V

Alejose hacia su cuarto, accionando festivamente, y en dirección al suyo iba también Calpena, cuando le detuvo el patrón señor Méndez, y le dijo entre risueño y respetuoso:

«Ahí tiene usted el sastre».

-¿Qué sastre?

-Pues el cortador mayor del Sr. Utrilla, que viene a tomarle medida. Le mandé pasar a la sala, donde espera hace un cuarto de hora.

-Ese señor se equivoca. Yo no he llamado a ningún sastre.

-Aunque no le haya usted llamado, él viene, y cuando viene, él sabrá por qué. Déjese tomar medida, y que le hagan cuanta ropita necesite para ponerse bien guapo.

-¿Pero está usted loco?... ¿No hay más que encargar ropa? Y luego... Sr. Méndez... luego vienen las cuentas, ¿y qué hacemos? ¿Soy acaso un Sr. Mendizábal, que con cuatro rasgos de pluma fabrica millones?

-Las cuentas no son cuenta de usted, sino de quien las pague. Entre el señor en su cuarto, y escoja las telas, y déjese que le midan el cuerpo a lo largo y a lo ancho...

-Que pase ese hombre -dijo Calpena prestándose a todo, con la esperanza de salir de la confusión en que, desde su venturosa llegada a Madrid, vivía.

En presencia del oficial, hombre finísimo, colorado y regordete, que iba cargado de muestras de diferentes paños, D. Fernando no pudo resistir a la fascinación que ejercía sobre él, joven y gallardo, la idea de vestirse elegantemente. Ante todo quiso saber cómo y por qué los afamados sastres acudían en busca de parroquia sin que nadie les llamase; pero sus interrogaciones prolijas y capciosas no lograron aclarar el enigma. «Mi principal, el señor Utrilla -le dijo aquel relamido sujeto-, me ha mandado acá con muestras y encargo de tomar a usted medida para diferentes piezas. Hubiera venido él en persona con mucho gusto; pero está malo de un pie, y hoy no puede salir de casa. De quién ha recibido las órdenes para estas hechuras, yo no lo sé, señor mío, ni es cosa que me corresponde averiguar».

-Pues yo -afirmó Calpena-, no me dejo medir el cuerpo mientras no sepa... ¿Será tal vez alguna broma impertinente?

-Eso, de ningún modo... Utrilla no se presta a tales bromas... Crea usted que, cuando me ha mandado aquí, es porque ha recibido órdenes de personas que saben el cómo y por qué de lo que encargan. Con que... tomemos esos puntos, y no piense usted en nada más que en vestirse como le corresponde.

-Accedo, sí, señor -replicó D. Fernando en el tono de quien se presta a seguir un bromazo de buen género, y seducido además por la idea de ver realizada su ilusión juvenil de vestir buena ropa-. ¿Sabe usted el cuento del perrito y del trasquilador?

-Sí, señor -dijo el otro, ayudándole a quitarse levita y chaleco-. Es un cuento viejísimo...

-Pues ahora mida usted todo lo que quiera, y hágame todas las prendas de vestir que haya dispuesto... el amo del perrito.

-Me han dicho que dos levitas, fraques, un traje de mañana... cuatro pares de pantalones variados.

-Ande usted, maestro... Y si quiere dejarle borlita en el rabo, déjesela usted.

-La ropa más precisa para un joven introducido en sociedad. ¿Qué menos? ¡Ah!, me olvidaba. También le haremos capa de sedán finísimo, con forros de piel de chinchilla.

-Me parece muy bien... ¿Y las levitas, cómo han de ser?

-El Sr. de Utrilla acaba de llegar de Londres... Precisamente al bajar de la diligencia se estropeó el pie. Pues ha traído las últimas novedades que se han puesto al uso en aquella capital. Las levitas son ahora cortas y de poco vuelo en los faldones; pero siguen muy entalladas, marcando bien la cintura. Las que ha traído el Sr. Mendizábal, y que tanto llaman la atención, son ya antiguas, y en Londres no las usan más que los lores, que es como si dijéramos los señores próceres protestantes, que tienen asiento en lo que llaman Parlamento inglés, o sea en las Cortes liberales de allá.

-Hombre, bien... ¿Con que entalladas y de faldón corto?

-Menos largo que el año pasado -dijo el sastre, tomando y anotando las medidas con singular presteza-. Los cuellos son ahora más largos, y bien caídos sobre los hombros; los botones grandes... Haremos una de las levitas, si a usted le parece, con cordones a la húngara...

-Perfectamente. Despáchese usted a su gusto... ¿Y los paños?

