al propio tiempo una indudable ventaja para la vida. Me enseñó a abominar de la mentira, siendo en esto tan extremoso, que ni aun me permitía los embustes inocentes que son el encanto principal de la infancia. De amor al prójimo, de caridad y abnegación, no hablemos, pues esto, con sólo su ejemplo, diariamente me lo enseñaba. Ponía un cuidado exquisito en que yo aprendiese desde muy niño a refrenar los deseos violentos, a no apetecer cosa alguna con demasiado ardor, a poner freno a las pasiones. Ya he dicho a usted que era un humanista de primer orden, y clásico ferviente, resultando armonía perfecta entre su gusto artístico y todos los actos de la vida, que iban siempre a compás, como sus pensamientos. De los modernos autores, Moratín era su ídolo. Se carteaba con él y con el abate Melon, y se sabía de memoria todas las poesías serias y festivas de D. Leandro, así como sus traducciones de Horacio. ¡Cuántas veces le oí declamar con grave entonación aquel pasaje!:
¿De cuál varón o semidiós el canto
previenes, alma Clío,
en corva lira o flauta resonante?
La sátira «¿Quieres casarte, Andrés?» la repetía enterita, sin el menor tropiezo. Explicándome las bellezas de estas composiciones, me hacía ver cómo la poesía, para ser de buena ley, debe subordinar la inspiración al buen gusto y a la regularidad. Mas no quería que fuese yo poeta, y una vez que me sorprendió haciendo versos, me los puso en solfa, incitándome a que, en vez de expresar mis pensamientos con música y medida, cultivara la buena prosa, que, sin duda podía ofrecerme ancho campo al empleo de la inteligencia, así en la oratoria política, como en la forense, en la historia, en la filosofía, y en todas las artes liberales. Por Cicerón tuvo verdadera idolatría, y decía que era lástima fuese gentil un hombre que expresaba las ideas con tal perfección, dando al raciocinio la palabra más propia y más enérgica. Repetía la memoria pasajes del gran orador y filósofo; me los explicaba; me hacía ver su concisa elocuencia, la propiedad, el empleo exacto de las voces...
-Repetiría aquel pasaje: Nihil agis, nihil moliris, nihil cogitas...
-Quod ego, non modo non audiam, sed etiam non videam...
-Ejemplo admirable de lo que llamamos climax...
-Como usted comprende, me enseñó el latín a machamartillo, porque, según él, es el latín la madre de todas las enseñanzas, y única escuela segura del buen gusto. El latín, decía, no sólo hace hombres eruditos, sino buenos ciudadanos, personas sociables, finas y amenas... Por último, para que usted se haga cargo de cómo formó mi carácter aquel gran maestro, recordaré las máximas que con tenacidad me iba claveteando, como si dijéramos, en la cabeza, y así verá el contraste que forma aquella enseñanza teórica con lo que después me ha traído la realidad. «Ajusta siempre tus acciones -me decía- a un plan lógico, dentro de la más estricta moralidad, y no te separes de él por nada ni por nadie. Puede que este sistema te ocasione alguna desazón pasajera; pero a la larga apreciarás y saborearás sus hermosos resultados... No confíes nunca en lo imprevisto; no esperes nada del acaso, y que tu conducta sea siempre lo que debe ser, lo previsto, lo estudiado, y en modo alguno dependa del qué será... No aceptes jamás cosa alguna que no sepas de dónde viene, ni te fíes de prosperidades fantásticas, que suelen volverse infortunios reales... Lábrate la dicha con tu trabajo, acostúmbrate a que tu bienestar sea obra de ti mismo, y no esperes nunca favores llovidos del cielo... No contraigas deudas, ni aun por mínima cantidad, y advierte que es preferible pedir una limosna a cargarte de obligaciones... Ama la regularidad, el orden, pues si no hay arte posible sin reglas, también está sujeto a cánones invariables el arte de la vida... Considera que lo que no hayas adquirido por ti mismo no es tuyo, sino ajeno, que si aceptas beneficios que no has ganado con tu esfuerzo, te verás ligado por la gratitud, y la gratitud puede torcer tu voluntad, y apartarte de la senda del deber rígido y estrictamente moral... En lo tocante a opiniones políticas, mantente siempre en el fiel de la balanza, y cualquiera que sea la bandería a que te veas afiliado, no hagas un dogma cerrado de tus creencias, ni niegues a la creencia de los demás el respeto que merece... Nunca te acalores en la vida pública ni en la privada; no seas fogoso en tus pasiones, que eso es vicio romántico, de que debes huir como de la peste; mantente siempre templado, dueño de ti, sereno y en disposición de sortear las vehemencias ajenas. Así dominarás, sin ser nunca dominado, porque el fiero se entrega al fin, y se rinde al flemático... En todos los negocios preséntate siempre de buena fe, situándote en posición derecha, frente a las intenciones del que ha de tratar contigo...».
-Pues esta máxima -dijo Hillo gozoso- corresponde a una de las principales reglas del toreo, que llamamos situarse en la rectitud... Adelante.
-Con que ya ve, Sr. D. Pedro, cómo no corresponde la palpitante realidad a la norma de conducta que mi preceptor me enseñaba; y aquí me tiene usted sin voluntad propia, sometido a misteriosas manos que me gobiernan... Lo desconocido me rige, la imprevisión me guía... Estoy amenazado del descrédito de toda la doctrina que aprendí, y no veo manera de aplicar ninguna regla, porque todas están por el suelo, pisoteadas por el acaso, a quien pertenezco sin poder evitarlo.
-No es el acaso: es el supremo designio, hijo mío. Pero no te apures -dijo D. Pedro, empezando a tutearle sin darse cuenta de ello, por una efusión de cariño que rápidamente invadía su corazón-. Considera que sobre todas las reglas está la realidad de la vida, y que no podemos desviar los acontecimientos de su natural curso, trazado por Dios. Tu padrino debió tener en cuenta el misterio de tu origen, antes de recomendarte que abominaras de lo desconocido. ¿Por qué no te reveló lo que sin duda sabía? O es que no sabía nada. De todos modos, hijo mío, tu existencia se balancea en el misterio, y el misterio ha de rodearte, y lo imprevisto te rondará por mucho tiempo, pese a toda la ciencia y a toda la bondad de ese D. Narciso Vidaurre... ¿Qué resulta? Que tu padrino te quiso criar para lo clásico, sin considerar que eres romántico inconsciente, esto es, que a pesar tuyo el romanticismo te coge en su remolino furioso... Dispénsame que te tutee: siento hacia ti un profundo afecto. Te miro como un hijo; más propio será decir como hermano. Quiero compartir tus desventuras... cuando lleguen... Seamos románticos; aceptemos la realidad, y pues esta es ahora tan buena, no le busques tres pies al gato, y date por muy contento con los bienes que llovidos caen sobre ti. Después vendrá la anagnórisis, y volveremos a lo clásico, al triunfo, a la apoteosis, que será coronamiento de tu destino. Sí, querido Fernando. Tu porvenir es hermoso; tú eres lo que no pareces... Serás grande, poderoso... Alégrate. Seremos amigos, grandes amigos; seremos hermanos. Y ahora, chiquillo, pues cae la tarde, vámonos despacito hacia nuestra vivienda, que la hora de la cena se aproxima, y yo, la verdad, con todo eso que me has contado, siento que se me avivan de un modo horroroso las ganitas de comer.