-Fíjese usted en este color verde obscuro, que es la gran novedad que ha traído Utrilla. Se llama Lord Grey, y es el gran furor en Londres.

-Pues hagamos furor aquí... Pero las dos levitas no serán iguales.

-Haremos azul gendarme, Conde Orsay, la de cordones. ¿Qué le parece?

-Acertadísimo... ¿Y cuándo podré estrenar?

-Lo activaremos todo lo posible... Tenemos mucho trabajo, y velamos para servir a tantísima parroquia.

-Pero no me dejarán ustedes para lo último, como parroquiano pobre...

-Será usted de los primeros... Y que tiene un talle de primer orden, y una forma de cuerpo que no hay más que pedir. Le caerá a usted la ropa que ni pintada.

-Y en fraques, ¿qué se lleva?

-Los fraques son ahora sin cartera; faldones nada de anchos, y los cuellos de la misma forma que las levitas. El Sr. Mendizábal los trae negros, verdaderamente fachonables por el corte y lo bien sentados.

-¿Y el mío será también negro?

-No, señor: a usted, por la edad, le corresponde... café claro.

-¡Magnífico!... Y en pantalones ¿qué tenemos?

-Sigue la moda de las telas escocesas; pero sin exagerar el tamaño de los cuadros. Haremos a usted dos patencur, y dos más ligeritos: uno negro para entierros, y otro claro. Se llevan estrechos, sin tocar en el extremo. Chalecos, se le harán a usted seis: dos de seda en claro, uno en obscuro, dos piqué y uno escocés.

-¡Maravilloso! Y en tanto que me confeccionan todo eso, me estaré en casa, escondidito, leyendo Las mil y una noches, única lectura a que debo aplicarme ahora para hacerme a estas sorpresas... Adiós, maestro... Y que se esmeren en el corte... ¿Cuándo probamos? Estoy aquí a su disposición todo el día. ¿Pues cómo voy a salir a la calle con estos adefesios de ropa que he traído de mi pueblo?... Vaya con Dios... y no me olvide, maestro.

Retirose el sastre, y D. Pedro Hillo, que acechaba en la puerta aguardando que el joven estuviese solo, entró de rondón con los brazos abiertos, diciendo muy gozoso: «Pero, niño, ¡le regalan ropa elegante, y todavía gruñe! Rarísimos son en el Universo estos fenómenos de salirle a uno sastres ex-machina, que le miden, le cortan, le cosen, y después no cobran. Casos tales acaecen sólo de siglo en siglo, y hay que saber aprovecharlos. ¡Oh fortunate nate! Yo, que para hacerme una sotana tengo que ahorrar seis meses en la comida, le declaro a usted simple de solemnidad si no acepta calladito esas mercedes anónimas. Por la sagrada orden que profeso, declaro también que a mí no me ha pasado jamás cosa semejante, y que las deidades misteriosas y las manos ocultas no han existido para mí. A usted me arrimo, por si se me pega algo y halla en su ventura mi desventura algún remedio. Ya, ya sé... me lo ha dicho Méndez, que anoche recibió usted un abultado pliego. Abrió, ¿y qué era? Billetes para los teatros del Príncipe y la Cruz. Dígame: ¿no ha recibido también para los Toros?».

-Todavía no -dijo Calpena sonriente-; pero por lo que voy viendo, ya no dudo que los tendré la víspera de la primera corrida. Y como de los teatros mandan dos, para que vaya con algún amigo, iremos juntos a la plaza.

-Ya le mandarán también, cuando empiece el tiempo de las máscaras, para los bailes de Trastamara y del Café de Solís. Pero a eso no podré acompañarle... Le daré consejos, porque de fijo han de salirle aventuras y le acosarán mascaritas...

-Ya adivino sus consejos.

-¿A que no?

-Que remate la suerte.

-No, no es eso, sino todo lo contrario. Que se prevenga contra las celadas que pudieran tenderse a su voluntad honesta, virginal. Este Madrid es muy malo. No se fíe usted de las caras tapadas.

-De las manos ocultas debo fiarme, según dice.

-No es lo mismo. Esa mano desconocida le viste a usted, le da de comer, atiende a sus necesidades. Las caritas encapuchadas podrían hacer lo contrario: desnudarle, quitarle el pan de la boca y reducirle a la ruina y la miseria. Existirán tal vez, ¿quién asegura que no?, manos escondidas que quieran perderle, como las hay que trabajan por su bien. Lo primero que usted debe hacer es averiguar en qué cielo habita esa deidad misteriosa, para poder rezarle y pedirle lo que le convenga.

-¿Qué le pediría usted para mí si estuviese en mi lugar?

-Lo primero, un destino de Hacienda o de lo Interior con doce mil realetes... Y puesto a pedir, yo que usted pediría también la cátedra de Alcalá para un amigo.

-Para usted eso y mucho más.

-Las manos mágicas deben extender sus caricias a los buenos amigos. A Roma con Santiago he revuelto yo para conseguir esa humilde plaza, y aquí me tiene usted esperando a que San Juan baje el dedo. Si hubiera para mí una mano oculta, esa mano, en medio de las tinieblas de lo incógnito, me daría una bofetada. Estoy dejado de la mano de Dios, por lo que voy creyendo que Dios está en todas partes menos en las oficinas, y que, si acaso está, no tiene en ellas la mano, sino el pie.

-No hay que desmayar. Hagamos un trato. Búsqueme usted a la persona que ha mandado a Utrilla tomarme medidas, y si me la encuentra, prometo a usted solemnemente que el primer favor que pediré a mi desconocida providencia es esa colocación que usted desea... esto en el caso de que nos resulte influyente.

-¡Influyente!... ¡Por Dios, D. Fernandito, no me venga usted con inocencias! Esa persona desconocida tiene que ser muy alta, pero muy alta.

-¿En qué lo conoce?

-A ver... pronto, enséñeme usted la carta en que venían las localidades de teatro.

-No es carta... Es un pliego cerrado con obleas... Aquí lo tiene usted.

-A ver, a ver... ¡San Canuto, qué papel más fino!... Este papel, puede usted asegurarlo, no se encuentra en ninguna tienda de Madrid... ¿Y la letra del sobre?... ¡Ay qué letra, San Bartolomé! ¿Es de mujer? ¿Es de hombre?... Sr. D. Fernando, no se asuste de lo que voy a decirle. La mano que ha escrito esto es de sangre real.

-¡Atiza!

-¡De sangre real!... Y si no, al tiempo... ¡Ay, Sr. D. Fernandito de mi alma, allá va una profecía! Déjeme usted ser profeta, y adivino, y augur, y brujo, si usted quiere. Antes de cuatro días recibe usted, como llovido del cielo, el nombramiento... de...

-¿De qué?

-Vamos... de Caballerizo Mayor del Reino, digo, de Palacio... Y si no es esto, será de otra cosa de mucha categoría.

Rompió a reír Calpena, y dijo a su amigote:

«Pero, Sr. D. Pedro, ¿somos clásicos o no somos clásicos?».

-Sí, sí, tiene usted razón: no desvariemos, ilustre joven; pero por de pronto, yo, el más desgraciado de los nacidos, quiero hacer constar que anhelo ser su amigo de usted. Sí, sí: seamos amigos; déjeme usted arrimarme al ser más afortunado, más resplandeciente de felicidad que he visto en mi vida. Es usted el sol, y yo me muero de frío.

-Bueno, seamos amigos -replicó D. Fernando, no sin cierta emoción-. Y pues el día está hermosísimo, vámonos de paseo, y le contaré a usted muchas cosas que ignora, y que quizás le hagan rectificar sus juicios acerca de mí como depositario de la dicha terrestre. Diré a usted quién soy, de dónde vengo, por qué estoy en Madrid...

-Todo eso me interesa extraordinariamente... Ya me lo contará usted otro día; hoy no puede ser... Ni usted ni yo debemos salir hoy. Nos estaremos aquí toda la mañana acechando a Iglesias.

-¿Pero Iglesias no duerme aún?

-Aún estaría en el primer sueño, o empezando el segundo, si no hubieran venido a despertarle muy temprano, serían las siete, dos de sus amigotes. Sin duda ocurren cosas gravísimas. ¿Y sabe usted quiénes son esos dos que entraron, y, tirándole de una pata, le sacaron de la cama? Pues yo tampoco lo sé a punto fijo, porque soy poco fuerte en fisonomías. Uno de ellos me parece que es el Conde de las Navas; el otro tan pronto me parece Fermín Caballero, como Seoane... De que son pájaros gordos del jacobinismo, no tengo duda...

-¿Y a nosotros qué nos importa?

-A usted, hombre feliz por obra y gracia de la Providencia enmascarada, nada le altera. ¿Ha leído usted El Español de hoy?... ¿A que no?... ¿A que tampoco ha leído El Mensajero ni El Eco del Comercio? En mi cuarto los tengo. Vienen los tres diarios echando bombas, cada uno según el son a que baila. Yo me alegro, para que se arme de una vez. Esta visita de los compinches de Iglesias tan a deshora, significa que anoche hubo gran trapatiesta en la casa de Tepa, entiéndase logia, y en los cafés donde bulle la patriotería. Parece que las Juntas no quieren disolverse, las de Andalucía sobre todo, y he aquí al Sr. Mendizábal en un brete, porque nos ofreció poner fin a esta horrible anarquía, y en los primeros días creímos que lo lograba. Pero aquí, para que usted se vaya enterando, tanto puede la envidia de los propios, como la mala voluntad de los extraños; o en otros términos, que los amigos, o sea el agua mansa, son más de temer que los enemigos. ¿No lo entiende? Pues quiere decir que los estatuistas templados caídos del poder con Toreno, se introducen en los conciliábulos de los patriotas, fingiéndose más exaltados que estos, para sembrar cizaña, y al propio tiempo los libres que aún no tienen empleo se van a las sacristías del otro bando y atizan candela, para que los diarios de la moderación se desborden y se encienda más el furor de las Juntas. Estas nos ofrecen un espectáculo delicioso. Una pide que se restablezca la Constitución del 12; otra que se modifique el Estatuto, y entre todas arman una infernal algarabía. El señor Mendizábal pretende gobernar en medio de esta jaula de locos furiosos. Manda tropas contra las Juntas, y los soldados se pasan a la patriotería... Y los carlistas, en tanto, bañándose en agua rosada, preparándose para venir hacia acá, porque Córdoba no les ataca mientras no le manden refuerzos... Estamos en una balsa de aceite... hirviendo. ¡Qué gratitud debemos al Señor Omnipotente por habernos hecho españoles! Porque si nos hubiera hecho ingleses o austríacos o rusos, ahora estaríamos aburridísimos, privados de admirar esta entretenida función de fuegos artificiales.

-¿Y esos que están en el cuarto de Iglesias...?

-Son patriotas furibundos... de buena fe; de los que creen que con degollar frailes, azotar monjas y hablar pestes de todos los ministros, se arregla la nación. Sin quererlo, les preparan la suerte a los moderados. Algunos creen en Mendizábal, y otros le repudian porque no va por calles y plazuelas perorando, con un pendón en la mano... A todos tiene que contestar el señor de las largas levitas. Trabajo le mando... Si quiere usted que olfateemos lo que traman los compinches de Iglesias, vámonos a mi cuarto, donde al paso que usted lee El Español y El Eco, yo me daré mis mañas para pescar al oído alguna palabreja... Véngase usted para acá.

Fuéronse de puntillas al cuarto de D. Pedro, y desde él oyeron gran batahola en el de Iglesias; y no pudiendo este resistir el fuerte estímulo de su curiosidad, se coló en la caverna de los conjurados, pretextando recoger un tomo de las Palabras de un creyente, de Lamennais, que había prestado a su amigo. No tardó en volver risueño con el libro, y con preciosas noticias de la conspiración, que resultaba la más inocente que en cerebros revolucionarios pudiera caber.

«Nuestro gozo en un pozo, amigo Calpena. No tratan de ahorcar a medio mundo, ni de sublevar la tropa, ni de meter más fuego a las Juntas. Las Juntas y toda esa marimorena les importa tanto a esos ángeles de Dios como las coplas de Calaínos. Lo que les trae tan levantiscos es que las elecciones para el Estamento están próximas, y ellos, cosa muy natural, quieren ser procuradores. Mendizábal conferenció anoche con Caballero, y parece que le asegura la elección por Cuenca. Los otros dos, y alguno más que vendrá después, andan a la husma de las procuras, y quieren estar bien con Mendizábal y con el Ministro de la Gobernación, D. Martín de los Heros. Vea usted el secreto de estos aquelarres misteriosos».

-¿Será posible, amigo Hillo, que yo, provinciano y desconocedor del mundo y de Madrid, tenga más malicia, más trastienda que usted, que lleva ya no sé cuántos años de andar en este terreno? Dígolo porque me figuro que Iglesias y sus amigotes le han engañado como a un chino. Al verse sorprendidos por la brusca entrada de usted en el escondrijo, han variado de conversación.

-Por San Félix de Cantalicio, pienso que está usted en lo cierto... Me han dado el trapo. Soy toro noble.

Aún no había concluido la frase, cuando entró Iglesias resueltamente en el cuarto de Hillo, y llegándose a D. Fernando con resuelto ademán y sonrisa un tanto maliciosa, como de hombre muy corrido para quien no hay nada secreto, le dijo:

«Ya sabemos, amigo Calpena, que ha traído usted de Francia un voluminoso paquete de papeles para el Sr. Mendizábal».

Quedose un tanto suspenso el joven, y no supo qué responder.